alma

¿Son aniquiladas las almas de los impíos?

Pregunta:

Pregunto ¿por qué los católicos no hacen mención de ningún versículo bíblico cuando se habla de inmortalidad del alma? Conozco bien el pensamiento de Sócrates, Platón, etc., pero quiero saber qué dice un teólogo a los pies de la Escritura.

La duda que tengo es en qué lugar de la Biblia sale que el alma es inmortal; a mí unos amigos me dicen que eso es un invento de los católicos para hablar del infierno, pero que en la Biblia no está. Que todos vamos a morir, y los malos van a ser destruidos totalmente. ¿Es así?

Respuesta:

La posibilidad de la aniquilación del alma (es decir, su destrucción total), no es una enseñanza ni cristiana, ni aceptable en cualquier filosofía realista que acepte el verdadero concepto de “espíritu”. De ahí que la enseñanza de lo que algunos han dado en llamar “aniquilacionismo”, sea una enseñanza no-cristiana. En el mundo de las sectas, probablemente fue introducida por los Adventistas del Séptimo Día, de ellos los tomó Rusell, fundador de los Testigos de Jehová, quien perteneció inicialmente al adventismo, y en la actualidad es profesada también por miembros particulares de otras sectas y denominaciones cristianas (y en general por los que no aceptan la idea de un “castigo eterno”, es decir, del Infierno, pues las dos doctrinas están muy relacionadas).

Los adventistas sostienen, de hecho, que el alma no es de por sí inmortal, y en el sepulcro queda en un estado de inconsciencia. En la resurrección se premiará a los justos con la inmortalidad, mientras que a los malos les será negada, siendo sus almas, en consecuencia, aniquiladas[1]. La existencia del infierno es, para los adventistas, una creencia popular inventada por la Iglesia Católica a la que se relaciona la de la inmortalidad del alma. Hellen Gould White, la auténtica fundadora (o re-fundadora) del Adventismo del Séptimo Día, escribe al respecto: “Cuán repugnante a toda emoción de amor y misericordia, y aun a nuestro sentido de justicia, es la doctrina de que los muertos inicuos son atormentados con fuego y azufre en un infierno eternamente incendiado; que por los pecados de una breve vida terrenal vayan a ser torturados mientras Dios viva”[2]. Considera, así una herejía de males incalculables la enseñanza de un tormento eterno: “Está más allá del poder de la mente humana el calcular el mal que ha traído la herejía del tormento eterno”[3]. Y también: “La teoría del tormento eterno es una de las falsas doctrinas que constituyen el vino de la abominación de Babilonia, del cual ella hace que todas las naciones beban… Lo recibieron de Roma… Si nos alejamos del testimonio de la Palabra de Dios, y aceptamos falsas doctrinas porque nuestros padres las enseñaron, caemos bajo la condenación pronunciada sobre Babilonia; estamos bebiendo el vino de su abominación”[4].

Los Testigos de Jehová sostienen algo similar al decir, bajo el título “Enseñanzas inspiradas por el Diablo”: “El infierno no podría ser un lugar de tormento porque una idea así nunca vino a la mente ni al corazón de Dios. Además, porque atormentar a una persona eternamente porque hizo mal en la tierra por unos pocos años es contrario a la justicia”[5]. E igualmente respecto del alma: “Fue el diablo quien dijo a Eva: ‘Positivamente no morirán’ (Génesis 3,4; Revelación 12,9). Pero ella murió; ninguna parte de ella siguió viviendo. El que el alma siga viviendo después de la muerte es una mentira cuyo originador fue el Diablo”[6].

Lo mismo se lee en el libro “De Paraíso perdido a Paraíso recobrado”: “Las personas que recibirán la ‘resurrección de vida’ serán las que ‘hicieron cosas buenas’”[7]. ¿Y los malos? “A dichas personas inicuas no se les hará volver para ser juzgadas, porque ya han sido juzgadas dignas de ser destruidas”[8]. “Puesto que el ‘infierno’ de la Biblia es el sepulcro común, dejará de existir el infierno cuando salga el último del sepulcro común. Por eso el ‘infierno’ así como también la muerte procedente de Adán serán arrojados en la muerte segunda, de la cual no hay cosa alguna que pueda volver”[9].

Se podría seguir abundando en textos y testimonios de sus muchos libros de divulgación, pero son de tenor semejante. Puede verse la síntesis que proponen ellos mismos en su sitio web oficial, al enumerar sus creencias y el fundamento bíblico que presumen tener[10]:

  • “Los malvados serán aniquilados para siempre” (fundamentos bíblicos: Mateo 25,41-46; y 2 Tes 1, 6-9).

  • “El alma humana deja de existir en el momento de la muerte” (fundamentos: Eze. 18,4; Ecl. 9,10; Sal. 6,5; 146,4; Juan 11,11-14)

  • “El infierno es la sepultura común de la humanidad” (fundamentos: Job 14,13, Scío; Rev. [Apoc.] 20,13, 14, RV, 1909).

