Tolkien

Leer a Tolkien hoy, ¿supone algún peligro?

Pregunta:

¿Qué debemos pensar de la difusión y entusiasmo por las obras de Tolkien en ambientes católicos e incluso religiosos? ¿No es acaso una de las lecturas más elegidas por los seguidores de la New Age? ¿Es malo leerlo? ¿Hay que tener alguna precaución?

Respuesta [1]:

La obra literaria de J.R.R.Tolkien, quien era un convencido católico, es uno de los mayores logros de las Letras inglesas de este siglo y un ápice del ingenio humano.

Pero quiero restringirme al ‘problema’ que se ha perfilado en los últimos años en torno a esta obra[1]. Prescindo deliberadamente de las intenciones del autor que, en última instancia, sólo conoce Dios y me inclino a juzgar benignamente. Lo que llamo ‘el problema’ es el efecto que su lectura causa en ciertos ambientes ‘pro-tolkienianos’, no sólo ‘New Age’ sino ‘católicos'[2].

Tolkien se lee como un agradable y cautivante pasatiempo. Tiene un estilo brillante cuya aptitud para atrapar al lector subyace a pesar de las traducciones. Tiene la capacidad de despertar simpatía (en el sentido de ‘afecto, identificación de sentimientos’) entre el lector y sus personajes. Esto ocasiona que el lector tienda a emitir juicios indulgentes sobre elementos extraños a una mentalidad cristiana y que en otros contextos probablemente habría rechazado o mirado con sospecha; por ejemplo, el tema de ‘magos buenos’, ‘sortilegios buenos’, ‘poderes mentales bien usados’, ‘anillos de poder buenos y malos’, la temática de un viaje típicamente iniciatico, etc. Más perplejidad que el ‘Señor de los Anillos’ deja el ‘Silmarillion’ que se plantea como una completa ‘cosmogonía’ con cierto sabor -al menos cierto sabor- gnóstico. La mayoría de los elementos pueden ser bien interpretados, pero ¿vale la buena interpretación para todos los elementos de su obra?

‘Es una ficción literaria’, se me puede objetar. Por supuesto; es sólo ‘fantaciencia’; pero una fantaciencia que hay que poner en su lugar y no extralimitar bajo ningún pretexto, porque es una ficción literaria que tiene como argumento la explicación total de la realidad, y la gran inquietud del hombre es poder explicar toda la realidad, y la gran tentación del hombre es explicarla a su medida y racionalmente; eso fue lo que pasó en el Paraíso[3].

Vuelvo a indicar un presupuesto: no condeno a Tolkien ni lo defiendo; respecto de él y de su intento literario no quiero elaborar ningún juicio por el momento. Voy, pues, a su efecto sobre la psicología del lector católico que se obsesiona con su lectura.

1. Nuestra subyacente tentación gnóstica

Nuestra naturaleza está herida como consecuencia del pecado original; y este pecado fue un pecado de ‘gnosticismo'[4]. La inclinación al pecado que nos ha quedado luego del bautismo incluye, pues, una tendencia al gnosticismo que se manifiesta en el gusto morboso por lo fantastico, lo diabólico, el misterio del mal en sus raíces y -como ya he dicho- las explicaciones globales, racionales e incluso espúreas de la realidad. Esto no hay que olvidarlo pues la obra que analizamos exacerba esta tendencia que es una ‘herida’, una ‘desviación’ de nuestra naturaleza: el ‘fomes’ de nuestra inteligencia[5]. La obra de Tolkien ha tenido desde hace años una llamativa aceptación en los ambientes gnósticos de la New Age. ‘Ellos lo tergiversan’, se dice. Concedo; pero al menos hay que aceptar que tiene un lenguaje, una temática y muchos elementos que son del gusto de las tendencias New Age, y por eso dudo que sea un instrumento apto para dialogar con ellas. Me parece que en tal intento es más el riesgo de que se distorsione el pensamiento evangélico y no que se conviertan los gnósticos a la ortodoxia metafísica.

2. El problema psicológico

Tolkien es un genio. Ha hecho en la literatura algo que nadie ha logrado jamás. Ha creado una especie de ‘realidad virtual’ literaria. Porque su obra tiene todas las características de la realidad, salvo que ella misma -como un todo- es irreal. Pero el que no asienta este presupuesto va muerto.

