suegras

¿Dificultades entre suegras y nueras?

Pregunta:

Estimado Padre:

Tengo un hijo casado hace tres años; no sé cómo explicarlo pero yo me había imaginado que cuando él se casara las cosas serían distintas. Estoy decepcionada de mi nuera; sin ser mala no lleva la familia como a mí me parece que debe ser.  Desde hace tiempo noto en ella frialdad y rechazo hacia mí. Sé también que discuten con mi hijo por mi causa. Estoy intranquila y no sé cómo obrar. ¿Cuáles son mis deberes?

Respuesta:

Estimada Señora:

         Buscando entre mis notas, recordé esta noticia aparecida hace un par de años. Entre jocosa y seria, creo que puede servir magníficamente de respuesta a su consulta. Se titula: «La Acción Católica crea una escuela para suegras y nueras»[1].

         Comienza con este tragicómico episodio: «El técnico del teléfono no podía creerlo: “Señora, usted tiene un interfono?”, «¿No, por qué?”, “Aquí detrás del teléfono hay un cable extraño con un micrófono…”. Espionaje en plena regla. ¿Y a donde llevaba el cable indiscreto? Adivinen: directamente al apartamento de la suegra, que se encontraba abajo. La historia auténtica de la “suegra-KGB” circula en la región italiana de Reggio Emilia. La pareja espiada ha acabado separándose. Es una más de las se arruinan por culpa de la intromisión de la “mamma” en la vida conyugal».

         «Lamentablemente, la fama de las suegras no es sólo un chiste, indica la abogada Paola Mescoli que ha hecho una pequeña encuesta entre colegas y ha descubierto que tres separaciones de cada diez tienen detrás a una “mamma” que no se resigna a perder autoridad sobre el hijo adulto y casado».

         Estos hechos han ocasionado que la Acción Católica Italiana creara en Reggio Emilia la primera escuela de convivencia entre suegras y nueras. El programa prevé un mes de clases con abogados, sociólogos, psicólogos, para ayudarles a comprenderse, a aprender a comunicarse, a desarmar un conflicto que dura siglos. La sorpresa fue que ha habido inscripciones a decenas, según atestiguó la presidenta de la Acción Católica.

         «Y allí están, sentadas como escolares, codo a codo», continúa la nota. Una nuera combativa, explica: «No somos ya las nueras de antes que entraban en casa del patriarca con la cabeza inclinada». Y una suegra: «Me he obligado a no entrometerme, pero ha sido un sufrimiento». Y una ex nuera que se ha convertido en suegra añade: «He sufrido mucho, mi suegra no me habría aceptado aunque hubiese sido la reina Isabel, y yo ahora no quiero hacer sufrir así a mis hijos. Hay que romper esta rueda».

         «Hoy no se viene a las manos entre suegras y nueras –dice la abogada Mescoli– no se discute ya y quizá es peor. Se ha convertido en una batalla de posiciones». Y en esta estrategia de desgaste las suegras ganan. Tienen un repertorio sofisticadísimo de golpes bajos. He aquí una pequeña antología recogida en el aula: la suegra que limpia a escondidas el suelo para humillar a la nuera; la suegra que organiza una red de espionaje formada por el tendero, portero y peluquera; la que dice al hijo: «Ayer tu mujer bajó de un coche, no he visto quien conducía pero me parecía un hombre»; la que usa el ragú como veneno: «Te lo guiso yo porque tu mujer no es capaz»; y la más pérfida de todas, la suegra que llama por teléfono todas las noches para recomendar: «¡Quiero un nietecito!».

         «Pero las nueras no son siempre inocentes. Las escolares admiten que entran en desesperadas competiciones culinarias, desplantes, chantajes (Ya no te llevo más a los niños), etc.».

         Entre las causas se apuntan las siguientes: los hijos que permanecen en casa hasta pasados los treinta años (situación muy extendida en Italia), la convivencia forzada, la falta de servicios para la familia. Los problemas se agravan hacia el sexto o séptimo año de matrimonio, cuando la nuera explota acusando al marido de preferir a la madre. Y lamentablemente tiene razón: según una encuesta, puesto contra las cuerdas, en nueve casos sobre diez, elige a la «mamma».

         De la mujer se puede divorciar, pero de la madre no.