Enseñanzas semejantes, pueden verse en autores aniquilacionistas como Clark Pinnock, quien afirma: “Nuestro Señor habló claramente del juicio de Dios como la aniquilación de los inicuos, cuando advirtió de la capacidad de Dios para destruir al cuerpo y el alma en el infierno (Mt. 10,28)”[11]. Esta doctrina, ha ido extendiéndose cada vez más en los últimos años dentro del campo evangélico (por ejemplo, la defienden F. F. Bruce, Philip Edgecumbre Huges, el anglicano John R. W. Stott). Un escritor evangélico contrario a ella, reconocía preocupado que “nunca la había visto tan diseminada como en estos últimos tiempos, en New York y en Boston”.

Entre los teólogos protestantes más serios, se ha ido también introduciendo la negación de la inmortalidad del alma (aunque aceptando una pervivencia posterior a la resurrección, al menos para los justos). Se conoce como punto de partida de esta doctrina, entre los teólogos reformados, las tesis de C. Stange –expresada en la década del ’20 en siglo XX– de la muerte total (todo el ser del hombre perece en la muerte); la resurrección es, pues, como nueva creación (re-creación) total del hombre[12]. De ahí que un teólogo protestante de gran resonancia como Oscar Cullman, publicara en 1956 una obra titulada: ¿Inmortalidad del alma o resurrección de los muertos? La teoría de Cullman es que sólo la resurrección de los muertos es una enseñanza del Nuevo Testamento; la inmortalidad, en cambio, sería una doctrina filosófica griega e incompatible con la enseñanza neotestamentaria.

Volviendo especialmente a las afirmaciones de los Adventistas y Testigos de Jehová, como hemos notado, hay dos negaciones unidas estrechamente (en lo que a nosotros nos interesa en este libro), que son la negación de la inmortalidad y la negación de la pena eterna del infierno. Las dos son tachadas como contrarias a la revelación bíblica. No voy a entrar en la discusión de fondo de estos dos problemas, pues lo he abordado en otros lugares[13], sino que pretendo solamente hacer notar su base bíblica (que es lo que niegan las sectas antedichas).

Sobre la inmortalidad del alma en la Sagrada Escritura, podemos plantearnos el problema de la siguiente manera (la única científica): ¿existe en la Escritura la idea de una pervivencia, después de la muerte, de un elemento antropológico distinto del cadáver? La pregunta encierra la respuesta indirecta, pero implicada, a la concepción bíblica del hombre; pues si la concepción es monista (una sola y única realidad), es lógico que todo perece al morir el hombre; si se trata en cambio de una antropología dualista (uso aquí la expresión sólo en el sentido de aceptación de dos elementos distintos, no en el sentido que tendrá entre los gnósticos), se puede pasar a preguntarse si uno de los dos elementos pervive tras la muerte y tras la resurrección de los muertos (recuérdese que algunas sectas dicen que queda el alma dormida o en un estado de sueño y son resucitadas sólo las almas de los buenos, mientras que son definitivamente destruidas las de los malos al fin de los tiempos).

Desde el punto de vista exegético, el argumento más fuerte a favor de una visión bíblica unitaria del hombre, es la utilización de los términos basar y nefes, los cuales –ciertamente– no hacen referencia a dos principios diferentes en el hombre (equivalentes a nuestras categorías alma-cuerpo), sino al hombre entero en cuanto que es débil (basar) y al hombre entero en cuanto viviente (nefes)[14]. No se duda de esto; pero sería falso pensar que la Sagrada Escritura sólo utiliza este lenguaje al hablar de los hombres. Por el contrario, hay que hacer dos observaciones importantes: la primera es que, si bien en los textos más antiguos, nefes significa la persona entera en cuanto viviente (no su alma –psiché en griego[15]– como la entendemos hoy), sin embargo poco a poco, en la misma Escritura, su uso va pasando a significar el alma espiritual como distinta del cuerpo; esto puede verse ya en los llamados Salmos místicos y, de modo plenamente desarrollado, en el libro de la Sabiduría. Así, por ejemplo, el Salmo 49,16 dice así: Pero Dios rescatará mi alma del sheol, puesto que me recogerá (el término que se utiliza aquí es el de nefes, pero ahora nefes cobra un sentido de mayor sustantividad e individualidad; se habla de mi alma, acentuando la relación de intimidad con Dios, de ahí que un autor de peso en cuestiones bíblicas como Coppens, sostenga que el autor bíblico afirma claramente la subsistencia del alma separada más allá de la muerte). En el Salmo 16,10 se dice: Pues no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás que tu siervo contemple la corrupción, subrayando a continuación la felicidad del alma con Dios; el justo es liberado ya del sheol y llevado junto a Dios, de modo que el sheol queda reservado ya para los impíos (cuando, en un primer momento, en el sheol habitaban unos y otros aunque a diferente nivel); por tanto, en el sheol hay una pervivencia no sometida a la corrupción; de nuevo la esperanza en la resurrección del sepulcro implica que en el sheol hay un alma (identificable ahora con la psiché) con una mayor sustancialidad e individualidad. El libro de la Sabiduría se hace testigo de la inmortalidad del alma, con toda claridad (el que no lo acepten los protestantes es otro problema que se tratará al hablar del canon). Escrito para consolar a los judíos piadosos, y sobre todo, para los perseguidos a causa de la fe, se les recuerda que el justo, enseguida después de la muerte, no queda destruido, pues entra en posesión de la inmortalidad. El sujeto de esta inmortalidad es la psiché-alma: Pues las almas de los justos están en manos de Dios y no les tocará tormento alguno (Sab 3,1; se puede ver también 2,22; y todo el resto del libro). Las de los impíos, en cambio, sí conocerán el tormento (“tendrán la pena que sus pensamientos merecen”: 3,10; véase también el capítulo 5). Cuando se habla de su “suerte aventada”, de su “esperanza defraudada”, de “desvanecerse como humo”, etc., siempre se refiere a la suerte de los impíos “en este mundo”; nunca se habla de una aniquilación post-mortem.

