Juan Diego

¿Existió realmente Juan Diego?

Pregunta:

Estimado Teólogo: Espero me pueda responder a las siguiente pregunta, ¿Si existió Juan Diego, en que fecha nació y murió? Existe algún libro que me pueda recomendar para leerlo. Gracias por la atención a esta. Saludos. Atte. I .

 

Respuesta:

Estimada:

Le envío este hermoso escrito del postulador de la causa de Juan Diego.

 

¿Por qué canonizar a Juan Diego?

P. Dr. Eduardo Chávez Sánchez

 

Introducción

La historia de la Causa de la Canonización del Beato Juan Diego está estrechamente unida al gran Acontecimiento Guadalupano; es decir, el encuentro de Santa María de Guadalupe y el humilde indio Juan Diego en diciembre de 1531.

Si bien, no es posible encerrar un fenómeno sobrenatural, como es la Aparición de la Virgen María, en la historia temporal, sí lo es el evidenciar las manifestaciones de un suceso semejante; además, de la posibilidad de conocer a las personas que vivieron ese momento, su vida, su quehacer, sus costumbres, su educación, su comportamiento, su relación social, etc.; ya que esto va dejando huella y marcando la historia. Así como, no es posible conocer o medir la fe o el grado de conversión desde el corazón y el alma del ser humano, sí es posible conocer y comprobar en la historia algunas de sus expresiones.

Para acercarnos a la vida de un hombre humilde y del pueblo como lo era Juan Diego, uno de los principales protagonistas del Acontecimiento Guadalupano, ha sido necesario profundizar en las distintas investigaciones que se han dado por siglos; buscar en Bibliotecas y Archivos de varias partes del mundo; analizar comentarios y estudios que han tomado diversos ángulos de este Acontecimiento; investigar desde la tradición oral continua e ininterrumpida que se ha mantenido en la memoria del pueblo, hasta fuentes documentales históricas de gran importancia como mapas, códices, testamentos, cantares, narraciones antiguas, los llamados Nican mopohua y Nican motecpana, la Información de 1556, las Informaciones Jurídicas de 1666, los importantes escritos de los primeros frailes misioneros y otros muchos documentos que nos aportan noticias e información muy valiosa de este gran Acontecimiento. Todo esto desarrollarlo por medio del método científico histórico, que propone el análisis y valoración de cada una de las fuentes históricas, el estudio de cada una de ellas desde su naturaleza y la convergencia de las mismas.

La Santidad de un indio humilde

Juan Diego Cuauhtlatoatzin (que significa: Águila que habla o El que habla como águila), un indio humilde, de la etnia indígena de los chichimecas, nació en torno al año 1474, en Cuauhtitlán, que en ese tiempo pertenecía al reino de Texcoco. Juan Diego fue bautizado por los primeros franciscanos, aproximadamente en 1524. En 1531, Juan Diego era un hombre maduro, como de unos 57 años de edad; edificó a los demás con su testimonio y su palabra; de hecho, se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo; ya ‘que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía’.

Juan Diego fue un hombre virtuoso, las semillas de estas virtudes habían sido inculcadas, cuidadas y protegidas por su ancestral cultura y educación, pero recibieron plenitud cuando Juan Diego tuvo el gran privilegio de encontrarse con la Madre de Dios, María Santísima de Guadalupe, siendo encomendado a portar a la cabeza de la Iglesia y al mundo entero el mensaje de unidad, de paz y de amor para todos los hombres; fue precisamente este encuentro y esta maravillosa misión lo que dio plenitud a cada una de las hermosas virtudes que estaban en el corazón de este humilde hombre y fueron convertidas en modelo de virtudes cristianas; Juan Diego fue un hombre humilde y sencillo, obediente y paciente, cimentado en la fe, de firme esperanza y de gran caridad.

Poco después de haber vivido el importante momento de las Apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego se entregó plenamente al servicio de Dios y de su Madre, transmitía lo que había visto y oído, y oraba con gran devoción; aunque le apenaba mucho que su casa y pueblo quedaran distantes de la Ermita. Él quería estar cerca del Santuario para atenderlo todos los días, especialmente barriéndolo, que para los indígenas era un verdadero honor; como recordaba fray Gerónimo de Mendieta: ‘A los templos y a todas las cosas consagradas a Dios tienen mucha reverencia, y se precian los viejos, por muy principales que sean, de barrer las iglesias, guardando la costumbre de sus pasados en tiempos de su gentilidad, que en barrer los templos mostraban su devoción (aun los mismos señores).’

Juan Diego se acercó a suplicarle al señor Obispo que lo dejara estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes de la Ermita para poder así servir todo el tiempo posible a la Señora del Cielo. El Obispo, que estimaba mucho a Juan Diego, accedió a su petición y permitió que se le construyera una casita junto a la Ermita. Viendo su tío Juan Bernardino que su sobrino servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar juntos; ‘pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron’.

Juan Diego manifestó la gran nobleza de corazón y su ferviente caridad cuando su tío estuvo gravemente enfermo; asimismo Juan Diego manifestó su fe al estar con el corazón alegre, ante las palabras que le dirigió Santa María de Guadalupe, quien le aseguró que su tío estaba completamente sano; fue un indio de una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus casas y tierras para ir a vivir a una pobre choza, a un lado de la Ermita; a dedicarse completamente al servicio del templo de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de Guadalupe, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos lo hombres y mujeres. Juan Diego tenía ‘sus ratos de oración en aquel modo que sabe Dios dar a entender a los que le aman y conforme a la capacidad de cada uno, ejercitándose en obras de virtud y mortificación.’ También se nos refiriere en el Nican motecpana: ‘A diario se ocupaba en cosas espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba, comulgaba, ayunaba, hacía penitencia, se disciplinaba, se ceñía cilicio de malla y escondía en la sombra para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando a la Señora del cielo.’

Toda persona que se acercaba a Juan Diego tuvo la oportunidad de conocer de viva voz los pormenores del Acontecimiento Guadalupano, la manera en que había ocurrido este encuentro maravilloso y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe; como lo indicó el indio Martín de San Luis cuando rindió su testimonio en 1666: ‘Todo lo cual lo contó el dicho Diego de Torres Bullón a este testigo con mucha distinción y claridad, que se lo había dicho y contado el mismo Indio Juan Diego, porque lo comunicaba.’ Juan Diego se constituyó en un verdadero misionero.

Cuando Juan Diego se casó con María Lucía, quien había muerto dos años antes de las Apariciones, habían escuchado un sermón a fray Toribio de Benavente en donde se exaltaba la castidad, que era agradable a Dios y a la Virgen Santísima, por lo que los dos decidieron vivirla; se nos refiere: ‘Era viudo: dos años antes de que se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía. Ambos vivían castamente.’ Como también lo testificó el P. Luis Becerra Tanco: ‘el indio Juan Diego y su mujer María Lucía, guardaron castidad desde que recibieron el agua del Bautismo Santo, por haber oído a uno de los primeros ministros evangélicos muchos encomios de la pureza y castidad y lo que ama nuestro Señor a las vírgenes, y esta fama fue constante a los que conocieron y comunicaron mucho tiempo estos dos casados’. Aunque esto no obsta de que Juan Diego haya tenido descendencia, sea antes del bautismo, sea por la línea de algún otro familiar; ya que, por fuentes históricas sabemos que Juan Diego efectivamente tuvo descendencia; sobre esto, uno de los principales documentos se conserva en el Archivo del Convento de Corpus Christi en la Ciudad de México, en el cual se declara: ‘Sor Gertrudis del Señor San José, sus padres caciques [indios nobles] Dn. Diego de Torres Vázquez y Da. María del la Ascención de la región di Xochiatlan […] y tenida por descendiente del dichoso Juan Diego.’ Lo importante también es el hecho de que Juan Diego inspiró la búsqueda de la santidad y de la perfección de vida, incluso en medio de los miembros de su propia familia, ya que su tío, como ya veíamos, al constatar como Juan Diego se había entregado muy bien al servicio de la Virgen María de Guadalupe y de Dios, quiso seguirlo, aunque Juan Diego le convino que era preferible que se quedara en su casa; y ahora tenemos también este ejemplo de Sor Gertrudis del Señor San José, descendiente de Juan Diego, quien ingresó a un monasterio, a consagrar su vida al servicio de Dios, buscando esa perfección de vida, buscando la Santidad.

Es un hecho que Juan Diego siempre edificó a los demás con su testimonio y su palabra; constantemente se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo; ya ‘que cuanto pedía y rogaba la Señora del cielo, todo se le concedía’.

El indio Gabriel Xuárez, quien tenía entre 112 y 115 años cuando dio su testimonio en las Informaciones Jurídicas de 1666; declaró cómo Juan Diego era un verdadero intercesor de su pueblo, decía: ‘que la dicha Santa Imagen le dijo al dicho Juan Diego la parte y lugar, donde se le había de hacer la dicha Ermita que fue donde se le apareció, que la ha visto hecha y la vio empezar este testigo, como lleva dicho donde son muchos los hombres y mujeres que van a verla y visitarla como este testigo ha ido una y muchas veces a pedirle remedio, y del dicho indio Juan para que como su pueblo, interceda por él.'[13] El anciano indio Gabriel Xuárez también señaló detalles importantes sobre la personalidad de Juan Diego y la gran confianza que le tenía el pueblo para que intercediera en sus necesidades: ‘el dicho Juan Diego, -decía Gabriel Xuárez- respecto de ser natural de él y del barrio de Tlayacac, era un Indio buen cristiano, temeroso de Dios, y de su conciencia, y que siempre le vieron vivir quieta y honestamente, sin dar nota, ni escándalo de su persona, que siempre le veían ocupado en ministerios del servicio de Dios Nuestro Señor, acudiendo muy puntualmente a la doctrina y divinos oficios, ejercitándose en ello muy ordinariamente porque a todos los Indios de aquel tiempo oía este testigo, decirles era varón santo, y que le llamaban el peregrino, porque siempre lo veían andar solo y solo se iba a la doctrina de la iglesia de Tlatelulco, y después que se le apareció al dicho Juan Diego la Virgen de Guadalupe, y dejó su pueblo, casas y tierras, dejándolas a su tío suyo, porque ya su mujer era muerta; se fue a vivir a una casa Juan Diego que se le hizo pegada a la dicha Ermita, y allá iban muy de ordinario los naturales de este dicho pueblo a verlo a dicho paraje y a pedirle intercediese con la Virgen Santísima les diese buenos temporales en sus milpas, porque en dicho tiempo todos lo tenían por Varón Santo.’

La india doña Juana de la Concepción que también dio su testimonio en estas Informaciones, confirmó que Juan Diego, efectivamente, era un hombre santo, pues había visto a la Virgen: ‘todos los Indios e Indias -declaraba- de este dicho pueblo le iban a ver a la dicha Ermita, teniéndole siempre por un santo varón, y esta testigo no sólo lo oía decir a los dichos sus padres, sino a otras muchas personas’. Mientras que el indio Pablo Xuárez recordaba lo que había escuchado sobre el humilde indio mensajero de Nuestra Señora de Guadalupe, decía que para el pueblo, Juan Diego era tan virtuoso y santo que era un verdadero modelo a seguir, declaraba el testigo que Juan Diego era ‘amigo de que todos viviesen bien, porque como lleva referido decía la dicha su abuela que era un varón santo, y que pluguiese a Dios, que sus hijos y nietos fuesen como él, pues fue tan venturoso que hablaba con la Virgen, por cuya causa le tuvo siempre esta opinión y todos los de este pueblo.’ El indio don Martín de San Luis incluso declaró que la gente del pueblo: ‘le veía hacer al dicho Juan Diego grandes penitencias y que en aquel tiempo le decían varón santísimo.’

Como decíamos, Juan Diego murió en 1548, un poco después de su tío Juan Bernardino, el cual falleció el 15 de mayo de 1544; ambos fueron enterrados en el Santuario que tanto amaron. Se nos refiere en el Nican motecpana: ‘Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la Señora del cielo, murió en el año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, a la sazón que murió el señor obispo. A su tiempo le consoló mucho la Señora del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir y gozar en el cielo, cuanto le había prometido. También fue sepultado en el templo. Andaba en los setenta y cuatro años.’ En el Nican motecpana se exaltó su santidad ejemplar: ‘¡Ojalá que así nosotros le sirvamos y que nos apartemos de todas las cosas perturbadoras de este mundo, para que también podamos alcanzar los eternos gozos del cielo!’

Una devoción inmemorial

Pasaron los siglos y la devoción a Juan Diego se mantuvo constante y sin interrupción, D. Cayetano de Cabrera y Quintero, en su libro Escudo de Armas, publicado en 1746, expresaba la continuidad de esta gran devoción a Juan Diego, y el anhelo de que fuera venerado en los altares: ‘Aún los mismos indios que frecuentaban el Santuario -decía Cabrera- se valían de las oraciones de su compatriota viviendo y, ya muerto y sepultado allí, lo ponían como intercesor ante María Santísima, para lograr sus peticiones. Esperamos en Dios que un día lo veamos en el honor de los altares.’

Mientras en Cuauhtitlán, lugar natal de Juan Diego, así como en Tulpetlac, lugar en donde habitaba en el tiempo de las Apariciones, la gente inició a construir eremitas pegadas a las construcciones que sabía, pertenecían a Juan Diego, y se inició una especial devoción a este indio con fama de santo, ya que las ofrendas, los enseres e incluso las tumbas, que se tenían en estas ermitas estaban dispuestos de tal manera, que se quería estar lo más cerca posible a las paredes de las casas del vidente Juan Diego, posteriormente sobre las ruinas de las casas de Juan Diego así como de estas primeras ermitas se levantaron iglesias, lugares de culto que expresaban la ininterrumpida tradición que el pueblo tenía en gran estima; y a donde hasta nuestros días continúa el culto.

La figura de Juan Diego, así como su personalidad, sus virtudes y santidad han sido representadas de múltiples formas: en dibujos, en diseños, en pinturas, en grabados, en medallas, en esculturas, en relieves, etc.; como peregrino evangelizador, como el ángel a los pies de Santa María de Guadalupe, como franciscano, como santo con aureola, entre las nubes del cielo, o en los momentos claves y significativos que tuvo en su encuentro con Santa María de Guadalupe; en diferentes tipos de documentos como en testamentos, en códices, en narraciones como el Nican mopohua y el Nican motecpana, en las Informaciones Jurídicas de 1666, de las que el especialista en la cultura náhuatl, Dr. Miguel León-Portilla dice: ‘arrojan ciertamente luz en torno a la persona de Juan Diego. Las muchas noticias particulares que aportan acerca de éste, coincidentes entre sí, son dignas de tomarse en cuenta’; y así tantos documentos más.

Como nos dicen los testimonios de los indígenas de Cuauhtitlán, el pueblo conoció el gran Acontecimiento Guadalupano por boca del mismo Juan Diego, Posteriormente, fue el mismo pueblo quien se encargó de transmitir este gran Acontecimiento de padres a hijos, de abuelos a nietos; entre vecinos y pobladores de lejanas tierras. La devoción desde sus primeros pasos, no fue exclusiva de los indios sino que se fue extendiendo también entre los españoles, quienes se unieron a los indígenas a realizar impresionantes peregrinaciones al Santuario de Guadalupe, como lo declaró Juan de Masseguer, más de cien años antes, en la llamada Información de 1556: ‘todo el pueblo -decía- a una tiene gran devoción en la dicha imagen de Nuestra Señora de todo género de gente, nobles ciudadanos e indios’. En la misma Información, Juan de Salazar señaló que los españoles también edificaban a los indígenas en su devoción a Santa María de Guadalupe: ‘van descalzas señoras principales y muy regaladas, y a pie con sus bordones en las manos, a visitar y a encomendar a Nuestra Señora, y de esto los naturales han recibido grande ejemplo, y siguen lo mismo.’ Esta devoción a Santa María de Guadalupe y a su fiel mensajero el humilde indio Juan Diego nunca se ha interrumpido, y sigue viva, no sólo en nuestro pueblo, sino que ha ido más allá de fronteras inimaginables.

Juan Diego fue el mensajero de una devoción que trasciende fronteras y tiempos

Fueron pocos años los que transcurrieron para que la noticia de este Acontecimiento fuera más allá de las fronteras de México; y fuera valorado por el mismo Santo Padre; quien concedido gracias, privilegios e indulgencias. Uno de los más antiguos ejemplos documentados es el de 1573, cuando el Papa Gregorio III, concedió gracias e indulgencia plenaria a los fieles que visitaran la iglesia de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe y ahí recitaran piadosas preces; y en 1576, las revalidó y prorrogó. El arzobispo de México de aquel entonces, Pedro Moya de Contreras, agradeció de manera explícita estos privilegios que ni la misma catedral Metropolitana poseía, por lo que también aprovechó para pedirle al Santo Padre que concediera otros tantos para la Sede Metropolitana.

Desde 1663, se pidió a la Santa Sede la aprobación de Misa y Oficio de fiesta para celebrar a Nuestra Señora de Guadalupe los días 12 de Diciembre. La petición fue firmada por el Obispo de Puebla, quien, en ese momento, era el Gobernador de la Arquidiócesis de México, en sede vacante, y Virrey de la Nueva España.

La Santa Sede pidió que se realizara un proceso, según la costumbre y la forma del Derecho de ese entonces, para corroborar la historicidad y la esencia de este Evento; de aquí surge lo que se ha llamado las Informaciones Jurídicas de 1666; este importante Proceso Canónico fue aprobado después por la Santa Sede que le dio el rango de Proceso Apostólico.

Estas Informaciones están constituidas por testimonios de diez sacerdotes y dos laicos de descendencia española; los cuales tenían cargos importantes de grandes responsabilidades; además, hubo un supernumerario, el P. Luis Becerra Tanco, quien era uno de los más grandes conocedores del Evento Guadalupano en su tiempo, el cual ofreció su testimonio por escrito. Asimismo, se tomó testimonio a varios ancianos vecinos de Cuauhtitlán; entre ellos había un mestizo y siete indígenas, cuyas edades oscilaban entre 78 y 115 años. Todos los testigos, apegados al derecho y jurando decir la verdad aportaron sus testimonios, los cuales convergen al narrar la historicidad de Acontecimiento Guadalupano, confirmando la vida ejemplar de Juan Diego, quien había nacido y crecido en Cuauhtitlán. Uno de estos testigos, Marcos Pacheco, sintetizó la personalidad y la fama de santidad de Juan Diego: ‘Era un indio que vivía honesta y recogidamente y que era muy buen cristiano y temeroso de Dios y de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder, en tanta manera que, en muchas ocasiones, le decía a este testigo su tía: ‘Dios os haga como Juan Diego y su tío’, porque los tenía por muy buenos indios y muy buenos cristianos’. Otro testimonio es el de Andrés Juan quien decía que Juan Diego era un ‘Varón Santo’; en estos conceptos concuerdan, unánimes, los otros testigos indígenas en estas Informaciones Jurídicas, como por ejemplo: Gabriel Xuárez, Juana de la Concepción, Pablo Xuárez, Martín de San Luis, Juan Xuárez, Catarina Mónica.

Además, se realizaron dos importantes Inspecciones, una fue de los Maestros en el arte de la Pintura quienes estaban sorprendidos e intrigados de la manera en que se había estampado la Imagen de la Virgen de Guadalupe; y otra de los llamados Protomédicos que analizaron el ambiente húmedo y salitroso del Tepeyac y confirmaron que era imposible para la ciencia explicar el por qué la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe se conservara intacta.

Fueron muchos y exhaustivos estudios, inspecciones e investigaciones científicas que se continuaron realizando para lograr la Misa y el Oficio propios para la Virgen de Guadalupe; mientras, los Papas continuaron dando privilegios y gracias al Santuario del Tepeyac. Fue el Papa Benedicto XIV quien concedió, en 1754, Misa y Oficio propio para festejar a Santa María de Guadalupe los días doce de diciembre, extendiendo este privilegio, el 2 de julio de 1757, a los demás dominios de España.