El mito creado por Tolkien tiene todas las dimensiones de la realidad. Tiene pasado (posee una prehistoria celestial y terrena), un presente agónico y un futuro vislumbrable; es decir: tiene Génesis y Apocalipsis. Y ese pasado, presente y futuro, no se identifica en absoluto con el nuestro: es distinto y lleno de anacronismos que dan la sensación de encontrarse en otra dimensión. Tiene volúmen físico: posee una geografía minuciosa y propia, totalmente distinta de nuestro planeta, pero sin que falte en ella nada: ríos, bosques, montañas, llanuras, mares, y cada lugar con su historia, sus hechos, sus anécdotas; tiene un espacio estelar propio; tiene una fauna propia, sólo en parte coincidente con la nuestra; tiene especies racionales propias que van de los ángeles, semiángeles, hombres, semihombres, subhombres; y cada uno con su psicología propia, sus rasgos propios, su genealogía propia, su lengua propia (creada enteramente por el mismo Tolkien) en la cual hablan, cuentan sus raíces históricas, recitan, cantan, y lo hacen con belleza, con poesía. Tiene ángeles y demonios propios; tiene encarnaciones del bien y del mal propios… Tiene su Dios y sus demiúrgos; tiene su tentación y su caída original; tiene su Héroe y tiene su propio Redentor. Todo en esta creación es plausible. Todo cierra, como una esfera perfecta. Desde dentro uno no se plantea la duda de encontrarse en el mundo real o en una pesadilla o en un sueño.

Esto es lo genial y lo dramático. Porque el que entra en el mundo de Tolkien corre el riesgo de traspasar una puerta que lo conduce a otro universo donde todo cuadra, todo encaja, todo tiene lugar y razón de ser. No tiene puntos de referencia internos que exijan volver a nuestra realidad. Si el lector se encuentra a gusto allí, queda atrapado en una dimensión irreal que él cree real. Es una ‘realidad virtual’, como se dice hoy. Y dentro de ella puede llegar a fabricarse su propia personalidad virtual estructurada en base a las interacciones virtuales con sus personajes de fantasía y sus nuevos gustos (y si es religioso, esa personalidad virtual tendrá su propia oración virtual, su libertad virtual, su comunidad virtual, sus superiores virtuales, sus obligaciones y sus derechos virtuales). Puede caer así en una especie de paranoia de origen literario, como la que causa el uso de la realidad virtual en el mundo informático.

3. La vía hermenéutica

Para muchos esta fábula mítica se convierte en una vía hermenéutica de los misterios revelados; creen que ilumina la Encarnación y Redención, una especie de ‘Biblia comentada’ (sic) o al menos una alegoría explicativa de los misterios revelados. Sé de otros que llegan a ver, meditar y rezar los misterios cristianos ‘a la luz’ de Tolkien y los saborean más cuando Cristo es visto bajo la figura de Aragorn, de Gandalf o de Frodo que cuando es leído en la pureza -tal vez insípida para ellos- del relato evangélico.

Se llega incluso a aplicar algunas reglas de ‘tipología bíblica’ yendo ahora al revés: de la realidad para elaborar el mito literario y luego del mito para comprender mejor la realidad. ¿Es esto plausible? Me parece que es el punto más delicado de la distorsión mental a la que lleva esta moda.

Ante todo, porque constituye en realidad una ‘antitipología’. Cierto que uno puede crear una historia como sucedida en el pasado inventando personajes con las características y rasgos esenciales de seres reales posteriores a ella, y concretamente de Cristo. ¿Es lícito? Como intento literario nadie puede prohibirlo; pero con la condición de que muera en el intento literario, es decir, que no se le dé más importancia que esa. Porque la tipología verdadera, es decir, el que personas y acontencimientos del pasado hayan prefigurado a Cristo, a realidades futuras, sacras o celestiales, es sólo posible si Dios que es el autor de la historia así lo ha determinado. Y la única forma de saberlo es por Revelación del mismo Dios. Podemos ver a Cristo en la figura de Moisés, de Noé, de Jonás, de Job, del cordero pascual o del maná… porque sabemos por Revelación que lo ‘significaban’. Por el mismo motivo, nada impide que también lo hayan representado Alejandro Magno, Buda o Platón… pero es ocioso buscar en ellos algún rasgo de Cristo porque nos falta el dato que justifica la verdadera prefiguración: la intención del Autor Divino. Alguien puede, si quiere, servirse de alguno de esos personajes profanos para hablar de Cristo, pero no le debe dar ningún valor más que el retórico. Más ocioso es buscarlo en personajes ficticios creados por un autor posterior a Cristo.

