leyes de tránsito

¿Obligan las leyes de tránsito?

Pregunta:

¿Obligan en conciencia las leyes de transito? ¿Qué pecado se comete? ¿Puede haber pecado grave es esta materia?

Respuesta:

1. Planteamiento y argumentos

Entendemos por este tipo de leyes, las regulaciones de velocidad, de mano de calles, semáforos, cruces peatonales. Las mismas legislan no sólo sobre los conductores, sino también sobre los peatones (cuando cruzar las calles y por dónde).

1) Argumentos a favor de una amplitud de conciencia en este tema. El argumento a favor de considerar con largueza este tipo de disposiciones, puede resumirse en uno sólo, a saber: constituyen leyes meramente penales. Se define como leyes meramente penales, aquellas que no obligan en conciencia a su cumplimiento exacto, sino tan solo a cumplir la pena si uno es sancionado. Según los defensores de esta teoría la expresión del legislador al promulgarla sería: ‘Si haces esto no pecas, pero tendrás obligación de pagar la multa’; o bien: ‘haz esto o paga la multa: elige libremente’.

2) En contra están los que dicen que no son leyes meramente penales; ergo, obligan en conciencia.

2. Solución

1) Prenotandos. La discusión en última instancia radica en qué tipo de leyes son. A decir verdad, las leyes meramente penales no existen. Toda ley, en cuanto ley (justa) obliga, por naturaleza, en conciencia. Porque la ley humana no es otra cosa que una especificación o reflejo de la ley natural (en última instancia, de la ley eterna) en aquello en lo que ésta no es totalmente particular. Es, por tanto, un reflejo de la naturaleza o esencia de las cosas; y establece, así, un vínculo moral de respeto por tales esencias. Existen, en cambio, ciertas normas directivas que no alcanzan la categoría de leyes; tales normas pueden ser meramente penales, porque no son leyes en el sentido estricto.

2) Las leyes de transito. En este caso el legislador dispone ciertas normas para evitar riesgos, accidentes, conflictos; es decir, ordena el cumplimiento de una norma encaminada a procurar el bien común de los ciudadanos. Ahora bien, el bien común de la sociedad, es la causa final de la sociedad, por ley natural. Por tanto, esta legislación es una concreción de tal ley y de ella recibe el carácter obligante. Esto significa que son verdaderas leyes y obligación en conciencia.

3) Qué tipo de obligación. La obligación está en dependencia de la necesidad de tal cumplimiento para la consecución del bien común, y de la magnitud del perjuicio al bien común que su transgresión implique. Tenemos así, desde imperfecciones mínimas a pecados graves. Cruzar a pie una calle más o menos desierta prohibiéndolo el semáforo, implica tan solo mal ejemplo, inducir a otros a hacer lo mismo, poner en peligro el orden de la circulación; esto no es más que una imperfección. Hacerlo, sin necesidad, en la autopista, arriesgando la vida y poniendo en peligro la de otros, es más grave. Con más razón, todo aquello que signifique poner en peligro la vida propia o del prójimo (exceso de velocidad, semáforos, negligencia en prestar atención, conducir hasta la extenuación bajando así la capacidad de reacción ante un imprevisto; no tener -por negligencia- los elementos mínimos de seguridad -luces, frenos…-).

Al respecto, afirma Mons. Sgreccia: ‘Por lo que respecta a la responsabilidad moral de cada ciudadano emerge evidente la obligatoriedad moral del respeto al código de tránsito y de todas las normas que tienen como finalidad la defensa de la vida propia y de la ajena, la integridad física y del patrimonio. No se trata de sacralizar las leyes civiles que, como sabemos, no siempre y no en todo coinciden con las leyes morales, pero en este caso, donde está en juego el bien común fundamental de la vida y de los grandes valores inherentes a ella (integridad física, salud, respeto por los bienes materiales) la obligatoriedad emerge por fuerza intrínseca: es deber grave per se de los ciudadanos observar las normas en su conducta propia… No es el caso de elucubrar sobre el problema de cuales artículos del código de tránsito puedan ser transgredidos sin cometer pecado grave y si las infracciones son todas suficientes para ‘pecado mortal’… (sino que) no se insiste suficientemente en la formación de una conciencia que sea consciente de la gravedad del deber de respetar las normas y el espíritu que las anima. Podemos a propósito recordar las palabras de Pío XII: ‘Las consecuencias tan a menudo dramáticas de las infracciones del Código de transito le confieren un caracter de obligatoriedad extrínseca más grave de cuanto generalmente se piensa. Los automovilistas no pueden contar solamente con su vigilancia y habilidad para evitar accidentes, sino que deben además mantener un justo margen de seguridad, si quieren estar en grado de ahorrar los actos imprudentes y hacer frente a las dificultades imprevisibles’.

El Catecismo dice, sobre dos temas que están relacionados con el nuestro:

-‘El homicidio involuntario no es moralmente imputable. Pero no se está libre de falta grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido la muerte, incluso sin intención de causarla’ (nº 2269).