A finales del siglo XIX, a pesar de las agitaciones y contrastes en México, los Obispos mexicanos obtuvieron en 1894 la concesión de parte de la Sagrada Congregación de Ritos la Coronación Canónica de la Virgen de Guadalupe; además, el Santo Padre León XIII, el 12 de agosto de 1894, les dirigió una declaración y que mantiene una asombrosa vigencia y actualidad: ‘Con esto venerables hermanos hay que confesarlo, quisimos que constase por especial manera cuánto nos complace la estrecha unión que existe así entre vosotros como entre el clero y el pueblo; de lo que resulta que sean más firmes los vínculos con esta Sede Apostólica. Como quiera vosotros mismos reconocéis que la autora y mejor conservadora de esta unión es la misma bondadosa Madre de Dios, que se venera bajo la advocación de Guadalupe, por eso, con gran amor y por medio de vosotros, exhortamos a la Nación mexicana a que conserve su devoción y su amor como la más pura de sus glorias, y el manantial de los más preciosos bienes. Ante todo la fe católica, sobre la que en verdad nada hay más excelente, pero en estos tiempos nada más combatido, tened por cierto y seguro que vivirá inquebrantable y firme en vosotros mientras dure constantemente esa misma piedad, digna de vuestros antepasados.’

El 12 de octubre de 1895, en una solemne ceremonia la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe fue coronada, este evento fue de una gran importancia ‘por su carácter plenamente nacional y aún internacional: a ella asistieron, en medio de enorme venida de todos los ámbitos de la República, 11 arzobispos, unos 100 sacerdotes: 18 de los 39 prelados venían del extranjero (15 de los Estados Unidos, 1 de Canadá, 1 de Cuba, 1 de Panamá)’.

Los Obispos Latinoamericanos que participaron en el Concilio Plenario de la América Latina, que tuvo lugar en Roma en 1899, invocaron a Nuestra Señora de Guadalupe y por lo tanto todo el Acontecimiento Guadalupano como un punto de referencia fundamental para comprender el catolicismo en América Latina y lanzar una nueva etapa de evangelización en todo el Continente.

A petición de setenta Obispos Latinoamericanos, el 24 de agosto de 1910, Pío X proclamó a Santa María de Guadalupe ‘Patrona de América Latina’. El 16 de julio de 1935, el Pío XI la proclama ‘Patrona de Filipinas’.

Hasta nuestros días los Pontífices han reconocido que el Acontecimiento Guadalupano ha señalado de una manera patente un hecho que se ha dado en la historia manifestando frutos de evangelización; como por ejemplo el Papa Pío XII, quien el 12 de octubre de 1945 ofreció una Alocución por el cincuentenario de la coronación pontificia de la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, que se transmitió por Radio: ‘Y así sucedió -decía el Santo Padre-, al sonar la hora de Dios para las dilatadas regiones del Anáhuac. Acaban apenas de abrirse al mundo, cuando a las orillas del lago de Texcoco floreció el milagro. En la tilma del pobrecito Juan Diego -como refiere la tradición- pinceles que no eran de acá abajo dejaban pintada una imagen dulcísima, que la labor corrosiva de los siglos maravillosamente respetaría.’ También el Papa, Juan XXIII, el 12 octubre de 1961, en la celebración del cincuentenario del Patronato de la Virgen de Guadalupe sobre toda América Latina, declaró: »la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive’, derrama su ternura y delicadeza maternal en la colina del Tepeyac, confiando al indio Juan Diego con su mensaje unas rosas que de su tilma caen, mientras en ésta queda aquel retrato suyo dulcísimo que manos humanas no pintan. Así quería Nuestra Señora continuar mostrando su oficio de Madre: Ella, con cara de mestiza entre el indio Juan Diego y el Obispo Zumárraga, como para simbolizar el beso de dos razas […] Primero Madre y Patrona de México, luego de América y de Filipinas; el sentido histórico de su mensaje iba cobrando así plenitud, mientras abría sus brazos a todos los horizontes en un anhelo universal de amor.’ El Papa Pablo VI, en otro 12 de octubre pero del año 1970, en el 75º. Aniversario de la coronación pontificia de la Imagen, exclamó ‘La devoción a la Virgen Santísima de Guadalupe, tan profundamente enraizada en el alma de cada mexicano y tan íntimamente unida a más de cuatro siglos de vuestra historia patria, sigue conservando entre vosotros su vitalidad y su valor, y debe ser para todos una constante y particular exigencia de auténtica renovación cristiana’.

El Papa Juan Pablo II, siempre ha declarado la gran importancia del Acontecimiento Guadalupano, como el hecho histórico que ha dado estos frutos de salvación. Desde su primera visita pastoral a México, en 1979, fue directo y preciso al hablar sobre Santa María de Guadalupe como la que iluminó el camino de la evangelización; dijo el Santo Padre en aquella ocasión: ‘Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en México y en todos los países como Madre de la Iglesia en América Latina, es para mí un motivo de alegría y una fuente de esperanza. ‘Estrella de la Evangelización’, sea ella vuestra guía.’ Asimismo, para el Santo Padre, Juan Diego cumplió con una misión importante en la entrada de este Acontecimiento; dijo el Santo Padre: ‘Desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida cristiana del pueblo de México.’

Algunos momentos importantes en el Proceso de Beatificación y Canonización de Juan Diego

Desde hace mucho tiempo se ha deseado la canonización de Juan Diego, como lo expresaba Cayetano Cabrera en 1746: ‘Esperamos en Dios que un día lo veamos en el honor de los altares.’

En los últimos años esto se expresó con mayor fuerza. En 1974, tanto los Obispos de México como los de América Latina habían pedido la canonización de Juan Diego, se propuso la canonización de Juan Diego como modelo de laico cristiano. En 1979, durante su primer viaje pastoral en México, el Santo Padre, Juan Pablo II, habló de Juan Diego como ese personaje histórico fundamental en la historia de la Evangelización de México. Los Obispos mexicanos insistieron en que la canonización de Juan Diego es un hecho profundamente querido por la gran parte del pueblo de México; se dieron los primeros pasos y el 15 de junio de 1981 durante la Décima Asamblea, la Conferencia Episcopal Mexicana pide formalmente la canonización de Juan Diego.

El Arzobispo Primado de México, D. Ernesto Corripio Ahumada, escuchó estas súplicas y peticiones y con gran empeño inició los trabajos.

El 8 de junio de 1982, la Congregación para la Causa de los Santos informó al Arzobispo de México, Corripio, los pasos necesarios que se tenían que dar para que todo el Proceso fuera conforme al Derecho Eclesiástico.

El 7 de enero de 1984, en la Insigne Basílica de Guadalupe, presidió la ceremonia donde se daba inicio al Proceso Canónico del Siervo de Dios, Juan Diego, el indio humilde mensajero de la Virgen de Guadalupe. El 19 de enero de 1984 se nominó para Roma como Postulador al P. Antonio Cairoli, OFM, el 11 de febrero se completó jurídicamente el Tribunal con la sesión de apertura y se llevó adelante el Proceso Canónico Ordinario que se piden en estos casos; en total fueron 98 sesiones. También se nombró, en ese entonces, una comisión histórica, presidiéndola el Prof. Joel Romero Salinas, miembro de la Academia Nacional de Historia y Geografía de México, perito en Historia y Archivística para la Causa en cuestión; esta comisión histórica preparó el material necesario en estos casos. Más de dos años de estudio y trabajo fueron necesarios para concluir la primera etapa del Proceso, el 23 de marzo de 1986, en solemne ceremonia se concluyeron estos trabajos. y toda la documentación y la investigación fue enviada a Roma. La Congregación para la Causa de los Santos aprobó el camino realizado el 7 de abril de 1986.

Todavía el Arzobispo de México Ernesto Corripio quiso congregar, el 9 de octubre de 1989, en la Sala de Acuerdos de la Curia de la Arquidiócesis de México, a 21 especialistas en historia, investigadores y estudiosos del Acontecimiento Guadalupano, con la presencia también del exabad Mons. Guillermo Schulenburg, para que ahí se pronunciaran los comentarios, reflexiones y opiniones a favor o en contra de la Causa de Juan Diego; era importante conocer todos los puntos de vistas y analizar no sólo la personalidad de Juan Diego, sino también la oportunidad de la continuación de la Causa; con toda libertad se podía exponer cualquier opinión en contra o a favor: ‘Ninguna opinión se vertió en contra de la existencia física del Siervo de Dios y se ahondó positivamente en su fama, virtudes y culto.’

En ese año de 1989, después de la muerte del Rev. P. Antonio Cairoli, OFM, el Cardenal Ernesto Corripio designó como Postulador para la Causa de Juan Diego al Rev. P. Paolo Molinari, SJ.

El Episcopado Mexicano actuaba en gran unidad y conciencia pastoral. El 3 de diciembre de 1989, Mons. Adolfo Suárez Rivera, Arzobispo de Monterrey y Presidente de la CEM, escribía al Cardenal Felici, Prefecto de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos:

‘Saludamos a Vuestra Eminencia con respeto y afecto en el Señor:

‘Con fecha 17 de noviembre del presente año, los Obispos de México enviamos a Vuestra Eminencia una carta con la cual implorábamos que el Siervo de Dios Juan Diego sea proclamado Santo en virtud de la continuación del culto a él dirigido.

‘Para complementar nuestra mencionada carta, nos permitimos por las presentes letras, asentar las siguientes aclaraciones y declaraciones:

‘Cuando fueron emitidos los Decretos de S. S. URBANO VIII (1625-1634), la Jerarquía de México, en debido acatamiento a las disposiciones pontificias, prohibió toda manifestación de culto público y litúrgico de Juan Diego.

‘Sin embargo, la fama de santidad del Siervo de Dios y la auténtica devoción religiosa que se le guardaba, eran tales que, pese a la observancia de la Norma referente al culto público y litúrgico, el culto popular privado continuó y ha venido a ser más vivo y creciente en nuestros días.

‘Las diversas disposiciones de la Jerarquía Eclesiástica local, referentes tanto a la veneración de la Imagen de la Sma. Virgen de Guadalupe como al respeto a la casa de Juan Diego, testifican la continuidad de la auténtica devoción hacia el Siervo de Dios. Todo esto está ampliamente ilustrado en los diversos Estudios hechos para la elaboración de la ‘POSITIO’, en correlación con los documentos respectivos.

‘La existencia de la auténtica fama de santidad del Siervo de Dios Juan Diego está sólidamente confirmada por el hecho de que, desde el año de 1666, las Autoridades Eclesiásticas de México se preocuparon por llevar a cabo un proceso formal, con la finalidad de solicitar la aprobación de un Oficio Propio en honor de la B. Virgen María de Guadalupe, para la celebración del día de la aparición preternatural de la Santísima Virgen al Obispo Fray Juan de Zumárraga, y esto como comprobación de la veracidad de Juan Diego.

‘En las actas de tales investigaciones figuran las disposiciones acerca de la vida, las virtudes, la fama de santidad y el culto a Siervo de Dios Juan Diego.

‘Las actas de estos dos Procesos han sido debidamente insertadas en la mencionada ‘POSITIO’.

‘Además, ha de tenerse presente que la Jerarquía Eclesiástica de México instruyó un proceso específicamente sobre la vida, las virtudes, la fama de santidad y el culto del Siervo de Dios en los años 1984-1986.

‘Teniendo en cuenta todo esto, se debe afirmar que el período de tiempo en el cual el culto se manifestó y fue vivido en la Iglesia de México, es suficiente por sí mismo para corresponder a la categoría de ‘A TEMPORE INMEMORABILI’.

‘Por lo expuesto, nosotros, los Obispos de México, declaramos que la ininterrumpida fama de santidad atribuida al Siervo de Dios JUAN DIEGO y la continua devoción religiosa que se le guarda constituye en seguro fundamento para declarar que ha existido un verdadero culto religioso, pero con la limitación ordenada por la Santa Sede Apostólica.

‘Esta declaración es firmada por el suscrito, Presidente de la Conferencia Episcopal de México, en nombre de todos los Excmos. Sres. Arzobispos y Obispos de nuestra Nación.

‘Nosotros esperamos que esta declaración constituya un documento válido para la ‘Positio Super Cultu ab Inmemoriabili Praestito’ del Siervo de Dios Juan Diego, elaborada por la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos que Vuestra Eminencia dignamente preside como Cardenal Prefecto.

‘Los Obispos de México, junto con nuestro pueblo cristiano, abrigamos la dichosa esperanza de que el Santo Padre Juan Pablo II, en uso de la autoridad que le asiste, se digne declarar Santo al Siervo de Dios Juan Diego, el laico que fue siervo de la Sma. Virgen de Guadalupe, en su próxima visita pastoral a México, en el mes de mayo del próximo año.

‘Este asentimiento eclesial será de notoria importancia para la Iglesia en México y constituirá un gran impulso para la pastoral y la vitalidad del laicado católico de México y de América Latina.

‘Reiteramos a Vuestra Eminencia nuestros sentimientos de aprecio y estima en el Señor.

‘Ciudad de México, D. F., a 3 días del mes de Diciembre del año de 1989.’

Bajo las normas y directrices de la Congregación para la Causa de los Santos, se elaboró la Positio, bajo las directrices del Relator General Mons. Giovanni Papa. La Positio fue presentada a los Peritos en Historia, así como a los Teólogos Consultores y al Congreso de Cardenales y Obispos de la Congregación, y se obtuvo el voto afirmativo sobre el culto inmemorial y la fama de santidad del Servo di Dio Juan Diego. De esta manera se llega a la aprobación de la Positio en 1990; se confirmó, pues, que a Juan Diego se le daba un culto desde tiempos inmemoriales; manifestado por objetos de todas clases como son imágenes y diseños de Juan Diego en donde se le representó con aureola; su figura se esculpió en cálices, en púlpitos, en altares, en exvotos, en ofrendas; son varios los documentos en donde se declara que Juan Diego fue un indio buen cristiano y santo, como vimos en los testimonios de los ancianos indios de Cuauhtitlán que fueron vertidos en las Informaciones Jurídicas de 1666. Una fama que no se interrumpió, como también ya vimos que expresaba, en 1746, D. Cayetano de Cabrera y Quintero: ‘Aún los mismos indios que frecuentaban el Santuario se valían de las oraciones de su compatriota viviendo y, ya muerto y sepultado allí, lo ponían como intercesor ante María Santísima, para lograr sus peticiones. Esperamos en Dios que un día lo veamos en el honor de los altares.’

El 9 de abril de 1990, el Santo Padre Juan Pablo II, por medio del Decreto de Beatificación, reconoció la santidad de vida y culto tributado, de tiempo inmemorial, al Beato Juan Diego. Y el 6 de mayo sucesivo, el mismo Santo Padre, durante su segundo viaje apostólico a México, presidió en la Basílica de Guadalupe la solemne celebración en honor del Beato Juan Diego, inaugurando la modalidad del culto litúrgico que se le debía rendir al humilde y obediente indio, mensajero de la Virgen de Guadalupe.

El Santo Padre afirmó: ‘Juan Diego es un ejemplo para todos los fieles: pues nos enseña que todos los seguidores de Cristo, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor a la perfección de la santidad por la que el Padre es perfecto, cada quien en su camino. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Lumen Gentium, No 11. Juan Diego, obedeciendo cuidadosamente los impulsos de la gracia, siguió fiel a su vocación y se entregó totalmente a cumplir la Voluntad de Dios, según aquel modo en el que había sido llamado por el Señor, destacando por su amor tierno a la Santísima Virgen María, a la que tuvo constantemente presente y veneró como Madre y dedicándose con ánimo humilde y filial a cuidar su casa. No es extraño, por eso, que estando aún con vida, muchas personas le considerasen santo y le pidieran la ayuda de su oración. Esta fama de santidad ha perdurado después de su muerte, y no son pocos los testimonios del culto que se le daba, los cuales muestran, suficientemente, que delante del pueblo cristiano se le nombraba con el título de santo, y tenía hacia él aquellas manifestaciones de veneración que suelen reservarse a los Beatos y a los Santos, como queda patente por las obras artísticas llegadas hasta nosotros, en las que la imagen del Siervo de Dios aparece representada con una aureola o con otros signos de santidad. Es cierto que esas manifestaciones de culto se dieron sobre todo en la época más cercana a la muerte de Juan Diego, pero es asimismo innegable que han permanecido hasta nuestros días, de manera que puede afirmarse con seguridad que testifican un culto peculiar e ininterrumpido tributado al Siervo de Dios. A petición de gran número de Obispos y de muchos otros fieles sobre todo de México, la Congregación para las Causas de los Santos procuró que se recogieran los documentos que ilustran la vida, las virtudes y la fama de santidad de Juan Diego y ponen también de manifiesto el culto que se le ha tributado. Después de realizar las oportunas investigaciones y de estudiar el material reunido, se elaboró una amplia relación acerca de la fama de santidad del Siervo de Dios, sus virtudes y el culto que se le a tributado desde tiempo inmemorial.’

La labor de la Congregación para la Causa de los Santos es sumamente profesional, trabajan ahí los más grandes especialistas en la materia; quienes llevan todo proceso de una manera meticulosa y detallada, no dejan ninguna duda por aclarar, ninguna pregunta por responder. Todos sabemos de las dudas y especulaciones que Mons. Schulenburg y un grupo de personas han transmitido, si bien, no por la vía normal como se debe proceder en estos casos; aún así, la Congregación no desatendió ninguna de las objeciones que le presentaron. Por lo que dispuso que junto con la Arquidiócesis de México se formara una Comisión Histórica, que encabezara una investigación apegada al método histórico científico. Esta Comisión fue encabezada por el P. Dr. Fidel González Fernández, Doctor en Historia de la Iglesia, Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos, catedrático de la Pontificia Universidad Gregoriana y de la Pontificia Universidad Urbaniana, especialista en Historia de la Iglesia en América Latina; P. Dr. Eduardo Chávez Sánchez, Doctor en Historia de la Iglesia, Prefecto de Estudios del Pontificio Colegio Mexicano, Miembro de la Sociedad Mexicana de Histórica Eclesiástica, Investigador especializado de la Arquidiócesis de México; y Mons. José Luis Guerrero Rosado, canónigo de la Basílica de Guadalupe, licenciado en Derecho Canónico, investigador y catedrático, hombre de una vastísima cultura y gran especialista en el Acontecimiento Guadalupano.

Dicha Comisión retomó todo lo realizado por siglos, investigó nuevamente en Archivos y Bibliotecas de varias partes del mundo, analizó no sólo las dudas u objeciones; sino que estudió y analizó desde la tradición oral continua e ininterrumpida que se ha mantenido hasta el día de hoy en la memoria del pueblo, hasta fuentes documentales como mapas, códices, anales, testamentos, cantares, narraciones antiguas, los llamados Nican mopohua y Nican motecpana, la Información de 1556, las Informaciones Jurídicas de 1666, los importantes escritos de los primeros frailes misioneros y otros muchos documentos más. Así como se tomaron en cuenta las dudas y objeciones, también se tomaron en cuenta las nuevas aportaciones y afirmaciones a favor del hecho histórico, provenientes de los más variados investigadores, científicos y estudiosos del Acontecimiento Guadalupano.

El trabajo revistió un esfuerzo de varios años, analizando, estudiando e investigando bajo el método histórico científico, ubicando cada fuente histórica en su justo valor y naturaleza y en su convergencia; asimismo, se sometió a las normas precisas de la Congregación de la Causa de los Santos. El 28 de octubre de 1998, la Congregación aprobó los resultados de la investigación científica, constatando y confirmando la verdad del Acontecimiento Guadalupano, y la misión del indio humilde Juan Diego, modelo de santidad, quien a partir de 1531 difundió el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe, por medio de su palabra y de su ejemplar testimonio de vida. Se dio un paso más al pedir la Congregación que se publicara lo esencial y más importante de los resultados de la investigación de la Comisión Histórica; gracias a esto, en 1999, se publicó un libro bajo el título: El Encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego; el cual fue analizado por diversos especialistas. Más adelante, la Congregación encomendó a algunos doctores y catedráticos de Historia de la Iglesia de las más prestigiosas Universidades Pontificias, especialistas en el tema de México y América Latina, para que analizaran este Libro de manera detenida y meticulosamente; y todos, de forma unánime, dieron su confirmación positiva y laudatoria, tanto de la esencia de la historia del Acontecimiento Guadalupano, especialmente del Beato Juan Diego, como de la metodología científica usada en la investigación.

En ese año de 1999, nuevamente el Papa Juan Pablo II afirmó con gran fuerza la importancia del Mensaje Guadalupano comunicado por el Beato Juan Diego y confirmó la perfecta evangelización que nos ha sido donada por Nuestra Madre, María de Guadalupe: ‘Y América, -declaró el Papa- que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido ‘en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, […] en Santa María de Guadalupe, […] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada’. Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América.’ El Papa confirmó la fuerza y la ternura del mensaje de Dios por medio de la Estrella de la evangelización, María de Guadalupe, y su fiel, humilde y verdadero mensajero Juan Diego, en donde Ella depositó toda su confianza; momento histórico para la evangelización de los pueblos, ‘La aparición de María al indio Juan Diego -reafirmó el Santo Padre- en la colina del Tepeyac, el año de 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. […] María Santísima de Guadalupe es invocada como ‘Patrona de toda América y Estrella de la primera y de la nueva evangelización’.’

