Pregunta:
Me gustaría que me diera una aclaración sobre los libros que los protestantes quitaron de sus Biblias.
Me gustaría saber a qué se denomina “Libro Canónico”. ¿Cuáles son los criterios para aceptar un libro dentro del canon en el Nuevo Testamento?
Respuesta:
Resumimos nuestra respuesta de los más conocidos manuales de Introducción a la Biblia[1].
Tanto católicos como protestantes tienen la Biblia como Palabra de Dios, y esta Biblia está compuesta por varios libros que todos los cristianos reconocen como inspirados por Dios; sin embargo, esos libros no fueron escritos todos al mismo tiempo. ¿Cómo se formó la lista de los libros inspirados? ¿Quién la recogió y quién la determinó? Esta cuestión es denominada la cuestión del “canon bíblico” y tiene una enorme importancia para determinar el papel de la Tradición en su relación con la Sagrada Escritura.
El estudio del canon nos da a conocer cuáles y cuántos son los libros inspirados; tiende a probar la existencia del catálogo sagrado de los libros inspirados, que nos ha sido transmitido por el Magisterio de la Iglesia, y, al mismo tiempo, se propone exponer la historia de la formación del mismo, es decir, la evolución y peripecias por las que tuvo que pasar antes de que la Iglesia determinase oficialmente su canon. La Iglesia tuvo gran cuidado, ya desde el principio, en distinguir los libros inspirados de los que no lo eran, pues pronto comenzaron a aparecer libros apócrifos que pretendían pasar como inspirados.
El problema del canon bíblico o catálogo de los libros inspirados, es uno de los problemas más serios que enfrenta el protestantismo, a raíz de su rechazo de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia, pues se enfrenta a un problema insoluble. En efecto, no existe en la misma Biblia ningún “catálogo revelado por Dios” que diga cuáles son los libros que componen la Biblia (además de que si existiera, después quedaría el problema, no menos serio, de demostrar que dicho catálogo es realmente algo inspirado o revelado por Dios). Ese catálogo, (al menos gran parte de él, pues los protestantes rechazan una serie de libros), Lutero lo recibió del magisterio católico y de la tradición católica; paradójicamente, rechazando la Tradición y el Magisterio que avalaba el valor “canónico” de esos libros se quedó con los libros (los que quiso, no todos), pero sin poder ya justificar por qué son canónicos. Es lo mismo que si yo afirmo que hay un planeta con hombres verdes llamado Perelandra, al cual fui llevado por un plato volador, y alguna persona me trata de loco y alucinado pero ¡queda convencido, igualmente, de que hay un planeta con hombres verdes llamado Perelandra, al que él no ha visto ni podrá ver jamás! ¡Se rechaza mi autoridad, pero lo que yo afirmaba apoyado únicamente en mi autoridad ha sido aceptado! Eso se llama “petición de principio” o “círculo vicioso” en lógica. Pues bien, esto es lo que sucede a los protestantes cuando aceptan la Biblia pero rechazan la autoridad que determina la existencia y fronteras de una Biblia (es decir, la existencia de libros inspirados por Dios y su lista precisa). Por eso esta cuestión puramente histórica es muy iluminante.
La palabra canon proviene del griego “kanôn”, y significaba primitivamente una caña recta que servía para medir, una regla, un modelo. El término griego “kanôn” es afín a los vocablos “káne”, “kánne”, “kánna” = caña, que probablemente proceden de las lenguas semíticas, en las que hallamos la misma raíz. Así tenemos en hebreo “qaneh” = “vara para medir”, en asirio “kanú”, en sumerio-acádico “qin”. Por consiguiente, la voz “kanôn” transcrita al latín bajo la forma de “canon”, designaba en sentido propio una vara recta de madera, una regla que era empleada por los carpinteros. En sentido metafórico indicaba cierta medida, ley o norma de obrar, de hablar y de proceder. Ésta es la razón de que los gramáticos alejandrinos llamasen “kanôn” a la colección de obras clásicas que, por su pureza de lengua, eran dignas de ser consideradas como modelos. También los cánones gramaticales constituían los modelos de las declinaciones y conjugaciones y las reglas de la sintaxis.
