Pregunta:
Entré a su pagina [sobre los Testigos de Jehová], y no entiendo algo. ¿Porqué se cita de Génesis y Levítico pero no se cita de Hechos 15:28, 29? Concilio año 49 E C. Le comento esto porque estoy estudiando con los Tj y el no poner la cita más importante que da origen a ese pensamiento me parece deshonesto. No con animo de discutir, pero quisiera que me lo explique así lo entiendo mejor.
Saludos.
Respuesta:
Estimado:
Si usted pretende decir que los Testigos de Jehová usan el texto de Hechos como argumento de la prohibición de las transfusiones de sangre, además de los otros textos citados por el Jordi Rivero, no cambia el argumento. El Autor del artículo (P. Jordi Rivero) no dice que los dos texto indicados sean los únicos en que se fundamentan los Testigos de Jehová. Deshonesto sería haber dicho precisamente que son los únicos textos.
De todos modos, el texto de Hechos no cambia nada lo indicado en el artículo. Ese texto dice: Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós». (Act 15, 28-29).
No puede fundamentar la prohibición de las transfusiones de sangre, porque el sentido bíblico de ‘abstenerse… de la sangre’ es muy puntual. Le transcribo lo que escriben los Comentadores de la Biblia, de Salamanca:
“La parte más positiva y fundamental del decreto está en las palabras “no imponer ninguna otra carga..” (v.28). La frase es poco precisa; pero, dado el contexto, es lo suficientemente clara para que veamos en ella una rotunda afirmación de que los gentiles que se convierten no quedan obligados a la circuncisión ni, en general, a las prescripciones mosaicas. De eso era de lo que se trataba (cf. v.2.6), y a eso se habían venido refiriendo Pedro y Santiago en sus discursos (cf. v. 10.19); por tanto, en ese sentido ha de interpretarse la frase general: “no imponer ninguna otra carga.” Además, el hecho de que públicamente se alabe en el decreto a Pablo y Bernabé (cf. v.25-20) y se desautorice a los defensores de la obligatoriedad de la circuncisión (cf. v.24; cf.15:1), nos confirma en la misma idea. Añádase el testimonio explícito de Pablo en su carta a los Gálatas, quien sólo recoge esta parte más positiva y fundamental de la decisión apostólica: “ni Tito fue obligado a circuncidarse.., nada añadieron a mi evangelio.., nos dieron a mí y a Bernabé la mano en señal de comunión” (Gal 2:3-9).
En cuanto a la parte negativa o disciplinar del decreto (v.29), se recogen las cuatro prohibiciones que había aconsejado Santiago (cf. v.20). La única diferencia, aparte el cambio de orden respecto de la “fornicación,” es que Santiago habla de “contaminaciones de los ídolos,” y aquí se habla de “idolotitos”; en realidad se alude a la misma cosa, es decir, a las carnes sacrificadas a los ídolos, parte de las cuales, en el uso de entonces, quedaban reservadas para el dios y sus sacerdotes, pero otra parte era comida por los fieles, bien allí junto al templo o bien luego en casa, e incluso era llevada para venta pública en el mercado. Santiago, para designar estas carnes, emplea un término de sabor más judío, indicando ya en el nombre que se trataba de algo inmundo; comer de ellas era considerado como una apostasía de la obediencia y culto debidos a Yahvé, una especie de idolatría (cf. Ex 34:15; Núm 25:2).
También estaba prohibido en la Ley de Moisés, y los judíos lo consideraban como algo abominable, el uso de la sangre como alimento, pues, según la mentalidad semítica, la sangre era la sede del alma y pertenecía sólo a Dios (cf. Gen 9:4; Lev 3:17; 17:10; Dt 12:16; 1 Sam 14:32). Esta prohibición llevaba consigo otra, la de los animales “ahogados” y muertos sin previo desangramiento (cf. Lev 17:13; Dt 12:16). Era tanta la fidelidad judía a estas prescripciones y tanta su repugnancia a dispensarse de ellas, que todas tres (idolotitos, sangre, ahogados) se hallaban incluidas en los preceptos de los hijos de Noé o “preceptos noáquicos,” que, según la legislación rabínica, debían ser observados incluso por los no israelitas que habitasen en territorio de Israel.