Si alguno se autosugestiona pensando que con una historia de este tipo se iluminan más los rasgos evangélicos de Cristo, de su doctrina o de su moral, está invirtiendo los papeles: pasamos de la luz a la tiniebla, de la veritas a la figura, de la realidad a la sombra.

Por otro lado, así como el marxismo y la teología política intentó una ‘carnalización’ del Evangelio (leyendo los hechos del Nuevo Testamento a la luz del Antiguo; por ejemplo, la obra de Cristo como un nuevo Moisés que nos libra de la opresión capitalista), así esto parece representar una ‘gnostización’ del Evangelio: leerlo en clave pagana, gnóstica, mágica.

Repito una vez más: a Tolkien tal vez ni se le haya cruzado por la cabeza… pero ¿se podrá decir lo mismo de todos sus lectores?

4. ¿Por qué resulta tan ‘cautivante’ para la mente del cristiano actual un género como éste?

¿De dónde esa ‘necesidad’ del ‘mito’? ¿No es el cristianismo ‘de suyo’ una religión de misterios? Creo que en muchos puede provenir de (o por lo menos conducir a) un ‘desencanto’ del misterio verdadero, un desencanto de lo propiamente sagrado. En los primeros siglos ayudarse a comprender el misterio de la Encarnación y la Redención apoyándose en los ‘misterios de Mitra’ fue una de las tentaciones gnósticas: primero Mitra fue un ‘apoyo’, luego fue un sustituto de Cristo.

5. Embotamiento

Veo también en el uso extralimitado que se hace de esta literatura el peligro de ‘embotar’ el entendimiento de frente al misterio divino, y un entendimiento embotado es lo que la Escritura llama un ‘necio’ (Sal 92,7; Prov 10,21). Es lo contrario de la purificación de la inteligencia que los místicos cristianos han enseñado como única vía de acceso al conocimiento divino. Es, entonces, una antimística. La tradición cristiana ha planteado siempre el rechazo de todas las falsas místicas naturalistas y la afirmación de la única mística ortodoxa cuya enseñanza esencial es la necesidad de trascender las imágenes sensibles para llegar a Dios; es la vía de la negación, o de las noches, que comienza a ser subrayada en la Tradición con la doc­trina espiritual de San Gregorio de Nyssa. San Juan de la Cruz, que le da la máxima expresión, sostiene claramente que la unión con Dios se obtiene a través de la noche oscura del sentido: para llegar al co­nocimiento esencial de Dios hay que trascender todas las imágenes y conceptos que han servido de paso inicial en la vía de la afirmación (muchas veces a través de una devoción sensible), entrando así en la vía de la negación que es el camino de la fe (desapegándonos del soporte material de nuestros conceptos y afectos inadecuados para unirnos a Dios), para desembocar finalmente, como han hecho los grandes místi­cos, en la vía de la eminencia donde las imágenes vuelven al alma ya situada en lo esencial[6]. Aquí se transita muchas veces la vía inversa; o al menos se ancla la inteligencia en un mundo de imagen sensible y fantasiosa.

6. Superficialidad

Creo que cuando este tipo de literatura focaliza toda la -o simplemente ‘mucha’- atención del lector católico (sobre todo si es religioso o sacerdote, y en menor escala en el laico) es un síntoma que denota profunda superficialidad intelectual, o al menos una inclinación hacia ella. Porque se da un traspaso del gusto de lo ‘teológico’, que es riguroso y científico, a lo alegórico, figurativo y fabulesco. Entiéndase bien: esto puede cumplir una legítima función, y muchas veces lo hace; pero es una función introductoria. La fabula moral no es la moral, la alegoría dogmática no es el dogma. Aquello de San Pablo: ‘Os di a beber leche, no os di comida, porque aún no la admitíais. Y ni aún ahora la admitis’ (1 Cor 3,2). Volver a la alimentación infantil es un retroceso. El gusto excesivo por la ‘teología fabulística’ es signo no de madurez sino de ‘senilidad’ intelectual.

7. ¿Cultura?

