Pregunta:
Quisiera saber si cabe la posibilidad de que una persona que comete un acto desordenado pero sin guiarse para ello por ningún motivo de desprecio, odio, desafío o rebeldía hacia Dios, comete, sin embargo un acto contra Dios. No comprendo por qué deben calificarse nuestros actos por algo que está fuera de su intención.
Respuesta:
Hay personas que piensan que no es justo catalogar de ofensa a Dios un acto que es realizado sin intención de ofender a Dios. Muchos pecados -se dice- se cometen por debilidad, por seguir una pasión, sin buscar con ello ofender directamente a Dios; es más, muchas veces tampoco se piensa en Dios en ese momento.
Algunos moralistas -recogiendo esta idea- han propuesto una distinción, según la cual, estos actos podrían ser catalogados en algunos casos como graves, pero no como mortales, es decir, no en cuanto matan la vida espiritual, la vida de la gracia, en nuestras almas[1].
Creo que al respecto debemos hacer las siguientes afirmaciones:
1º El acto que de suyo comporta un grave desorden contra la naturaleza, es también una ofensa grave contra Dios, y es suficiente para separar al hombre de Dios.
Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, distingue en todo pecado una doble dimensión:
-por un lado está constituido por una inclinación desordenada hacia una creatura; es, así,‘conversio ad creaturam’, conversión hacia la creatura.
-por otro lado implica una separación de Dios, fin último del hombre; es, así, ‘aversio a Deo’: aversión respecto de Dios.
Es verdad que es posible considerar abstractamente ambos aspectos por separado; pero no es posible pensar, a partir de esto, que pueden darse por separado en la realidad; son las dos caras de una misma realidad: ‘el mismo pecado es en la realidad aversión y conversión, difiriendo según la relación hacia los diversos términos'[2].
La aversión respecto del fin último está implicada en la tendencia desordenada hacia el fin finito.
Esto es lo que expresa el Papa Juan Pablo II en la Exhortación Reconciliatio et paenitencia: ‘El hombre sabe también, por una experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre de su voluntad puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios quiere y alejarse así de él (aversio a Deo), rechazando la comunión de amor con él, separándose del principio de vida que es él, y eligiendo, por lo tanto, la muerte. Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal, al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su principio vital: es un pecado mortal, o sea un acto que ofende gravemente a Dios y termina por volverse contra el mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de destrucción'[3].
Y en la Encíclica Veritatis Splendor: ‘En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado ‘entera y libremente a Dios’. Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf.Sant 2, 8‑11)…'[4].
2º No obstante lo dicho puede hacerse una consideración abstracta del pecado desde el punto de vista filosófico, con una cierta independencia de su aspecto teológico.
Puede reflexionarse sobre la dimensión puramente natural del pecado. Lo afirma así Santo Tomás: ‘el pecado es considerado por los teólogos principalmente en cuanto es ofensa a Dios; en cambio el filósofo moral lo hace en cuanto es algo contrario a la razón'[5].
Tal visión consideraría de modo particular el pecado en su aspecto de violación u oposición al dictamen de la recta razón. Esto no obsta para que tal consideración sea necesariamente incompleta.
3º Es subjetivamente imposible realizar una acción transgrediendo formalmente el orden de la razón sin ofender al mismo tiempo a Dios, aunque en ese momento no se piense en Dios ni se tenga intención de ofenderlo.
Por una acción que formalmente transgrede el orden de la razón entiendo todo acto que es consciente de violar una norma racional. Distingamos al respecto:
a) En aquél que reconoce la existencia de Dios y la elevación del hombre al orden sobrenatural por obra de la gracia, es imposible que pretenda transgredir el orden natural sin ofender a Dios, como autor del orden sobrenatural, puesto que Dios es autor y legislador de ambos órdenes, y para la creatura el ‘orden de la gracia’ es el orden de la naturaleza sanada, perfeccionada y elevada por la gracia, no un orden independiente. Al pecar contra la ley de su razón se opone al orden que la gracia supone y eleva.
b) En aquél que desconoce la existencia del orden sobrenatural porque nunca recibió ni le fue suficientemente propuesta la fe, al obrar algo contra el orden de la razón, ofende a Dios que es autor y legislador del ordena natural.
Por lo tanto, nadie puede pecar formalmente contra la recta razón sin ofender a Dios, puesto que la conciencia que tiene de transgredir el orden racional le viene porque discierne la obligación absoluta de realizar el bien contenido en una determinada acción o evitar el mal identificado en otra. Y esta advertencia de una obligación absoluta (que se impone sobre nuestros actos internos y no sólo sobre las acciones que se manifiestan al exterior), es advertencia de algo que es superior a nosotros mismos (y por ello no dispensable), es percepción de una Voluntad trascendente, legisladora, y que es la Voluntad de Dios. Por eso afirmaba el Cardenal Newman que Dios mismo se nos revela en la obligación moral a la que nos encontramos sometidos[6].
Por eso, el papa Alejandro VII condenó, con decreto del Santo Oficio, el 24 de Agosto de 1690, la concepción que sostenía la posibilidad de un pecado que sólo violara el orden racional sin implicar una transgresión de la ley divina. Concretamente condenó la afirmación que decía: ‘El pecado filosófico, o sea moral, es un acto humano disconveniente con la naturaleza racional y con la recta razón; el teológico, empero, y mortal es la transgresión libre de la ley divina. El filosófico, por grave que sea, en aquel que no conoce a Dios o no piensa actualmente en Dios, es, en verdad, pecado grave, pero no ofensa a Dios ni pecado mortal que deshaga la amistad con El, ni digno del castigo eterno'[7].
P. Miguel A. Fuentes, IVE
[7] Dz 1290.