         «Sería mejor que pasaran por el psicólogo antes que por el juez», subraya la abogada. ¿Y qué podría hacer el psicólogo? Por ejemplo, la doctora Alessandra Cassanese recomienda «no sentir complejos de culpa si no se está de acuerdo. Es natural que la suegra tenga miedo de perder el amor de su hijo, es natural que la nuera esté celosa de la primera mujer en la vida de su marido… Basta permanecer dentro de los límites». ¿Y cómo?

         No es tan sencillo. «La suegra es el termómetro de la solidez de la pareja», indica la psicóloga. «La intromisión destruye sólo si encuentra una fisura a ensanchar». Y la fisura es el hijo. Entre dos mujeres que compiten, hay siempre un hombre débil que no sabe elegir. Debería ser él el que tendría que aprender a cortar el cordón umbilical. Si no lo hace, y luego discuten la nuera y la suegra, la culpa es suya, según han reconocido ya dos sentencias de la casación en Italia.

         Por tanto, habría que rehabilitar a la suegra, objeto de tantos chistes.

         «Es sólo una mujer que vive el momento más difícil de su vida –dice comprensiva Maria Chesi, presidenta de la Acción Católica Italiana–, el de la separación de los hijos. Ser madre se elige pero ser suegra, no. Los celos, la intromisión, son una auténtica petición de ayuda. Entonces es necesario que haya diálogo y no guerra».

         ¿Qué podemos agregar a esto? Sólo dos cosas.

         La primera se encuentra en el libro del Génesis (2,24) y la recuerda San Pablo (Ef 5,31) y Nuestro Señor: dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne (Mt 19,5).

         La segunda la leemos en la Carta a los Colosenses, y nos señala las relaciones cristianas entre padres e hijos, extensivo a suegras y nueras: Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección… Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados (Col 3,12-14. 18-21).

 

P. Miguel A. Fuentes, IVE

 

[1] Cf. Zenit, 11 de octubre de 1999.

violencia familiar

¿Cómo vencer la violencia dentro de la familia?

Pregunta:

Querido Padre:

Trabajo como asistente familiar. Es muy frecuente en mi función encontrar casos en que el esposo maltrata de modo permanente a su esposa y a sus hijos, y a veces no sé qué aconsejar. ¿Puede hacerse algo para prevenir estas situaciones?

 Respuesta:

Estimada:

Es un dato palpable que la violencia familiar se ha extendido en nuestro tiempo como una plaga; se trata de un fenómeno destructor de las familias y causa de gran infelicidad y desgracia entre esposos e hijos.

Se considera «violencia familiar» al uso deliberado de la fuerza para controlar o manipular al cónyuge o a los hijos. Este abuso puede darse en varias formas: puede ser psicológico, sexual o físico.

Esta última es la forma más perceptible pues se manifiesta por medio de golpes, heridas, magulladuras, etc. Pero a veces puede ser más peligrosa la violencia psicológica, por ser más oculta; se da en forma de:

  • abuso verbal: insultos, humillaciones, desprecios, etc.
  • intimidación: por medio de miradas, gestos, gritos, etc.
  • amenazas: de matar o suicidarse, de llevarse los hijos, etc.
  • abuso económico: control abusivo del dinero, castigos o recompensas materiales, impedir el trabajo del cónyuge cuando éste es necesario (por ejemplo, por celos), etc.
  • abuso sexual: imponer el uso de anticonceptivos, presiones para que la esposa aborte, desprecio sexual, exigiendo relaciones contra la naturaleza, etc.
  • aislamiento: control de la vida del cónyuge, celos infundados, etc.

Hay varios factores que agravan la situación de los hogares en que se instala la violencia doméstica; entre estos hay que señalar:

1) Muchas veces la violencia se relaciona con el abuso del alcohol y las drogas (el 50% de los casos de abuso sexual de parte de padres sobre sus hijos se verifica en personas adictas al alcohol o a las drogas).

2) Del 25 al 45% de las mujeres que sufren esta violencia están embarazadas[1].

3) Del 35 al 40% de las mujeres maltratadas intentan suicidarse[2].

4) La violencia doméstica ocurre en el 33 al 66% de todos los adultos que viven bajo un mismo techo, independientemente de la edad, raza, el sexo, la religión, el estado marital o el nivel académico, económico o social[3].

5) La violencia doméstica es contagiosa: en los hogares donde un cónyuge maltrata a otro, se dan muchas probabilidades de que el maltrato se extienda a los hijos, por parte de los dos padres.