Lo segundo que debemos decir, es que existe también otra terminología en la misma Biblia, que se usa cuando se habla del hombre muerto y que es muy antigua, y que implica la afirmación de un núcleo personal que pervive tras la muerte, distinto del cadáver. En efecto, se habla repetidamente en la Escritura de los refaim (se refiere a un núcelo vital que permanece, aunque con una existencia disminuida) que van al sheol, mientras que los cadáveres (nebeletan) sólo descienden al sepulcro. De ahí que se hable de la resurrección como una vuelta de los refaim a la vida, e incluso como asunción del cadáver del sepulcro. Hay textos que hacen referencia a la vuelta a la vida de los refaim como Dan 12,1; y otros que en esa vuelta incluyen el cadáver, como Is 26,19: Todos los muertos vivirán, los cadáveres (nebeletan) se levantarán; despertarán y exultarán los habitantes del polvo, porque tu rocío es rocío de luces y la tierra echará fuera las sombras (refaim)[16].

El texto del Nuevo Testamento más importante al respecto es Mateo 10,28, donde Cristo dice: No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma (psiché); temed más bien a los que pueden echar cuerpo y alma a la gehenna. G. Dautzenberg ha demostrado que aquí el término de psiché hay que tomarlo como alma y no como vida[17]. El cuerpo puede ser matado, pero el alma, no; lo cual corresponde a la dualidad cuerpo-alma. Decir por ello que aquí alma significa la persona entera (o la vida) es inaceptable, toda vez que va unida al cuerpo como partes que se distinguen y contraponen. Para eludir este claro testimonio, los aniquilacionistas suelen traducir el texto como “destruir el alma y el cuerpo en el infierno”, a la vez que entienden “destruir” como “dejar de existir, desaparecer”. Pero el verbo griego usado en el texto de Mateo 10,28 es “apolésai” (de “apóllumi” y “apolluô”) que tiene sentido de “quitar del medio, perder, destinar a ruina”. Se trata de arruinar no la existencia, sino la situación de bienestar (así se usa también para indicar la oveja perdida para el pastor –Lc 15,4–, el hijo pródigo perdido para el padre –Lc 15,24–, etc.). El sentido de aniquilación total (pérdida del ser, volver a la nada), no está indicado ni por los términos empleados, ni por el contexto. Es, pues, una afirmación gratuita.

En cuanto a la cuestión del infierno eterno, negado por los Adventistas y Testigos de Jehová, hay que decir que está explícitamente afirmado como eterno (además de los textos que se encontrarán en la bibliografía indicada al final del artículo) por Nuestro Señor, en particular en el texto de Mt 25,41.46: Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles… E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna. El texto de la Neo Vulgata traduce los tres términos por la misma palabra: aeternum (ignem), aeternum (supplicium), aeternam (vitam). Y el texto griego de Mateo “tó pûr tó aiônion”, “eis kólasin aiônion”, “eis zoên aiônion”. También se puede ver el texto de 2Tes 1,9: Éstos sufrirán la pena de una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel Día a ser glorificado en sus santos. Nuevamente tenemos una expresión equivalente: “ólethron aiônion” (“ólethros” significa destrucción, perdición; y aparece en varios lugares como 1Tes 5,3; 1Tim 6,9; 1Co 5,5). El término griego “aiônios” aparece en otros lugares del Nuevo Testamento como 2Tes 2,16 (hablando de la consolación eterna) o Hb 9,12 (sobre la redención eterna), significa –como puede verse en el Lexicon Graecum de Zorell–: lo que es desde la eternidad (como se usa en 2Tes 1,9; Tito 1,2), o lo que dura para siempre (como 2Pe 1,11; Mt 19,16; 25,46); y en sentido más estricto es lo que no tiene ni inicio ni fin (como se usa en Ro 16,26, Hb 9,14; 1Pe 5,10). Sólo puede entenderse la expresión en uno de estos tres sentidos; el último es exclusivo atributo de Dios; el primero implicaría la existencia del infierno desde toda la eternidad, lo cual no hace sentido aquí; queda pues que se debe referir a la perduración del mismo por toda la eternidad, es decir, sin fin.

Ésta puede no gustar, como todas las verdades amargas, pero no deja de ser verdad porque choque nuestra sensibilidad.

P. Miguel A. Fuentes, IVE.

 

Bibliografía:

Miguel A. Fuentes, El Teólogo Responde, vol. 1, Ediciones Verbo Encarnado, San Rafael 2001, pp. 183-188.

Carlos Buela, Un infierno “light”, en “Diálogo” 15 (1996), 119-156.

Miguel A. Fuentes, Las Verdades Robadas, capítulo III, San Rafael 2005.

C. Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980; Id., Problemática de la teología católica en: AA.VV., Resurrexit. Actes du sympósium international sur la resurrection de Jésus -Roma 1970-, Vaticano 1974.