El 24 de junio de 1999, el Cardenal Norberto Rivera Carrera, en ocasión de la institución en México de la Postulación General Mexicana para las Causas de los Santos, nombró como Postulador de la Causa de Juan Diego a Mons. Oscar Sánchez Barba.

Más adelante, el 17 de mayo de 2001, el Cardenal Rivera nombró al actual Postulador para la Causa de Canonización del Beato Juan Diego al P. Dr. Eduardo Chávez Sánchez, quien continúa investigando y trabajando en la Postulación.

Juan Diego sigue intercediendo por su pueblo

Desde el 20 de noviembre de 1990, en la Curia del Arzobispado de México, se abrió el proceso canónico para recoger las pruebas sobre el milagro realizado por el Beato Juan Diego, concluyendo el 31 de marzo de 1994. El caso en cuestión, del 3 de mayo de 1990, fue la sobrevivencia de un joven de 20 años de edad, llamado Juan José Barragán Silva, quien cayó de una altura de 10 metro aproximadamente sobre terreno sólido, con un fuerte impacto valorado en 2,000 kgs., con fractura múltiple del hueso craneal, y fuertes hematomas. Según la valoración de los médicos, la mortalidad superaba el 80%. La Congregación encontró el proceso muy bien llevado, con textos que resultan bien informados y dignos de fe. En el conjunto, el caso disponía de una sólida base probatoria. El decreto de Validez de los actos del proceso es del 11 de noviembre de 1994. En la misma Congregación, el 26 de febrero de 1998, los médicos especialistas lo aprobaron por unanimidad (cinco sobre cinco), sorprendidos de encontrar la fractura soldada y sin manifestar ningún signo de complicación, con una altísima probabilidad de muerte y con una modalidad de curación rápida, completa y duradera; era una inexplicable curación según el conocimiento de la ciencia médica. La madre del joven fue la que, con gran fe, invocó al Beato Juan Diego por la salvación de su hijo. El 11 de mayo de 2001, en Congressus Peculiaris super Miro, los Consultores Teólogos, presididos por el Promotor de la Fe, aprobaron el milagro hecho por intercesión del Beato Juan Diego Cuauhtlatoatzin, con voto afirmativo por unanimidad. Sin duda alguna, el humilde Juan Diego es una ejemplo de santidad y un fuerte intercesor de su pueblo.

Un deseo constante y ferviente, el que Juan Diego sea canonizado

Nuestro pueblo humilde y sencillo siempre a guardado en la memoria de la tradición y en el recinto de su corazón un profundo respeto y veneración por este gran hombre, elegido por Nuestra Señora de Guadalupe para ser su mensajero, y nunca ha dudado de su santidad.

Después de tantos siglos de intenso, honesto y profundo trabajo, especialmente en estos últimos años; y, además, de la sincera oración, sacrificios y ofrendas de miles de personas que con la sencillez del corazón han elevado sus peticiones a Dios Nuestro Señor y a María Santísima de Guadalupe, para que nos regalaran el don maravilloso de tener a Juan Diego en los altares, canonizado y reconocido como uno de los personajes claves en la historia de la evangelización de América. Juan Diego que ha sido el portador de un mensaje que trasciende fronteras y tiempos, el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe para que, con la aprobación de la Iglesia, se le construyera un templo, donde Ella reconstruiría la vida del ser humano, aquel que con sincero corazón se acercara y se confiara a Ella, ahí escucharía todas las tristezas, dolores, sufrimientos y penas, y lo conduciría por el camino seguro del amor para llevarlo ante »el verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, el Dueño del cielo, el Dueño de la tierra’;’ poniéndolo de manifiesto con todo su amor. María Santísima de Guadalupe es la que le aseguró a su humilde mensajero: »ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré».

Todos los sucesores de fray Juan de Zumárraga han promovido ininterrumpidamente el gran Acontecimiento Guadalupano, el cardenal Norberto Rivera, con un gran esfuerzo y una ferviente oración, ha impulsado de manera decisiva la Canonización del Beato Juan Diego. Asimismo, el Rector y todos los Canónigos de la Nacional e Insigne Basílica de Guadalupe, han dirigido peticiones al Santo Padre, por ejemplo el 21 de agosto de 2000, en una de varias cartas, dicen: ‘estamos plenamente convencidos de la historicidad del Beato Juan Diego […] Por lo tanto, nuestra voz se dirige ahora a Su Santidad, para pedirle, humildemente, la pronta canonización del Beato Juan Diego’.

El Episcopado Mexicano en pleno ha sido de los más fuertes promotores motivando tanto la investigación científica, así como la evangelización y devoción popular en una pastoral integral. El Episcopado Mexicano declaró el 12 de octubre de 2001: ‘La verdad de las Apariciones de la Santísima Virgen María a Juan Diego en la colina del Tepeyac ha sido, desde los albores de la evangelización hasta el presente, una constante tradición y una arraigada convicción entre nosotros los católicos mexicanos, y no gratuita, sino fundada en documentos del tiempo, rigurosas investigaciones oficiales verificadas el siglo siguiente, con personas que habían convivido con quienes fueron testigos y protagonistas de la construcción de la primera ermita’; y más adelante señala: ‘Consideramos también deber nuestro manifestar que la historicidad de las apariciones, necesariamente lleva consigo reconocer la del privilegiado vidente interlocutor de la Virgen María.’ Todos los Obispos Mexicanos se unen en una misma oración: ‘expresamos nuestra confianza en que no tardará su canonización y por ello elevamos nuestra plegaria’.

Camino a la Canonización del Beato Juan Diego: 2 de noviembre de 2001, P. Dr. Eduardo Chávez Sánchez, Postulador para la Causa de Canonización del Beato Juan Diego. Publicado con su permiso

(Copyright (c) SCTJM Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María)

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los frutos del Espíritu Santo

¿Qué son y cuales son los frutos del Espíritu Santo?

Pregunta:

Querido Padre, primero deseo saludarlo en la paz de Cristo Resucitado. Le cuento que junto a mi esposa servimos al Señor en catequesis de Confirmación en un colegio laico y que el desarrollar el tema del Espíritu Santo, queremos profundizarlo más con los frutos del Espíritu. Gracias.

Respuesta:

Estimado C.:

1. Los frutos del Espíritu Santo.

En una magníficas catequesis de Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo (22-5-91), el Papa tocó el tema de los frutos del Espíritu Santo, haciendo una correlación entre éstos y las características de la caridad (1 Cor 13). Le recuerdo sus principales palabras:

‘Se diría que san Pablo, al enumerar los ‘frutos del Espíritu’ (Ga 5, 22), quisiera indicar, en correlación con el himno, algunos comportamientos esenciales de la caridad. Entre éstos:

1) Ante todo, la ‘paciencia’ (cf. el himno: ‘La caridad es paciente’, 1 Co 13, 4). Se podría observar que el Espíritu mismo da ejemplo de paciencia con los pecadores y con su comportamiento imperfecto, como se lee en los evangelios, en los que Jesús es llamado ‘amigo de publicanos y de pecadores’ (Mt 11, 19; Lc 7, 34). Es un reflejo de la misma caridad de Dios, observó santo Tomás, ‘que usa misericordia por amor, porque nos ama como algo propio’ (II-II, q. 30, a. 2, ad 1).

2) Fruto del Espíritu es la ‘benevolencia’ (cf. el himno: ‘la caridad es servicial’, 1 Co 13, 4). También ella es un reflejo de la benevolencia divina hacia los demás, vistos y tratados con simpatía y comprensión.

3) Está luego la ‘bondad’ (cf., el himno: La caridad ‘no busca su interés’, 1 Co 13, 5). Se trata de un amor dispuesto a dar generosamente, como el del Espíritu Santo, que multiplica sus dones y hace partícipes de la caridad del Padre a los creyentes.

4) En fin, la ‘mansedumbre’ (cf. el himno: la caridad ‘no se irrita’, 1 Co 13, 5). El Espíritu Santo ayuda a los cristianos a reproducir las disposiciones del ‘corazón manso y humilde’ (Mt 11, 29) de Cristo y a poner en práctica la bienaventuranza de la mansedumbre que él proclamó (cf. Mt 5, 4)’.

2. Las obras de la carne

Junto al tema de los frutos del Espíritu Santo San Pablo enumera las ‘obras de la carne’, como lo opuesto a aquellos. Sigue diciendo:

‘Con la enumeración de las ‘obras de la carne’ (cf. Ga 5, 19-21), san Pablo aclara las exigencias de la caridad, de la que derivan deberes bien concretos, en oposición a las tendencias del homo animalis, es decir, víctima de sus propias pasiones. En particular: evitar los celos y las envidias, deseando el bien del prójimo; evitar las enemistades, las discordias, las divisiones y las rencillas, promoviendo todo lo que lleva a la unidad. A esto alude el versículo del himno paulino, en el que se dice que la caridad ‘no toma en cuenta el mal’ (1 Co 13, 5). El Espíritu Santo inspira la generosidad del perdón por las ofensas recibidas y por los daños sufridos; y capacita para ello a los fieles a quienes, como Espíritu de luz y de amor, hace descubrir las exigencias ilimitadas de la caridad’.

Y termina mostrando esto en la vida de la Iglesia: ‘La historia confirma la verdad de lo expuesto: la caridad resplandece en la vida de los santos y de la Iglesia, desde el día de Pentecostés hasta hoy. Todos los santos y todas las épocas de la Iglesia llevan consigo los signos de la caridad y del Espíritu Santo. Se diría que en algunos períodos históricos la caridad, bajo la inspiración y la guía del Espíritu, ha asumido formas caracterizadas particularmente por la acción auxiliadora y organizadora de las ayudas para vencer el hambre, las enfermedades y las epidemias de tipo antiguo y nuevo. Hubo así ‘santos de la caridad’, como fueron llamados especialmente en el siglo XIX y en el nuestro. Son obispos, presbíteros, religiosos y religiosas y laicos cristianos: todos ‘diáconos’ de la caridad. Muchos han sido glorificados por la Iglesia; muchos otros por los biógrafos y los historiadores, que logran ver con sus ojos o descubrir en los documentos la verdadera grandeza de estos seguidores de Cristo y siervos de Dios. Y, no obstante, la mayoría permanece en aquel anonimato de la caridad que, sin cesar y eficazmente, colma de bien al mundo. ¡Que la gloria esté también con estos soldados desconocidos, con estos testigos silenciosos de la caridad! ¡Dios los conoce, Dios los glorifica verdaderamente! Tenemos que estarles agradecidos, pues son la prueba histórica del ‘amor de Dios derramado en los corazones humanos’ por el Espíritu Santo, primer artífice y principio vital del amor cristiano’.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

ángeles

¿Cuál es la doctrina teológica de la Iglesia acerca de los ángeles y demonios?

Pregunta:

Querido Padre necesito me ayude con el tema de los Ángeles y los demonios, quiero saber cuál es el planteamiento que la teología de la Iglesia contemporánea hace en su exposición doctrinal de este tema tan importante. De antemano gracias. Cuente desde hoy con mis oraciones. Att. Seminarista J.A.H.

Respuesta:

Estimado J.:

La doctrina de los ángeles está resumida en el Catecismo de la Iglesia Católica nn. 328-336. En la Gran Enciclopedia Rialp hay un excelente artículo sobre el tema que te transcribo a continuación (puedes encontrarlo en: http://www.canalsocial.com/enciclopedia/religion/angeles.htm):


I. RELIGIONES NO CRISTIANAS.

La creencia en ángeles, démones, etc., ha desempeñado, con alcance casi universal en la historia de las religiones, un papel importante, sobre todo en la religiosidad popular. Está presente en el polidemonismo de varios sectores prehistóricos, en las religiones china, brahmánica, hindú, irania, babilonia, asiría, egipcia, celta, germana, azteca, incaica, etc. Puede afirmarse que la angelología es un capítulo de todas las religiones celestes.

1.Precisiones terminológicas.

El término castellano ángel enlaza, a través del latín angelus, con el griego angelos o mensajero. Con acierto observa S. Gregorio Magno (In Evangelia homiliae, 34, 8: PL 76, 1250 e): ‘angelus nómen est officii, non natura’. Por eso entre los griegos son llamados angelos los enviados para transmitir un mensaje tanto si son hombres (Homero, llíada, 5, 804; 13, 2; Heródoto, 1, 99, etc.) como dioses: Hermes, Iris, Némesis, etc. (Homero, Ilíada, 2, 786; Odisea, 5, 29; Platón, Leges, 4, 717, etc.). La palabra démones (del griego daimon, daimones, en latín daemon), etimológicamente significa ‘distribuidor’ en el sentido activo de su raíz da¡-; y, en el pasivo, ‘lo distribuido, el lote’ bueno o malo que corresponde a cada persona, significado que, en parte, coincide con el del latín genius, ‘los genios’, p. ej., en sentido amplio, lo ‘congénito’, y facilitó su posterior relación con el valor técnico de ángel. Tanto los á., designación preferentemente bíblica, como los démones, pueden ser buenos o malos. El texto latino más antiguo que habla explícitamente de la sinonimia de los angeli-daemones es de Labeo, S. I a. C. (S. Agustín, Ciudad de Dios, 9, 19), al comparar los démones grecorromanos con los á. de otr ‘ as religiones, alusión implícita al judaísmo. Pero ya en el S. IV a. C. se había iniciado un proceso degradatorio de la palabra daimon, que terminó por conservar sólo, o al menos de modo predominante, su significado maligno. De ahí que los cristianos la escogieran como designación de los á. malos, los demonios. A fin de evitar el riesgo de una equiparación entre á. y demonios del cristianismo y sus homónimos paganos, aquí se prefiere emplear la terminología ‘démones buenos y malos’ de sabor evidentemente helénico; por tanto, al usar la palabra démones, se hace referencia a una realidad, no siempre personificada ni personal, que ha sido nombrada con vocablos dispares en los distintos idiomas y religiones: angelos, daimones, pneuma, dynamis, etc., griegos; ginn, de origen preislámico; ha-watif, ha-fazza, árabes y de varios pueblos semitas; Ifrit, Knumén, Erebuti, etc., egipcios; Karibu-Lititu, sédu, lamasu, pazuzu, la demon lamastu, los ‘siete sabios’ protectores, los ‘siete malignos’ mensajero<; de Anu, entre los sumerios, acadios, babilonios y asirios; Toura (Costa de Marfil); Sebau (pigmeos); Niang (Madagascar); Yang (los I¿irai del Vietnam); los daeva y, según algunas de sus interpretaciones, los siete Amesha spenta iranios; asuras, nagas (India); los venerados como Kami en el shinto ‘ japonés; Manes Y. en parte, los genii romanos, si bien éstos no parecen ser realidades distintas del individuo cuyo ‘genio’ son, sino más bien ‘fuerza’ familiar, etc.; o sea, todas las realidades sacrales que aparecen en función de seres intermedios e intermediarios entre los dioses y los hombres tanto por su naturaleza como por su misión.

2. Estadios en la interpretación de los démones.

Resulta muy difícil, por no decir imposible, trazar la evolución semántica de los démones, y esto incluso en cuanto a sus dos polos: el término a quo y ad quem. En casi todos los casos se trata de dilucidar si su noción pasó de una realidad concebida como fuerza abstracta e impersonal – mana, orenda, de algunos pueblos primitivos- la de seres personales o al revés. Así, p. ej., en la religión griega, según unos (M. P. Nilsson, A. Tovar, etc.), los démones, en un principio, eran algo indeterminado, simple manifestación de una potencia actuante sobre los hombres; vaga personificación del destino y, por fin, conjunto de seres personificados. Para otros (H. l. Rose, E. R. Dodds, K. Prümm, etc.), al parecer más en consonancia con los documentos conservados, recorrieron el camino inverso. Mientras la moira, con significado básico similar (‘parte, lote’), describió la trayectoria que parte de la idea de un sino impersonal hasta convertirse en un hado personal, los démones evolucionaron en sentido opuesto, siendo la etapa final el significado de suerte, destino no personificado. Ante la imposibilidad de solucionar de modo apodíctico esta problemática, se limitará este trabajo a destacar sólo dos interpretaciones, sin que el orden de su enunciado implique la consideración de etapas históricamente progresivas en el desarrollo del concepto de los démones en las diversas religiones.

a) Interpretación racional. De acuerdo con el valor pasivo de su etimología, que contrasta con la condición personificada del activo, el demon tiene, a veces, significado de lote bueno o malo, enviado desde fuera e inserto en el hombre mismo. Cuando Teognis (Elegías, 1, 637) y Sófocles (Antígona, 791 ss.) llaman demonios peligrosos a la esperanza, al espíritu de aventura, al temor y a Eros, subyace la mentalidad homérica, según la cual estos sentimientos, dotados de vida propia, no pueden ser considerados simplemente como partes del yo, pues no están sometidos al control del hombre y lo empujan, como enemigos metidos en la ciudadela corporal, a comportamientos extraños. Esta humanización resalta su carácter abstracto en los pasajes en los que daimon figura en plano de igualdad junto a suerte (Aristófanes, Aves, 544; Esquines, 3, 157; Demóstenes, 18, 303, etc.). Heráclito los humaniza aún más, al concretar: ‘el carácter es para el hombre su demon’ (Fragmento, 119, Diels), y Epicarmo (Fragmento, 17, Diels) especifica: ‘… su demon bueno, para algunos también malo’. Al amparo de este proceso, Platón (Timeo, 90 e) identifica el demon de cada uno con su inteligencia, y los estoicos (Epicteto, Pláticas, 3, 22, 53) con su conciencia.

b) Interpretación personal y sobrehumana. Sobre la interpretación precedente prevaleció, con mucho, su catalogación entre los seres de perfiles personificados e individualizados, intermediarios entre dioses-hombres, compañeros de éstos para custodiarlos (démones buenos) o para perjudicarlos (démones malos). Pero de los démones entendidos así se habla en los apartados siguientes.

3. Naturaleza y misión de los démones.

a) Seres intermedios e intermediarios entre dioses y hombres. Es, sin duda, su nota más universal, común a todos (buenos y malos) y en cualquier religión. La afirmación de Platón (Fedro, 246 e), que presenta a Zeus ‘rodeado de dioses y démones’, la de Proclo (In Timeum, 290 c), que extiende a cualquier dios el cortejo de démones, o la postura de los ‘siete sabios’ (sumerios, babilonios), o la de los angelos órficos alrededor del trono de la divinidad (Orphicorum, fragmenta 248, citado por Clemente Alejandrino, Strommata, 5. 1253 3), y la de los angeli en torno a Juno (Inscripción tardía de Dacia, F. Cumont, o. c. en bibl., 159), vale para las divinidades supremas de la religiosidad babilonia, egipcia, irania, etc. Hasta conocemos el nombre de algunos de ellos, p. ej. ‘Eratos, uno de los démones que están en torno a Dionisos’ (Pausanias, 1, 2, 5). Tanto los démones buenos como los malos, que rodean el trono del dios del infierno, p. ej. los 15 démones en torno a Nergal (asirios, babilonios) y los ‘siete malignos’ (sumerios, babilonios), o integran la corte del principio del mal, p. ej. los daevas iranios, etc., sirven a su respectivo señor, guardando a los hombres conforme a su condición protectora o maléfica. Plutarco les asigna este puesto casi con urgencia de anillo sin el cual quedaría roto el lazo de unión entre los dioses trascendentes y los hombres (De defectu oraculorum, 10, 415). Ya en época tardía sus propiedades semejan una mezcolanza de cualidades divinas y humanas: ‘moradores de la zona media entre el cielo y la tierra, más débiles que los dioses, más fuertes que los hombres… in. mortales, pero pasibles como los mortales… ‘; algunos testimonios los hacen mortales, si bien pueden llegar a vivir 9.000 años (Platón, Banquete, 202 e; Máximo de Tiro, 8, 8; 9, 3; Apuleyo, De deo Socratis, 13, 147; Plutarco, De delectu oraculorum, 3-6 y 12, 13; Isis et Os¡ris, 25; De Genio Socratis, 7-12; Porfirio, Fragmento, 23, 1 h; etc.). Precisamente las diferentes especies de démones provienen de la distinta proporción de la mezcla entre lo divino y lo sensible, de suerte que cuanto más cerca se hallan de la tierra son más imperfectos en sí y más perjudiciales para los hombres (Plutarco, neoplatónicos, etc.).

b) Guardianes de los hombres. Un segundo aspecto de los démones es su vinculación a un individuo determinado, de ordinario desde su nacimiento (Hesíodo, Erga, 314; Focílides, Fragmento, 15; Píndaro, Olímpicas, 13, 105; etc.); casi siempre en posición antagónica a causa del enfrentamiento entre un demon bueno y otro malo, cada uno trata de determinar el destino de su encomendado. Por medio del bueno la divinidad ayuda a los mortales: ‘El gran propósito de Zeuá dirige el demon de los hombres a quienes ama’ (Píndaro, Píticas, 5, 122 ss.). La asignación de un demon bueno y malo a cada persona, presente en la religiosidad sumeria, babilonia, egipcia, etc., dentro del área helénica actúa con vigor intensificado en la doctrina de los estoicos y de los neoplatónicos, así como en la creencia popular: ‘Euclides Socraticus duplicem omnibus omnino nobis genium dicit adpositum’ (Censorino, De die natal¡, 3, 3). Y el comediógrafo Menandro (Fragmento, 18 y 550) recoge la fe ya popularizada: ‘Junto a cada hombre, apenas nacido, está un demon, buen mystagogo, iniciador-guía en el misterio de la vida… ‘.Los árabes y distintas tribus semitas completan el número y su posición. Cada individuo tiene cuatro haffaz o démones buenos encargados de su custodia y colocados los dos diurnos a la derecha e izquierda, los dos nocturnos a la cabeza y pies. Los yinn o démones malos acechan y aprovechan especialmente los momentos del relevo, cuando al amanecer y atardecer retoman los custodios a la corte de la divinidad. De ahí la necesidad de la oración al salir y ponerse el sol.

