pecadores

¿Es Santa la Iglesia? ¿Cómo se explica que haya tantos cristianos pecadores?

Pregunta:

Estimado Padre, escuchamos muchas veces que la Iglesia es “santa”, pero a decir verdad, yo veo a muchos que son pecadores (y entre estos hay sacerdotes, religiosas y laicos). Incluso, como se dice a veces, algunos de los que van a Misa son peores que muchos que no van. ¿Cómo se entiende esto? ¿No es hipocresía decir que la Iglesia es “santa”?

Respuesta:

Cuántos cristianos se escandalizan de la Iglesia! Señalan, tal vez, con mayor o menor exactitud los pecados de muchos fieles, sacerdotes, consagrados e incluso obispos; pecados y escándalos que harían palidecer de vergüenza a cualquier hombre de bien. Y esto les “escandaliza”, es decir, les hace de piedra de tropiezo en su fe en la Iglesia, en su confianza y en su amor hacia ella.

¿Tienen razón estos tales? ¡No! Ven bien pero razonan mal, e infieren erróneamente.

¡La Iglesia es Santa! Es Santa ¡y santificadora! ¡A pesar de los pecados de sus hijos!

¿Cómo entender la paradoja de esta santidad?

1. La Iglesia es Santa
La Iglesia es santa. No nos permiten dudarlo las palabras de San Pablo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27). Si decimos que la palabra de Jesucristo es eficaz y efectiva de cuanto dice (y por eso si dice “esto es mi cuerpo”, ese pan ya no es pan sino que es su cuerpo) ¡cuánto más efectivo no serán sus hechos y su sacrificio!¡Se entregó por ella para santificarla! Por tanto ella es santa pues el sacrificio de Cristo es eficaz.

«La Iglesia es, a los ojos de la fe, indefectiblemente santa. En efecto, Cristo, Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado “el único santo” amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» 1.
La Iglesia es santa a título doble:

a) En primer lugar, es santa porque ella es Dios mismo santificando a los hombres en Cristo por su Espíritu Santo. «Esta piadosa madre – decía Pío XII – brilla sin mancha alguna en sus sacramentos, con los que alimenta a sus hijos; en la fe, que conserva siempre incontaminada; en las santísimas leyes, con que a todos manda y en los consejos evangélicos con que amonesta; y finalmente, en los celestiales dones y carismas, con los que, inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores» 2.

Esta es la santidad “objetiva” de la Iglesia. Ella es un canal inagotable de santidad porque en ella Dios pone a disposición de los hombres los grandes medios de santidad.

– sus tesoros espirituales, los sacramentos, de los cuales el principal es el mismo Jesucristo sacramentado, fuente de toda santidad
– su doctrina santa e inmaculada que hunde sus raíces en el Evangelio
– sus leyes y consejos que son prescripciones e invitaciones a la santidad
– la Sangre de Cristo hecha bebida cotidiana del cristiano
– la misericordia del perdón ofrecido sacramentalmente a los pecadores.

b) En segundo lugar la Iglesia es santa porque ella es la humanidad en vías de santificación por Dios. Este es el aspecto complementario del anterior; la santidad “subjetiva” de la Iglesia.

Los canales de santidad se derraman sobre los hijos de la Iglesia y si no sobre todos, sobre muchos produce verdaderos frutos de santidad. Ella es seno que sin cesar engendra frutos de santidad.

Voltaire, a pesar de su odio a la Iglesia, reconocía: «Ningún sabio tuvo la menor influencia en las costumbres de la calle que habitaba, pero Jesucristo influye sobre el mundo entero». Esa influencia son los santos. ¡Qué diferencia entre los frutos “naturales” del paganismo y los del cristianismo! Cuando la Iglesia engendra hijos en las aguas del bautismo los da a luz con gérmenes de gracia y santidad que, cuando los hombres no ponen obstáculos, crecen y dan al mundo extraordinarias obras de caridad. Por eso la Iglesia, desde sus mismos pañales en la Jerusalén de los Apóstoles empezó a poblar el mundo de:

– jóvenes vírgenes, testigos de la pureza
– mártires de la fe
– ermitaños y penitentes monjes
– misioneros y apóstoles
– incansables obradores de la caridad que consagraron sus vidas a los enfermos, a los pobres, a los hambrientos, a los abandonados…
– sus hijos inventaron los hospitales, los leprosarios, los hogares de discapacitados…

En la antigüedad se contaba la anécdota de Cornelia la madre de los Gracos, hija de Escipión el grande, quien viendo que una de sus amigas hacía ostentación de sus alhajas, con un gesto señaló a sus hijos (futuros héroes de Roma) y le dijo: «Estos son mis ornamentos y mis joyas». ¡Con cuánta más razón la Iglesia puede decir al mundo, señalando a los santos de todos los tiempos: éstos son mis joyas!

Y esto solo habla ya de la santidad de la Iglesia, pues para hacer un solo santo hace falta un poder divino porque solamente la gracia del Espíritu Santo puede santificar un hombre. ¡Y la Iglesia no deja de dar santos ni cuando los horizontes son más sombríos!