[1] Pueden verse estas doctrinas explicadas en el libro de Mariano Aboín Pintó, El Adventismo del Séptimo Día, Fe Católica Ediciones, Madrid 1974.

[2] Hellen G. White, The Great Controversy Between Christ and Satan, Pacific Press Publishing Association, 1950, p. 535.

[3] Hellen G. White, The Great Controversy…, p. 536.

[4] Hellen G. White, The Great Controversy…, pp. 536 y 537.

[5] Usted puede vivir para siempre en el paraíso en la Tierra, Watch Tower Bible and Tract Society of Pennsylvania, 1989, p. 89

[6] Ibid.

[7] De Paraíso perdido a Paraíso recobrado, Watch Tower Bible and Tract Society of New York, 1959, cap. 28, 6, p. 228.

[8] Ibid., 28, 11, p. 229.

[9] Ibid., 28, 29, p. 234.

[10] www.watchtower.org/languages/espanol/library/jt/article_03.htm.

[11] Stange, C., Die Unsterblichkeit der Seele, Gutersloh 1925

[12] Clark Pinnock, Four Views on Hell, Zondervan Publishing House, Grand Rapids, MI 1992, p. 146.

[13] Puede verse, si se quiere, para el tema de la existencia del infierno: El infierno, ¿cuál es el concepto católico?, en: Miguel A. Fuentes, El Teólogo Responde, vol. 1, Ediciones Verbo Encarnado, San Rafael 2001, pp. 183-188. También se puede sacar mucho provecho del artículo de Carlos Buela, Un infierno “light”, Rev. “Diálogo” 15 (1996), 119-156. Respecto del alma y su inmortalidad, he tocado el tema en: La verdad robada sobre el alma. Tenemos un alma espiritual e inmortal, en: Miguel A. Fuentes, Las Verdades Robadas, capítulo III, San Rafael 2005.

[14] Sigo en todo esto a C. Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, 214 ss.

[15] En consonancia con las reglas de trascripción que hemos dado al comienzo del libro, deberíamos decir “psujé” y no “psiché”, pero en este caso me acomodo al uso más extendido de este término.

[16] Cf. C. Pozo, Problemática de la teología católica en: AA.VV., Resurrexit. Actes du sympósium international sur la resurrection de Jésus -Roma 1970-, Vaticano 1974.

[17] Cf. G. Dautzenberg, Sein Leben bewahren. Psiché in den Herrenworten der Evangelien, München 1966, p. 153.

Eutanasia

¿No hay lugar para la eutanasia ni siquiera en los casos límites?

Pregunta:

Soy una persona que está de acuerdo en que la eutanasia es un pecado grave. Pero también reconozco que no tengo buenos argumentos para sostenerlo en una discusión, especialmente cuando me plantean algunos casos límite presentados con una gran carga afectiva. ¿Puede Usted fundamentarme la doctrina de la Iglesia?

Respuesta:

Estimado amigo:

         «Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor»[1].

         «De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado ‘ensañamiento terapéutico’, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia ‘renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares’. Ciertamente existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante al muerte»[2].

  1. Algunas denominaciones de la eutanasia

         Respecto de la eutanasia se ha elaborado una terminología bastante amplia que, a veces, se utiliza para hablar del tema en forma confusa y presentar una cosa por otra. Conviene entender las principales acepciones.

         1) Eutanasia eugénica: es la eutanasia practicada por razones de higiene racial o por razones sociales, económicas, etc. Pretende liberar a la sociedad de enfermos crónicos, discapacitados, minusválidos que consumen lo que no producen, y que son una carga. Sus propulsores se basan en teorías eugénicas de Galton, Garófalo, Lombroso, Sanger, Nietzsche, Rosember, etc. Tuvo su paradigma en el nazismo: el régimen obligó a esterilizar, abortar y a eutanasiar a todos los considerados no productivos, sin valor o disidentes. Juzga en base a factores demográficos, económicos, políticos, utilitarios, hedonísticos.

         2) Eutanasia piadosa (mercy killing): se practica con el fin de aliviar los dolores y sufrimientos del enfermo. Parten sus apologistas de que en la vida no tiene sentido el dolor, y de que no hay trascendencia. La sostuvieron Thompson, Pauling, Modod, Barnard, Platón, Voltaire, Sartre, etc.

         3) Eutanasia positiva: es el homicidio, cometido por fines eugénicos o piadosos, en el que el agente de manera directa o positiva o activa actúa sobre la persona enferma provocándole la muerte (ahogándola, haciéndole inhalar gases venenosos, inyecciones tóxicas, etc.). Pertenecen a esta modalidad el suicidio y el suicidio asistido, y la eutanasia prenatal o aborto eugénico.

         4) Eutanasia negativa: es la muerte del paciente por medios indirectos, pasivos o negativos. El agente deja de hacer algo que permite proseguir la vida, omite practicar o seguir practicando un tratamiento activo. Tiene dos modalidades importantes:

  1. a) La ortotanasia: es la interrupción u omisión de medios médicos proporcionados, ordinarios y normales.
  2. b) La distanasia: es la interrupción u omisión de medios médicos desproporcionados y extraordinarios, de gran envergadura. Técnicamente no es eutanasia.

         5) Eutanasia directa: es la eutanasia en la que la intención del agente es la de provocar la muerte, ya sea por homicidio o por suicidio asistido. No importa los fines o los medios.