La palabra se encuentra cuatro veces en el Nuevo Testamento, todas en los escritos de San Pablo (2Co 10,13.15-16; Gal 6,16).
Los autores eclesiásticos antiguos dieron a la voz canon significaciones muy variadas. A partir de la mitad del siglo II, se emplea “kanôn” en sentido moral, para designar la regla de la fe (“ho kanôn tes pístêos”), la regla de la verdad (“ho kanôn tês alêthéias”), la regla de la tradición (“ho kanôn tês paradósêos”) la regla de la vida cristiana o de la disciplina eclesiástica (“ho kanôn tês ekklesías”, “ho ekklesiastikós kanôn”)[2]. Los Padres y autores eclesiásticos latinos, emplean también fórmulas idénticas a las de los Padres griegos, como se puede ver ya desde el siglo III en los escritos de Tertuliano y Novaciano.
En este mismo sentido, los decretos de los concilios se llamaron cánones, en cuanto que eran las normas, las reglas que la Iglesia establecía para la más perfecta regulación de su vida. La fe, o sea la doctrina revelada, es la regla que ha de servir para juzgarlo todo; es la norma a la cual han de adaptar su vida los fieles, y como la Sagrada Escritura fue considerada, ya desde los orígenes de la Iglesia, como el libro que contenía la Revelación, la regla de fe y de vida, se llegó de un modo natural a hablar del canon de las Escrituras para designar esta regla escrita, y se comenzó a dar el nombre de canon a la colección de los libros inspirados.
Por tanto, la palabra canon, aplicada a la Sagrada Escritura, empieza a usarse en el siglo III. El primero que la emplea tal vez sea Orígenes, el cual afirma que el libro. Después de San Atanasio, el término se hace común entre los escritores griegos y latinos (Conc. Laodicense, San Anfiloquio, Orígenes, Rufino, San Jerónimo, San Agustín, etc.). “La Asunción de Moisés” “in canone non habetur” (“no está en el canon”)[3]. El libro “Prólogo monarquiano”, que unos fechan en el siglo III y otros en el IV, afirma que el canon empieza con el Génesis y termina con el Apocalipsis. El primero que con seguridad aplica el término canon a la Sagrada Escritura, es San Atanasio (hacia el año 350), el cual observa que “El Pastor de Hermas” no forma parte del canon (“kaítoi me on ek tou kanônos”).[4]
Del sustantivo canon se deriva el adjetivo canónico (“kanonikós”). El primero que lo usó parece que fue Orígenes, el cual quería designar con dicho adjetivo los libros que eran los reguladores de la fe, la regla propiamente dicha de la fe, y constituían una colección bien determinada por la autoridad de la Iglesia. El término canónico también aparece con certeza en el canon 59 del concilio de Laodicea (hacia el año 360), en el cual se establece que, en la Iglesia, no se lean “los libros acanónicos sino tan sólo los canónicos del Nuevo y del Antiguo Testamento”[5]. A partir de la mitad del siglo IV, se hace común el llamar a las Sagradas Escrituras canónicas (“kanonikai”)[6]. Y puesto que ya en aquel tiempo existían muchos libros apócrifos, que constituían un grave peligro para la Iglesia y para los fieles porque se presentaban como inspirados, fue necesario fijar el catálogo de los Libros Sagrados, con el fin de que los fieles pudieran distinguir los libros inspirados de los que no lo eran. Esto dio lugar a la formación de otras expresiones derivadas de canon, como canonizar (“kanonízein”), canonizado (“kanonizómenos”), que en el lenguaje eclesiástico de aquella época significaba que algún libro había sido “recibido en el catálogo de los Libros Sagrados”[7]. Y, por contraposición, “apokanonízein” designaba un libro “excluido del canon”.
Finalmente, del adjetivo canónico se formó el término abstracto canonicidad, que expresa la cualidad de algún libro que por su autoridad y origen, es divino y, en cuanto tal, ha sido introducido por la Iglesia en el canon de los Libros Sagrados.