Estos démones individuales ejercen una misión de custodia no sólo en cuanto plasmadores del destino bueno o malo de orientación más o menos fatalista, sino también, sobre todo en algunos autores, p. ej. Jenócrates (Aristóteles, Tópicos, 2, 6, 112 a, 37; Estobeo, 4, 40, 2; 5, 925, Hense), con función de evidente matiz ético en orden a favorecer la conducta virtuosa o viciosa. La misión de guarda vigilante les mereció la designación de phylaces, guardianes de los hombres (Hesíodo, Erga, 121 f-122; Platón, República, 617 e; Política, 271 d). Esta tarea no siempre se circunscribe a un individuo; existen también démones tutelares de localidades y de las polis-Estados (Platón, Leges, 4, 712-14). Algunos démones han pasado a la historia debido a la importancia de los confiados a su guarda, p. ej., los de Alejandro Magno, César, Bruto, Casio (Plutarco, De Alexandri Fortitudine, 330 d; Caesar, 69; Brutus, 36 y 38; Valerio Máximo, 1, 7, 7) y, sobre todo, el de Sócrates; pero éste no puede quedar reducido a la categoría de un custodio igual al de los restantes mortales. El mismo Sócrates lo considera concedido ‘quizá a alguien, tal vez a nadie de los pasados’ (Platón, República, 6, 496 e). Su misión es negativa. La voz interior de su demon nunca da órdenes a Sócrates, a no ser las prohibitivas (Platón, Apología, 31 d; Fedro, 242 b-c; Alcibíades, 1, 103 a, 105 d, 124 c; Jenofonte, Apología, 5). Si se calla, Sócrates obra tranquilo, pues así sabe que acierta.

c) Psicopompos o compañeros de las almas en el viaje de ultratumba. Guardianes de los hombres mientras viven sobre la tierra, les acompañan en su viaje al más allá, Platón (Fedón, 107 c-d, 108 a-b; República, 10, 617 e, 62Oe, etc.) concede al demon custodio la misión de llevar el alma al Hades. Más tarde, sacados de las entrañas de la tierra los Campos Elíseos – residencia ultraterrena de las almas buenas- y colocados en las zonas celestes, el demon la acompaña en su ascenso a las mansiones etéreas (Proclo, In Rem publicam, 2, 52; Jámblico, De mysteriis, 2, S; Porfirio en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9, 2, etc.). No obstante, en la creencia greco-romana esta función psicopómpica suele corresponder a algunos de los angelos catactonios o mensajeros de los dioses subterráneos, p.ej., a Hécate y, muy en primer lugar, a Hermes-Mercurio (Horacio, Odas, 1, 24, 15-18, etc.). Expresivas como pocas son las pinturas de la tumba de Vibia (Catacumbas de Praetestato), esposa de un sacerdote de Sabacio, que es conducida por Mercurius Nuntius, mensajero, traducción del griego angelos, ante el tribunal de ultratumba; a continuación el angelus bonus la introduce en el banquete de los bienaventurados. Es de época e influjo judío-cristiano.

d) Relacionados con la mántica y astrología. Los démones controlan ‘todas las clases de presagios’ y los ‘portentos de los magos’ (Apuleyo, De deo Socratis, 6; Platón, Banquete, 202 e; Teages, 129 d; Plutarco, De defectu oraculorum, 411 y 418, etc.). Pero si están relacionados con todas las especies de mántica, mucho más con la astrología, hasta en su sentido material, debido a su identificación con los astrosplanetas o al menos de ser considerados éstos como mansión suya, especialmente en la demonología babilonia y árabe (los siete arcángeles y los siete planetas), en los Oracula Chaldaica del S. III d. C., en varios neoplatónicos (jámblico, Proclo, etc.), en el Corpus Hermeticum (L 6, 10-21; 4, 8, etc.). A cada individuo corresponde una estrella y un demon buenos o malos.

e) Causantes de mentiras, enfermedades, endemoniamientos, etc. Se puede afirmar que en la Antigüedad la responsabilidad de cualquier acontecimiento desagradable, sobre todo si no encajaba en el comportamiento ordinario de los hombres, recaía sobre algunos de estos seres sobrehumanos. Los démones producían las fiebres (Plinio, Historia natural, 2, 16; Filóstrato, Vita Apollonii, 4, 10), la esterilidad, sequías, hambres, etc. (Porfirio, Abstinentia, 2, 40), perturbaciones mentales (Hipócrates, Virg. t, 8, 466 Littré; Eurípides, Hipólito, 241), las mentiras y otras calamidades, si bien el aspecto ético de su influencia – salvo excepciones- es de época tardía (Porfirio, Corpus Hermeticum; y, sobre todo, Celso) probablemente por influencia cristiana. No obstante, su maleficio típico es la posesión; entran en el cuerpo humano con la sangre, carne comida o aire respirado (Porfirio, Abstinentia, 2, 36 ss.), toman posesión de sus órganos como las fieras de su presa, convirtiendo al poseso en sujeto destrozado por sufrimientos y contorsiones.

4. Origen de la creencia en los démones.

Es difícil explicar cómo se ha originado en la humanidad la creencia en los démones. En líneas generales, cabe decir que es una consecuencia de la percepción por parte del hombre de las realidades espirituales. El hombre reconoce que el universo no se agota en lo que ve y toca, sino que existe un más allá; así se abre al conocimiento de la inmortalidad, de Dios y a la advertencia de la posibilidad de unos seres inferiores a Dios, pero superiores al hombre, a los que – en la medida en que su conocimiento de Dios estuviera mezclado de deficiencias y errorestendió a colorear con rasgos divinos, etc. Más en concreto pueden señalarse algunas causas inmediatas de la denonología tal y como de hecho existe:

a) Necesidad de enlaces entre los dioses trascendentes y los hombres. Aunque una constante religiosa de la Antigüedad, la telúrico-mistérica, se caracteriza por la inmanencia de la divinidad, otra, la étnico-política, se distingue por el sentido localista, ‘el dios arriba, altísimo’ y trascendente de sus deidades. En esta última aparecen los démones como anillos de conjunción entre los dioses celestes y los hombres terrestres. De ahí su condición de seres intermediarios por su naturaleza y misión, así como su residencia en los astros y la creencia de que los espacios etéreos están llenos de démones, moradores del aire como los peces del agua, etc. (Platón, Epinomis, 984 f; Diógenes, Vitae Philosophorum, 8, 129-32 – pitagóricos- Plutarco, Isis et Osiris, 25; Apuleyo, De deo Socratis, 139; Porfirio en S, Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Si existen démones teriomórficos o telúricos es sólo en cuanto psicopompos o por efecto del sincretismo,.

b) Recurso etiológico. Algunos démones surgieron o, al menos, aseguraron su existencia por servir para explicar los impulsos irracionales que tientan al hombre contra su voluntad o las situaciones familiares, sociales, etc., extrañas: pestes, hambre, etc. (Simónides de Amorges, 7, 102; Sofocles, Edipo Rey, 28, etc.). El hombre explicó estos y otros fenómenos raros, tanto naturales como astrales, recurriendo a unos seres similares a él, pero mucho más poderosos: los démones.

c) Antropomorfismo. Es la atribución a los dioses de unos mensajeros semejantes, aunque mucho más rápidos, a los heraldos de los reyes, caudillos¡ etc., de importancia hasta sagrada en la Antigüedad babilónico, egipcia, griega, etc. A su vez, por reacción, la falta de fuerza de los dioses olímpicos, demasiado humanizados y estéticos, facilitó la demonización de la religión ya decadente. Antropomórfica es también la condición híbrida de algunos démones ‘hijos de dioses y de ninfas o de seres similares’ (Platón, Apología, 27 d; los démones a quienes se concede el signo gráfico de la divinidad, p.ej., dingir – sumerios- il o ilu – acadios-; los ‘hijos mensajeros de Anu’ – asirios, babilonios, etc.).

d) Degradación de algunos dioses y dualismo. Al ser vencido un pueblo, sus divinidades, si no eran absorbidas por la religión de los vencedores, solían quedar condenadas a una vida subterránea; y, en muchos casos, consideradas enemigas, se convertían en démones maléficos, componentes del cortejo del principio del mal, p. ej. los daevas iranios, la serpiente encarnación de la suprema divinidad telúrica, los asuras y los nagas de las originarias creencias indias, etc.

e) Demonización de los espíritus de los muertos. Algunos textos presentan una escala de seres minuciosamente jerarquizado: dioses olímpicos, marinos, subterráneos (Hades), démones buenos, démones malos, héroes, antepasados, hombres actuales (Platón, Leges, 4, 7l7a; Epinomis, 984f; Proclo, In Timaeum, 299e-f; Porfirio, De regressu animae fragmentae, en S. Agustín, Ciudad de Dios, 10, 9). Pero, según otros, este escalafón no excluye la posibilidad de ascenso de las mejores almas humanas a démones, héroes o dioses (Plutarco, De delectu oraculorum, 4l5)

f). Y aunque los estoicos y, en general, la filosofía, niegan la identificación de los démones con los héroes, una constante del pensamiento helénico afirma la de algunos; p.ej., Hesíodo llama démones a los espíritus de los muertos en la edad de oro (Erga, 121 ss.); Heródoto a Zalmolxis (4, 94, 1, y 96, 2); Esquilo al rey Darío (Persas, 5, 641 ss.); Posidonio, Apuleyo y los neoplatónicos a las almas de los muertos en general; si bien Proclo (In Timaeum, 290 a ss., 42 e; In Cratilum, 128) distingue tres clases de démones: los angelos, los démones propiamente dichos y los héroes.f) Sincretismo. En toda el área del Oriente Medio se operó, en este punto, un intercambio de ideas más o menos profundo. A modo de ejemplo, en la demonología helénica confluyen representaciones demonológicas primitivas de los pueblos preindoeuropeos del Egeo, otras más precisas y organizadas del Oriente, corrientes místicas, principalmente el orfismo, el dualismo y los daevas iranios, la angelología judeo-cristiana, etc., de suerte que la demonología helénica es un aspecto más del sincretismo religioso característico del helenismo y de la dominación romana.

g) Residuos e influjo de la Revelación bíblica. Aunque no. se intenta determinar los residuos de la primitiva revelación verdadera, no se puede negar el influjo ejercido por las creencias judías y cristianas, tal como aparecen en la S. E., en los dos siglos anteriores a Cristo y en los posteriores, respecto de la angelología árabe y, en cuanto a la helénica, respecto de los angelos catactonios, demonología de los Oracula Chaldaica, hermetismo, gnósticos, neoplatonismo (Porfirio, jámblico, Proclo, Máximo de Tiro), etc.5. Epifanías y representación de los démones. Residentes en el aire y enlaces entre los dioses celestes, antropomórficos y los hombres terrestres, los démones buenos suelen ser representados en forma humana, pero alada (‘siete sabios’ sumerio-acadios, Hermes griego y Mercurio latino con alas incipientes en pies y hombros, etc.); a veces también con cabeza igual a la de las aves 1 aladas moradoras de las zonas etéreas y ellas mismas angelos de los dioses Homero, Ilíada, 8, 247; 24, 292, 315; Teognis, 549; Plutarco, Pyth. oracula, 22, etc.). En cambio, los démones malos, probablemente por degradación de las deidades telúrico-mistéricas prefieren las epifanías y representaciones teriomórficas, completas o parciales ¡p. ej., los nagas indios de cabeza humana y cuerpo de Serpiente) a veces monstruosas (démones minoicos, asírios, etc.) o también grotescas. Polignoto pintó un demon ‘que devora los cadáveres y deja sólo los huesos… Su color es entre negro y azul. Como la mosca de la carne, enseña los dientes y está sentado sobre una piel de lince’ (pausanias, 10, 29, 7). Los animales preferidos son la serpiente, el dragón (‘siete malvados’ asirio-babilonios, el sekhmet egipcio, los nagas, etc.) y el macho cabrío (islas Canarias, Dahomey, Irlanda, etc.).

BIBL.: A. TOVAR, Vida de Sócrates, Madrid 1947, 223-236; F, KDNIG, Cristo y las religiones de la tierra, I, Madrid 1960, 345-347, 461-462; II, 43-48, 440-441, 587; III, 156-157, etc.; iD, Diccionario de las religiones (Demonios, Polidemonismo, Shinco), Barcelona 1964; M. P. NILSSON, Historia de la religiosidad griega, Madrid 1953, 204-209; A. Suys, De angelis apud ueteres aegyptios, ‘Verbum Domini’ 13 (1933) 347-351, 371-378; E.PETERSON, Engelund Dümonen. Nomina Barbara, ‘Rheinisches Nluseum’ 75 (1926) 393-421; W. FOERSER, Daimon, en TWNT 2.1-9; F. ANDRÉS, Angelos en RE Supplementum, 3, 101-114 y Daimon, ib., 267-322; F. CUMONT, Les anges du paganisme, ‘Rev. d’Histoire des Religions’ 72 (1915) 159-182; F. KóNlGl Die Amesha Spentas und die Erzengel ¡m Altem Testament, Melk 1935; H. MAURIER, Essai d’une theologie du paganisme, París 1965, 121-136, 167-169; M. P. NILSSON. Geschichte der griechischen Religion, I, Munich 1955, 216-222, 364-372, 739-740, 756; 11, Munich 1961, 2lOT218, 255-257, 407-410, 438-455, 539-453, etcétera; P. BoYANcÉ, Les deux démons personnels dans l’antiqiiite, ‘Rev. de Philologie’ 61 (1935) 189 ss.; l. MICHL, Engel, en RAC 5, Stuttgart 1962, 53-60, 97-109; R. C. THompsom. The Devils and Evil Spirits of Babilonia, Londres 1930.M.GUERRA GÓMEZ.

II. SAGRADA ESCRITURA.

Antiguo Testamento. Revelación progresiva.

La palabra á. proviene del griego y significa etimológicamente ‘mensajero’. El A. T. habla con gran frecuencia de ellos, aunque no siempre designándolos con ese vocablo: los seres que denominamos con el nombre genérico de á. reciben variados nombres en el texto original hebreo del A. T.

Dios ha ido revelando por etapas todo cuanto quería enseñarnos. Esas etapas están marcadas, en la pedagogía divina, que se adecua en parte al estado cultural y aun psicológico del hombre receptor de la Revelación. No podemos olvidar que los hombres que, bajo la llamada divina, constituyen el pueblo de Israel, provenían, del politeísmo, y que luego éste rodeó a Israel a lo largo de su historia. De ahí que Dios deba ante todo reforzar el monoteísmo, negando la existencia de otros dioses fuera de Yahwéh (p.ej., cfr. Ps 115, 4 ss.; Is 43, ll; etc.). Lógicamente la Revelación sobre los á. es, en un principio, parca, haciéndose más amplia cuando el monoteísmo está bien asentado. Superación del politeísmo. Esa corrección del politeísmo es aprovechada por Dios para revelar la realidad angélica. Así se advierte en textos bíblicos que conservan tradiciones antiquísimas, que pueden hacer referencia a creencias politeístas luego corregidas. Así, en Gen 6, 1-14 se habla de los ‘hijos de Dios’ (o ‘de los dioses’), de los hombres. Estos béne ha’éloh7m nos son conocidos por Ps 29, l; 89, 7; Dt 32, 8.43; lob 1, 6; 2, l; 38, 7. Aparecen también en la literatura religiosa ugarítica que ha podido influir en la manera de expresarse el pensamiento religioso de Israel. En las más antiguas tradiciones, los béne ha’élohim aparecen como dioses de los pueblos (cfr. Dt 32) y se los describe como sometidos al poder del Altísimo, a cuya fuerza no pueden resistir, etc. (cfr. Dt 32, 8 y 37 s.). Siglos más tarde, cuando se lleva a cabo la reinterpretación de los salmos 29 y 89, los béne ha’élohím son de nuevo presentados como seres sometidos a Yahwéh (cfr. lob 1, 6, y probablemente 2, l; 38, 7). Éste es también el sentido de la redacción del ya citado texto Gen 6, 1-4. Los traductores griegos de la Biblia comprenden los béne ha’élohim en el sentido de á. El texto de Gen 6, 1-4 es interpretado, por la epístola de Judas, en la época neotestamentaria, como incluyendo una referencia a los á. caídos (lds 6; 2 Pet 2,4).El hombre politeísta, con el que convivía Israel en su infancia y aun anteriormente, en su prehistoria de Pueblo de Dios, veía tras los fenómenos de la naturaleza, de la vida, etc., fuerzas superiores que, al no reducirlas a un único Dios, las consideraba dominadas, protegidas o personificadas en divinidades. Todas las divinidades estaban reunidas en el panteón bajo la supremacía de un dios que los semitas del oeste conocían bajo el nombre de Él. La Revelación divina no suprime de golpe este politeísmo circundante, sino que hace comprender poco a poco a Israel que Él es Yahwéh y que si bien hay otros espíritus no son sino criaturas suyas que le están subordinadas. Pero no se piense que sólo así procedió la revelación de los á. Sería una concepción excesivamente simplista. Lo que se ha dicho es uno de los elementos, uno de los caminos, si se quiere, por los que Israel es llevado al conocimiento de los á. Existen también otros, reconocibles todavía en la literatura bíblica. P. ej. la figura del malaík Yahwéh o malaik élohím como se le designa a veces. Malaík es el mensajero, la palabra que más se acerca a nuestro á. De hecho se traduce ‘á. de Yahwéh’.Mensajeros de la divinidad, El ‘mensajero de X’ (nombre de una divinidad) es un concepto conocido en la literatura ugarítica de mediados del segundo milenio a.C. Así el rey divinizado Keret envía sus ‘mensajeros’ al rey Pbl pidiendo su hija en matrimonio. Y el dios del mar envía sus ‘mensajeros’ para reclamar de la asamblea de los dioses, reunidos bajo la autoridad de Él, al dios Baal. No parece, pues, que sean los autores sagrados o el pueblo de Israel quienes crean este concepto para salvaguardar la trascendencia divina. Una vez más, la pedagogía divina aprovecha los elementos de que dispone, la cultura ambiente. Y sirven, es cierto, en algunos casos para preservar la trascendencia de Yahwéh, tan difícil de soportar al pueblo de dura cerviz. El mensajero de una divinidad es distinto de la divinidad misma. Y así los textos distinguen perfectamente entre Yahwéh y su mensajero o á. Es el caso de Ex 33, 2: ‘Yo mandaré delante de ti un ángel que arrojará al cananeo, al amorreo… ‘ (es cierto que en este caso la distinción puede provenir de la fusión de dos textos). En Num 22, episodio de Balaam hay un texto antiguo, relativo al adivino Balaam, donde la divinidad no interviene directamente sino por medio de su á. En Gen 24, 7, el á. es claramente distinguido de Yahwéh, que envía a aquél para acompañar al siervo de Abraham que se encargará de traer a Rebeca. En Gen 46, 16, Jacob parece destinar entre Yahwéh y el á. que le ha salvado. Muy clara aparece la distinción en Ex 14, 19; 23, 20; Num 20, 16. De esa forma nos encontramos ante textos en los que se afirma que Yahwéh, Dios de Israel, reina no sólo en Israel, sino fuera de sus fronteras, y ejerce su dominio sobre los otros pueblos por medio de sus emisarios. Las divinidades de que hablan otros pueblos son reducidas a la categoría de malak.