         6) Eutanasia indirecta o lenitiva: técnicamente no es eutanasia. Consiste en realizar determinados actos (administración de sedantes, ciertas drogas) con un fin bueno (el disminuir el dolor del paciente), el cual tiene por efecto secundario el abreviar la vida del paciente.

         7) Eutanasia voluntaria: solicitada por el paciente, ya sea por medios positivos o negativos.

         8) Eutanasia involuntaria: es la que se aplica a los pacientes sin su consentimiento.

  1. Valoración moral

         La eutanasia (salvas las excepciones de la distanasia y la eutanasia lenitiva, que no son propiamente eutanasias) está comprendida en la calificación moral del homicidio y del suicidio directos. Concretamente, según las diversas modalidades, puede ser: sólo suicidio, sólo homicidio, o suicidio y homicidio al mismo tiempo (suicidio asistido u homicidio consentido).

         1) Cuando es sólo suicidio pueden darse casos de moralidad subjetivamente atenuada por la desesperación y por perturbaciones psicológicas producidas por ciertas enfermedades terminales. Evidentemente, esto ocurre siempre que se den alguno de los impedimentos del acto humano (ignorancia de la malicia del acto, enfermedad psicológica, etc.).

         2) Cuando se trata de suicidio asistido, aun mediando «razones de piedad», se añade a veces el agravante de los lazos de parentela de quien asiste positivamente o consiente al suicidio del moribundo, o las obligaciones de justicia y deontología de quienes lo practican (médicos, enfermeros, etc.): «La eutanasia… debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante ‘perversión’ de la misma. En efecto, la verdadera ‘compasión’ hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes –como los familiares– deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos –como los médicos–, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas»[3].

         3) Cuando se trata sólo de homicidio, la eutanasia presenta características particularmente agravantes y repugnantes: el cinismo de desembarazarse de los seres juzgados «sin valor», la negativa de prestar servicio al que sufre, el pecado contra la justicia propio de todo homicidio, la calidad de indefenso del enfermo. Dice la Evangelium vitae: «La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: Yo doy la muerte y doy la vida (Dt 32, 39; Cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas»[4].

         Por todo esto, hay que decir que la eutanasia es un pecado:

         1º Contra la sacralidad de la vida y contra el señorío divino. Con la eutanasia, el hombre se proclama señor de la vida y de la muerte de sus semejantes: «Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo (Jn 8, 34)»[5].

         2º Contra el sentido del dolor y de la muerte.

         3º Contra la tarea esencial de la medicina: «para un médico, el único éxito profesional es curar».

         4º Contra la absoluta indisponibilidad de la vida humana.

         Dice Juan Pablo II en la Evangelium vitae: «Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio»[6].

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Bibliografía para profundizar:

            Ravaioli, Luis Aldo, Valoración ética de la eutanasia, Serviam, Buenos Aires 1994.

            Monge, Fernando, ¿Eutanasia?, MC, Madrid 1989.

            Basso, Domingo, Nacer y morir con dignidad, Consorcio de Médicos Católicos, Buenos Aires 1989, 405-464.

            Conferencia Episcopal Española, La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas, MC, Madrid 1993.

[1] Evangelium vitae, n. 65.

[2] Ibid.

[3] Evangelium vitae, n. 66.

[4] Ibid.

[5] Evangelium vitae, n. 20.

[6] Evangelium vitae, n. 65.

estado vegetativo

¿Está muerta una persona que se encuentra en estado vegetativo?

Pregunta:

Una persona que esta en estado vegetativo, con muerte cerebral que tan solo su corazón esta latiendo porque esta conectado a los aparatos, ¿posee todavía su alma?

Respuesta:

Estimado:

El termino ‘estado vegetativo’ es usado hoy de modo ambiguo y confuso. Si la persona está en verdadero estado vegetativo, es decir, está en un estado de inconsciencia irreversible pero son sus potencias vegetativas las que aún actúan moviendo algunos órganos, como el corazón y los pulmones, (ayudados, en todo caso, por aparatos externos, pero no reemplazados por ellos), entonces, la persona está viva y por tanto,  su alma está unida a su cuerpo.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

calmantes

¿Es lícito dar calmantes a un enfermo dejándolo inconsciente?

Pregunta:

Estimado Padre: Nuestra anciana madre está enferma desde hace años, y ha entrado ya en una etapa que los médicos consideran terminal. Sus dolores son realmente enormes y los calmantes que le suministran hace sólo un mínimo efecto; ella no está consciente la mayor parte del tiempo desde hace meses. A nosotros nos causa mucha pena verla sufrir tanto, y los médicos que la atienden nos han sugerido que habría que aumentar la dosis de las drogas que recibe para calmarla y mantener esta medicación hasta que Dios la llame, pero esto la llevaría a perder definitivamente la conciencia y nosotros, sus hijos, estamos perplejos. ¿Es lícito hacer esto? Algunos de mis hermanos dicen que no ven problema; pero yo no estoy seguro. ¿Me podría orientar para tomar una decisión correcta?

Respuesta:

Estimada:

El problema del uso de analgésicos que adormecen la conciencia y la licitud de su uso ya le fue planteada al Papa Pío XII a fines de los años ’50. El dilema se plantea porque, como usted dice, por un lado se produce la mitigación del dolor, pero esto sucede en muchos casos a costa de la duración de la vida, que con ello se abrevia[1].