-‘Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables’ (nº 2290).

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Doctrina Social

¿Qué es la Doctrina Social?

Pregunta:

Hola Padre, necesitaría información sobre la ‘Doctrina Social de la Iglesia si por favor me puede mandar algo lo recibiré con mucho gusto. Desde ya muchas gracias. Mariano G.

 

Respuesta:

Querido Mariano:

Te envío el siguiente artículo sobre la Doctrina Social en el Catecismo de la Iglesia (tomado de la páginawww.encuentra.com)

La Doctrina Social de la Iglesia en el Catecismo de la Iglesia Católica

2419 ‘La revelación cristiana…nos conduce a una comprensión más profunda de las leyes de la vida social’ (GS 23,1). La Iglesia recibe del evangelio la plena revelación de la verdad del hombre. Cuando cumple su misión de anunciar el evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina.

2420 La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, ‘cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas’ (GS 76,5). En el orden de la moralidad, la Iglesia ejerce una misión distinta de la que ejercen las autoridades políticas: ella se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al soberano Bien, nuestro fin último. Se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones socioeconómicas.

2421 La doctrina social de la Iglesia se desarrolló en el siglo XIX cuando se produce el encuentro entre el evangelio y la sociedad industrial moderna, sus nuevas estructuras para producción de bienes de consumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad. El desarrollo de la doctrina de la Iglesia en materia económica y social da testimonio del valor permanente de la enseñanza de la Iglesia, al mismo tiempo que del sentido verdadero de su Tradición siempre viva y activa (cf. CA 3).

2422 La enseñanza social de la Iglesia comprende un cuerpo de doctrina que se articula a medida que la Iglesia interpreta los acontecimientos a lo largo de la historia, a la luz del conjunto de la palabra revelada por Cristo Jesús con la asistencia del Espíritu Santo (cf SRS 1; 41). Esta enseñanza resulta tanto más aceptable para los hombres de buena voluntad cuanto más inspira la conducta de los fieles.

2423 La doctrina social de la Iglesia propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción:

Todo sistema, según el cual las relaciones socia les estarían determinadas enteramente por los factores económicos es contrario a la naturaleza de la persona humana y de sus actos (cf CA 24).

2424 Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social (cf GS 63,3; LE 7; CA 35).

Un sistema que ‘sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción’ es contrario a la dignidad del hombre (cf GS 65). Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios de lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. ‘No podéis servir a Dios y al Dinero’ (Mt 6,24; Lc 16,13).

2425 La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al ‘comunismo’ o ‘socialismo’. Por otra parte, ha reprobado en la práctica del ‘capitalismo’ el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (cf CA 10, 13.44). La regulación de la economía únicamente por la planificación centralizada pervierte en la base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque ‘existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado’ (CA 34). Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y atendiendo al bien común.

IV LA ACTIVIDAD ECONÓMICA Y LA JUSTICIA SOCIAL

2426 El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción están destinados a remediar las necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está ante todo ordenada al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana. La actividad económica dirigida según sus propios métodos, debe moverse dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre (cf GS 64).

2427 El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gn 1,28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: ‘Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma’ (2 Ts 3,10; cf. 1 Ts 4,11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3,14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su Obra redentora. Se muestra discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo.

2428 En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cf LE 6).

Cada uno debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la comunidad humana.

2429 Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común (cf CA 32; 34).

2430 La vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí. Así se explica el surgimiento de conflictos que la caracterizan (cf LE 11). Será preciso esforzarse para reducir estos últimos mediante la negociación, que respete los derechos y los deberes de cada parte: los responsables de las empresas, los representantes de los trabajadores, por ejemplo, organizaciones sindicales y, en caso necesario, los poderes públicos.

2431 La responsabilidad del Estado. ‘La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente…Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad’ (CA 48).

2432 Los responsables de las empresas ostentan ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones (CA 37). Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, estas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo.

2433 El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados (cf. LE 19; 22-23). En función de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo (cf. CA 48).

2434 El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia (cf Lv 19,13; Dt 24,14-15; St 5,4). Para determinar la remuneración justa se han de tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de cada uno. ‘El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común’ (GS 67,2). El acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente el importe del salario.

2435 La huelga es moralmente legítima cuando se presenta como un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado. Resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados a las condiciones de trabajo o contrarios al bien común.

2436 Es injusto no pagar a los organismos de seguridad social las cotizaciones establecidas por las autoridades legítimas.

La privación de empleo a causa de la huelga es casi siempre para su víctima un atentado contra su dignidad y una amenaza para el equilibrio de la vida. Además del daño personal padecido, de esa privación se derivan riesgos numerosos para su hogar (cf. LE 18).

V JUSTICIA Y SOLIDARIDAD ENTRE LAS NACIONES

2437 En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero ‘abismo’ (SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas.