En otros casos, quizá en otra etapa, las divinidades son declaradas barridas por el poder de Yahwéh. Éste pudiera ser tal vez el origen de la expresión ‘á. de Yahwéh’, pero para designar al mismo Yahwéh y no a un mensajero suyo. En Gen 16, 7 ss. se le aparece a Agar el á. de Yahwéh, pero el vers. 13 identifica al á. con Yahwéh. Algo similar ocurre en los casos narrados en Gen, 21, 17 ss.; 22, 11 ss.; 31, 11 ss.; ldc 2, 1 ss.; etc.

Generalmente, el á. de Yahwéh aparece como un ser benéfico, portador de un mensaje agradable al hombre. Su actividad, cuando existe, va marcada también con el mismo signo de la bendición. A veces están encargados los á. de misiones desagradables, son los á. malos.

La corte celestial.

La antiquísima idea preisraelita, de los reyes divinizados y del dios-rey pudo servir de peldaño para la ascensión de la mente hebrea hasta la concepción de Yahwéh-Rey rodeado de una corte. El acceso al palacio-templo de los reyes asirios estaba custodiado por toros alados con rostro humano, que hoy pueden contemplarse en el British Museum de Londres. Proporcionaban al que entraba la impresión de misterio, la sensación de lo sagrado; y prolongaban la distancia entre soberano y súbdito. Su nombre karibu sugiere una relación terminológica con los kerub(im) hebreos. Cuando el autor sagrado piensa en la expulsión del Paraíso, en el hombre alejado de la presencia de Dios, coloca a la entrada del Vergel un querubín que señale con su presencia la separación entre lo sagrado y lo profano (Gen 3, 24; Ez 28, 14). Los querubines, siempre ligados estrechamente a la presencia de Dios, sirven a Yahwéh de montura (Ps 18, 11), arrastran su carro (Ez 1, 4, y 10, 1 ss.) y sostienen su trono, con lo que el querubín adquiere tal importancia que se convierte en uno de los nombres o títulos de Yahwéh: ‘el que está sentado sobre los querubines’ (2 Sam 6, 2; 1 Sam 4, 4; Ps 80, 3; 99, l; 1 Cron 13, 6). Las serpientes constituyeron siempre un misterio para los hombres antiguos e inspiraban cierto sentido de lo sagrado. Según Num 21, 6: ‘mandó entonces Yahwéh contra el pueblo serpientes venenosas (seralim) que los mordían, y murió mucha gente’. En aquel momento, perteneciente al éxodo, el Pueblo se encontraba en el desierto. Cuando en el S. VII a. C. pasan los ejércitos de Asaradón por el mismo lugar vuelven a encontrar estos reptiles y no dejan de impresionar al cronista, que los describe de color verde, alados y con doble cabeza. Del desierto trae el Pueblo esta tradición de los serafim (cfr. Is 30, 6; 14, 29), que más tarde son representados en el Templo de Jerusalén. El reformador Ezequías supríme las reproducciones de significación idolátrica. Pero antes Isaías usa su nombre para describir la corte de Yahwéh. En efecto, Isaías dice acerca de la visión que provocó su vocación: ‘… vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime… Había ante él serafines; cada uno tenía seis alas; con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies y con las otras dos volaban… ‘ (Is 6, 1 ss.). Entre la tradición de Números y la de Isaías, la Revelación ha progresado de manera sustancial. Del elemento Primitivo queda su carácter de guardián e instrumento e la divinidad (Is 6, 6: ‘Pero uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en sus manos un carbón encendido… ‘), fuerza de la muerte y de la vida, purificación (ls 6, 7). Los serafines tienen en común con los querubines el ser miembros de la corte real de Yahwéh.

Espiritualidad de los ángeles.

Al llegar el exilio (s. vi a. C.) Dios ha proporcionado a Israel la Revelación, e Israel por su parte ha respondido con la fe en un estricto monoteísmo, que está ya tan firmemente radicado que no tiene peligro de contagio por el politeísmo circundante. La angelología no sólo tiene ya puestos sus fundamentos, sino que se puede desarrollar ampliamente.

El profeta Ezequiel habla en el cap. 9 de seis espíritus encargados por Dios de destruir todo lo que no ha sido marcado por un escriba vestido de blanco. Algunos han querido ver una relación, al menos verbal, entre ese texto y algunas tradiciones iránicas, PCt0 no es claro; en cualquier caso Ezequiel los describe como espíritus a las órdenes de Dios. Con el profeta Zacarías la Revelación continúa progresando en el sentido de poner de manifiesto la espiritualidad de los á.; Zacarías habla en efecto mucho de ellos, y a partir de la quinta visión (Zach 4, 1 ss.) declara que el á. tiene como misión interpretar los signos y las visiones, Queda absolutamente claro que los á. no son fuerzas cósmicas, sino realidades espirituales. El gusto por la apocalíptico sirve de vehículo a la revelación de la existencia de multitudes de á. que pueblan los espacios celestiales. El libro de Daniel habla de miles de millares (Dan 7, 10). Son seres inteligentes que explican a Daniel sus visiones. Algunos detentan poderes divinos, como Gabriel (Dan 7, 10), cuyo nombre significa ‘fuerza de Dios’, 0 como Rafael, ‘medicina de Dios’, que aparece en el libro de Tobías, 0 COMO príncipes que rigen los destinos de los pueblos, como Miguel lo es de Israel y el innominado príncipe de Persia lo es de este país (Dan 10, 8 ss.). La trascendencia de Dios queda perfectamente marcada; lo indica el mismo nombre de Miguel, Mi-ka’-El: ‘¿Quién como Dios?’.

Literatura apocalíptica apócrifa.

La época inmediatamente anterior y posterior al N. T. se caracteriza por tinas preocupaciones apocalípticas referentes al horizonte de la vida del hombre y de su visión del cosmos. La literatura apocalíptica va toda ella dirigida hacia la expresión de las maravillosas intervenciones de Dios en un futuro más o menos lejano. Dominados por el desconocimiento que del futuro tienen estos autores, usan un lenguaje en el que las imágenes se suceden sin interrupción y aun se yuxtaponen, lo que da a sus descripciones un sabor de misterio que es, sin duda, una de las primeras intenciones de los cultivadores del género apocalíptico. Profundamente persuadidos de su fe en un solo Dios, principio creador de todas las cosas y conservador de las mismas, incluso director de la historia humana, los apocalipsis apócrifos le hacen intervenir de manera espectacular, rodeado en toda ocasión de multitudes de á. que son los depositarios de la fuerza divina, de los poderes divinos que se extienden a todo el cosmos, y encargados de una misión divina ad casum, o más o menos continua, como puede ser el gobierno de una nación, de un grupo, de los individuos en particular. La literatura apócrifa veterotestamentaria es rica en referencias angélicas. Espíritus invisibles (Testamento de Leví 4, l: 2 Bar 51, 11) provistos de seis alas (Enoc 51, l; 2 Enoc 19, 6; 21, l) y varios ojos (Enoc 51, l) son descritos generalmente como jóvenes revestidos de luminosidad, con semblante ardiente como el fuego (Enoc 17, l; 2 Enoc 19, 1-4). Su número es incalculable (Enoc (50, l; 71, 9; 4 Esd 6, 3; 2 Bar 21, 6; 56, 14; 59, 1 l).Este ejército celestial se encuentra perfectamente jerarquizado en dos categorías fundamentales:

a) los á. superiores, que viven cerca de Dios, conocen sus secretos designios, celebran y comparten el reposo sabático con Dios (jubileos 2), le acompañan siempre, incluso en sus teofanías, y le representan en la tierra. Celebran continuamente la liturgia celeste (jubileos 30, 18). Se encargan de comunicar a los hombres, casi a cada instante.. la voluntad divina y la manera de llevarla a cabo (Jubileos 3-4).

b) Los á. inferiores juegan un modesto pero eficaz papel. Encargados del funcionamiento de los elementos del mundo, fenómenos naturales como el viento, nieve, escarchas, frío, calor, truenos, etc., ‘cuatro miríadas de ángeles provistos de seis alas cada uno, conducen diariamente al Sol y a la Luna’ (2 Enoc 1 l). No observan el sábado para no paralizar la vida sobre la tierra (jubileos 2; 2 Enoc 12; etc.). Fundado en la apocalíptica, el rabinismo llegará a una verdadera casuística sobre los á.

Nuevo Testamento.

Este es el panorama que precede y en parte prepara el N. T. En él encontramos la enumeración de las diferentes categorías de á.: arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids.9), querubines (Heb 9, 5), tronos, dominaciones, principados, potestades (Col 1, 16) y virtudes (Eph 1, 21). Estos textos, pertenecientes al corpus paulinum, manifiestan preocupación por el problema de las crisis religiosas de la Iglesia primitiva que unos llaman gnosis y otros judaísmo esotérico: si S. Pablo habla de los á. se debe, más que a una preocupación directa por ellos, a su deseo de mostrar que la redención de Cristo es universal, cósmica. Ésta es la preocupación o interés fundamental del N. T.: la persona de Cristo y su obra. Por otra parte, los evangelios nos refieren que Jesús, de origen celeste, tiene tratos íntimos con estos seres celestes también (Mt 4, 1 l; Le 22, 42), que ven a Dios y son custodios de los hombres (Mt 18, 10; etc.). Acompañarán al Hijo del Hombre en su Parusía (Mt 25, 31; 2 Thes 1, 7), serán los ejecutores del Juicio Final (Mt 13, 39.49; 24, 31). Están al servicio de Cristo, quien podría pedir a su Padre una intervención angélica (Mt 26, 53). Son inferiores a Jesús, siempre en cuanto Dios, pero con un nuevo título después de la Muerte Resurrección (Eph 1, 20 ss.; Col 1, 16), porque también ellos le están sometidos.

Aparecen también los á. con el oficio consagrado por todo el A. T. o en su acepción primigenio de mensajero, como es el caso del arcángel S. Gabriel en el anuncio hecho a Zacarías (Le 1, 1 1 ss.) y a Nuestra Señora (Le 1, 26 ss.); el del á. que comunica a los pastores el nacimiento del Salvador (Le 2, 9 ss.) y al que se le une una multitud de á. (Le 2, 13 ss.); y los que anuncian la Resurrección de Jesús (Mt 28, 5 ss.; etc.). En Act i, 10 ss. se citan ‘dos varones vestidos de blanco’ (obsérvese la conexión con Ez y Dan) que anuncian a los Apóstoles la futura venida de Cristo. Hasta ese momento ayudan al arcángel S. Miguel en su lucha contra Satanás (Apc 12, 1-9). En Apc 4, 8 ss. se describen, en una visión muy similar a la de Is 6, como liturgos celestes cuya acción está íntimamente conectada a la de la Iglesia peregrinante.

BIBL.: H. CAZELLES, Mariologie, Angélologie et Pneumatologie, ad modum manuscripti, París 1968; G. DAVIDSON, A Dictionary of Angels, Nueva York 1967; W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, Stuttgart 1964, II, 131-138; P. M. GALOPIN-P. GRELOT, Ángeles, en Vocabulario de Teología Bíblica, 4 ed. Barcelona 1967, 75-78; G. KITTEL, Angelus, en TWNT 1, 72 ss.; G. W. HEIDT, Angelology of the Old Testament, Washington 1949; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 157 ss.; A. LEMONNYER, Angélologie chrétienne, en DB (Suppl.) I, 255-262; l. TOUZARD, Ange de Yahweh, en DB (Suppl.) I, 242-255; M. ZIEGLER, Engel und D¿imon ¡m Lichte der Bibel, Zurich 1957; VARIOS, Enc. Bibl. I, 499 ss.; VARIOS, Angel, Angel de Yahwéh, del abismo, de la Alianza, de la guarda, exterminador, caída de los, del mundo, Angelología judía y cristiana, en Enc. Bibl. I, 499-514; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, 2a ed. Madrid 19661 207, 269, 312 ss., 617 ss.L. CUNCHILLOS YLARRI.

III. TEOLOGÍA SISTEMÁTICA.

Nombre y significado.