  1. El dolor y los méritos para la vida eterna

El Papa sentó en aquella oportunidad una respuesta sumamente equilibrada de gran actualidad. Es cierto que los sufrimientos y dolores son un gran motivo de mérito y que los dolores de la enfermedad terminal son los últimos que se pueden ofrecer en esta vida para alcanzar la vida eterna. Pero también es cierto que “el crecimiento en el amor de Dios y en el abandono en su voluntad no procede de los sufrimientos mismos que se aceptan, sino de la intención voluntaria, sostenida por la gracia; esta intención, en muchos moribundos, puede afianzarse y hacerse más viva si se atenúan sus sufrimientos, porque éstos agravan el estado de debilidad y agotamiento físico, estorban el impulso del alma y minan las fuerzas morales, en vez de sostenerlas”.

Por este motivo a veces “la supresión del dolor procura una distensión orgánica y psíquica, facilita la oración y hace posible una entrega de sí más generosa”.

De aquí que “si algunos moribundos consienten en sufrir como medio de expiación, fuente de méritos para progresar en el amor de Dios y el abandono a su voluntad, que no se les imponga la anestesia; ayúdeseles más bien a seguir su propio camino”. Pero “en el caso contrario, no sería oportuno sugerir a los moribundos las consideraciones ascéticas antes enunciadas, y convendrá recordar que en lugar de contribuir a la expiación y al mérito, puede el dolor dar también ocasión a nuevas faltas”.

  1. La supresión del conocimiento cuando no hay motivos clínicos graves

¿Es lícito suprimir la conciencia de un moribundo no para evitarle el dolor sino para que no sufra psicológicamente conociendo la gravedad de su estado? Sobre esto hay que decir, con el mismo Pontífice: “Puesto que el Señor quiso sufrir la muerte con plena conciencia, el cristiano desea imitarle también en esto. La Iglesia, por otra parte, da a los sacerdotes y a los fieles   una serie de oraciones para ayudar a los moribundos a salir de este mundo y entrar en la eternidad. Si esas oraciones conservan su valor y su sentido, aun cuando se digan a un enfermo inconsciente, en cambio normalmente suministran luz, consolación y fuerza a quien puede tomar parte en ellas. De esta manera la Iglesia da a entender que, sin razones graves, no hay que privar de conocimiento al moribundo. Cuando la naturaleza lo hace, los hombres lo deben aceptar; pero no lo han de hacer de propia iniciativa, a no ser que haya para ello serios motivos”.

Añadía Pío XII que tal suele ser el deseo de los mismos interesados: “cuando tienen fe, anhelan la presencia de los suyos, de un amigo, de un sacerdote, para que les ayude a bien morir. Quieren conservar la posibilidad de adoptar sus últimas disposiciones, de decir una oración postrera, una última palabra a los asistentes. Impedírselo repugna al sentimiento cristiano y aun simplemente humano. La anestesia empleada al acercarse la muerte con el único fin de evitar al enfermo un final consciente, sería no ya una conquista notable de la terapéutica moderna, sino una práctica verdaderamente deplorable”.

  1. La supresión de la conciencia cuando hay motivos graves

¿Qué ocurre cuando hay, en cambio, una indicación clínica seria (por ejemplo, dolores violentos, estados morbosos de depresión y de angustia)?

En estos casos “el moribundo no puede permitir, y menos aún pedir al médico, que le procuren la inconsciencia si de ese modo se incapacita para cumplir deberes morales graves, por ejemplo, arreglar asuntos importantes, hacer su testamento, confesarse”.

Pero añadía el Papa: “Para juzgar sobre esta licitud habrá que preguntarse también si la narcosis será relativamente breve (por una noche o por algunas horas) o prolongada (con o sin interrupciones) y considerar si el uso de las facultades superiores volverá en ciertos momentos, durante algunos minutos siquiera o durante algunas horas, de modo que dé al moribundo la posibilidad de hacer lo que su deber le impone (por ejemplo, reconciliarse con Dios). Por lo demás, un médico concienzudo, aun cuando no sea cristiano, jamás cederá a las presiones de quien quisiere, contra la voluntad del moribundo, hacerle perder su lucidez para impedirle que tome ciertas decisiones”.

“Cuando, a pesar de las obligaciones que le incumben, el moribundo pide la narcosis, para la cual hay motivos serios, un médico consciente de su deber no se prestará a ello, sobre todo si es cristiano, sin invitarle antes, bien por sí mismo, o mejor aun, por intermedio de otro, a cumplir previamente sus obligaciones. Si el enfermo se niega obstinadamente a ello y persiste en pedir el narcótico, el médico se lo puede dar sin hacerse culpable de cooperación formal a la falta cometida. Esta, en efecto, no depende de la narcosis, sino de la voluntad inmoral del paciente; se le dé o no la analgesia, su comportamiento será idéntico; no cumplirá su deber. Queda, sí, la posibilidad de arrepentimiento, pero no hay ninguna probabilidad seria de ello y ¿quién sabe si no se endurecerá aun más en el mal? Pero si el moribundo ha cumplido todos sus deberes y recibido los últimos sacramentos, si las indicaciones médicas claras sugieren la anestesia, si en la fijación de las dosis no se pasa de la cantidad permitida, si se mide cuidadosamente su intensidad y duración y el enfermo está conforme, entonces no hay nada que objetar: la anestesia es moralmente lícita”.