6) Los hijos que crecen en ambiente de violencia doméstica (peleas, discusiones y golpes entre sus padres) son propensos a instalar un ambiente de violencia en sus propias familias cuando lleguen a formarlas.

Todos estos actos se oponen gravemente al amor. Es un principio más que evidente que el amor no debe doler. El amor implica confianza, protección, respeto, diálogo, compartir la vida.

    ¿Qué se puede hacer ante estas situaciones?

1º Ante todo, comprender que «ambos, la víctima de la violencia doméstica y su victimario, están emocionalmente enfermos y necesitan ayuda. Ninguno de los dos puede recibir ayuda hasta que no reconozcan que el maltrato existe. No se benefician en lo absoluto manteniendo este horrible secreto, sino que deben compartirlo con aquellos que pueden ayudarlos: un sacerdote, un pastor, un psicólogo o un psiquiatra»[4]. La solución de estos problemas exige personas muy competentes; en algunos casos son problemas muy graves y arraigados.

2º «Si los esfuerzos para resolver esta situación continúan fracasando o cuando el ataque parece estar próximo, la mujer tiene el derecho (y el deber) de escapar y buscar refugio en otro sitio». Esto es sobre todo urgente cuando está en peligro su salud física y mental y más todavía si su misma vida corre riesgo, o la de sus hijos (incluso la salud psicológica de sus hijos). La Iglesia prevé que estos casos se den y por eso contempla estas situaciones como causales de separación de lecho y techo (sin divorcio vincular)[5].

3º Estar dispuestos a perdonar si la situación cambia sustancialmente. El perdón es fundamental a la vida cristiana; no puede ser excluido de la vida matrimonial, aun cuando puedan haberse dado situaciones dolorosas y graves. Pero para que una persona pueda ser perdonada volviendo a instaurar una convivencia interrumpida, la situación debe cambiar totalmente; tiene que haber conversión del corazón si la causa era el pecado; y tiene que haber curación (o al menos una situación médicamente controlada) si la causa era alguna alteración psíquica.

4º Tiene que haber un gran deseo de hacer crecer el amor: el amor es una conquista, y por eso es necesario luchar por él contra todo desaliento, contra toda tentación. El amor exige combatir todo egoísmo; reclama suprimir todo lo que sea capaz de apartar a un cónyuge del otro (malas amistades, apegos materiales, vicios, defectos). El amor exige estar dispuestos a renunciar y sacrificarse el uno por el otro, y los dos esposos por sus hijos. Pero por sobre todo, el amor progresa cuando enlaza a los esposos elevándolos hacia Dios, porque sólo de esta manera tiende al infinito y destruye todos los límites que imponen las miserias humanas.

 P. Miguel A. Fuentes, IVE

Bibliografía para profundizar:

Buela, Carlos, La violencia familiar, Diálogo 28 (2001), 39-68.

Llaguno, Magaly, La violencia doméstica: preocupación genuina del movimiento provida, folleto de: «Documentación para la defensa de la vida y la familia», Vida Humana Internacional, Miami.

[1] Cf. U. S. Department of Justice. Bureau of Justice Statistics. National Crime Victimization Survey. Selected Statistics on Violence Against Women, agosto de 1995.

[2] Cf. ibid.

[3] Women Healing the Wounds. NCCW Responds to Domestic Violence Against Women (folleto), National Council of Catholic Women, 1275 K Street, NW, Suite 975, Washington D.C., 20005.

[4] Cf. Llaguno, Magaly, La violencia doméstica: preocupación genuina del movimiento provida, folleto de: «Documentación para la defensa de la vida y la familia», Vida Humana Internacional, Miami.

[5] «Si uno de los cónyuges pone en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole, o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo para separarse…» (Código de Derecho Canónico, c. 1153,1).

matrimonio

He cometido adulterio pero quiero salvar mi matrimonio

Pregunta:

Estimado P. Miguel Ángel Fuentes

Le comento con mucha pena que yo cometí adulterio contra mi esposa a quien amo, aunque el acto que cometí no parezca demostrarlo. Estoy profundamente arrepentido y deseo que mi esposa me perdone y continúe conmigo, sin embrago es difícil ya que ella está muy ofendida. Le he prometido una conversión en Dios sincera y he dado pasos firmes en ello, sin embrago mi esposa continua recordando mucho mi acto. Que consejos me puede dar para poder merecer nuevamente la oportunidad. Le agradezco de antemano cualquier apoyo que me pueda dar. Dios lo bendiga