Todos los libros canónicos son inspirados, aunque ambos conceptos (canonicidad e inspiración) no son completamente idénticos: todos los libros canónicos están inspirados (al determinarlos como “canónicos”, la Iglesia lo que juzga es precisamente que son inspirados); y parece que no existe ningún libro inspirado que no haya sido recibido en el canon de las Sagradas Escrituras (o sea, que la lista de libros inspirados que poseemos es exhaustiva). Sin embargo, los motivos por los que un libro es inspirado y los motivos por los que es canónico son diversos: es inspirado por el hecho de tener a Dios por autor, y canónico en cuanto que fue reconocido por la Iglesia como inspirado. Por consiguiente, la canonicidad supone, además del hecho de la inspiración, la declaración oficial de la Iglesia del carácter inspirado de un libro. Esta declaración de la Iglesia, no añade nada al valor interno del libro, pero confiere al libro sagrado una autoridad absoluta desde el punto de vista de la fe y lo convierte en regla infalible de la fe y de las costumbres. Pero no por eso se le puede llamar, sin más, canónico, sino después de la declaración de la Iglesia, hecha implícita o explícitamente (la declaración de la Iglesia sobre la canonicidad de un libro no es necesario que sea hecha solemne ni explícitamente; basta que la Iglesia en la práctica los haya tenido siempre como inspirados).
Si bien el criterio de canonicidad es la aceptación por parte de la Iglesia de un libro como inspirado, hay que tener en cuenta que no todos fueron aceptados desde el primer momento. Algunos fueron discutidos por mucho tiempo (aunque se los conocía, veneraba y usaba) hasta que la Iglesia, en su función de magisterio, determinó la canonicidad de los mismos por alguna declaración solemne. Por esta razón, los autores eclesiásticos griegos usaron dos términos para designar esta distinción: libros “universalmente aceptados” (homologoúmenoi) y libros “discutidos” (antilegómenoi) o también “dudosos” (amphiballómenoi). En el siglo XVI, Sixto de Siena (+ 1596) fue el primero en emplear los términos “protocanónicos”, para designar los libros que ya desde un principio fueron recibidos en el canon (pues todos los consideraban como canónicos), y “deuterocanónicos”, para significar aquellos libros que, si bien gozaban de la misma dignidad y autoridad, sólo en tiempo posterior fueron recibidos en el canon de las Sagradas Escrituras, porque su origen divino fue puesto en tela de juicio por muchos. Es importante tener en cuenta que la distinción de los Libros Sagrados en protocanónicos y deuterocanónicos, desde el punto de vista católico, no es una distinción sobre su valor canónico o dignidad sagrada (todos son canónicos y por tanto inspirados por Dios), sino que se refiere a una cuestión histórica: la del tiempo en que fueron recibidos en el canon de las Sagradas Escrituras (unos de entrada y otros más tarde, a causa de ciertas dudas surgidas a propósito de su origen divino).
Los libros deuterocanónicos son siete en el Antiguo Testamento (Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos. Y los siete últimos capítulos de Ester: 10,4-16,24, según la Vulgata; así como los capítulos de Daniel 3,24-90; 13; 14) y siete también en el Nuevo Testamento (epístola a los Hebreos, epístola de Santiago, epístola 2 de San Pedro, epístolas 2-3 de San Juan, epístola de San Judas y Apocalipsis. Algunos también consideran como deuterocanónicos los fragmentos siguientes de los Evangelios: Mc 16,9-20; Lc 22,43-44; Jn 7,53-8,11[8].
No debemos confundir pues el término deuterocanónico, como lo entiende la Iglesia católica y la calificación que de ellos se hace en el protestantismo. Entre los protestantes, los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento reciben el apelativo de apócrifos (los católicos designamos, en cambio, con este nombre a los libros que, teniendo ciertas semejanzas con los libros inspirados, nunca fueron recibidos en el canon; los protestantes a estos mismos los llaman pseudoepígrafa); en cambio, coinciden protestantes y católicos en los que llaman deuterocanónicos del Nuevo Testamento.