2438 Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y financiera, confieren hoy a la cuestión social ‘una dimensión mundial’ (SRS 9). La solidaridad es necesaria entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los ‘mecanismos perversos’ que obstaculizan el desarrolla de los países menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usureros (cf CA 35), las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico ‘fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores’ (CA 28).

2439 Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados justamente.

2440 La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan mejor relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en el Tercer Mundo, forman la masa preponderante de los pobres.

2441 Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las identidades culturales y la apertura a la transcendencia (cf SRS 32; CA 51).

2442 No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad de vías concretas. Deberá atender siempre al bien común y ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a los fieles laicos ‘animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia’ (SRS 47; cf 42).

VI EL AMOR DE LOS POBRES

2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: ‘a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda’ (Mt 5,42). ‘Gratis lo recibisteis, dadlo gratis’ (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25,31-36). La buena nueva ‘anunciada a los pobres’ (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.

2444 ‘El amor de la Iglesia por los pobres…pertenece a su constante tradición ‘ (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6,20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8,20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12,41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de ‘hacer partícipe al que se halle en necesidad’ (Ef 4,28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).

2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5,1-6).

2446 S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: ‘No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos’ (Laz. 1,6). ‘Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia’ (AA 8):

Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia (S. Gregorio Magno, past. 3,21).

2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58,6-7; Hb 13,3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17,22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6,2-4):

El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3,11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11,41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2,15-16; cf. 1 Jn 3,17).

2448 ‘Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o síquicas y, por último, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los `más pequeños de sus hermanos’ . También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables’ (CDF, instr. ‘Libertatis conscientia’ 68).

2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) responden a la exhortación del Deuteronomio: ‘Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra’ (Dt 15,11). Jesús hace suyas estas palabras: ‘Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis’ (Jn 12,8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: ‘comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias…’ (Am 8,6), sino nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25,40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: ‘cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús’.

RESUMEN

2450 ‘No robarás’ (Dt 5,19). ‘Ni los ladrones, ni los avaros…ni los rapaces heredarán el Reino de Dios’ (1 Co 6,10).

2451 El séptimo mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y los frutos del trabajo de los hombres.

2452 Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes.

2453 El séptimo mandamiento prohíbe el robo. El robo es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable del dueño.

2454 Toda manera de tomar y de usar injustamente el bien ajeno es contraria al séptimo mandamiento. La injusticia cometida exige reparación. La justicia conmutativa impone la restitución del bien robado.

2455 La ley moral proscribe los actos que, con fines mercantiles o totalitarios, llevan a esclavizar a los seres humanos, a comprarlos, venderlos y cambiarlos como mercancías.

2456 El dominio, concedido por el Creador, sobre los recursos minerales, vegetales y animales del universo, no puede ser separado del respeto de las obligaciones morales frente a todos los hombres, incluidos los de las generaciones venideras.

2457 Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe aprecio. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre.

2458 La Iglesia pronuncia un juicio en materia económica y social cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Se cuida del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al soberano Bien, nuestro fin último.

2459 El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica y social. El punto decisivo de la cuestión social consiste en que los bienes creados por Dios para todos lleguen de hecho a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.

2460 El valor primordial del trabajo atañe al hombre mismo que es su autor y su destinatario. Mediante su trabajo, el hombre participa en la obra de la creación. Unido a Cristo, el trabajo puede ser redentor.

2461 El desarrollo verdadero es el del hombre entero. Se trata de hacer crecer la capacidad de cada persona de responder a su vocación, por tanto, a la llamada de Dios (cf CA 29).

2462 La limosna hecha a los pobres es un testimonio de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

2463 En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola (cf Lc 16,19-31). En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: ‘Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos, también conmigo dejasteis de hacerlo’ (Mt 25,45).

secularismo

¿Qué opina la Iglesia sobre el ‘secularismo’?

Pregunta:

¿Qué opina la Iglesia sobre el ‘secularismo’?

Respuesta:

El Secularismo es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de ‘perder su propia alma’, no puede menos que minar el sentido del pecado…

Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n° 18.

Al fenómeno tan actual del secularismo lo podemos ubicar dentro del mismo plano de la llamada inversión antropológica sostenida por los teólogos progresistas, Martín Heidegger y Karl Rahner. En sus comienzos con Feuerbach, Nietzsche, Heidegger y Sartre y más recientemente en la Death of God theologyy sus seguidores Robinson y Tillich.

Secularización, secularismo y laicismo pueden ser tomadas como sinónimos que se funden y encuentran en su justificación temática en el término común que los comprende: el humanismo sin trascendencia.

La diferencia entre la situación actual y el humanismo paganizante del siglo XV, del deísmo y la ilustración del siglo XVIII y en fin del humanismo radical de Feuerbach que corta de raíz la pseudoteología de la inmanencia moderna, está en que hoy la misma teología protestante parece pasada a las filas del adversario con el fin de demoler lo sagrado, sobre todo bajo la presión de la teología dialéctica de Bultmann y Bonhoeffer.

La secularización se ha convertido en el acontecimiento teológico de nuestro tiempo como en otro tiempo lo fue el ateísmo del que constituye el envés y el efecto al mismo tiempo.