  1. Cuando la anestesia acorta la duración de la vida

¿Habría que renunciar al narcótico si su acción acortase la duración de la vida?

Es claro que “toda forma de eutanasia directa, o sea, de administración de narcótico con el fin de provocar o acelerar la muerte, es ilícita, porque entonces se pretende disponer directamente de la vida. Uno de los principios fundamentales de la moral natural y cristiana es que el hombre no es dueño y propietario de su cuerpo y de su existencia, sino únicamente usufructuario. Se arroga un derecho de disposición directa cuantas veces uno pretende abreviar la vida como fin o como medio”.

Distinto es el caso en que “se trata únicamente de evitar al paciente dolores insoportables; por ejemplo, en casos de cáncer inoperable o de enfermedad incurable”. En estos casos “si entre la narcosis y el acortamiento de la vida no existe nexo alguno causal directo, puesto por la voluntad de los interesados o por la naturaleza de las cosas (como sería el caso, si la supresión del dolor no se pudiese obtener sino mediante el acortamiento de la vida), y si, por el contrario, la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos distintos, por una parte el alivio de los dolores y por otra la abreviación de la vida, entonces es lícita; habría aún que ver si entre esos dos efectos existe una proporción razonable y si las ventajas del uno compensan los inconvenientes del otro. Importa también, ante todo, preguntarse si el estado actual de la ciencia no permite obtener el mismo resultado empleando otros medios, y luego no traspasar en el uso del narcótico los límites de lo prácticamente necesario”.

  1. Conclusión

Por tanto, en resumen, a su pregunta debo responder que: si no hay otros medios y si, dadas las circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales, es lícito darle los calmantes que requiera la gravedad del enfermo, aunque esto conlleve, indirectamente la pérdida de su conciencia.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

[1] Pío XII, Respuestas a tres preguntas religiosas y morales concernientes a la analgesia, formuladas durante el IX Congreso Nacional de la Sociedad Italiana de anestesiología (24/2/1957). Esta es la pregunta y respuesta 3ª. Decía el Papa, precisando la perspectiva de la cuestión: “Que los moribundos tengan más que otros la obligación moral natural o cristiana de aceptar el dolor o de rechazar su mitigación, esto no depende ni de la naturaleza de las cosas ni de las fuentes de la revelación. Mas como, según el espíritu del Evangelio, el sufrimiento contribuye a la expiación de los pecados personales y a la adquisición de más abundantes méritos, aquellos cuya vida está en peligro tienen por cierto un motivo especial para aceptarlo, porque, con la muerte ya cercana, esta posibilidad de obtener nuevos méritos corre el riesgo de desaparecer bien pronto. Pero este motivo interesa directamente al enfermo, no al médico que practica la analgesia, suponiendo que el enfermo consienta en ella o aun la haya pedido expresamente. Sería evidentemente ilícito practicar la anestesia contra la voluntad expresa del moribundo (cuando él es sui iuris)”.

 

muerte y trasplante

¿Cómo establecer el momento de la muerte?

Pregunta:

Padre: 

Le escribo desde México. Soy médico y trabajo en Terapia Intensiva. Frecuentemente los médicos de hoy en día nos vemos ante la necesidad de preparar a un paciente que ya tiene muerte cerebral para que sus órganos se transplanten a otra persona para salvar su vida. Sé perfectamente que la Iglesia ve con buenos ojos esta práctica, pero algunas veces he entrado en discusión con algunos católicos sobre la presencia del alma en estos casos, pues estrictamente si el alma sigue en ese cuerpo cuando ya se ha diagnosticado la muerte cerebral (para mi la muerte llamada «clinica») el alma ya no se encuentra ahí y está gozando ya de la gracia de Dios o bien de su purgatorio. Estríctamente hablando, si el alma permanece ahí todavía, entonces estamos cometiendo un asesinato al quitarle los órganos al donador, pues inmediatamente el paciente «muere» al quitarle ciertos órganos, como el corazón o los pulmonares, por ejemplo. Quisiera una explicación teológica, filosófica, apologética o científica al respecto. Déjeme aclararle que soy un católico ferviente y soy muy estudioso de la apologética, pues me encatan estos temas. Gracias por su tiempo. Atentamente:
DR. JO (MEXICO)

Respuesta:

Estimado Dr.
Me he ocupado en este tema de modo muy breve en la respuesta «¿Está muerta una persona en estado vegetativo?» y más largamente en este otro, con el título: «La muerte, ¿cuándo se produce?». Lo invito a la lectura de ambos artículos, especialmente el segundo.

Aprovecho para enviarle el siguiente artículo-entrevista a la Dra. Chiara Mantovani, presidenta de la Asociación de Médicos Católicos Italianos, que ha publicado Zenit en setiembre de 2008 y que coincide con los principios indicados en los artículos arriba indicados.

¿Cuándo establecer el momento de la muerte?

Responde la doctora Mantovani, de la Asociación de Médicos Católicos Italianos

ROMA, domingo, 28 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Desde las páginas del diario vaticano «Osservatore Romano», un artículo firmado por Lucetta Scaraffia ha reabierto una cuestión que periódicamente suscita discusiones y perplejidad: la declaración de muerte de una persona humana.