La terminología queda, pues, así:
Católicos | Protestantes |
Deuterocanónicos del AT | = | Apócrifos |
Deuterocanónicos del NT | = | Deuterocanónicos |
Apócrifos del AT y NT | = | Pseudo-epígrafa |
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El criterio de canonicidad. Así como para conocer el hecho de la inspiración divina de un libro, el único criterio suficiente y eficaz es el testimonio del Magisterio de la Iglesia, igualmente el único criterio propio de canonicidad es la testificación de la Iglesia. Ésta es doctrina que enseñan ya los Padres antiguos, como Orígenes y Tertuliano y otros[9]. Son bien conocidas las palabras de San Agustín: “No creería en el evangelio si no me moviese a ello la autoridad de la Iglesia católica… Leemos en los Hechos de los Apóstoles quién sucedió al el evangelio, porque la autoridad católica es la que me recomienda una y otra Escritura”[10]. El testimonio de la Iglesia se ha ido manifestando a todos los fieles bajo diversos conductos: por los testimonios explícitos de los escritores eclesiásticos, por las decisiones sinodales, por la proposición solemne del Magisterio universal u ordinario de la Iglesia, por la lectura litúrgica y por todos aquellos medios que la Iglesia suele emplear para proponer a los fieles la doctrina cristiana.
Hace falta, pues, la testificación del Magisterio eclesiástico para saber con certeza si un libro determinado es canónico e inspirado. La simple lectura litúrgica no parece ser criterio suficiente, pues sabemos, por el testimonio de diversos Padres antiguos, que también se leían en las asambleas litúrgicas otros escritos que nunca formaron parte del canon de la Sagrada Escritura[11]. Tampoco basta que la doctrina de un libro concuerde con la doctrina de los apóstoles, para determinar su canonicidad, porque pueden encontrarse muchos libros que concuerden perfectamente con la doctrina revelada y, sin embargo, no son inspirados. Ni siquiera parece ser criterio suficiente el origen apostólico de un libro, puesto que en el Nuevo Testamento hay libros que no fueron escritos por los mismos apóstoles, sino por discípulos de éstos (por ejemplo los Evangelios de Lucas y Marcos, o Hechos de los Apóstoles).
¿Cuál era entre los judíos la autoridad a la cual competía distinguir los Libros Sagrados (de nuestro Antiguo Testamento) de los que no lo eran? Probablemente fue el colegio sacerdotal, encarnado principalmente en los príncipes de los sacerdotes, que eran los que ejercían vigilancia sobre las cosas religiosas. Otros autores piensan que serían los profetas los que gozaban de autoridad para juzgar si un libro era inspirado. Pero hay que tener presente que no siempre hubo profetas en Israel. Y precisamente en la época en que se fijó el canon del Antiguo Testamento, la máxima autoridad religiosa la ostentaba el sacerdocio.
Los protestantes, al rechazar la Tradición, se vieron obligados a juzgar de la canonicidad de los Libros Sagrados por criterios propiamente internos. Para Calvino este criterio sería “el testimonio secreto del Espíritu”[12]; para Lutero, la concordia de la enseñanza de un libro con la doctrina de la justificación por la sola fe[13]. Los protestantes ortodoxos posteriores, además de los criterios internos, admiten también criterios subsidiarios externos, como el carisma profético o apostólico del autor, el testimonio de la Iglesia antigua, la historia del canon críticamente estudiada. Para los protestantes liberales, al no admitir prácticamente la inspiración, tampoco tiene interés la cuestión de la canonicidad de los libros bíblicos[14]. Los libros que la Iglesia ha conservado, serían únicamente aquéllos que se impusieron prácticamente en la lectura pública como más aptos para la edificación de los fieles. La renovación teológica protestante moderna, ha conducido a algunos de sus principales exponentes a adoptar nuevas posiciones. Una de las que merecen mayor atención es la de O. Cullmann, el cual se declara “absolutamente conforme con la teología católica en la afirmación de que la misma Iglesia fue la que constituyó el canon”, aunque su explicación de la autoridad de la Iglesia para hacer esto difiera de la explicación católica194. De todos modos, es muy interesante ver cómo dentro del mismo protestantismo culto y especulativo, se ve el vacío que crea la negación de una autoridad magisterial.