Se entiende por á. los seres personales de naturaleza invisible creados por Dios, inteligentes, que colaboran como mensajeros en el ejercicio de la Providencia en la Historia de la Salvación. La palabra ángel, ángeles en plural, es en el lenguaje ordinario, en la literatura y en el arte cristiano, enormemente familiar. Un varón puede llamarse Ángel, Ángeles puede ser el nombre de una mujer. Se dice ‘es un ángel’ para recalcar las cualidades buenas o excepcionales de un sujeto, principalmente la inocencia de un niño o de un adolescente. ‘Tiene ángel’ es sinónimo de hermosura, gracia, simpatía. Estas y otras expresiones, que abarcan uso tan rico y sentidos variados, tienen siempre un abolengo preciosista y sugieren matices nobles de respeto, de encanto, de maravilla, que, de alguna manera, vislumbran profundos aspectos de la angelología. Para los teólogos esta voz tiene un significado exclusivo; etimológicamente se deriva del latín angelus, que es transcripción del término griego con el que se designaba en la literatura profana a un mensajero o enviado; indica, por tanto, una misión u oficio. Ya S. Agustín hacía notar que a los á. les son aplicados dos nombres que explican respectivamente su misión y su naturaleza. ‘Los ángeles son espíritus, pero no por ser espíritus son ángeles. Cuando son enviados, se denominan ángeles, pues la palabra ángel es nombre de oficio, no de naturaleza. Si preguntas por el nombre de esta naturaleza se te responde que es espíritu; si preguntas por su oficio, se te dice que es ángel: por lo que es, es espíritu; por lo que obra es ángel’ (Enarrationes in Psalmos, 103 s. 1, 15: PL 37, 1348-1349). Existencia de los ángeles. Sin las luces de la Revelación y de la fe, la existencia de los á. sería sólo una fatigosa aunque genial y bella sospecha; los á., como último ornamento del mundo, serían el suplemento que cubriese el vacío que se interpone entre las criaturas visibles y Dios. Al observar los niveles suavemente ascendentes, en la escala de perfección de las cosas, no obstante sus diferencias esenciales, sería legítimo que la razón soñara con la interposición de otras realidades superiores al hombre, pero criaturas como él, subsistiendo como puros espíritus, exentos de materia, sumamente inteligentes y reflejando con más perfección los dones de Quien-hizo-todo. Eso son los á. (cfr. S. Tomás, Sum. Th., 1 q5O al e). La Revelación nos ilustra sobre este hecho al tejer una historia divina en constante diálogo de amor con el hombre, entrecruzándose entre una y otra existencias personales el oficio servicial de los á. Y este dato, que no es empírico, se garantiza como verdad rigurosamente cierta. La Iglesia ha definido dogma de fe la existencia de los á., espíritus creados por Dios. En el conc. IV de Letrán (1215), contra ciertos rebrotes de dualismo en la Edad Media, se dice que Dios es ‘Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud juntamente desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo’ (Denzsch. 800). Esta doctrina, definitivamente sancionada volvió a aludirla, a causa del materialismo y negaciones modernas, en una amplia cita literal, el conc. Vaticano 1 de 1870 (Const. Dogmática sobre la Fe Católica, cap. I: Denzsch. 3002). Y Pablo VI al formular el Credo del Pueblo de Dios en el año de la Fe (1968) comienza con estas palabras: ‘Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles como es este mundo en el que transcurre nuestra vida pasajera; de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el nombre de ángeles y creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal’. Éstos son algunos puntos que el magisterio de la Iglesia ha propuesto solemnemente sobre los á., pero se precisa un fuerte y perspicaz sentido de fe para esclarecer ambiguas teorías que en la actual mentalidad crítica que respiramos se divulgan como logros irrenunciables de ciencia nueva. El error tiene un ritornello multiforme y tenaz repitiendo en los distintos momentos de la historia aproximaciones de la verdad tan sutiles como falsas. Si es cierto que tropezamos con la negación radical de los á., según opinaban ya los saduceos (Act 23, 8) y aquellos antiguos filósofos apuntados por S. Tomás (1 q5o al), que se movían en el clima del materialismo o racionalismo de siempre, la tendencia más frecuente entre los modernos es interpretar los datos revelados reduciendo los á. a una proyección personificada de la misma acción divina en el mundo o a una objetivación de las fuerzas ocultas de la naturaleza, y negándoles un carácter personal. El ataque último lo representa el teólogo protestante Rudolf Bultmann, quien, partiendo de la teoría de la desmitologización, afirma que la creencia en los espíritus y demonios es un enunciado bíblico ‘liquidado’ (H. Fries, Panorama de la Teología actual, Madrid 1961, 36). Por el contrario, el testimonio de la Revelación es irrecusable y su existencia no es nunca un problema para la Biblia. Incluso en el A. T. la doctrina sobre la existencia del mundo angélico y su presencia en el mundo de los hombres se afirma con constancia (León-Duffour). Según la expresión de S. Gregorio Magno, ‘casi todas las páginas de los libros sagrados testifican que existen los ángeles y arcángeles’ (Homilía 34 in Evang., 7: PL 76, 1249). En los relatos iniciales, para expresar el castigo de los primeros Padres se nos dice que Dios puso delante del jardín del Edén un querubín, que blandía flameante espada, para guardar el camino del árbol de la vida (Gen 3, 4); en la aparición del encinar del valle de Mambré, Abraham ve a tres varones, de los que dos siguen hacia Sodoma para liberar a Lot de la catástrofe inminente, y eran á. que intervienen activamente en todo el episodio (Gen 18 y 19); cuando Jacob huye a Mesopotamia, tuvo un sueño durante la noche y vio una escala que llegaba de la tierra al cielo y a los 1. subiendo y bajando por ella (Gen 28, 12); al regreso para reconciliarse con Esaú le salieron al encuentro á. de Dios y al verlos dijo Jacob: ‘Éste es el campamento de Dios’ (Gen 32, 2-3). En muchas narraciones se habla del á. de Yahwéh (Gen 16, 7; 22, 1 l; Ex 3, 2; ldc 2, 1… ), pero parece que se trata de una expresión que suaviza la manifestación sensible del Dios invisible, diluyendo el antropomorfismo. En otros pasajes se les denomina con nombres propios. Al buscar un compañero de viaje el joven Tobías tropieza con Rafael (medicina de Dios), que era un á. (Tob 5, 4) y es coprotagonista de toda su historia; al final de una preciosa confidencia él mismo se declara: ‘Yo soy Rafael, uno de los siete santos ángeles que presentamos las oraciones de los justos y tienen entrada ante la majestad del Santo’ (Tob 12, 15). Gabriel (hombre de Dios o Dios se ha mostrado fuerte) es el á. que interpreta visiones a Daniel (Dan 8, 16-26; 9, 21-27); en el N. T. anuncia a Zacarías el nacimiento de su hijo (Le 1, 11-19). y de él escucha María su inefable misterio maternal que hace presente a Dios en el mundo (Le 1, 26-38). Miguel (¿Quién como Dios?) aparece en el libro de Daniel tres veces como ‘uno de los príncipes supremos’, ‘vuestro príncipe’ y ‘el gran príncipe’ (Dan 10, 13-21; 12, l); reaparece en el Apocalipsis, 12, 7, luchando con sus á. contra el dragón y los suyos, y en la carta de S. Judas 9. En el N.T. la doctrina de los a. ocupa momentos relevantes tanto en torno del Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo, como en la predicación de Jesús. Y esta importancia del ministerio angélico persiste en la prolongación original de la vida de la Iglesia con los Apóstoles, pasando luego por el canal de la tradición en los Padres a la reflexión teológico posterior. un a. se aparece en sueños a José turbado por el misterio de María (Mt 1, 20); un á. orienta la huida y retorno de Egipto para salvar al Niño (Mt 2, 13-19); los á. revelan a los pastores el nacimiento del Salvador en Belén (Le 2, 9 ss.); los á. le servían en el desierto después de la cuarentena de ayuno y las tentaciones (Mt 4, ll; Me 1, 13); los niños tienen sus, á. que ven de continuo la faz del Padre que está en los cielos (Mt 18, 10); al final de los tiempos, cuando vuelva Jesús glorioso para juzgar a los hombres, formarán los á. su séquito (Mt 16, 27; 25, 31;Ic 13, 27); un á. le conforta en la agonía de Getsemaní (Lc 22, 43); Jesús podría disponer de más de doce legiones de á. que le defenderían en el trance de la Pasión (Mt 26, 53); los á. atestiguan a las mujeres la Resurrección (Mt 28, 5-6; Le 24, 23; lo 20, 12; Me 16, 5) y disuaden a los discípulos de su vana espera tras la Ascensión (Act 1, 10-11); a Pedro le saca un á. de la cárcel (Act 12, 7 ss.). S. Agustín comenta: ‘Conocemos por la fe que existen los ángeles y leemos que se aparecieron a muchos, de forma que no es lícito dudarlo’ (Enarr. In Ps. 103 s. 1, 15: PL 37, 1348). La S. E. parece indicar un número sobrecogedor de i. (Lc 2, 13; 8, 30; Mt 26, 53; Heb 12, 22; Apc 5, 1 l), aunque nada sabemos con exactitud. Tampoco conocemos sus notas diferenciales. S. Tomás trata de demostrar que cada á. constituye una especie en virtud de su espiritualidad, puesto que si no tienen materia como los hombres, no puede ésta ser principio de distinción numérica Y habrán de distinguirse por la forma, distinción que es especifica (1 q5O a4). Pero ofrece denominaciones que dan a entender varias clases de á. El profeta Ezequiel (9, 3; 10, 1.2… 20) habla de querubines (orantes), que son los espíritus al servicio inmediato de Dios; Isaías (6. 2-6) de serafines (ardientes); S. Pablo (Eph 1, 21; Col 1, 16) de potestades, virtudes, dominaciones, tronos, principados y arcángeles (1 Thes 4, 16; Ids 9). Si a éstos se agraden los á. ordinarios, que es la terminología más común, resultan los nueve coros que se mencionan de la jerarquía angélica. S. Pablo debió tomar estos nombres de la tradición judía, pero no es constante en la clasificación ni conocemos el alcance de estas denominaciones. Por lo que una jerarquía angélica en sentido estricto, ordenada en nueve coros, no tiene estricto fundamento bíblico. Pudo ser S. Ambrosio el que primeramente formuló la agrupación completa de los á. en nueve rangos (Apol. proph. David 5: PL 14, 859), y el Pseudo-Dionisio Areopagita quien dio vigor a esta sistematización, fruto de su concepción del universo invisible como una estructura jerárquica, ordenándolos en tres bloques: los tronos, querubines y serafines; 20, potestades, dominaciones y virtudes; 30, ángeles, arcángeles y principados (De coelesti Hierarchia 6: PG 3, 199-202). Otros Padres los organizan de manera distinta. Origen y naturaleza de los ángeles. Una primera especulación en torno a los á. es su origen, cuestión que ya aparece resuelta en el periodo áureo de la patrística, donde se dan las grandes intuiciones de la fe, vivida e interpretada, ofreciendo los primeros materiales que la Escolástica elaborará construyendo un sistema coherente desde su perspectiva histórico-cultural. Existencia de los á. y creación son dos pilares firmes de su angelología, aunque otros puntos serán posteriormente superados, Dice S. Agustín: ‘Es necesario que creamos que los ángeles son criaturas de Dios y que por £l fueron hechos’ (De Gen. ad litt. ¡m e ectus 3, 7: PL 34, 222) mientras parece reconocer que los textos del A. T. no afirman formalmente que han sido creados por Dios ni en qué momento (De Civ. De¡ 1 1, g: PL 41, 323). Pero no ofrece dificultad especial porque todo el contexto de la Biblia transpira esta convicción. Los nombres mismos (á. de Dios, hijos de Dios, ejércitos de Yahwéh) y sus oficios (forman la corte de Dios, le alaban, le ayudan en su acción sobre la tierra y son enviados por Él como emisarios suyos cerca de los hombres) expresan su estrecha dependencia de Dios. Además, Dios es la fuente de todas las cosas, como ser único e irrepetible, creador del cielo y de la tierra, que, en el deseo divino de manifestar su perfección pura y voluntad libérrima, da realidad y consistencia a todas y cada una de las criaturas, que son la constelación de su gloria. Dios es Él solo y todo lo demás son criaturas suyas. Por eso S. Pablo, apuntando probablemente a una corriente sincretista del judaísmo, que pretendía identificar los á. con los dioses astrales y los elementos cósmicos de los paganos (Col 2, 8.18.20; Gal 4, 3-9), tributándoles culto exagerado, corrige enérgicamente esos errores destacando la trascendencia y primacía singular de Cristo, Hijo de Dios: ‘En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste en Él’ (Col 1, 16-17). ‘Que nadie con afectada humildad o con el culto de los ángeles os prive del premio’ (Col 2, 18). Los á., por tanto, están incluidos en el ámbito de las criaturas y, no obstante su perfección sobrehumana, dependen de Dios y están sometidos a Cristo cuya bondad creadora manifiestan. Otra cuestión inevitable en su naturaleza. A pesar de la sobriedad de la Revelación, sus datos van recortando un apunte importante para determinarla. Hay puntos de referencia que apoyan la reflexión racional sobre la misteriosa y acuciante realidad de los á. En unos textos se representan como hombres (Gen 18 y 19), pero su aparición es efímera y simbólica del poder misional que desempeñan para acomodarse al estilo nuestro según la ley de la condescendencia divina. Otras veces parecen comportarse como necesitados de alimento, pero no es sino una apariencia (Tob 12, 18), dando a entender que no tienen cuerpo como los hombres. Daniel, (9, 21; 14, 36) ve al á. desplazándose rápidamente por el cielo, de una luminosidad deslumbradora, como si fueran de fuego, y de un aspecto imponente que sobrecoge (10, 5-7). Jesús dice que trascienden las leyes de la carne (Mt 22, 30). Estos distintos rasgos complementarios sugieren intensamente que, siendo criaturas de Dios, se manifiestan como seres personales sobrehumanos, inteligentes, inmateriales, invisibles, inmortales, poderosos ejecutores de los planes de Dios en beneficio de su gloria y de la salvación humana: es la espiritualidad angélica. Con todo, la clarificación de esta doctrina fue lenta y laboriosa entre los Padres, que no acertaban a despegarse de una cierta materialidad sutil. En la teología de S. Tomás (1 q5O a2) este asunto quedará definitivamente resuelto y sólo la escuela franciscano conservará el sedimento residual de una imponderable materia que conforma la naturaleza de los á. Elevación al estado de gracia sobrenatural, y caída de algunos ángeles. Esta maravilla del mundo invisible de los á. adquiere pleno sentido, dice Schmaus, cuando se tiene en cuenta su estado sobrenatural, es decir, el hecho de que los á. no son solamente espíritus, sino que son espíritus compenetrados por el Espíritu Santo, o sea, que han sido introducidos en el ámbito interno de la vida divina personal. Ellos como nosotros – y con mayor razón porque son criaturas más nobles, si bien la naturaleza no tiene ningún derecho- han sido gratificados con los dones sobre naturales que Dios otorga libérrimamente, ampliando la resonancia grandiosa de la creación que le celebra y alaba no sólo como Dios y Señor, sino también como Padre. Así lo ha profesado siempre el sentido de la fe de la Iglesia, aunque no haya intervenciones expresas del Magisterio solemne porque las zonas de fricción con el error son fronteras mucho más radicales. En efecto, la S. E. llama santos a los á. que forman la corte de honor y el consejo de Dios en el gobierno del mundo (Ps 89, 6). Isaías (6, 1-3) nos los presenta ante Dios corcando el Trisagio: ‘Los unos y los otros se gritaban y se respondían: ¡Santo, Santo, Santo, Yahwéh de los ejércitos! Está la tierra llena de su gloria’, Estas visiones de Isaías y de Daniel (7, 10), se repiten en el Apocalipsis (4, 8), que describe inusitados cuadros de la gloria del cielo, perpetua alabanza a Dios (Apc 19,, 1-7), siendo los á. actores brillantísimos durante todo el desarrollo. Por eso, aun teniendo en cuenta las puntualizaciones de S. Pablo (Col 2, 18) y de algunos escritores, como el obispo Severiano de Gabala (S. V), que se oponían resueltamente a la veneración de los á. por ensombrecer la mediación única de Cristo (J. Quasten, Patrología, II, Madrid 1962, 509), la liturgia los celebra en sus fiestas (29 de septiembre, Santos Miguel, Gabriel y Rafael, arcángeles; 2 de octubre, Los Santos Ángeles Custodios). En este sentido se pronuncia el conc. Vaticano II: ‘Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos en Cristo; les profesó especial veneración junto con la Bienaventurada Virgen y los santos ángeles, e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión’ (Lumen Gentium 50). Muchos opinan con S. Tomás (1 q62 a3) que fueron creados ya en gracia todos los á., sin mediar tiempo entro situación natural y estado de gracia, que argumenta apoyándose en S. Agustín y en sus predecesores Propositino y Alberto Magno. Pero Hugo de S. Víctor, Pedro Lombardo, Guillermo de Auxerre y S. Buenaventura proponían otras soluciones, como un intervalo entre su creación y su elevación al estado de gracia y de hijos de Dios. Tal intervalo sería necesario para alcanzar el cielo por mérito personal de una libre decisión, de modo que sometidos a prueba podían pecar, según los distintos despliegues posibles de la libertad. Una-vez conseguir la bienaventuranza el á. ya no puede pecar ni pueda perderla. Está atestiguada también en la S. E. la caída de algunos á Jesús, recriminando a los fariseos, llegó a decidles: ‘Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre Él es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él. Cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentir a’ (lo 8, 44). Y S. Pedro: ‘Dios no perdonó a los ángeles que pecaron’ (2 Pet 2, 4; Ids 6). En la teología de los Padres se da por supuesta la elevación de los á. al orden sobrenatural y la problemática que plantean es, por contraste, el pecado de los á. malos. Tienen perfecta conciencia de que el dualismo entre á. buenos y á. malos no es metafísico, sino moral y religioso. Todos los á. fueron creados por Dios y enriquecidos con la gracia, pero algunos pervirtieron su referencia al Creador. ‘Porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por si mismos, se hicieron malos’ (conc. IV de Letrán: Denz. Sch, 800). Su dialéctica es diversa e ingeniosa al intentar definir la categoría propia del pecado angélico (pecado carnal, envidia, soberbia), pero la opinión más consistente es la que lo interpreta como pecado de soberbia, según lo expresa S. Agustín: ‘Cuando se investiga la causa de la desgracia de los á., aparece con razón ésta de que, apartándose de Aquél que es Supremo, se miraron a sí mismos, que no lo son: y este pecado, ¿qué otra cosa es más que soberbia?’ (De Civ. De¡ 12, 6: PL 41, 353). Relación de los ángeles con el mundo y el plan divino de Salvación. Es difícil entender la relación de los á. con el mundo visible de los hombres y de las cosas cuando ejercen sus misiones. Ellos no tienen cuerpo, ni ojos, ni voz. ¿Cómo se hacen presentes y cómo se comunican?; los escolásticos dedicaron a estos interrogantes minuciosos estudios. Sin entrar en detalles anotamos lo fundamental. En efecto, si no tienen cuerpo, su presencia no cabe dentro de los marcos de espacio y localización; necesita un módulo propio según su naturaleza singular y se llama presencia ‘definitiva’, que respondo a la actividad o cualidad operativo. El a. está allí donde obra; la actividad es la razón de su presencia y lo que la define, y según su mayor o menor potencia de operación abarcará lo que para los hombres son más o menos lugares. Es el mismo esquema de la presencia divina, pero se distinguen ‘una y otra, porque la de Dios es omnipresencia en todas las cosas que mantiene en la existencia por su obra conservadora; e inmensa porque no se agota en la creación actual ni puede agotarse en creaciones hipotéticas más amplias. En cambio, la capacidad de obrar del á. es limitada por su condición de criatura. Sus apariciones, por tanto, aunque reales, no son manifestación de un cuerpo propio, sino situacional y momentáneo, que asumen como símbolo de su gestión y poder, con el que hablan y se mueven, aunque no realiza operaciones propiamente vitales. Tampoco tienen tiempo en sentido riguroso, son eviternos. Su naturaleza espiritual excluye todo cambio sustancial y el tiempo es la medida del cambio; pero hay que hablar de alguna clase de tiempo en los á. en cuanto que sus facultades experimentan cambios accidentales y pueden aplicar su actividad a un lugar u otro. Su inteligencia no es tributario de procesos sensitivos, dando lugar a la racionalidad, sino que tiene la perfección de una intelectualidad intuitiva a través de la propia esencia y de especies infusas recibidas de Dios. Lo que no conocen es nuestra intimidad personal en la que sólo Dios penetra. También su voluntad libre decide de un golpe y una vez provocada la decisión es irrevocable. No pueden errar en la verdad, pero pueden pecar en la voluntad. Por último, es necesario considerar el mundo invisible de los á. en la economía total del plan divino de la salvación. Todo el cosmos está comprometido en una función plenaria y última que es manifestar la perfección de Dios. La creación irracional es como un estruendo de gloria divina objetivada en su mismo ser, y, aunque afeada y traspasada por el pecado, vive en expectación ansiosa ‘esperando la manifestación de los hijos de Dios’, ya e ‘las criaturas están sujetas a la vanidad no de grados, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios’ (Rom 8, 19-23). Al hombre, que preside la naturaleza visible y ha sido asociado a la vida de Dios, le corresponde realizar esa gloria por la opción amorosa y libre a la voluntad de su Creador. Pero la creación muda y tensa de su fin queda aprisionada por la historia humana que es una ondulante peripecia de lealtad o rebeldía ante la salvación a que Dios le destina. Sólo responsablemente asume el hombre su destino como hacedor magnífico de la gloria divina, y no pocas veces lo pervierte suplantándolo por su propio bien. En un plano más alto, el mundo de los á. repite el esquema, con la particularidad de que su suerte está definitivamente resuelta. Ya no esperan destino. A unos, el orgullo los hizo demonios para siempre; a otros, la fidelidad los transformó para siempre en bienaventurada corte de Dios. Una vez que Cristo ha venido al mundo, la historia de la Salvación queda traspasada en Él por el poder y la gloria irrenunciable de Dios. Cristo remata la creación; Él anuda lo eterno y lo temporal; Él dirime el conflicto entre pecado y salvación, entre orgullo de las criaturas y alabanza perfecta de Dios. La tensión, no obstante, persiste y, si el hombre ahora hace frente a sus enemigos auxiliado por la gracia de Cristo, todavía arrastra su debilidad. La custodia angélica será otro gran beneficio de las misericordias de Dios que, al tiempo que permite las pruebas de los enemigos garantiza la victoria con las ayudas de un poderoso defensor que sirve su voluntad. Tenemos muchos más bienhechores que los que nos imaginamos, conforme a un designio divino de ‘intercomunión’ entre las criaturas y entre éstas y Dios. Nos amó hasta darnos a su propio Hijo y nos rodea de su cariño por el ministerio de presencias vivas (Guelluy). La S. E. enseña la custodia de los á. como protectores del hombre, y poco a poco va penetrando en la conciencia del destinatario de la Revelación esta Providencia (Ps 91, ll; Mt 18, 1-10; Act 12, 15); la sencilla creencia popular prolongará el ministerio bienhechor de los á. no sólo a cada individuo en concreto, sino a los pueblos y colectividades (la Iglesia, diócesis, parroquias, naciones, etc.). El plan de Salvación es un plan unitario, siendo Cristo el centro de la historia, la corona del universo (Eph 1 y 2; Col 1, 13-20). Cristo lo arrastra todo y toda la creación está a su servicio: ‘Todo es vuestro, escribe S. Pablo, y vosotros de Cristo y Cristo de Dios’ (1 Cor 3, 22-23), también los á. La carta a los Hebreos, para destacar la dignidad real y el señorío universal de Cristo Salvador y Redentor, los contrapone situándolos en su papel de meros servidores. Son, dice, ‘espíritus destinados a servir, en misión del favor de los que han de heredar la salud’ (Heb 1, 14). El propósito y el argumento son claros. Si los á. nos parecen seres nobilísimos que sobresalen por encima de la creación visible, son, sin embargo, criaturas que ejecutan las órdenes de Dios. Cristo, en cambio, es el Hijo heredero de todo, autor del mundo, esplendor de su gloria (Heb 1, 2-5). La S. E., cuando habla de la existencia y vida de los á., no pretende satisfacer la curiosidad de los hombres completando conocimientos acerca del mundo; entran en escena al formar parte del juego dinámico de la salvación humana. Por eso no especula sobre su naturaleza ni sobre su origen, hablándonos siempre de ellos en función de su actividad y ministerio. También es un hecho innegable que la angelología adquiere especial intensidad en la época del destierro, cuando Israel estuvo en contacto con la religión persa, lo cual insinúa que este auge ha sido influido por el intercambio de culturas. Pero tampoco cabe olvidar que hay una evolución interna de la misma Revelación. Lo que no puede admitirse en modo alguno es que los israelitas aprendiesen de los persas toda su concepción sobre los á.; además mucho antes de esta posible influencia el A. T. conoce su existencia y actividad, asignándoles el papel de enviados que realizan los planes salvadores de Dios. La mutilación de la fe y la teología de los a. supondría la ruptura entre dos mundos fabulosos, el divino y el humano, que quedarían yuxtapuestos por el capricho de un deísmo agnóstico y empobrecedor. La Biblia, sin embargo, los presenta comprometidos apasionadamente por una alianza de fidelidad, en cuya vigencia y servicio están interesados los á.

BIBL.: S. Tomás, Suma Teológica, III, III 2.0, Madrid 1950-591 introd. y texto de 1 q5l-60, qlO6-114; H. HKAG-S. AUSEJO, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1966 (Ángel, Ángel de la guarda, Ángel de Yahvéh); P. VAN IMSCHOor, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 157-175; M. SCHMAUS, Teología Dogmática, Il, 2 ed. Madrid 1961, 241-266; P. BENOIST D’Azy, lnicz’ación Teológica, I, Barcelona 1957, 491-518; 661-671; R. GUELLUY, La creación, Barcelona 1969, 159-173; M. SCHMAUS, El Credo de la Iglesia Cátólica, Madrid 1970, 441-450; E. PETERSON, El Libro de los Ángeles, Madrid 1957; P. R. RFGAMEY, Los ángeles en el Cielo y entre nosotros, Andorra 1960; R. ARAGO, Los Ángeles, Bilbao 1950; ISIDORO DE SAN losé, La doctrina de Ángel Custodio en el dogma, en la teología, en el arte y en la espiritualidad, ‘Rev. de espiritualidad’ 8 (1949) 265-287, 438-473; 9 (1950) 451-467; 11 (1952) 67-79; 12 (1953) 24-51, 150-185, 307 335; A. PIOLANTI, Angeli y Angeli Custodi, en Bibl. Sanct., 1, 1196-1223 y 1226-1231. SANCHO BIELSA

IV. TEOLOGÍA MORAL Y ESPIRITUAL.

Los ángeles, tema difícil

Algunos autores contemporáneos han afirmado que, para el hombre actual, el tema de los ángeles resulta difícil. Esa afirmación es exagerada, ya que supone absolutizar como imagen del ‘hombre de hoy’ lo que es, tal vez, expresión sólo de algunos ambientes. Sin embargo, y con esa reserva, conviene tenerla presente, a fin de atender pastoralmente a esa situación. Resumiendo, puede decirse que las dificultades provienen de motivos dispares:

A) Una de ellas es subjetiva ambiental. El hombre del S. XX se halla habituado a la desconfianza racional de todo lo que no cae bajo el dominio del dato concrete) de la experiencia. Quienes se mueven en esa esfera racionalista acaban, como advierte Regamey, por negar de raíz todo el orden sobrenatural y, por tanto, la existencia de seres superiores al hombre, seres-espíritu. Aun en el campo religioso, en que el peso de las costumbres y de las creencias es tan hondo, se evaden con la teoría de los mitos: el á. sería un personaje mítico. Bultmann, que no puede zafarse de la presencia permanente del á. de Dios en la S. E., adopta una actitud radical de negación: ‘El conocimiento de la potencia y de las leyes de la naturaleza ha extinguido la fe en los espíritus y en los demonios. Los astros se mueven por leyes cósmicas; las enfermedades y su curación son efecto de causas naturales. No se puede usar la luz eléctrica o los rayos X e invocar el mundo de los espíritus’ (L’interpretation du N. T., París 1955, 142-143).

B) Hay otra dificultad objetiva, consistente en la imposibilidad de un conocimiento directo, por el método de la experiencia, de la ‘mismidad’ de esos seres superiores. Son espíritus puros y, por tanto, se escapan, como objeto de conocimiento, a la garra de la razón.

