Pregunta:
Padre: Con mi esposo regulamos la natalidad mediante los métodos naturales. Tenemos un solo hijo y no hemos decidido tener otro por motivos que considero, sinceramente, poco importantes. Esto, desde hace un tiempo, me tiene intranquila, porque si bien sé que con el uso de los métodos naturales respetamos la ley de Dios, me parece también que sólo la respetamos en parte. ¿Es pecado lo que estamos haciendo?
Respuesta:
Estimada señora:
La base de los métodos naturales es su capacidad de determinar los períodos de fertilidad e infertilidad de la mujer. Por su objeto moral han de ser considerados, pues, indiferentes, e incluso provistos de ‘cierta bondad positiva’ en cuanto en sí mismos nos revelan la sabiduría del plan divino sobre el matrimonio.
Sin embargo, estos métodos pueden ser usados con una mentalidad antiprocreativa. Insisto en que ellos, en sí y por sí mismos no son anticonceptivos sino no-conceptivos; la malicia del acto viene, pues, por la intención y por las circunstancias en que se los practica. Ahora bien, ‘el acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno'[1].
El Papa Juan Pablo II lo afirma con toda claridad: ‘En el modo corriente de pensar acontece con frecuencia que el ‘método’, desvinculado de la dimensión ética que le es propia, se pone en acto de modo meramente funcional y hasta utilitario. Separando el ‘método natural’ de la dimensión ética, se deja de percibir la diferencia existente entre éste y otros ‘métodos’ (medios artificiales) y se llega a hablar de él como si se tratase sólo de una forma diversa de anticoncepción'[2].
Ya antes de ser elegido Papa, K. Wojtyla había escrito: ‘Hablando del método natural, se acepta a menudo el mismo punto de vista que para los ‘métodos artificiales’, es decir, se lo deduce de los principios utilitarísticos. Así entendido, el método natural termina por ser sólo uno de los medios destinados a asegurar el maximum de placer, salvo que llegaría allí por vías diversas de aquellas de los métodos artificiales'[3].
En 1984 volvía sobre la misma cuestión: ‘Pueden ser también usados con propósitos moralmente ilícitos. Es precisamente en este punto donde debe tener lugar el encuentro entre ética y teología'[4].
Puede, pues, pervertirse el uso de los métodos naturales, o bien porque las circunstancias en que se los practica son desordenadas, o bien porque el fin perseguido es malo.
1. Las circunstancias desordenadas
Ante todo, es un abuso de los métodos usarlos fuera del marco de un legítimo matrimonio: sólo es lícito regular responsablemente la paternidad-maternidad donde es legítimo realizar los actos conyugales, y esto tiene lugar sólo en un matrimonio verdadero. Cuando se trata de uniones ‘de hecho’, relaciones prematrimoniales, matrimonios civiles, divorciados vueltos a casar, etc., el principal problema no son los métodos por los que se espacian o evitan los hijos, sino que toda relación sexual es de suyo ilegítima y gravemente pecaminosa.
Hablando ya de un matrimonio legítimo, son motivos circunstanciales inválidos todos los que respondan a: criterios egoístas, miedos injustificados, desconfianza en la Providencia divina, considerar a los hijos como una carga, etc. Dice al respecto el Papa Juan Pablo II: ‘los cónyuges que recurren a la regulación natural de la fertilidad podrían carecer de las razones válidas'[5]. Y también: ‘El recurso a los ‘períodos infecundos’ en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos si los cónyuges tratan así de eludir sin razones justificadas la procreación, rebajándola a un nivel inferior al que es moralmente justo, de los nacimientos en su familia'[6].
2. El fin desordenado
Los métodos naturales son también tergiversados en su ‘verdad esencial’ cuando son asumidos dentro de una voluntad antivida. Esto tiene lugar cuando se tiene la intención de disociar los dos significados del acto conyugal: se quiere la unión y se rechaza interiormente toda posibilidad de procreación. Reconocía la posibilidad de que los esposos tengan una intención así, incluso un autor no siempre fiel a la enseñanza moral del magisterio, quien escribía: ‘Si la continencia periódica se practica simplemente porque no se quiere colaborar con Dios en la propagación de la vida ni al acrecentamiento del cuerpo místico de Cristo, o porque se siente horror al sacrificio, o porque se tiene a los hijos en menosprecio, o porque falta confianza en la divina providencia, o se juzga que la vida no merece ser vivida, la escrupulosidad para contar los días ‘sin peligro’ embargará el alma, y paulatinamente esa preocupación la llevaría a considerar a los hijos como una terrible desgracia. Puede decirse que ésta es la enfermedad mental característica de nuestra época'[7].
La gravedad de esta actitud se pone de manifiesto si nos preguntamos qué sucedería en la hipótesis de una pareja que restringiera el derecho matrimonial sobre los actos sexuales sólo a los períodos infecundos (o sea, que no sólo se decide usar de hecho de la sexualidad en los períodos infecundos sino que sólo se da el derecho a ejercerla en esos períodos, recortando así el contrato matrimonial). En este caso, explicó ya Pío XII, el matrimonio sería nulo: ‘Si ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho de exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial, que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva de un contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido y no sólo intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro'[8].
A veces se manifiesta con claridad esta intención cuando junto con la decisión de no tener relaciones en los períodos de fecundidad no se descarta la posibilidad de abortar en caso de que tuviese lugar un embarazo por mala práctica de los métodos.
¿Es virtuosa la abstinencia en estos casos? Es indudable que el dominio de sí (y por tanto la abstinencia) siempre será algo bueno para quien lo practica. Pero como en tantos otros casos, también aquí ‘una intención mala sobreañadida convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno'[9].
P. Miguel A. Fuentes, IVE
Bibliografía para profundizar:
Juan Pablo II, La práctica honesta de la regulación de la natalidad (Catequesis del 5/09/84; en: L’OR, 9/09/84, p. 3).
Wojtyla, Karol, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 1978.
Fuentes, Miguel, Los hizo varón y mujer, Ed. Verbo Encarnado, San Rafael 1988, cap. VIII.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1755.
[2] Juan Pablo II, L’OR, 9/09/84, p. 3, n. 4.
[3] Wojtyla, K., Amore e responsabilità, Marietti, Milano 1969, p. 228.
[4] Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional sobre regulación de la fertilidad, L’OR, 2/12/84, n. 3.
[5] Juan Pablo II, L’OR, 12/08/84, p. 3, n. 3.
[6] Juan Pablo II, L’OR, 9/09/84, p. 3, n. 3.
[7] Häring, B., La Ley de Cristo, Herder, Barcelona 1973, III, p. 361.
[8] Pío XII, Discurso a los congresistas de la Unión Católica Italiana de Obstetricia, 29/10/51.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1753.
¿Cuáles son las razones que la Iglesia Católica considera como justificadas?