Podemos preguntarnos si se ha perdido algún libro inspirado. Por el testimonio de la misma Sagrada Escritura, conocemos algunos escritos provenientes de algún profeta o apóstol que no han llegado hasta nosotros. En el Antiguo Testamento se habla repetidas veces del “libro del Justo” (cf. Jos 10,13; 2 Sam 1,18), del “libro de Samuel, vidente”, de las “crónicas de Natán, profeta, y de las de Gad, vidente” (cf. 1 Cro 29,29), de las “profecías de Ido, vidente” y de “los libros de Semeyas, profeta” (2 Cro 9,29; 12,15). El Nuevo Testamento también habla de una epístola de San Pablo a los Corintios (cf. 1Co 5,9)[15] que parece haberse perdido, y de otra a los Laodicenses (cf. Col 4,16)[16]. Si consideramos estos escritos como inspirados, tendríamos que admitir que se han perdido de hecho libros inspirados. Pero para conocer su inspiración, habría que poseer el testimonio de la Iglesia, que es el único criterio suficiente para saberlo. El Magisterio de la Iglesia, sin embargo, no ha dicho absolutamente nada sobre la inspiración de dichos libros. Y como el criterio del profetismo o del apostolado no es suficiente para conocer la inspiración o la canonicidad de un determinado libro, no estamos en grado de afirmar que se han perdido de hecho algunos libros inspirados. De ahí que algunos autores católicos niegan firmemente tal posibilidad. Su razonamiento es el siguiente: la inspiración bíblica no es un carisma privado, dado para el bien de un individuo, sino que es un carisma social, destinado al bien de una sociedad, que es la Iglesia fundada por Cristo. En consecuencia, la destinación del escrito inspirado para la Iglesia, entraría en los elementos esenciales de la inspiración bíblica, como enseña claramente el concilio Vaticano I[17]. Teniendo en cuenta este principio, no parece posible afirmar que se haya dado un libro inspirado perdido antes de llegar a la Iglesia. Ni tampoco se podría decir que la pérdida haya tenido lugar después de ser recibido por la Iglesia, ya que sería acusar a la Iglesia de infidelidad a su misión divina de guardiana de las fuentes de la revelación. Sin embargo, a nuestro parecer, hay que distinguir, en esta cuestión, entre libro tan sólo inspirado y libro inspirado y canónico. Por lo que se refiere a esto último, no parece posible que un libro reconocido y declarado como inspirado por la Iglesia, se haya perdido. En este caso, habría que admitir que la Iglesia no fue la fiel guardiana del depósito revelado. En cambio, se podría admitir que un libro inspirado se haya perdido antes del reconocimiento oficial y universal de la Iglesia. Es cierto que la inspiración, como carisma, ha sido dada al autor humano con vistas al bien religioso de la comunidad, pero es muy posible que un libro inspirado haya sido destinado exclusivamente a una determinada comunidad religiosa de los primeros siglos, y, una vez cumplida su finalidad, haya desaparecido antes de que llegara el reconocimiento de la Iglesia universal.
También se podría admitir que en el decurso de los siglos, se hayan podido perder algunos fragmentos de los libros inspirados. Pero a condición de que estos fragmentos no sean de importancia sustancial para la revelación. Por otra parte, la historia del texto demuestra claramente que el texto sagrado ha llegado hasta nosotros sustancialmente íntegro.