 

Respuesta

Estimado V.:

Con mucha paciencia gánese nuevamente el cariño de su esposa. Esto implica dos tipos de actos: 1) por un lado, el trato paciente y caritativo con ella, perseverando día a día; 2) por otro, que ella vea en usted una vida realmente cristiana, y cumplidora con Dios (Misa, oración, confesión). Esto le dará confianza, pues de un hombre que es fiel a Dios puede uno esperar que sea fiel a una esposa, a un amigo, a un país. No hay infidelidad conyugal que no comience, primero, con infidelidades a Dios, aunque de éstas no se entere nadie.

Y dele tiempo a su esposa. No se apresure a que le demuestren cariño y confianza. Estas heridas exigen tiempo para restañar.

Con mi bendición. En Cristo y María

P. Miguel A. Fuentes, IVE

esposa

¿Mi esposa me debe obedecer o no?

Pregunta

Buenos días estimado padre Miguel:

Mi nombre es T., vivo en R., Ecuador, soy casado y tengo 2 hijos. Cristo es la cabeza de la Iglesia y el hombre la cabeza de la familia. Durante miles de años siempre fue así pero en los últimos tiempos las mujeres se han hecho más independientes y ahora por más católicas que sean no quieren obedecer a sus maridos argumentando sus derechos de igualdad y etc. Yo le dije a un sacerdote: mi mujer no respeta mi autoridad y él me dijo es que Usted tiene que ganársela… Yo le digo ¿Cómo voy a tener que ganarme lo que DIOS me dio? En resumen: mi esposa no me obedece, piensa que todo debemos llegar a consenso, que por que si ella ve que estoy tomando una mala decisión ella no puede apoyarme. Si se tomara esa idea, entonces nadie podría mandar en ningún lado porque siempre va a haber alguien que con buena o mala intención o por ignorancia va a cuestionar las decisiones del otro. Yo pienso que si yo tengo la autoridad mi esposa debe obedecerme en todo. Si yo ejerzo mal mi autoridad pues ahí estaría pecando, pero ese es mi problema, igual ella debe obedecer. Favor ilústreme al respecto. Gracias.

Respuesta

Estimado T.:

Dios le dio una autoridad sobre su familia, basada simplemente en el hecho de ser el esposo y el padre.  Pero lo que debe ganarse es que esa autoridad sea amada por su esposa y sus hijos. La autoridad puede tenerse pero hacerse odiosa, y se ejerce sin amor ni prudencia. Nadie niega la autoridad del presidente de un país, pero si la ejerce con despotismo, termina por perder el valor moral de la misma. Jesús no solo es nuestro Rey, sino que se hace amar como tal. Eso han querido decirle.

Con mi bendición. En Cristo y María

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

El drama de la infidelidad matrimonial: ¿puede evitarse?

Pregunta:

La consulta ha llegado desde México: Estimado Padre… el motivo que me lleva a escribirle es el deseo de recibir alguna información de su parte en relación al trabajo que estoy desarrollando. Concretamente estoy acompañando pastoralmente algunas parejas y estas presentan algo en común: la infidelidad matrimonial, más por parte del hombre… Quisiera sugerirle que dentro del cuadro ‘el teólogo responde’, presentara alguna reflexión sobre la ‘infidelidad’.

 

Respuesta:

Hay que reconocer la infidelidad matrimonial es uno de los dramas conyugales más graves (aunque no el único) que afectan, en nuestro tiempo, a la institución matrimonial. La infidelidad dentro del marco del matrimonio se denomina ‘adulterio’, como enseña en Catecismo de la Iglesia Católica: ‘El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio’[1].

El adulterio es un pecado grave que transgrede la ley natural y la ley divina: ‘El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio. Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría. El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres’[2].

A pesar de ello se está constituyendo en una de las muchas plagas que azotan la desasosegada nuestra cultura. Algunos datos estadísticos, que hay que tomar con pinzas, arrojan cifras estremecedoras: el diario La Nación, en su edición del 19 de marzo de 1997, bajo el título ‘Adulterio: nuevo furor sobre un viejo pecado’, cita el estudio realizado por Shere Hite utilizando un cuestionario impreso en ‘Penthouse y otras revistas para adultos’ (es decir, una encuesta realizada entre un público libertino); en este estudio el 66% de los hombres y el 54% de las mujeres de Estados Unidos consultadas afirmaban haber tenido al menos una aventura adulterina. Se cita también el sondeo -hecho con técnicas de muestreo más confiables- de NORC (año 1994, también en Estados Unidos); éste señalaba una praxis del adulterio en el 21,2% de los hombres y en el 11% de las mujeres[3].