Desde el punto de vista de la teología protestante no se trata de una’profundización’ del fundamento sino que la secularización es la consecuencia inevitable de la oposición repulsa de la fe y razón, natura y gracia, afirmada por Lutero como la esencia de su alejamiento de la Tradición católica.

En este sentido la secularización se ha convertido en la ruptura entre dos mundos accesibles a la libertad humana: la teología luterana de estricta observancia negaba esta libertad al hombre natural y confiaba a la sola fe y justificación extrínseca la posibilidad de salvación del creyente.

Hoy la situación se ha vuelto del revés: se ha dilatado y ha invadido la otra cara o posibilidad del alma, es decir, la de la fe y la gracia, la cual reconoce y acepta en su mismo ámbito el vacío y la negación radical de Dios y de lo sagrado profesado por el humanismo y ahora por el ateísmo contemporáneo. Al Hombre corresponde pensar al hombre, abastecerlo y salvarlo, la verdad debe ser entendida como la reduplicación del hombre.

Podemos definir al secularismo como: ‘el abismarse incontenible del hombre en el mundo, en el propio reconocerse del homo humanus como homo mundanus: el ser en y para el mundo con la pretendida intención de romper todo contacto entre naturaleza y gracia, razón y fe, entre Dios y el hombre’.

De este modo se reniega de la Tradición de la teología católica sobre la demostrabilidad directa de los ‘preambula fidei’ la libertad, la inmorta­lidad y sobre todo la existencia de Dios , por ende también se rechaza la ‘teologia naturalis’.

El Padre Cornelio Fabro dice que no podemos distinguir entresecularización y secularismo ya que ciertos ‘teólogos’ al distinguirlos dicen quesecularismo elimina toda referencia a la trascendencia y a la revelación por lo tanto deber ser rechazado; mientras que la secularización,que tiene abierta esta posibilidad, puede ser sostenida. Ésta distinción, según Fabro, es inacepta­ble ya que ella sobreentiende la tesis escéptica protestante del abandono de la Metafísica y de la Teología de la Creación.

En el orden pastoral y social la secularización tiene efectos devastantes. La secularización junto al liberalismo, con su labor destructiva y dialéctica, reducen la intervención de la Iglesia al plano espiritual excluyéndola del temporal. Como dice Juan XXIII en la Pacem in Terris[1]: retenemos que la explicación se encuentre en una fractura en el proprio ánimo entre la creencia religiosa y el operar en el orden temporal, es decir la separación entre fe y vida, como si fueran dos ámbitos que debiesen existir por separado, independientes, regidos por principios diversos y a veces hasta opuestos[2].

Es verdad, el Estado debe tener una legítima autonomía, fines propios y medios propios en su orden. Pero como el bien común inmanente en la misma sociedad, no es absolutamente último, debe presentarse siempre abierto a la trascendencia en cada uno de los miembros que participan de él[3]. De aquí que la distinción del orden natural y sobrenatural en la vida política, no implica separación ni aún oposición. Siguiendo el pensamiento tomista al respecto, lo anterior se traduce en subordinación del orden natural al sobrenatural o espiritual. Sería absurdo el reducir y limitar tal subordinación a la consideración de circunstancias históricas y culturales de un determinado momento de la humanidad en la cual las así llamadas dos espadas estaban íntimamente unidas. Para Santo Tomás, aún en un ordenamiento que prescindiera de la revelación, el individuo y la sociedad, deben ordenarse a Dios, fin último y bien común absoluto[4]. La subordinación al orden sobrenatural no despoja a la política de su propio orden, sino que por el contrario, la confirma y le da un más alto valor instrumental, así como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la supone, la sana y la eleva[5].

P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] PT n° 53.

[2] Dice al respecto la GS n° 43: ‘El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo’.

[3] La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano. GS n° 76.

[4] Finis autem humanae vitae et societatis est Deus. (SANTO TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica, I-II, 100, 6). Según la ética natural el sacerdocio y la religión, como deberes naturales dictados por la recta razón, se ordenan juntamente, en una cultura pagana o precristiana, al poder político. Cf. SANTO TOMÁS de AQUINO, De Regimine Principum, I, XIV.

[5] ‘Bien lejos de suprimir la autonomía de un orden inferior cualquiera, su subordinación jerárquica tiene por efecto fundarla, perfeccionarla, brevemente, asegurarle la integridad y mantenerla. La naturaleza es más perfectamente naturaleza por estar informada por la gracia. La razón natural se hace más íntegramente razonable por estar iluminada por la fe. El orden temporal y político es más temporalmente feliz y sabio por aceptar la jurisdicción espiritual y religiosa de la Iglesia. Tan directa como es, y aunque se extienda a lo político, la autoridad de los Papas sobre lo temporal no es ni temporal ni política en el sentido temporal del término. No usa los mismos medios ni avista el mismo fin’. Cf. GILSON E, La metamorfosis de la ciudad de Dios, Madrid, 1965.

prensa

¿Hay límites en el periodismo? ¿Qué derechos y qué deberes tiene la prensa?