Tres signos entre muchos otros – decía Journet – hacen visible esta santidad de la Iglesia:
1º Ella es una voz que no deja de proclamar al mundo las grandezas de Dios. Esa constancia en proclamar y cantar las maravillas de Dios es su razón de ser. Encontramos la Iglesia allí donde escuchamos sin cesar cantar las maravillas de Dios, defender su honor de los errores del mundo, dar testimonio de su grandeza y su misericordia con los hombres.
2º Ella es una sed inextinguible de unirse a Dios. La Iglesia está donde suspiran todos los que esperan la manifestación del Rostro de Dios, los que esperan la venida de Cristo, los que no se afincan a este mundo y suspiran por una patria mejor, los que se sienten desterrados hijos de Eva.
3º Ella es un celo insaciable por dar Dios a los hombres. La encontramos allí donde, con infatigable ardor, hay un verdadero cristiano que trabaja por la conversión de los pecadores, por hacer que los ignorantes conozcan a Dios, por llevar el Evangelio a los que aún no lo han escuchado…

Pero…

2. …No todo es santo en la Iglesia
La Iglesia es santa y santificadora, pero muchos de sus hijos son pecadores, y la Iglesia, consciente de ello, no los excluye de su seno salvo en extremos casos: «Aborrezcan todos el pecado – decía Pío XII -. Pero quien hubiese pecado, y no se hubiese hecho indigno, por su contumacia, de la comunión de los fieles, sea acogido con sumo amor… Pues vale más, como advierte el obispo de Hipona, ‘ser curado permaneciendo en el cuerpo de la Iglesia, que no que sean cortados de él como miembros incurables. Porque no es desesperada la curación de lo que aún está unido al cuerpo, mientras que lo que hubiere sido amputado, no puede ya ser curado ni sanado’» 3.

Los pecadores son miembros de la Iglesia pero no lo son en el mismo grado ni en el mismo modo que el justo y así es rigurosamente exacto lo que dice el Cardenal Journet que cuanto más se peca menos se pertenece a la Iglesia. Por eso la mayoría de los autores es categórica en afirmar que es inconcebible una Iglesia integrada exclusivamente por pecadores.

Si los pecadores son miembros de la Iglesia, lo son no en razón de sus pecados, sino a causa de los valores espirituales que subsisten en ellos y en cuya virtud permanecen de algún modo vivos todavía: valores espirituales personales (fe y esperanza teologales informes, caracteres sacramentales, aceptación de la Jerarquía, etc.), a los que es preciso añadir los impulsos interiores del Espíritu Santo y la influencia de la comunidad cristiana que los envuelve y arrastra en su seno: como una mano paralizada participa – sin poner nada de su parte – en los desplazamientos y traslados de toda la persona humana.

¿Y podemos seguir diciendo que a pesar de los pecadores la Iglesia es santa e inmaculada? Sí. La Iglesia sigue siendo, pese al pecado, e incluso en sus miembros pecadores, la Iglesia de los santos. ¿Cómo es posible esto? Porque, así como la santidad es una realidad de la Iglesia y que, como tal no sólo está en la Iglesia sino que procede de la Iglesia, el pecado no es una realidad “de Iglesia”. Aun cuando el pecado esté en la Iglesia, no procede de ella, precisamente por ser el acto con que uno niega la influencia de la Iglesia.

Más aún, en la medida en que acepta, aunque sea sólo por fe sin caridad, permanecer en la Iglesia santificadora, ésta le ayuda en su lucha contra el pecado. Journet decía por eso: «La Iglesia lleva dentro de su corazón a Cristo luchando contra Belial».

Por esto, el pecado no puede impedir que la Iglesia sea santa, ¡pero puede impedir que sea tan santa como debiera! Decía San Ambrosio: «No en ella, sino en nosotros es herida la Iglesia. Vigilemos, pues, para que nuestra falta no constituya una herida para la Iglesia» 4.

Así pues concluía el Cardenal Journet: «La Iglesia divide en nosotros el bien y el mal. Retiene el bien y deja el mal… (La Iglesia) no está libre de pecadores, pero está sin pecado».

Por eso no es pecadora ni puede pedir perdón por sus pecados. Pide, sí, perdón por los pecados de sus hijos y por eso la «Iglesia (es) santa y a la vez, necesitada de purificación» en sus hijos 5.

Monseñor Tihamer Toth decía: «La Iglesia somos nosotros, yo, tú, nosotros, todos… y cuanto más hermosa es nuestra alma, más».

Y otro autor ha podido escribir: «La Iglesia es un misterio, tiene su cabeza oculta en el cielo, su visibilidad no la manifiesta más que de una manera sumamente inadecuada; si buscáis lo que la representa sin traicionarla, contemplad al Papa y al Episcopado que nos enseñan en cosas de fe y costumbres, contemplad a sus santos en el cielo y en la tierra; no os fijéis en nosotros los pecadores. O más bien, ved cómo cura nuestras llagas la Iglesia, y nos conduce rengueando hasta la vida eterna… La gran gloria de la Iglesia la constituye el hecho de que sea santa con miembros pecadores» 6.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

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1 Concilio Vaticano II, Const. Dog. Lumen Gentium, 39.
2 Encíclica Mystici Corporis, 30.
3 Ibid, 10.
De Virginitate, 8,48; PL 16,278 D
Lumen Gentium, 8.
6 J. Maritain, Religion et culture, París 1930, p.60.

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