Sean cuales sean los datos reales, la situación es una lógica consecuencia del brete cultural en que nos encontramos metidos. Entre muchas causas quiero destacar dos.

La primera es la mentalidad divorcista que ha sumergido la institución matrimonial en una crisis agudísima que amenaza con sofocarlo. La experiencia de 12 años de divorcio en Argentina es elocuente: el divorcio ha engendrado más divorcios y separaciones, menos matrimonios, más concubinatos, menos hijos por matrimonio, más hijos fuera del matrimonio (un estudio del INDEC establecía que en 1995 el 45% de los argentinos nacieron fuera del matrimonio) y envejecimiento poblacional[4]. La situación de los divorciados vueltos a casar, aunque sea dolorosa y pastoralmente merezcan un cuidado singular por parte de la Iglesia[5], es, sin embargo, una situación de adulterio; el hecho de que el fenómeno se extienda cada vez más debe preocuparnos seriamente.

La segunda causa debemos buscarla en la incomprensión -por parte de muchos católicos incluso teólogos y pastores- de la enseñanza de la Humanae vitae sobre el acto conyugal. Muy sabio fue Pablo VI al defender la indisolubilidad de los dos significados o dimensiones del acto conyugal[6]. Éste, por su íntima naturaleza, es al mismo tiempo unitivo y procreador. Mantener la unidad de ambos aspectos es condición esencial para respetar la ‘totalidad’ de la entrega matrimonial. El matrimonio es ‘uno con una para siempre’, para ‘darse totalmente cada vez que se entregan en su relación conyugal’. El no comprender este segundo elemento puede conducir a la postre a no entender el sentido del primero. El robarle un significado al acto conyugal, como ocurre en el fenómeno de la anticoncepción (en la que se le despoja voluntariamente del valor procreador), implica una donación mezquina, un amor a medias, un regalo truncado. Quien se acostumbra a este modo (parcial) de darse, puede terminar por preguntarse qué mal hay en reservarse parte de sus sentimientos para compartir con alguien distinto de su cónyuge legítimo. Esto no es una cosa nueva. El mismo Pablo VI advirtió en la Humanae vitae que el uso generalizado de anticonceptivos conduciría a ‘la infidelidad conyugal y a la generalizada degradación de la moralidad’, y asimismo que el hombre perdería el respeto hacia la mujer y ‘ya no le importaría su equilibrio físico y psicológico’, hasta el punto en que él la consideraría ‘como un mero instrumento de disfrute egoísta, y ya no como su respetada y amada compañera’[7]; lo único que cabe agregar es que el mismo fenómeno se da hoy en muchas mujeres respecto de sus esposos. La mentalidad hedonista, con su conceptos tergiversados del sexo seguro, de las relaciones prematrimoniales, de los matrimonios a prueba, con su desprecio de la virginidad, etc., propagados con la complicidad de los medios masivos de información y de auténticas ‘multinacionales’ del sexo, han extendido inquietantemente este modo ponderar el amor y la sexualidad.

¿Qué hacer para remontar este clima de infidelidad? En general, lo que está a nuestro alcance, es el preparar a los futuros esposos para vivir la fidelidad en todas sus dimensiones, y predicar eso mismo a los hombres y mujeres en general, especialmente a los ya casados[8].

El verdadero amor exige espontáneamente la exclusividad. El universo del amor tiene dos polos; el amor verdadero tiene como característica la ‘suficiencia intrínseca’, es decir, que los que se aman no necesiten de nadie más. Si necesitan de ‘alguien’ de afuera para dar plenitud a su corazón, lo que está fallando es el amor.

Pero no solamente el amor exige la fidelidad, sino que la fidelidad ‘protege’ al amor. Todo esfuerzo por ser fiel, especialmente en los momentos de tentación fuerte, repercuten aumentando, purificando y transformando el amor de los esposos.

Normalmente a la infidelidad -en el sentido de ‘engaño’ del cónyuge con otro amante- es algo que sucede porque se entiende la fidelidad conyugal en un sentido restrictivo. La verdadera fidelidad implica tres dimensiones: es la fidelidad cordial, mental y carnal. Lamentablemente, muchos la identifican exclusivamente con esta última; y esta última, sola -sin las otras- no puede mantenerse en pie.