El recurso al mito o a la imagen pagana para ‘interpretar’ el misterio cristiano puede llegar a ser una ‘desinculturación’. Los Santos Padres lucharon para cristianizar los valores rescatables del paganismo; no tenemos que ceder a la tentación de ‘paganizar’ los valores y las verdades cristianas. Lo que más entusiasma en este tipo de literatura es la plasmación de altos valores como la amistad, la lealtad, la nobleza, la simpatía, el heroísmo, la fortaleza, el sacrificio. Nadie puede negarlo. Pero hay que tener conciencia que esos valores no tienen la misma dimensión en el cristianismo y en el paganismo, ya sea porque en el cristianismo existe un organismo infuso de tales virtudes o al menos (para quienes no admiten la teoría de las virtudes morales infusas) porque están elevadas por la caridad. Presentarlas en un contexto ‘natural’ es rebajarlas, quitarles el espíritu de fe y caridad que le abren metas más altas y a veces distintas de las humanas. Además, ‘naturalizar’ lo sobrenatural es precisamente lo que hace el ‘espíritu del mundo’, por tanto, esto por el sólo hecho de ser ‘menos bueno’ que lo bueno a que nos hace aspirar la fe, es algo mundano; y, en gran parte, tal ha sido uno de los mayores empeños del progresismo.

8. Conclusión.

Prescindiendo de Tolkien, el uso exagerado que se hace de él en muchos ambientes católicos, ¿no es acaso uno de los síntomas de la necedad proverbial del mundo moderno? Quiero recordar algunos textos que sí tienen a Dios por Autor principal:

Ba 3,23: ‘Los autores de fábulas y los buscadores de inteligencia, no conocieron el camino de la sabiduría ni tuvieron memoria de sus senderos’.

1 Tm 4,7: ‘Rechaza, en cambio, las fábulas profanas y los cuentos de viejas. Ejercítate en la piedad’.

2 Tm 4,3-5: ‘Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por su propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio’.

Tt 1,13-14: ‘Por tanto repréndeles severamente, a fin de que conserven sana la fe, y no den oídos a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad’.

2 P 1,16: ‘Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad’.

Espero que de ninguno de los lectores de Tolkien deba decirse como de aquel hidalgo que ‘se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentos y disparates imposibles; y asentósele de tal modo la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo'[7].

 P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] Esta respuesta fue publicada en la revista Diálogo 17, con el título «Leer a Tolkien en una sociedad gnóstica».

[1] Escribo esto con interés puramente sacerdotal: para dar respuesta a quienes en conciencia han puesto en mis manos su preocupación al respecto. No me mueve ningún prurito literario de discutir la validez de un gran autor como fue Tolkien, ni de un género literario cualquiera (ésa es tarea para especialistas).

[2] En escala mucho menor pero casi los mismos ambientes, el mismo fenómeno se repite con el uso de ‘Crónicas de Narnia’, de C.S.Lewis.

[3] Esta sensación de ‘explicación global’ se refuerza ante el sorprendente hecho de lo reiterativo del argumento de Tolkien. La mayor parte de sus obras guardan una gran unidad; el argumento de base se reitera en El Silmarillion, El Hobbit, El Señor de los Anillos, Cuentos Inconclusos, parte de su correspondencia (en muchas de sus cartas escribe, discute, reinterpreta personajes y hechos de sus obras incluso como si se tratasen de personajes o hechos históricos). Creo que debe ser un caso único en la historia de la literatura en que un Autor dependa tanto del mundo ficticio al que ha dado a luz en su creación literaria.

[4] Muy bien lo explica el P. ALBERTO GARCIA VIEYRA en: El Paraíso o el problema de lo sobrenatural, Ed. San Jerónimo, Santa Fe 1980.

[5] El mismo Tolkien caracterizaba a su obra de ‘mito’. Lewis, después de calificar la obra de su amigo como mito, explica este género contraponiéndolo con la ‘alegoría’: ‘…un buen mito (es decir una historia de la cual brotarán siempre significados diversos para diferentes lectores y diferentes edades) es algo más elevado que una alegoría (en la cual se ha puesto un solo significado). En una alegoría un hombre puede poner solamente aquello que ya conoce; en un mito pone lo que todavía no conoce y que no podría surgir por ningún otro camino’ (‘Letters of C.S.Lewis’, New York and London, Harcourt Brace Jovanivich, 1975 p. 271). Es precisamente esta capacidad de suscitar diversos significados en el lector lo que ha llevado a algunos a sostener los mayores disparates.

[6] Cf. especialmente lo que dice SAN JUAN DE LA CRUZ en: Subida del Monte Carmelo, L.2 c.6,1.

[7] Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, c.1.

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