Pregunta:

¿Cuáles son los derechos y los límites del periodismo moderno? ¿Qué responsabilidad les compete cuando tergiversan la verdad o divulgan verdades ocultas? ¿Es pecado el ‘sensacionalismo’ periodístico? ¿Cómo deben reparar el mal realizado?

 

Respuesta:

La misión informativa, para poder cumplir su importante tarea, debe responder a las exigencias propias de su naturaleza. Se trata de exigencias de veracidad, prudencia y caridad. Cuando falta el respeto a alguna de éstas virtudes el periodismo atenta contra el bien común, además de lesionar el bien privado de aquellos directamente damnificados.

La veracidad ante todo, puesto que se trata de un servicio a la verdad. El periodismo peca contra la veracidad cuando presenta noticias falsas, cuando exagera la magnitud de los hechos o cuando, por el contrario, los presenta parcializados, recortados (manifestándolos, pues, sin rigor de verdad). Cuando la información contiene datos falsos o inducen a error sobre la fama u honestidad de alguna persona, se torna calumniosa, y es un pecado gravísimo por la magnitud y extensión que alcanza la información en nuestros días. Pecan contra el octavo mandamiento que dice: ‘no levantarás falso testimonio contra tu prójimo’ (Ex 20,16). El libro de los Proverbios menciona entre ‘las seis cosas que odia Yavé’: ‘…la lengua mentirosa,… el testigo falso que profiere mentira,… y quien siembra discordias entre hermanos’ (Prov 6,16). Y el Eclesiástico afirma: ‘maldito el charlatán y de doble lengua, pues ha perdido a muchos que vivían en paz… Muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como cayeron por la lengua’ (Eclo 28,13.18). Jesucristo afirmó que la mentira es una obra diabólica: ‘Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando dice mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira’ (Jn 8,44).

Se torna, así, en un poder destructivo, sembrador de discordias, un poder que socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales y es, muchas veces, causa de desesperación por parte de los inocentes que no pueden defenderse con la misma eficacia con que son atacados. El periodista es responsable de sus actos tanto si divulga falsa información conociendo su falsedad, cuanto si divulga información injuriosa sin la certeza de su veracidad. No puede, para ello, justificarse diciendo que simplemente ‘recoge el testimonio de fuentes autorizadas (?)’, o ‘se hace eco de opiniones difundidas’, o remitiendo la responsabilidad ‘al autor de las declaraciones’. La divulgación (es decir, el hecho de que tal noticia se divulgue) es obra y responsabilidad del que la transmite; un viejo dicho dice: ‘es ladrón no sólo el que roba sino también el que le tiene la bolsa para que eche en ella las cosas robadas’. Las obligaciones que recaen sobre quien obra de dicho modo son las propias de toda reparación en justicia, y tal reparación no se limita a la difusión de la verdad contraria a la calumnia sino a la reparación de los daños causados por ella aunque sólo hayan sido previstos (no intentados directamente) o previsibles (no previstos de hecho pero de tal naturaleza que toda persona del oficio debería haberlos previsto); y estos, generalmente, no se limitan a la pérdida de la fama, sino que pueden ir más lejos afectando a una persona en sus relaciones laborales, en su posición económica, etc. A veces, la responsabilidad pueden alcanzar dimensiones terribles; baste recordar el clamoroso caso del ministro de trabajo del Gobierno francés, Robert Boulin, quien se quitó la vida el 29 de noviembre de 1979, al no poder soportar las difamaciones sobre su persona divulgadas despiadadamente por la prensa francesa.

¿Qué decir cuando la noticia divulgada es verdadera pero perjudicial para la reputación de alguna persona? Es cierto que no se trata de una calumnia. De todos modos, se han de distinguir dos casos diversos:

a) Cuando la persona es pública (político, ecónomo, profesor, artista, etc.) y las faltas en cuestión pueden tener incidencia en su función pública, puede ser lícito el descubrimiento de las mismas, si se trata de evitar a otros un daño relativamente importante. Es condición necesaria para esto que falte el animus damnificandi, es decir, que no se haga con intención de perjudicar a la persona comprometida por la información sino que, por el contrario, la intención se ordene a procurar el bien común, y la pérdida de la falsa fama sea tan sólo tolerada. Tal es el caso de la divulgación de faltas públicas o que afecten al orden público en aquellos personajes que pondrían en peligro el bien común (un profesor que profesase ideas corruptoras, un político con una vida escandalosa o con intenciones que afecten a los intereses de la patria, etc.). El hombre público (quien elige libremente tal función con las responsabilidades anejas) no se pertenece tan sólo a sí mismo, sino a la comunidad ante la cual decide asumir responsabilidades y, muchas veces, sobre la cual refulge como modelo. Es esta actuación, líbremente asumida o aceptada, la que impone sobre él graves deberes que no puede eludir. En cambio, cuando se trata simplemente de poner en relieve la vida escandalosa de personajes famosos sin ningún juicio crítico o, peor aún, presentándolos paradigmáticamente (como se suele hacer con actores y actríces, cuando se muestra con bombos y platillos sus vidas y costumbres licenciosas), el daño causado a la sociedad es gravísimo: es ocasión de escándalo (es decir, de que muchos se aparten del buen obrar para seguir el ejemplo de los ‘arquetipos’ fabricados por este tipo de prensa).