Referente a la “fornicación” (πορνεία), última de las cuatro prescripciones del decreto apostólico (v.29), se ha discutido mucho sobre cuál sea el sentido en que deba interpretarse. Hay bastantes autores que entienden esa palabra en su sentido obvio de relación sexual entre hombre y mujer no casados. Pero arguyen otros: si tal fuese el sentido, ¿a qué vendría hablar aquí de la “fornicación”? Porque, en efecto, lo que se trata de resolver en esta reunión de Jerusalén es si los étnicos-cristianos habían de ser obligados a la observancia de la Ley mosaica, conforme exigían los judaizantes, o, por el contrario, debían ser declarados libres. Aunque la solución es que, de suyo, no están obligados (v. 10.19.28), entendemos perfectamente que se prohíban los idolotitos, sangre y ahogado, pues su uso era execrado por los judíos, incluso después que se habían hecho cristianos, y es natural que, por el bien de la paz, se impusiesen también esas prescripciones a los étnico-cristianos que habían de convivir con ellos. Ello no es otra cosa que la aplicación de aquella condescendencia caritativa, que tan maravillosamente para circunstancias parecidas expone San Pablo: “Si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no escandalizar a mi hermano” (1 Cor 8:13). Pero la prohibición de la fornicación pertenece al derecho natural, y aunque ciertamente era vicio muy extendido en el mundo pagano, no se ve motivo para que se hable aquí de ella no sólo en el decreto apostólico (v.29), sino incluso en el discurso de Santiago (v.20), de sabor totalmente judío. Por eso, muchos otros autores, y esto parece ser lo más probable, creen que en este contexto la palabra “fornicación” tiene el sentido particular de “uniones ilícitas según la Ley,” consideradas por los judíos como incestuosas (cf. Lev 18:6-18) y muy execradas por ellos, en cuyo caso esta prohibición está en perfecta armonía con las tres anteriores. Tanto más es aconsejable esta interpretación cuanto que en la Ley la prohibición de matrimonios entre consanguíneos (Lcv 18:6-18) viene a continuación de las prohibiciones de sacrificar a los ídolos (Lev 17:7-8) y de comer sangre y ahogado (Lev 17:10-16), y todas cuatro prescripciones son exigidas no sólo a los judíos, sino incluso a los gentiles que vivieran en territorio judío (cf. Lev 17:8. 10.13; 18:26). Santiago, y lo mismo luego el decreto apostólico, no harían sino imitar esta práctica legal judía, adaptándola a una situación similar de los cristianos gentiles que vivían en medio de comunidades judío-cristianas. Cierto que los étnico-cristianos a quienes iba dirigido el decreto, no era fácil que entendieran la palabra “fornicación” en ese sentido; pero para eso estaban los portadores de la carta, que eran quienes debían promulgar y explicar el decreto (cf. v.25-27).
El decreto, aunque dirigido a las comunidades de “Antioquía, Siria y Cilicia” (v.23), tiene alcance más universal, pues vemos que San Pablo lo aplica también en las comunidades de Licaonia (16:4) y Santiago lo considera como algo de carácter general (21:25). Claro es que donde las circunstancias sean distintas y no haya ya motivo de escándalo dicho decreto no tiene aplicación, y, de hecho, San Pablo parece que muy pocas veces lo aplicó en las comunidades por él fundadas. Con todo, dada la veneración suma con que se miraba el decreto apostólico, la observancia de las cuatro prohibiciones se mantuvo largo tiempo en muchas iglesias, aunque no hubiese ya motivo de escándalo, y así vemos que en el año 177 los mártires de Lyón declaran que ellos, como cristianos, no podían comer sangre (Cf. Eusebio, Hist. eccl 5:1:26).
Hasta aquí, los Comentadores de Salamanca. No se habla, pues, en ningún momento de la prohibición de la transfusión de sangre sino que lo que se dice es que se abstengan los cristianos provenientes del paganismo (para no escandalizar a los cristianos que provienen del judaísmo), de “comer sangre de animales”. Esta interpretación está avalada, precisamente, por lo que entendieron los cristianos de los primeros siglos, como los mártires de Lyon. En segundo lugar, se habla de la sangre de los animales. En la transfusión, ni se come sangre, ni se trata de sangre de animales (salvo que definamos al hombre por su género próximo y no por su diferencia específica). La parte fundamental del decreto está en “no imponer más cargas” que las mencionadas prohibiciones. El texto no dice en ningún lugar que se prohíben las transfusiones de sangre, por tanto, apelando a su honestidad, le pido que tenga en cuenta el texto completo que Usted mismo trae a colación. Transfundir la sangre significa, pasarla de un lugar a otro, fundirla en otro. No hay derramamiento de sangre, ni se priva al dador de la vida, muy por el contrario, se practica la caridad de modo exquisito, puesto que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (Jn 15, 13), y esto es lo que hizo el mismo Jesús, que dio su sangre por nuestro rescate. San Pablo, enseñaba a los Gálatas, que no es la ley lo que justifica, y sus obras, sino la fe en Cristo Jesús. En efecto, dice: el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado. (Gal 2, 16)
P. Jon M. de Arza, IVE – P. Miguel A. Fuentes, IVE