C) Hay, en fin, para el creyente – y el teólogo lo es- un problema de tipo documental: por un lado, la inmensa tradición literaria y devocional; por otro, los datos escasos de la revelación sobre la íntima naturaleza de los á.

Históricamente, fue S. Tomás – Doctor Angélico quien trazó y trabó la arquitectura de una angelología teológica. En él se apoyan estas líneas, intentando una exposición sumaria del tema.

Existencia.

La existencia de los á. es, fundamentalmente, una verdad de fe. La fe será, por consiguiente, el punto de apoyo para sondear la naturaleza de los á. Las páginas de la S. E. – como los cuadros de fray Angélico- están llenas de á. Pero ángel (mal´âk, en hebreo) significa enviado; quiere decir, como anota con agudeza S. Agustín, que es nombre de oficio, no de ser (PL 37, 1348). El dato revelado es, pues, constante, patente (S. Gregorio Magno, Homil. 34: PL 76, 1249). No se puede negar la realidad de embajadas tan decisivas para la fe como la de la Anunciación. La Iglesia afirma en el Credo la existencia de ‘seres invisibles’; en el conc. IV de Letrán (1215) y en el Vaticano I (1870,) lo define expresamente; la Liturgia canta la existencia de los á. en el Prefacio y la invoca en el Canon: ‘Te rogamos, oh Dios todopoderoso, que mandes llevar estos dones a tu excelso altar por manos de tu santo ángel’. Para el hombre moderno, ‘que no atina a pensar en los ángeles con la ingenuidad y la sutileza de los antiguos’, no hay otra argumentación que ofrecerle si no es la de la fe. La razón – obstaculizada por prejuicios o predisposiciones no halla razones demostrativas concluyentes. Sin embargo, el Doctor Angélico formula una razón de conveniencia de extraordinaria hondura teológico, teleológico y perfectiva: ‘Es necesario admitir la existencia de algunas criaturas incorpóreas – dice -, porque lo requiere la perfección del universo’ (1 q5O al). Quien ve con ojos limpios el opus creationis como obra maravillosa de Dios, sabe encontrar y unir los hilos que la tornan inteligible. Con todo, es la fe la que juega aquí el papel primordial.

Esencia.

El análisis del teólogo se hace sutilísimo. Los á. son criaturas, totalmente espirituales, sustancias completas, superiores al hombre e inferiores a Dios, con una enorme capacidad de inteligencia y de amor (1 q54.59-60), elevadas al orden sobrenatural, sometidas a una prueba que determinó la distinción entre á. buenos y á. malos. Los á. buenos, los que están en la presencia de Dios, los bienaventurados, ‘forman una multitud inmensa, superior a la muchedumbre de los seres materiales’ (1 q5O a4), porque Dios, que hizo perfecta la creación, abre más la mano en la cantidad a medida que sus criaturas son más perfectas, más espirituales. No hay, además, dos á. de la misma especie, sino que cada uno tiene la suya propia (cfr. ib., a4).La angelología aquiniana es uno de los tratados en que el genio teológico del Doctor Angélico logra mayor cohesión y penetración. Existencia, esencia, número, especies, etc., van engarzándose en forma sistemática tan magnífica, ‘que nadie antes de él logró una teología de iús á. tan acabada, ni nadie después de él la ha podido mejorar’ (A. Martínez, o. c. en bibl., g). De hecho, el tema de los á. le fascinaba, como aparece claro recogiendo los innumerables textos escritos que les dedicó; es un leit motiv que tuvo su réplica en los pinceles del Beato Angélico. Sorprende el contraste de esta afición teológico, o pictórica, con el desdén que algunos teólogos ‘modernos’ sienten por el tema. S. Tomás o iray Angélico viven un mundo angélico; el hombre tecnificado, un mundo terreno. Como actitudes humanas paradójicas, como ‘moradas vitales’, entrañan, en su diversidad, una lección: es necesario llevar a los hombres hacia la comprensión de la realidad del espíritu, liberándolo así de la estrechez mental materialista y enriqueciendo así su alma. Para ello no hace falta extenderse en imaginaciones sobre los á. – lo que sería contraproducente -, sino la firme adhesión a lo que hay revelado sobre su existencia y misión.

Misión.

Que los á. ejercen determinados ministerios lo indica su mismo nombre. Lo revela la S. E. Para el teólogo, Dios llama a sus criaturas a participar, de muy diversos modos, en el gobierno del universo. La jerarquía – los coros- de los á., el lenguaje, la misión, etc., son temas a los que el Doctor Angélico consagra una nutrida serie de cuestiones bellísimas (1 qlO6-114). Tienen, pues, los á. una misión especial que cumplir: en términos abstractos, hacer ostensible la bondad de Dios; en términos concretos, participar como instrumentos de Dios en la economía salvífica del hombre.

La Biblia nos ofrece una galería de policromos paisajes con á.: el á. que velaba al pueblo de Dios (Ex 14, 19; 23, 20-23; Ps 90, g); el á. que sirve (Heb 1, 14); el á. que se alegra (Le 15, 10); el á. que protege a los pequeñuelos (Mt 9, 10); el á. que guía a los difuntos (Le 16, 22), etc.

Las sugestivas descripciones, mezcla de fe y de imaginación, de sensibilidad e ingenio, que los Santos Padres nos legaron sobre la acción angélica fueron reelaboradas por S. Tomás, no sólo en un plano de especulación teológico, sino también en un plano de dinamismo cristiano: es la teología de los ángeles custodios (1 qll3) y la de los demonios (ángeles caídos) tentadores (ib., qll4). Una observación aguda: ‘Los hombres pueden desoír las inspiraciones que les dan invisiblemente los ángeles buenos, iluminándolos para obrar el bien’; pero queda intacto el libre albedrío: ‘de ahí que el perderse los hombres no se ha de atribuir a la negligencia de los ángeles, sino a la malicia de los hombres’ (ib., qll3 al ad2).Devoción a los ángeles. La devoción a los á. ha echado raíces profundas en el pueblo cristiano. Fácilmente se comprueba que es una de las devociones mayores de la piedad de los fieles. Ello se debe, por lo pronto, al excepcional papel que la S.E. les atribuye en la realización de los designios de Dios, tanto en el A. T. como en el N. T. La Iglesia naciente no podía olvidar la compañía de estos mediadores, enviados o mensajeros de Dios, amigos del hombre. Son sus protectores divinos en las circunstancias adversas. El episodio de S. Pedro, preso por Herodes Agripa, vigilado por ‘cuatro escuadras de soldados’, y liberado prodigiosamente por un á., mientras ‘la Iglesia oraba incesantemente a Dios por él’ (Act 12, 4 ss.), es índice y símbolo de lo que va a ser la devoción a los á. Los elementos esenciales están ya ahí. La manifestación histórica ininterrumpida a lo largo de los siglos, se reviste de mil facetas, de las que son testimonio irrecusable la poesía y la pintura, estereotipadoras y alimentadoras de la piedad popular, que, a su vez, nutre y se nutre de la savia de la liturgia. En este sentido, es admirable la ‘presencia’ de los a. en la acción litúrgico de la Iglesia. F. Oppenheim, analizando este aspecto, concluye que apenas hay acto de culto litúrgico en que no estén presentes los á. De este modo, la Iglesia peregrinante une su oración a la de la Iglesia beatífica, pues la liturgia del cielo corre a cargo de los á., que, conforme a su oficio, se hallan también presentes y activos en la liturgia de los hombres. Y, por la dinámica misma de la fe, los á. que cerraban las puertas del Paraíso terrestre son ahora los que ayudan y guían al hombre a la conquista del Paraíso celeste, fusión de las ‘dos iglesias’, plenitud de la Historia de la Salvación. Incluso se tratará de imitar a los á. en cuanto es posible; la ‘vida angélica’ es un ideal de encarnación religiosa (cfr. G. M. COLOMBÁS, Paraíso y vida angélica. Sentido escatológico de la creación cristiana, Montserrat, 1958).En tan rico contexto devocional, podemos aún distinguir el culto genérico a los á. y el culto a algunos á. en concreto. Tres arcángeles han recibido culto especialísimo: S. Miguel, defensor de los derechos de Dios contra Luzbel, protector del Pueblo de Dios y ‘ángel custodio’ de la Iglesia; S. Gabriel, el mensajero mesiánico del A. T., el á. de la Anunciación; y S. Rafael, el á. de los viajeros y de los médicos.

Aparte del culto a determinados á., la devoción popular se ha centrado también en los á. custodios o de la guarda. La teología, en su arquitectura doctrinal, presenta una fértil enseñanza sobre la misión del á. custodio, que los autores espirituales han trasplantado a la tierra feraz del pueblo. La historia de la devoción a los á. de la guarda pone de relieve cómo enraizó ésta en la península Ibérica y cómo se propagó después a otros países. El Libre dels angels, de Francesc Eiximenis, publicado en Barcelona, 1494, figura en cabeza de los libros devocionales de este tipo. En realidad, la literatura sobre la devoción a los á. custodios, tanto a nivel teológico como a nivel popular, es un bosque.

El culto a los á. ha sido establecido en la reforma litúrgica de 1969 de la siguiente manera: 29 de septiembre, fiesta (2a clase) de S. Miguel, S. Gabriel (antes: 24 de marzo) y S. Rafael (antes: 24 de octubre); 2 de octubre: memoria de los á. custodios (cfr. Kalendarium Romanum. Ex Decreto S. Oec. C. Vat. II instauratum. Editio typica, Typis Polyglottis Vaticanis, 1969, 30 y 104-105).

BIBL.: S. TomÁs, Suma teológico, 1, q5O-64, trad. de A. SUÁREZ y com. de A. MARTÍNEZ, III, Madrid 1950; R. REGAMEY, Gli ángeli, Catania 1960; G. KIRTEL, TWNT I, 72-87; F. DE VIANA, Motores de cuerpos celestes y ángeles en S. Tomás de Aquino, ‘ Estudios Filosóficos’ 8 (1959), 359-382; J. DANIELOU, Les anges et leur misson d’aprés les Péres, París 1952; J. DUHR, Anges, en DSAM I, 580-625; E. PETERSON, El libro de los ángeles, Madrid 1957; J. MARITAIN, Ée péché des anges, ‘Rev. Thomiste’ (1956) 197-239; CH. JOURNET, L’aventure des anges, ‘Nova et vetera’ (1958) 127-154; J. VILLETE, L’ange dans l’art d’Occident, Laurens 1940; S. FUMET, Mikael, ¿Quién como Dios?, Madrid 1957; F. OPPENHEIM, L’intervento degli angeli nel culto, ‘Ephemerides Liturgicae’ 48 (1944) 86-96; I. DE S. losé, La doctrina del Ángel Custodio, ‘Rey. de Espiritualidad’ 8 (1949) 265-287t 438-473.ÁLVARO HUERGA.

V. ARTE.

Los á. son los únicos seres que tienen una representación plástica entre los elementos esenciales del culto dentro del pueblo hebreo; desempeñan el oficio de custodios del Arca de la Alianza y son fabricados por los israelitas en el desierto con preciosos metales, según unos rigurosos cánones. La presencia de los á. en toda la Biblia es bien patente y en ella se ha basado el arte posterior: un ejemplo fehaciente lo tenemos en el Libro de Tobías, que inspiró delicados lienzos. Uno de los rasgos primordiales de su representación lo constituye la incorporación a la misma de las alas, aunque primitivamente, como ocurre en S. María la Mayor de Roma, aparezcan sin ellas. Igual sucede posteriormente en el altar de los Scrovegni de Arena de Padua, donde los dos á., a ambos lados de la Señora, aparecen sin alas, y en la Capilla Sixtina. Pero, sin embargo, no deja por esto de ser peculiar de ellos ese distintivo. Quizá sea éste un influjo de las Victorias griegas o de las divinidades del mismo pueblo. Sus vestidos son muy parecidos a los de los santos. Pero multitud de veces, sobre todo a partir del Renacimiento, aparecen desnudos. En otras ocasiones, para demostrar su incorporeidad, sólo se les representa con una cabecita orlada de alas. Los a. se hallan en su representación pictórica o escultórica insistentemente ligados a un ministerio divino, en relación con el mundo creado o simplemente como mero adorno de los cuadros de motivación religiosa.

Dentro del arte bizantino tenemos numerosas representaciones de este tipo con la particularidad de figuras frontales, cuyas alas policromadas rellenan los frescos de múltiples templos: interior de la iglesia de S. Vital, Rávena; ábside de S. Apolinar in classe, Rávena; altar Pala d’Or en S. Marcos de Venecia, etc.

El románico además de la representación angélica en numerosos códices: Salterio de la catedral de Reims (Biblioteca de Utrecht); Cantigas de Alfonso X (Bibl. de El Escorial), nos ha llegado también hermosas esculturas de á., como la de la iglesia de S. Pedro el Viejo de Huesca, en la que dos de éstos transportan un alma al Paraíso. Un arcángel de factura muy perfecta y que delata un influjo de escuela bizantina, se encuentra en el fresco de Santangelo de Formi. A veces los á. asumen la representación de la misma divinidad como ocurre en el ¡cono de la Trinidad de Andrei Rublico de 1425 en el Museo Trotzaia Lavra de Moscú. Los á. proliferan muchísimo dentro de la miniatura carolingia; tal ocurre en la placa de marfil del Evangeliario de Saint-Gall, con los á. alados. Las esculturas angélicas abundan menos que las pinturas o decoraciones miniadas. Del gótico se conservan bellos ejemplares como el á. sonriente de la catedral de Reims, figura señera de un estilo y de una época. Como bajorrelieves importantes son de citar los á. del Tabernáculo de S. Cecilia, de Arnolfo de Cambio, Roma.

Una de las representaciones más frecuentes de los á. en la ornamentación de los lienzos o frescos, es tocando instrumentos musicales, especialmente en el Renacimiento; tal ocurre en los bellísimos á. de Melozzo da Forll en la capilla de los Canónigos de S. Pedro de Roma. De especial interés son los á. de Donatello y Lucca della Robbia de la catedral de Florencia. Hay un cuadro de ascendencia alemana que llega a dedicar particular atención al menester de – los á. como músicos sagrados; se trata del Concierto angélico de Grünewall en el Museo de Colmar. Los á, que acompañan a misterios de la vida de Cristo o imágenes y pinturas de la Virgen y santos son también innumerables por su variedad y posiciones. Sería tarea de recorrer toda la gama de pintores de las escuelas de primitivos italianos para darnos una ligera idea del mismo. Todas las maestá de las escuelas toscana, sienesa o de Padua tienen una gran proliferación de á. Generalmente están colocados con una simetría regular y sus rostros son de muy poca variedad estilística, como legado de la escuela bizantina. Duccio, Cimabue, Giotto, etc., son otros tantos maestros de las primitivas escuelas que reiteran hasta lo infinito los coros y corros de á. alrededor de sus figuras preferidas. Ya dentro del pleno Renacimiento no cesa esta corriente, pero ateniéndose a las direcciones de cada estilo. Leonardo pinta en un segundo plano dos delicados á. en el cuadro de Verrochio del Bautismo de Jesús. Donde más diminutas aparecen las figuras angélicas es en el cuadro de Lochner de la Adoración de los Magos de la catedral de Colonia, bajo pequeños doseles de decoración gótica. El barroco no descuidará tampoco este delicado tema, y así los vemos en el relieve de Algardi de la Basílica de S. Pedro. La estatua de la Virgen y el Niño de Luisa Roldán también tiene un dosel de estas figuritas.

Hay, no obstante, dentro de todas las corrientes artísticas, una serie de ángeles que acaparan la atención de los artífices. Se trata de aquellos que han ocupado un ministerio más directo y trascendente dentro del plan redentor. Así S. Gabriel será referido con multitud de detalles y coloridos en todos los lienzos de la Anunciación de María, desde el famosísimo de Fray Angélico, hasta los neorrafaelistas, sin dejar los imponderables lienzos del Greco de primera época, Murillo, etc. Ya en el Giotto tuvo el arcángel Gabriel un pintor Cuidado y deferente. No menos trascendencia, dentro de la escultura y pintura, tienen las representaciones de S. Miguel. Este arcángel y el diablo pesan cuidadosamente las almas en el tímpano de la iglesia de Autun. El maestro de Arguís, Museo del Prado, le dedica un retablo de plena significación primitivista y delicada atención por la leyenda. En un lienzo del Museo del Prado, J. Sánchez nos da una visión del arcángel S. Miguel en ruda batalla. La idea del arcángel envainando la espada de la ira de Dios, que culmina el mausoleo de S. Angelo de Roma, tendrá eco también en el cuadro de M. Jiménez, del Prado. S. Rafael, medicina de Dios, tiene retratistas en Bliverti, Lorena y Andrea del Sarto en el mismo museo. En buen número de templos góticos aparecen asimismo, como queriendo emular a S. Angelo, los ángeles supremos guardianes de la Iglesia: campanile de Venecia, catedral de Burgos, catedral de Milán, etc.

BIBL.: L. SCHRFYFR, Bildnis der Engel, Friburgo 1940; R. P. REGAMEY, Ángeles, París 1946; G. MENAsci, Gli Angeli nell’Arte, Florencia 1902; M. GASNIER, S. Michel Archange, París 1944; E. MILE, L’art religieux du Xll siécle en France. Étude sur les origines de l’iconographie du moyen rige, París 1949; íD, L’art religieux de la fin du XVI siécle, du XVII siécle et du XVIII siécle. Étude sur l’iconographie aprés le Concile de Trente: ltalie-Espagne-Flandes, París 1951.F. SAGREDO FERNÁNDEZCortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991

También tienes las importantes catequesis del Papa Juan Pablo II en 1986, que encontrarás en:

http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/audiences/1986.index.html

Tiene los siguientes temas:

La existencia de los Ángeles revelada por Dios. 09-07-86

La caída de los Ángeles malos. 23-07-86

La misión de los Ángeles. 30-07-86

La naturaleza de los Ángeles. 06-08-86

El pecado y la acción de Satanás.13-08-86

La acción de Satanás y la victoria de Cristo. 20-08-86

salvación

¿Hay salvación fuera de la Iglesia? ¿Se salvan las personas de otras religiones?

Pregunta:

¿Se pueden salvar los que no pertenecen a la Iglesia? Respecto de la Salvación, que implica estar en comunión con Dios, que pasa con nuestros hermanos de otras religiones, sectas y demás; como ser musulmanes, judíos, budistas, hinduistas, protestantes, Testigos de Jehová, etc. Si no reconocen a Jesucristo como Dios, ¿podrán estar en comunión con El y compartir la vida eterna? ¿Quien se va a condenar? Esteban

¿Hay salvación fuera de la Iglesia? Elena

Los que no conocen a Dios o nunca les predicaron; ¿se condenan? ¿no hay salvación para ellos? Julián.

 

Respuesta:

Estimados:

La enseñanza de la Iglesia es que ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’. Pero debemos entender muy bien esta afirmación para no darle un sentido equívoco.

Podemos resumir la enseñanza de la Iglesia diciendo lo siguiente: ‘Así como Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, así también la Iglesia es el medio universal y único de salvación. Ningún hombre puede pues salvarse sin pertenecer a ella, ya sea con toda realidad, ya sea cuando menos por su dispo­sición profunda’.

La doctrina de la Iglesia debe unificar al mismo tiempo varias verdades, que son:

a) que Dios quiere realmente la salvación de todos los hombres;

b) que la Iglesia es el único sacramento de salvación, y que es necesario pertenecer a ella para poder salvarse;

c) que no hay sin embargo dos Iglesias, universal pero invisi­ble una, y visible pero limitada la otra, sino que en la tierra existe solamente una misma y única Iglesia, a la vez visible e invisible. mística e institucional.

Intentemos explicar este misterio:

1. La Iglesia, único sacramento de la salvación

‘Así como Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, así también la Iglesia es el medio universal y único de salvación. Ningún hombre puede pues salvarse sin pertenecer a ella, ya sea con toda realidad, ya sea cuando menos por su disposición profunda (‘reapse vel voto’)’.

Esta tésis es de fe, según el magisterio ordinario y universal de la Iglesia confirmado por varias declaraciones, solemnes, en particu­lar la del IV concilio de Letrán (1215): ‘existe una sola Iglesia, la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual absolutamente nadie (nullus omnino) se salva’ (Dz 430). Y la del concilio de Flo­rencia (Dz 714). Véanse asimismo los textos de Inocencio III (Dz 423), de Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam (Dz 468), de Clemente VI (Dz 570 b), de Benedicto XIV (Dz 1473), de Pío IX (Dz 1647, 1677), de León XIII (Dz 1955), de Pío XII en su encíclica Mystici corporis (Dz 2286-2288), del Santo Oficio en su carta de 8 de agosto de 1949 al arzobispo de Boston a propósito del asunto Feeney (Dz 3866-3872). Resumiendo y recogiendo toda esta doctrina tradicional, el concilio Vaticano II reafirma, a su vez, ‘que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. En efecto, sólo Cristo es mediador y camino de salvación. y se hace presente a todos nosotros en su cuerpo que es la Iglesia’ (L. Gent., 14).