b) Cuando la persona es privada o se trata de faltas privadas de una persona pública (que, por tanto, no afectan ni podrían afectar al bien común), si bien no se trataría de una calumnia, sería una detraccióndifamación o maledicencia, y atentaría, de todos modos, contra la justicia porque sigue en pie aquello de que el derecho al buen nombre no se elimina aunque esté fundado sobre una falsa fama, por lo menos mientras esto no redunde en perjuicio para otros. Por tanto, como ya hemos dicho, cuando la fama de la que goza alguien no es verdadera, sólo puede ser quitada por una causa importante, justa y proporcionada. Otra razón se deriva del hecho que la información es, teóricamente, un servicio público y por tanto sólo debe afectar a cuestiones públicas. Cuando se ha privado a una persona de su buena fama sin que se den tales condiciones, sólo cabe reparar los daños causados.

Hasta aquí hemos hablado del respeto por la veracidad. Deben tenerse en cuenta también las razones de prudencia y caridad que deben guiar la divulgación de las noticias verdaderas. Lo cortés no quita lo valiente. Aún poniendo de manifiesto verdades dolorosas y necesarias deben guardarse las normas de caridad que demuestren que divulgando faltas ajenas no se ataca las personas sino el daño que ellas pueden ocasionar al bien común por la función que ocupan en la sociedad; y asimismo, los dictámenes de la prudencia a quien toca prever el momento y el modo adecuado para que el ‘remedio no sea peor que la enfermedad’.

Sería bueno recordar a todos los periodistas aquellas palabras de Juan XXIII: ‘Trabajando por la verdad, trabajaréis también por la fraternidad humana. Porque el error y la mentira es lo que divide a los hombres; la verdad los aproxima. Así, pues, escogiendo prudentemente y presentando objetivamente las noticias, cuidando de evitar lo más posible todo lo que alimenta las pasiones o la polémica agria y malévola, exaltando con preferencia los valores positivos, lo que es vida, generoso esfuerzo, deseo de perfeccionamiento, convergencias de esfuerzos hacia el bien común, es como se favorece la unión, la concordia, la verdadera paz'[2].

 P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] Apareció en Revista Diálogo nº 8.

[2] Juan XXIII, Discurso a la asociación de la Prensa extranjera en Italia, 24 de octubre de 1961. En ‘Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios’, Publicaciones de la Junta Nacional, Madrid 1967, Tomo II, p. 2335.

pena de muerte

¿Es moralmente admisible la pena de muerte?

Pregunta:

Ultimamente se ha hablado mucho sobre la pena de muerte en Estados Unidos y en otros países como China. ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia Católica al respecto? ¿Se sigue afirmando la misma enseñanza de siglos atrás?

Respuesta:

1. Actualidad del problema

Se comprende adecuadamente la inquietud que ha suscitado entre la opinión pública los recientes casos de pena de muerte en Estados Unidos, particularmente por la implicación en ellos de dos argentinos[2]. A esto se suma la impotencia del hombre de la calle ante la escalada de violencia siempre creciente que ve tomar cuerpo a su alrededor. No es de extrañarse que encuestas realizadas en nuestro medio manifiesten que cada vez más personas están a favor de este tipo de castigo[3]. A decir verdad, más que un deseo de la pena capital, esto es síntoma de la desconfianza del público en general respecto de la seguridad social y de la impotencia de una legislación judicial que no está a la altura de los acontecimientos. En nuestro país el problema ha vuelto a ser colocado sobre el tapete a raíz de algunas declaraciones de altos políticos[4].

El problema de la pena de muerte es un tema tan delicado como complicado dado que se maneja entre el plano teórico y el práctico (siempre sujeto a los abusos y a los defectos de los actos humanos).

Se nos ha consultado por la posición de la Iglesia. Indicaré brevemente las enseñanzas de la Sagrada Escritura y del Magisterio y la reflexión filosófica tradicional sobre este punto.

2. La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia

El Antiguo Testamento contiene numerosas disposiciones penales que conminan la pena de muerte contra delitos de particular gravedad, por ejemplo, el asesinato, la blasfemia, la idolatría, el adulterio: Lev 20,9-18; Ex 31,14s; Núm 15,32-36.

El Nuevo Testamento, si bien restringe considerablemente la dureza de las penas del Antiguo, sin embargo, reconoce también que la autoridad lleva la espada para castigar al que obra el mal (cf. Rom 13,4).