Para responder a este interrogante, Zenit ha recogido declaraciones de la doctora Chiara Mantovani, presidenta de la Asociación de Médicos Católicos Italianos (AMCI) de Ferrara, Italia.

En primer lugar, la doctora Mantovani afirma la necesidad de aclarar los términos usados.

Según la experta italiana, el término «muerte cerebral» es «una expresión errada, dañina, desviada» pero lamentablemente demasiado usada como sinónimo de «muerte encefálica» que es otra cuestión. «Para dar una idea aproximada, es como si dijéramos que dormir profundamente es como estar muerto», explica.

En cambio, por «muerte encefálica» se entiende «el silencio eléctrico (la ausencia total, repetidamente registrada, de toda actividad en la corteza cerebral, en el puente y en el bulbo: todo el encéfalo) de toda estructura encargada de generar y coordinar cualquier otra actividad del cuerpo».

Ya de esta definición genérica, explica la doctora Mantovani, se puede comprender que «alguien que parece muerto pero respira por sí solo y su corazón palpita con autonomía no está muerto». Lo que sucede, añade, «es que una parte del encéfalo está dañada pero no todo: lo que regula el corazón y los pulmones funciona».

La doctora prefiere no entrar en el argumento de si la vida de esta persona sea o no digna, inútil, insoportable. «Estas son valoraciones diversas de la simple constatación de que la vida no ha abandonado ese cuerpo», afirma.

¿Cómo establecer la muerte?, se pregunta. «Detectando el cese de las funciones que conocemos necesarias para la vida: respiración y circulación», responde. Y aclara que debe ser un cese, no una interrupción temporal y breve. Esta interrupción puede ser de un cuarto de hora en un adulto y de media hora en un niño. Sin oxígeno, el corazón deja de funcionar y el cerebro (todo el cerebro) se daña y no puede cumplir su función de coordinación de las funciones vitales.

La doctora aclara que los términos «coma» y «estado vegetativo» no son equivalentes a la muerte encefálica, es decir «el estado en el que, por lo que sabemos hasta ahora, la capacidad de realizar los procesos vitales ha desaparecido».

Y afirma que hoy en Italia la ley permite la extracción de órganos sólo en el caso de muerte confirmada con criterios neurológicos que definan un cuadro de muerte encefálica y no cerebral. Es decir, «el electroencefalograma plano no es todavía muerte encefálica, no se extirpan los órganos si los centros profundos bulbares dan aún signo de actividad eléctrica».

En este sentido explica que los cuidados médicos de ayuda a la circulación y respiración para mantener el necesario aporte de oxígeno se hace durante el tiempo necesario «para la constatación rigurosa de los criterios de muerte encefálica. Habría que hacer entender que es precisamente un mecanismo de seguridad para constatar que no nos hemos equivocado, que no ha habido un fallo en un registro dando resultados erróneos».

La experta afirma que no se trata de un problema «católico»: «Los teólogos católicos expresan posturas coherentes con la teología partiendo de los datos de razón proporcionados por otras disciplinas». En el caso de un paciente anencefálico, aclara, «debería ser controlado en aquella parte de encéfalo que conserva y sólo ser declarado muerto cuando llega el silencio eléctrico». Justo en este caso-límite, se aplica toda la prudencia señalada anteriormente.

La doctora comenta otra afirmación muy extendida que califica de «sorprendente», según la cual, el problema de los trasplantes no se resuelve con una definición médico-científica de la muerte sino a través de la elaboración de criterios ética y jurídicamente sostenibles y compartidos.

Una tal afirmación, según la doctora Mantovani, es «una invitación a prescindir de los hechos». Y se pregunta: «¿Qué puede apoyar legítimamente el juicio sino el conocimiento del hecho, en la medida en que es posible a la razón y a la experiencia?».

Si se prescinde de los hechos, se pregunta la experta, «¿la verdad donde apoyar el juicio debería derivar del acuerdo sobre lo que es justo? ¿Sometemos a votación los criterios de constatación de la muerte?».

Tratar de elaborar criterios ética y jurídicamente compartidos es especialmente complicado, explica la doctora Mantovani.

«El problema ético –afirma– tiene una (aparente) simple solución: se dispone con respeto del cadáver, se trata con respeto al viviente. Me parece superfluo detenerme en la diferencia entre ‘disponer’ y ‘tratar'».

«La naturaleza de cosa, aunque noble, del cuerpo muerto corresponde a la sustancia cadavérica; la naturaleza de persona del cuerpo viviente corresponde a la sustancia del ser. La ética respecto a la una y la otra se aplica cuando reciben un tratamiento adecuado a su respectiva naturaleza», puntualiza.

En cambio el problema jurídico –indica– es más complejo porque se trata de traducir a la práctica normas válidas para cada situación: «En un panorama ético y social dividido, y más todavía, fragmentado, como el moderno, esta es una operación cada vez más compleja. Pero si también la legislación se aleja de la concreción del dato conocido y honestamente reconocido, y se cae en la trampa de la concertación, entonces no sé imaginar qué posibilidad puede tener la ética de encontrar un fundamento común», concluye.

Traducido del italiano por Nieves San Martín

P. Miguel A. Fuentes, IVE