1) Fidelidad cordial, del corazón, quiere decir reservar el corazón para el cónyuge, y renovar constantemente la entrega que se le ha hecho la vez primera en que se declaró su amor. Dice Gustave Thibon: ‘La verdadera fidelidad consiste en hacer renacer a cada instante lo que nació una vez: estas pobres semillas de eternidad depositadas por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y la falsa fidelidad momifica’. Charbonneau añade: ‘el marido que deja dormir su corazón ya es infiel’. Fidelidad implica, por tanto:

-como dimensión positiva: reiterar la entrega del corazón; los esposos están obligados, en virtud de amor, a ser afectivos entre sí; demostrarse el cariño. Flor que no se riega se marchita; corazón que no ese alimentado, busca comida en otros platos.

-como dimensión negativa: evitar todo trato imprudente con personas de otro sexo. Entiendo por trato imprudente aquellas manifestaciones de afecto (a veces puramente a nivel de amistad) que pueden empezar a ablandar el corazón. La persona con quien no se convive, la que es tratada sólo esporádicamente, siempre revela menos defectos que aquella que comparte el propio hogar… Y… el prado del vecino siempre parece más verde… por el solo hecho de mirarlo de lejos. Así, de los tratos reblandecidos (lo que no quiere decir que todos debemos ser corteses y cordiales con el prójimo) pueden ser inicio de enamoramientos.

2) Fidelidad mental: no sólo es adulterio e infidelidad el contacto carnal con la persona ajena al matrimonio, sino también el pensar en ella y desearla. La fidelidad exige castidad de pensamientos, memoria y deseos. El que maquina, imagina, sueña despierto, ‘aventuras’, aunque no tenga intención de vivirlas en la realidad, ya es infiel, y esto prepara el terreno para la infidelidad en los hechos. En este sentido, difícilmente guardará la fidelidad conyugal quien mira o lee revistas o películas pornográficas, o con algún contenido pornográfico; quien no cuida la vista ante otras mujeres u hombres; quien asiste o frecuenta ambientes donde no se tiene el mínimo pudor en el vestir o en el hablar. La castidad exige, para poder ser vivida, un ‘ambiente casto’. Esto no es puritanismo; esto es simplemente lo ‘normal’, lo adecuado a la norma. Considero que la falta de seriedad en esta dimensión es causa principal de las infidelidades matrimoniales, y no se puede poner remedio a este problema si no se empieza por cortar con el caldo de cultivo de toda infidelidad que es la falta de castidad en las miradas, en el pensamiento y en el deseo.

3) Fidelidad carnal: es bastante claro y evidente por sí. La infidelidad carnal es siempre una profanación del cónyuge inocente, porque el matrimonio ha hecho de ellos una sola carne (Mt 19,5); al entregarse uno de ellos a una persona ajena al matrimonio, ensucia y rebaja la persona el cónyuge.

Finalmente, hay que tener siempre en cuenta que la fidelidad es una gracia; como tal, los esposos deben pedirla, es decir, rezar pidiendo a Dios no faltar nunca a la palabra dada en el matrimonio. Especialmente quienes se encuentran en situaciones más difíciles, ya sea por el ambiente en que viven o por hábitos desordenados largo tiempo consentido, deben recordar que la Iglesia nos enseña a orar con San Agustín: Da quod iubes et iube quod vis (da lo que mandas y manda lo que quieras)[9]. El Concilio de Trento completó esta afirmación con una expresión magnífica: ‘Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas’[10].

P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2380.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2380-2381.

[3] Cf. La Nación, 19/03/1997; p. 17.

[4] Véase el estudio de Jorge Scala, Sociología de diez años de divorcio en Argentina, en: Jorge Scala y otros, Doce años de divorcio en Argentina, EDUCA, Bs. As. 1999; esp. pp. 119ss..

[5] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84.

[6] Cf. Humanae vitae, 12.

[7] Cf. Humanae vitae, 17.

[8] Tomo, con libertad, algunas ideas del libro de Paul-Eugène Charbonnaeu, Curso de preparación para el matrimonio, Herder, Barcelona 1984, pp. 188-197.

[9] San Agustín, Confesiones, X, 29, 40.

[10] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; DS 1536.