La Iglesia nunca ha reclamado para sí el derecho a imponer tal pena (ius gladii) sino que ha recomendado siempre la indulgencia con los malhechores y ha prohibido a los sacerdotes que contribuyan a una sentencia de muerte[5]. Sin embargo, todos los grandes maestros han admitido la licitud teórica de la pena de muerte, como San Agustín y Santo Tomás. La Iglesia ha defendido expresamente el derecho de la autoridad legítima a imponer tal castigo contras las afirmaciones contrarias de los valdenses. Así, por ejemplo, en la Profesión de Fe impuesta a Durando de Huesca y compañeros valdenses, el 18 de diciembre de 1208 dice: ‘De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio sino por juicio, no incautamente sino con consejo'[6].

El Catecismo de la Iglesia Católica dice: ‘…La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte'[7].

El Papa Juan Pablo II ha vuelto sobre ella en la Encíclica Evangelium vitae recordando los siguientes puntos: permanece válido el principio indicado por el Catecismo de la Iglesia Católica; pero, como el primer efecto de la pena de muerte es ‘el de compensar el desorden introducido por la falta’ en la sociedad, ‘preservar el orden público y la seguridad de las personas’, ‘es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo'[8].

3. La reflexión y fundamentación filosófica.

A lo largo de la historia del pensamiento tradicional, han sido propuestos distintos argumentos para sostener la legitimidad de la pena de muerte. Podemos reducirlos a tres principales.

1º El principio de totalidad.

En síntesis este argumento puede expresarse como sigue: ‘Cualquier parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Por tanto, si fuera necesario para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede infectar a los otros, tal amputación será laudable y saludable. Pues bien, cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso para la sociedad y la corrompe por algún pecado, en orden a la conservación del bien común se le quita la vida laudable y saludablemente; pues, como afirma San Pablo en 1 Cor 5,6: un poco de levadura corrompe toda la masa‘[9].

Hay que notar, sin embargo, con el Padre Zalba[10] que el principio de totalidad aquí esgrimido no tiene perfecta aplicación unívoca y directa en nuestro caso. El criminal es un miembro del todo social; pero no le está subordinado en cuanto a su propio ser y a su existencia, como le están subordinados al todo físico sus componentes. El ciudadano se subordina al Estado sólo en cuanto a ciertos servicios para el bien común; por eso la autoridad pública no puede obligarle más que en lo necesario para el bien común. Esto significa que si bien el principio de totalidad justifica la pena de muerte cuando parezca necesario para el bien común y para la seguridad de los ciudadanos inocentes, no lo es por sí solo sino porque es completado por otros principios, los cuales expondremos a continuación. El recurso al solo principio de totalidad podría prestarse a abusos y conlleva el riesgo de presentar una concepción de la sociedad calcada sobre el modelo colectivista del marxismo, en el cual el individuo sólo tiene valor como ‘parte’ del todo.

2º El principio de perfección de la sociedad.

El Padre Zalba invoca otra consideración filosófica (a su criterio más clara): toda sociedad perfecta tiene en sí misma los medios necesarios para promover el bien común entre sus miembros. El Estado tiene el derecho de imponer la colaboración necesaria para el bien y el orden social. En tal sentido si fuese necesaria para la convivencia pacífica y segura de los buenos la eliminación de algunos malhechores notorios, sería legítima la pena de muerte en cuanto sanción ejemplar, defensa o previsión contra nuevos crímenes y correctivo aleccionador para otros eventuales malhechores. Se podría discutir -dice Zalba- si puede llegarse a tal necesidad. Pero en el caso hipotético que así fuera, no puede debatirse la legitimidad del recurso.

3º El principio de la pérdida del derecho a la vida.

Mausbach[11] argumenta, en cambio, apelando a la teoría de la pérdida del derecho a la vida. Según esta teoría, la pena de muerte sólo es la ejecución forzosa de la exclusión de la comunidad de derecho, de la cual el mismo delincuente se ha excluido a sí mismo previamente al cometer un determinado delito. Con su delito el delincuente ha cometido una especie de ‘suicidio social’. Por tanto, no se le quita la vida porque él se la quitó antes a otros (ley del talión) sino que se le quita la vida porque él mismo se ha excluido de la comunidad. El delincuente ha negado la comunidad en aquél que él ha asesinado y, al mismo tiempo, ha perdido el derecho de pertenecer a ella. El Estado se limita, con la ejecución de la pena de muerte, a hacer realidad lo que el delincuente ha hecho consigo mismo. La pena de muerte constituye objetivamente una ‘retribución’, ysubjetivamente (cuando es aceptada voluntariamente por el reo) se convierte en una ‘expiación’.

4. Conclusiones.

En definitiva, no deben confundirse dos planteamientos esencialmente diversos: el de la licitud moral de la pena de muerte y la cuestión práctica de su aplicación. Como hemos visto, tanto la razón natural cuanto la doctrina revelada y magisterial admiten la licitud fundamental de dicha pena. Otra cosa es, en cambio, la opinión prudencial que puede dictaminar en alguna circunstancia histórica que debería renunciarse a su aplicación en un Estado y en un tiempo determinados. Lo que decida en cada tiempo y lugar la aplicación o la supresión de la pena de muerte ha de ser exclusivamente las exigencias del bien común.