La fe de la Iglesia tocante a la necesidad del papel por ella desempeñado, le llega de la Escritura a través de la tradición.

a) El fundamento de la Sagrada Escritura

Una doble serie de afirmaciones jalona todo el Nuevo Testa­mento:

a. Cristo es la única fuente de salvación, el único lugar de encuentro entre Dios y los hombres. Así, bajo formas diversas: Act 4, 11-12; Rom 10, 1-14; Lc 12, 8-10; Jn 14, 1-6, etc.

b. En la comunicación de la salvación a los hombres, Cristo y la Iglesia forman una sola cosa: la negativa a seguir a la Iglesia equivale a una negativa a seguir a Cristo, del mismo modo que rechazar a Cristo equivale a rechazar al Padre (Lc 10, 16: ‘Quien a vosotros escucha, a mi me escucha; y quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; pero quien me desprecia a mí, desprecia a aquel que me envió’; o también: Jn 3, 5; 13, 20: Mt 18, 17; Mc 16, 16; Gál 1. 8; Tit 3, 10; 2 Jn 10, 11, etc..).

O bien todos estos textos nada quieren decir, o bien significan claramente que, fuera de Cristo y de su Iglesia, no existe salvación posible para el hombre. Así, pues, aun cuando no figure en ellos bajo su formulación explícita, el axioma ‘fuera de la Iglesia, no hay salvación’ se remonta en su sustancia al Evangelio mismo. El concilio Vaticano II lo advierte con exactitud: ‘Al enseñarnos explícitamente la necesidad de la fe y del bautismo (Mc 16, 16; Jn 3, 5), confirmó (Cristo) al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia misma’ (L. Gent., 14).

b) El axioma ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’

La fórmula ‘fuera de la Iglesia, no hay salvación’ aparece por primera vez en san Cipriano y en Orígenes en torno al año 250. La encontramos ininterrumpidamente en los padres, tal cual, o con lige­ras variantes, o traducida también en imágenes como la del arca de Noé u otras equivalentes. La encontramos también en los teólogos y en los documentos oficiales del magisterio, los más importantes de los cuales han sido ya indicados antes.

Por poco que se reflexione, se advertirá claramente que es esen­cial a la Iglesia ser única. En caso contrario, no sería ya la esposa del único Mediador y su cuerpo, el sacramento de la comunión universal entre Dios y los hombres. Cuando la Iglesia afirma esta unicidad como una exigencia de su fe, no reivindica pues celosa­mente unos derechos y unos privilegios cediendo a una tentación de imperialismo espiritual, sino que da testimonio de la misión que ella ha recibido con respecto a la humanidad. Su exclusivismo es sencillamente otro nombre de su fidelidad y de su caridad uni­versal. Admitir una pluralidad de Iglesias equivaldría a no admitir ninguna, a rechazar la noción misma de Iglesia.

2. El sentido y el alcance del axioma ‘fuera de la Iglesia no hay salvación’

¿Cómo, pues, inter­pretar correctamente este axioma? Para responder a la cuestión así planteada, examinaremos bre­vemente lo que a este respecto nos dicen el Nuevo Testamento y la tradición de la Iglesia.

a) El Nuevo Testamento

a. Lo que el Nuevo Testamento condena es, esencialmente, la negación de la verdad, y no la ignorancia pura y simple. Véase, en particular: Jn 3, 19; Mt 22, 8-9; cf. 1 Jn 4, 7.

b. Nunca afirma que sea suficiente invocar a Cristo o afiliarse a su Iglesia para poder salvarse. Hasta dice explí­citamente lo contrario: Mt 13, 41-42; 22, 12-14; 25, 41; 1 Cor 13, 2; Gál 5, 6; Sant 2, 14; Lc 13, 9.

c. No excluye en parte alguna una pertenencia a Cristo y a la Iglesia simplemente latente, pero ya salvífica. Varios indicios, sin ser absolutamente perentorios, orientan incluso en este sentido. Así, por ejemplo, las palabras de Cristo a propósito de Abraham, que ‘ha visto su día’ (Jn 8,56). O aquellas que trans­cribe Mc 9,38-40: ‘quien no está contra nosotros, está con nosotros’, palabras que equilibran que de algún modo el ‘quien no está conmigo, está contra mí’. Véase asimismo: Jn 1, 9; Mt 2, 1; 8, 10; 15, 28; 25, 34s; 1 Jn 4. 7.

b) La Tradición de la Iglesia

Algunos Padres tuvieron una posición muy estricta; como San Fulgencio de Ruspe (siglo VI): ‘No cabe la menor duda de que no sólo todos los paganos, sino también todos los judíos, todos los herejes y cismáticos que mueren fuera de la Iglesia católica, irán al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles’.

Pero otros, sin embargo, matizan más las cosas y admiten la idea de una posible buena fe; así san Agustín, quien, siquiera de un modo disperso, distingue entre lo que un día se llamará el hereje de buena fe o hereje simplemente material, y el hereje formal. ‘Aquel, escribe, que defiende su opinión, aunque sea errónea y perversa, sin animosidad pertinaz, sobre todo cuando dicha opinión no es fruto de su audaz presunción, sino herencia de unos progenitores seducidos y arrastrados por el error; si busca la verdad escrupulosamente, pronto a abrazarla en cuanto la conozca, no debe ser clasificado entre los herejes’ (Epistola 43,1). San Ambrosio se había manifestado más explícitamente aún a propósito del emperador Valentiniano II, asesinado antes de haber recibido el bautismo que tanto deseaba: Ambrosio no puede imaginar que no haya recibido la gracia. Escribe: ‘¿No habrá, pues, recibido la gracia que deseaba, que él había pedido? Evidentemente, si la ha pedido, la ha recibido’ (De obitu Valentiniani, 51; PL 16, 1374; Rouët de Journel, 1328).

A partir de santo Tomás, la distinción entre las diferentes clases de ignorancia se hará clásica: voluntaria e involuntaria, vencible e invencible.

El tema de la necesidad de la Iglesia para la salvación se planteó de nuevo con los grandes descubrimientos. Las discusiones entre teólogos fueron muy enconadas.

Finalizado el siglo XVIII, el ‘liberalismo’ y el indiferentismo religioso provocaron una viva oposición a nuestro axioma. Son conocidas las brutales palabras de Rousseau: ‘Todo el que se atreve a decir que ‘fuera de la Iglesia, no hay salvación’, debe ser expulsado del Estado’ (Contrato social, IV, 8). El moralismo pietista de Kant y ‘la religión de la conciencia’ influyeron en idéntico sentido.

La reacción de la Iglesia ha sido clara y muy significativa. Es doble:

-Por una parte, rechaza categóricamente todo indiferentismo cuyo principio entrañe la negación del misterio de salvación del que es ella servidora. Véase, en este sentido: la encíclica Mirari vos de Gregorio XVI (Dz l613ss), la alocución de Pío IX de 9 de diciem­bre de 1854 (Dz 1646ss), la encíclica Quanto conficiamur moerore (10 de agosto de 1863; Dz 1677) de este mismo papa, el Syllabus (Prop. 16 y 17; Dz 1716-1717), etc. Se mantiene, pues, con firmeza el principio tradicional: ‘Fuera de la Iglesia, no hay salvación’

-Por otra parte, la condenación implicada en este axio­ma no apunta jamás a las personas mismas. Aun cuando el prin­cipio se formule de un modo absoluto en los textos relativos a las demás sociedades religiosas, abunda sin embargo en precisiones y en crecientes matices cuando se trata de textos referentes a la salvación efectiva de las personas que no están en contacto visible e institucional con la Iglesia. Pío IX es el primero que introduce explícitamente la consideración de la buena fe en su exposición de una doctrina tradicional ‘fuera de la Iglesia, no hay salvacion’ (Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854, Dz 1646-1647, véase también Quanto conficiamur, 10 de agosto de 1863, Dz l677). Idéntico espíritu encontramos en León XIII (Satis cognitum) 17 y en Pío X (E Supremi Apostolatus).

El concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium, matiza la aplicación de este principio a las diferentes categorías humanas sobre la base de una distinción mucho más clara de los diversos casos posibles: cristianos no católicos, judíos, musulmanes y adoradores del Dios único, y aquellos, en fin, que ‘buscan todavía en sombras e imágenes al Dios que desconocen’ (L.G., 16).

Ya la encíclica Mystici corporis había preparado este progreso al mencionar explícitamente a ‘quienes por cierto deseo o aspiración inconsciente están ordenados al cuerpo místico’ (Dz 3821 y CEDP, t. I. p. 1057), idea recogida y precisada por la carta del Santo Oficio (8 de agosto de 1949) relativa al asunto Feeney (Dz 3866-3873 [32 ed.]).

c) Conclusión

A la luz de estos últimos documentos, cabe resumir así la tra­dición de la Iglesia:

1º Es de fe que ‘la Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación’ (L. Gent.. 14).

2º ‘No podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, se negasen sin embargo a entrar o a perseverar en ella’ (L.G., 14).

3º En razón del vínculo que une a Cristo con la Iglesia, nadie puede salvarse, es decir, vivir con Cristo, sin estar de un modo u otro en comunión con la Iglesia.

4º En la aplicación de este principio a las diferentes personas, hay que tener en cuenta las circunstancias y posibilidades efectivas de cada uno. ‘Por esto, para que una persona alcance su salvación eterna, no siempre se requiere que esté de hecho incorporada a la Iglesia a título de miembro, pero si debe estar unido a ella siquiera un deseo o aspiración’ (carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 de agosto de 1949. DS 3870).

5º ‘Incluso no siempre es necesario que esta aspiración sea explicita. En caso de ignorancia invencible, una simple aspiración implícita’ (ibid.) o inconsciente puede ser suficiente, si traduce ‘la disposición de una voluntad que quiere conformarse a la de Dios’ (ibid.). O, dicho de otro modo, esa aspiración debe expresar realmente la oposición de la vida de uno, por cuanto no puede tratarse de una especie de salvación de segunda categoría. Ese deseo debe estar asimismo animado por la caridad perfecta, implicando pues un acto de fe sobrenatural.

¿Cómo concebir psicológicamente este deseo implícito? El concilio Vaticano II habla de ‘aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo la influencia de la gracia, en cumplir con obras su voluntad conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden alcanzar la salvación eterna’. Y con más audacia aún: ‘Incluso a aquellos que sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios, y se esfuerzan, no sin la gracia divina, en llevar una vida recta, tampoco a ellos niega la divina Providencia los auxilios necesarios para la salvación’ (L.G., 16; cf. Gaudium et spes, 22, 5).

En todos estos textos se advierte una insistencia en los dos puntos siguientes:

-Se hace referencia a la orientación global de una vida: ‘hay que esforzarse en cumplir con obras su voluntad’; ‘hay que esfor­zarse en llevar una vida recta’.

-Todo esto no puede llevarse a cabo y tener un efecto ‘sal­vífico’ como no sea bajo la influencia de la gracia. Y sabemos pre­cisamente que, aun cuando algunos hombres puedan dar la impre­sión de que están lejos – o quizá lo estén de hecho – de Dios, él en cambio no está lejos de nadie. ‘puesto que él da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (Act 17, 25-28), y quiere, como Salvador, que todos los hombres se salven (1 Tim 2, 5)’ (L. Gen t., 16).

3. Consecuencia: la mediación universal de la Iglesia y los grados de pertenencia a la Iglesia

a) La mediación universal de la Iglesia

Por ser la iglesia en el mundo el sacramento universal de la salvación, toda gracia llega a través de ella y toda gracia tiende hacia ella.

a. Toda gracia llega a través de la iglesia: No solamente el camino normal previsto por Cristo para comu­nicar su vida es el canal de los sacramentos, sino que además, siendo como es la Iglesia ‘Jesucristo difundido y comunicado’, según palabras de Bossuet, toda participación en la vida de Cristo será eclesial, aun en el caso de que sus beneficiarios no tengan conciencia de ello, ya que no existen dos especies de una misma vida cristiana, supuestamente distintas en razón de la pertenencia o no pertenencia a la Iglesia. Concreta­mente, dicha mediación se ejerce de dos maneras sobre todo:

-En virtud de los sacramentos, y de la eucaristía en particu­lar. En la economía de la salvación, la misa y la cruz son dos mis­terios inseparables: ‘Sin la cruz, la misa sería una ceremonia va­cía. Pero, sin la misa, la cruz sería una fuente sellada’ (Montcheuil).

-En virtud de las restantes plegarias y sacrificios ofrecidos por la iglesia. La encíclica Mystici corporis insiste varias veces en el papel maternal que la Iglesia desempeña con respecto al conjunto de la humanidad.

b. Toda gracia tiende hacia la Iglesia: Más cierto aún es que toda gracia ordena necesariamente a quien la recibe hacia la Iglesia, para que pertenezca a ella cada vez más y mejor. Cristo, escribía Isaac de Stella, ‘es un esposo humilde y fiel’, todo lo que hace, lo hace pues para su esposa. Esta fide­lidad forma parte de su misterio. ‘Adondequiera que vaya ahora, a la derecha del Padre o al fondo de las almas, sigue siendo siempre el Cristo de su Iglesia y de Pedro, y los primeros momentos de su entrada en no importa qué corazón, las primeras acometidas de su gracia, que no descansa nunca y en parte alguna, serán asi­mismo los primeros pasos de su venida a la Iglesia’ (Mersch).

b) Los grados de pertenencia a la Iglesia

La cuestión de la pertenencia a la Iglesia no es más que una aplicación de todo lo que acaba de decirse. Dos grandes principios deben tomarse aquí en cuenta:

a. ‘Están plenamente incorporados a la sociedad de la iglesia quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella. y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige por medio del soberano pontífice y los obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión ecle­siástica’ (Lumen gentium, 14). El mismo documento añade a continuación:

-esta ‘incorporación’ a la Iglesia no asegura la sal­vación a quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia sólo en cuerpo, y no en corazón;

-esta situación sobrenatural de los hijos de la Iglesia ‘debe atribuirse no a sus méritos, sino a una gracia singular de Cristo’.

También añade: ‘los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella y la madre Iglesia los abraza con amor y solicitud como suyos’ (L.G., 14).

b. Aun sin estar plenamente incorporado a la iglesia, es po­sible, sin embargo, estar unido a ella y, en este sentido, pertenecer a ella de algún modo. El concilio Vaticano II habla explícitamente de un vínculo por el que están unidos a la Iglesia todos aquellos que, aun sin estar plenamente incorporados a ella, pertenecen sin embargo a ella de algún modo (L.G., 15-16; Decreto sobre el ecume­nismo, 3 y 4). Hay, pues, una pertenencia en sentido amplio (en esta última, es preciso establecer una dis­tinción entre aquellos que admiten el Evangelio y ‘se honran con el bello nombre de cristianos’, algunos de los cuales están unidos a la Iglesia por vínculos sacramentales muy fuertes -cf. L.G. 15-, y aquellos otros que, no habiendo recibido todavía el Evangelio, están simplemente ‘ordenados al pueblo de Dios’ -ibid., 16-). Tal es la razón de que, para mejor definir y caracterizar estos diferentes casos, procedan algunos teólogos a enumerar las tres categorías siguientes:

-la incorporación plena (o pertenencia en sentido fuerte), in­corporación que supone las tres condiciones clásicas recogidas por el Concilio (profesión de fe cristiana, vida sacramental, comunión con la jerarquía de la Iglesia);

-una pertenencia en sentido amplio o incompleta, caso de faltar uno o dos de los elementos antes citados;

-un cierto vinculo con la Iglesia, que ni siquiera cabe cali­ficarlo como pertenencia, cuando no se da ninguna de las tres condiciones.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Bibliografía:

-P. Faynel, La Iglesia, Herder, Barcelona 1974, pp. 51-68

sacerdocio

¿Qué tengo que tener en cuenta para saber si Dios me llama al sacerdocio?

Pregunta:

Hace tiempo tengo inquietudes sobre mi vocación. ¿Qué tengo que tomar en cuenta para saber si Dios me llama al sacerdocio?

Respuesta:

Estimado:

En 1857 un muchacho se acercó a Don Bosco y le preguntó algo semejante a lo que tú me preguntas a mí; entre los papeles de Don Bosco se encontró el diálogo y otras notas del santo sobre lo que había hablado con este muchacho. Te recomiendo su lectura atenta. Dice así:

‘El joven.-¿Cuáles son las señales que manifiestan si un joven es, o no, llamado a la vida sacerdotal?

Don Bosco.-La probidad de costumbres, la ciencia y el espíritu eclesiástico.

E. J.-¿Y cómo se sabe si hay probidad de costumbres?

D. B.-La probidad de costumbres se conoce sobre todo por la victoria contra los vicios contrarios al sexto mandamiento (sobre la castidad), y en esto hay que atenerse al parecer del confesor.

E. J.-El confesor me ha dicho que por cuanto a esto se refiere, puedo ir adelante en el estado eclesiástico con plena tranquilidad. ¿Pero y la ciencia?

D. B.-Para eso tienes que estar al juicio de tus superiores, que te harán el oportuno examen.

E. J.-¿Y qué se entiende por espíritu eclesiástico?

D. B.-Por espíritu eclesiástico se entiende la inclinación y el gusto que se experimenta en tomar parte en la funciones de iglesia compatibles con la edad y las ocupaciones (oración, santa Misa, confesión).

E. J.-¿Y nada más?

D. B.-Hay una parte del espíritu eclesiástico más importante que las otras. Es una inclinación a dicho estado, que le lleva a uno a abrazarlo con preferencia a cualquier otro, aún más ventajoso y prestigioso.

E. J.-Todo esto lo encuentro en mí. Hace tiempo tuve gran deseo de hacerme sacerdote. Después fui contrario a la idea durante dos años; aquellos dos años que usted sabe; pero ahora no siento ninguna otra inclinación. Sé que hallaré alguna dificultad por parte de mi padre, que preferiría una carrera civil, pero espero que el Señor me ayudaría a superar todos los obstáculos.

Don Bosco le hizo observar que hacerse sacerdote quería decir renunciar a los placeres terrenos, a las riquezas, a los honores del mundo, a los cargos brillantes; estar pronto a soportar desprecios por parte de los malos y dispuesto a hacerlo todo, a soportarlo todo para promover la gloria de Dios, ganarse almas y, en primer lugar, salvar la propia…

-Estas indicaciones, replicó el joven, me empujan a abrazar la vocación sacerdotal. Porque en los otros estados hay un sinfín de peligros, que son mucho menores en el estado de que hablamos.

Pero surgieron las dificultades precisamente por parte del padre: era éste rico y no tenía otro heredero; en cuanto se enteró de su resolución, trató de disuadirlo, primero con cartas y luego yendo al Oratorio para llevárselo a casa. El muchacho cedió. Al despedirse del colegio don Bosco le dirigió estas palabras:

-Hijo mío, te espera una gran batalla. Ten cuidado con los malos compañeros y las malas lecturas. Ten siempre a la Virgen por madre y recurre a ella con frecuencia. Mándame pronto tus noticias.

El muchacho muy conmovido, prometiendo cumplir todo, partió con su padre al pueblo, y mantuvo su palabra. Condescendiendo por obediencia a las presiones de su padre, sacó el diploma de agrimensor, pero siguió firme en su vocación.

Llevaba consigo el amor al Oratorio y oía continuamente en su corazón las palabras de don Bosco: ‘¡Si pierdes el alma, todo está perdido; si salvas el alma, está salvado todo para siempre!¿. Cumplidor escrupuloso de la santificación de las fiestas, no se dejaba llevar por afán de ganancia a hacer ninguna peritación o tomar medidas en estos días.

-Los días de fiesta, decía, tengo que ir a la iglesia, y no quiero hacer nada más.

Su ejemplo y su palabra producían maravillosos resultados y prestaba una eficaz ayuda al párroco para todas las obras buenas. El 1871 volvía a don Bosco, abrazaba el estado religioso y, a su tiempo, se ordenaba sacerdote’.

El texto se encuentra en ‘Memorias biográficas de Don Bosco’, volumen 5.

P. Miguel A. Fuentes, IVE