Nuestra exposición podría seguir con la historia y vicisitudes del canon del Antiguo y del Nuevo Testamento, explicando los testimonios más antiguos en que ya aparece el canon completo o las excepciones de algunos libros (por ejemplo la ausencia de las cartas a los Hebreos, Santiago, 2Pe y 3Jn en el Canon Muratoriano, hacia el 200, en Roma; la ausencia solamente de Hebreos, Santiago y Judas en el Canon Momseniano hacia el 260, en África; o la única excepción de Apocalipsis en las listas dadas por San Cirilo de Jerusalén, San Anfiloquio –fines del siglo IV– en Asia Menor) y sus explicaciones (en algunos casos por el uso que hacían de algunos pasajes los herejes montanistas y novacianos, como la apelación a Hebreos 6,4ss para hablar de la irremisibilidad –o sea, imposibilidad de perdón– de los pecados). A quienes deseen entrar en estos interesantes detalles, los remito a los estudios bíblicos indicados en la bibliografía. Creo que no es lo sustancial del problema (aunque no carezca, indudablemente de interés e importancia). La clave es la identificación de la necesidad de la autoridad “receptiva” de la Iglesia respecto de un libro como “inspirado”, para determinarlo como canónico. Si esto se acepta, la cuestión del momento en que la autoridad de la Iglesia hace ese acto receptivo (ya sea desde el primer momento de su composición, o al poco tiempo o después de algunos siglos), es secundario; la Iglesia, por medio de su autoridad magisterial (documentos conciliares, afirmación pontificia solemne, uso común de los fieles nunca contradicho por quienes tienen como oficio el magisterio, etc.), zanja toda cuestión al determinarlo. Si no se acepta este criterio de la autoridad –como hizo Lutero y Calvino y quienes los siguieron–, se cae en la arbitrariedad del subjetivismo y se aceptan los libros que se quiere, los pasajes que se quiere y se les da el sentido que se quiere; se rechazan los libros que no gustan o que molestan, los pasajes que no gustan o molestan o el sentido que puede no gustar o molestar; es el principio de la anarquía bíblica que necesariamente da ocasión al sectarismo, al resquebrajamiento de la unidad de la fe y desmembramiento constante en nuevas denominaciones y grupos religiosos; fenómeno del que sufre el mundo protestante.
Termino con este testimonio de Bob Sungenis, ex protestante, que puede ser importante para muchas personas: “Encontré un ejemplo indiscutible de la infalibilidad de la Iglesia Católica cuando comencé a reflexionar sobre la cuestión del canon de la Escritura: cómo fueron definidos los libros de la Biblia, un punto a menudo ignorado por los protestantes. No existe un ‘índice inspirado’ en las Escrituras. La decisión sobre qué libros deberían ser incluidos en la Biblia y cuáles no serían incluidos, fue tomada por la Iglesia Católica en los concilios de Hipona (393 d.C.) y Cartago (397 y 419 d.C.)[18]. Estas decisiones fueron ratificadas más tarde y promulgadas formalmente por los concilios ecuménicos de II Nicea (787), Florencia (1440) y de Trento (1525-1546). Uno de los libros que más me ayudó a comprender esto, fue el libro de Henry G. Graham, De dónde obtuvimos la Biblia[19]. La Biblia no indica cuáles libros deben ser incluidos, y como los protestantes no creen que la Iglesia tiene la autoridad infalible para decidir cuáles deben incluirse y cuáles no, se enfrentan con un dilema canónico. Y es así que están obligados a la conclusión lógica, pero herética, de que pueden haber libros inspirados que deberían estar en la Biblia, pero que no fueron incluidos por error, y que puede haber libros no inspirados en la Biblia que no deberían estar ahí, pero que fueron agregados por error. Martín Lutero, por ejemplo, quería quitar los libros de Santiago, Hebreos, 2Pedro y Apocalipsis, porque creía que habían sido agregados por error. Si no hubiera sido por la persuasión de sus contemporáneos, estos libros fácilmente hubieran sido retirados de las Biblias protestantes.
Sosteniendo la teoría del ‘canon de falibilidad’, los protestantes no pueden tener la seguridad infalible de que la Biblia que tienen en manos es, en realidad, la verdadera Biblia. El problema del canon es un problema filológico sin solución para los protestantes. Porque si uno no puede tener la certeza de cuáles libros pertenecen a la Biblia, ¿cómo puede uno presumir de usarla ‘a solas’ como guía fidedigna de la fe salvadora en Dios? […] La verdad es que los protestantes están viviendo de capital prestado por la Iglesia católica, porque la Iglesia católica reconoció infaliblemente, bajo la dirección divina del Espíritu Santo, el canon de las Escrituras. Cada vez que los protestantes citan la Biblia, sin querer ponen su confianza en la infalible dirección divina otorgada a la Iglesia católica por Cristo”[20].
P. Miguel A. Fuentes, IVE
Fuente: Miguel A. Fuentes, ¿En dónde dice la biblia qué…. ? Respondiendo las principales objeciones de las sectas y de los protestantes, EDVE, San Rafael 2005.