Es muy delicado intentar determinar si tales condiciones se dan objetivamente o no. Sin embargo, no debería banalizarse el hecho de que el Santo Padre, en un documento Magisterial cual es una Encíclica, abogue por la indulgencia en este tema.

A mi criterio personal, e intentando comprender este pedido práctico del Santo Padre, pienso que los motivos por los cuales la Iglesia considera actualmente la pena de muerte como un recurso sólo conveniente en casos absolutamente extremos son:

1º La arbitrariedad y poca confiabilidad en muchos gobiernos y gobernantes. Para aplicar un castigo extremo y tan delicado como la pena de muerte, la primera condición sine qua non es contar con gobernantes y jueces de indiscutible integridad moral. ¿Los tenemos? ¿No podrá prestarse un castigo tal para encauzar vendettas, revanchismos, para eliminar opositores políticos, realizar ‘limpiezas’ étnicas, o para ofrecer ‘chivos expiatorios’ a un público desilusionado de la impunidad jurídica de que gozan tantos criminales?[12].

2º El problema, más grave todavía, proviene de una ética espúrea que domina gran parte de la intelectualidad actual y, consiguientemente, de una filosofía del derecho consecuente con ésta. Me refiero a la ética teleologista, consecuencialista y proporcionalista, para la cual el fin justifica los medios, y los actos han de ser juzgados por sus consecuencias, mientras que considerados en sí mismos son indiferentes. Esto mismo es sostenido por algunos juristas. Recuerdo que años atrás, un alto representante de la justicia norteamericana, cuestionado sobre las posibles deficiencias en las condenas a muerte realizadas por la justicia de su país, reconocía que cierto número de condenados al patíbulo eran, en realidad, inocentes de sus delitos, pero -concluía- de todos modos se debía mantener la práxis porque se recababan más bienes del mantenimiento de la pena de muerte que se su abolición.

3º Debido a la cultura de muerte reinante como disuasivo, la amenaza de la pena de muerte es prácticamente ineficaz. El estrato social al que pertenecen los posibles candidatos a la pena de muerte (asesinos, violadores, terroristas, etc.), está animado por la mentalidad de la cultura de muerte. A estos, por tanto, como a otros ‘grupos de riesgo’ (drogadictos, rockeros, grupos satanistas) les importa poco y nada la posibilidad de quedar en el intento. A muchos incluso les atrae el vértigo que aporta arriesgar la vida en la jugada. Y ciertamente, ninguno, o casi, de los que perpetran crímenes dignos de la pena de muerte considera factible que los atrapen y condenen a la pena capital.

4º Finalmente, el problema creciente de ciertos fundamentalismos religiosos y políticos que usan la pena de muerte como arma político-religiosa para afianzar sus ideologías. Algunas cifras son elocuentes: en 1995 se ejecutaron 2931 presos en 41 países, de los cuales 2190 ejecuciones se realizaron en China, 192 en Arabia Saudita y más de 100 en Nigeria; es decir, el 85% del total[13].

Tal vez estos y otros argumentos sean los que el Santo Padre sopesa a la hora de sugerir las actitudes prácticas de los gobiernos y gobernantes.

P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] Apareció en Revista Diálogo nº 16.

[2] El 2 de mayo de 1996 se suspendió la ejecución, en el Estado de Virginia (USA), del argentino Ángel Breard Giubi, condenado a la silla eléctrica por homicidio e intento de violación; y en julio del mismo año fue condenado a pena de muerte con inyección letal Victor Saldaño, por homicidio capital agravado de secuestro. También el periódico LA NACION dedicó a la pena de muerte un artículo (firmado por Adrián Ventura) el 26 de julio de 1996, p. 7.

[3] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94 ss.

[4] El intendente de Escobar, Luis Patti, pidió la pena de muerte para seis policías de la Brigada antinarcóticos de Quilmes; y el mismo presidente Carlos Menem ‘ha bogado por ella con vehemencia’ impulsando varios proyectos (cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94).

[5] Cf. J. Mausbach, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, t. III, pp. 235-245;L.CICCONENon Uccidere, Ed. Ares, Milano 1988, 67-104.

[6] Dz 425.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2266.

[8] Enc. Evangelium vitae, nº 56.

[9] Lo usa Santo Tomás en II-II, 64, 2.

[10] Cf. MARCELINO ZALBA¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte?, en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.

[11] Cf. Mausbach, op.cit., pp. 240 ss.

[12] Una de las cosas que se alegó en el caso de Saldaño fue que en su pronta condena a la pena máxima influía su origen hispano. Puede ser cierto o no, pero algo es indudable: en Estados Unidos de los 313 ejecutados desde que se reimplantó el sistema, el 45% pertenecía a minorías étnicas.

[13] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 97.