[1] Cf. por ejemplo, Manuel de Tuya–José Salguero, Introducción a la Biblia, Tomo I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1967, pp. 323-334.
[2] Cf. S. Clemente Romano, S. Policrates (según Eusebio), S. Ireneo. Hay autores que suelen dar al término canon el sentido de catálogo, lista, elenco, y se acostumbra a citar como ejemplos el “kanôn basilêon”, de Claudio Ptolomeo (hacia el año 150 d.C.), que es un catálogo de los reyes asirios, babilónicos y persas, y los “jronikói kanônes” de Eusebio, que comprenden tablas sincronizadas de los varios pueblos de la antigüedad. Sin embargo, aun cuando estos “kanônes” de Ptolomeo y de Eusebio sean listas, tienen más bien el significado de regla, pues eran fechas, medidas cronológicas, que servían de base a sistemas cronológicos. Si canon tiene ahora en el lenguaje eclesiástico el sentido de lista, catálogo, éste es relativamente reciente y, además, es un significado secundario. El significado formal es el de regla, norma, modelo.
[3] In Iosue hom. 2,1. Pero de esta obra de Orígenes sólo tenemos una traducción latina; por eso no sabemos si empleaba el término “kanôn” o bien “endiáthetos”.
[4] Decr. Nic. Syn. 18.
[5] Cf. Enchiridion Biblicum (EB) 4° edición (Roma 1961), n. 11.
[6] Cf. San Jerónimo, Praef. In libro. Salom.; Prisciliano, Lib. Apol. 27, etc.
[7] Cf. Orígenes, In Matth. 28.
[8] Sin embargo, las dudas acerca de estos textos han surgido tan sólo en nuestros días entre los críticos, por el hecho de que dichos pasajes faltan en algunos códices y versiones antiguas.
[9] Cf. Orígenes, In Lc. Hom., 1; Cf. en Eusebio, Histo. Eccl. 6,25,35; Tertuliano, Adv. Marc. 4,5.
[10] San Agustín, Contra Epist. Manichaei, 5,6.
[11] Por San Diosinios de Corinto sabemos que la epístola de San Clemente Romano a los Corintios era leída en las asambleas litúrgicas (cf. en Eusebio, Hist. Eccl. 4,23,11). En las iglesias del Asia se leía la carta de San Policarpo (cf. S. Jerónimo, De viris illustribus, 17).
[12] Cf. J. Calvino, Institutio religionis christianae, l. 1, c. 6-8 (Basilea 1536).
[13] Cf. O. Scheel, Luthers Stellung zur hl. Schrift (Tübinga 1902), p. 42-45; M. Meinertz, Luthers Kritik am Jakobusbreife nachdem Urteile seiner Anhänger: BZ 3 (1905) 273-286.
[14] Cf. H.H. Howorth: JTS 8 (1960s) 1-40.321-365; 9 (1907s) 188-230; E. von Dobschütz, The Abandonment of the Canonical Idea: The American Journal of Theology, 19 (1915) 416s.
[15] Ciertos autores quieren descubrir vestigios de esta carta perdida de San Pablo en 2Co 6,14-7,1.
[16] La epístola a los Laodicenses habría que identificarla, según bastantes autores, con la epístola a los Efesios, que originariamente llevaría en el saludo inicial “en Laodikéia”. Estas palabras habrían sido suprimidas –según el P. J. Vosté– por la terrible reprensión que lanza contra la iglesia de Laodicea el autor del Apocalipsis (Ap 3,14ss).
[17] Enchidion Biblicum, n. 77.
[18] Aclaro que lo que dice aquí Sungenis puede prestarse a confusión. No es propiamente hablando la decisión de qué libros incluir, sino la decisión de elaborar una lista oficial o canónica de los libros inspirados; mucho tiempo antes de estos Concilios, ya esos libros eran aceptados por la Iglesia, algunos de ellos desde el momento mismo de su composición, como las Cartas de los apóstoles o los evangelios.
[19] Where We Got the Biblie, Rockford, Ill., TAN Books.
[20] Bob Sungenis, De la controversia a la consolación, en: Patrick Madrid, Asombrado por la verdad, op.cit., pp. 142-144.