Pregunta:
Querido Padre:
Trabajo como asistente familiar. Es muy frecuente en mi función encontrar casos en que el esposo maltrata de modo permanente a su esposa y a sus hijos, y a veces no sé qué aconsejar. ¿Puede hacerse algo para prevenir estas situaciones?
Respuesta:
Estimada:
Es un dato palpable que la violencia familiar se ha extendido en nuestro tiempo como una plaga; se trata de un fenómeno destructor de las familias y causa de gran infelicidad y desgracia entre esposos e hijos.
Se considera «violencia familiar» al uso deliberado de la fuerza para controlar o manipular al cónyuge o a los hijos. Este abuso puede darse en varias formas: puede ser psicológico, sexual o físico.
Esta última es la forma más perceptible pues se manifiesta por medio de golpes, heridas, magulladuras, etc. Pero a veces puede ser más peligrosa la violencia psicológica, por ser más oculta; se da en forma de:
- abuso verbal: insultos, humillaciones, desprecios, etc.
- intimidación: por medio de miradas, gestos, gritos, etc.
- amenazas: de matar o suicidarse, de llevarse los hijos, etc.
- abuso económico: control abusivo del dinero, castigos o recompensas materiales, impedir el trabajo del cónyuge cuando éste es necesario (por ejemplo, por celos), etc.
- abuso sexual: imponer el uso de anticonceptivos, presiones para que la esposa aborte, desprecio sexual, exigiendo relaciones contra la naturaleza, etc.
- aislamiento: control de la vida del cónyuge, celos infundados, etc.
Hay varios factores que agravan la situación de los hogares en que se instala la violencia doméstica; entre estos hay que señalar:
1) Muchas veces la violencia se relaciona con el abuso del alcohol y las drogas (el 50% de los casos de abuso sexual de parte de padres sobre sus hijos se verifica en personas adictas al alcohol o a las drogas).
2) Del 25 al 45% de las mujeres que sufren esta violencia están embarazadas[1].
3) Del 35 al 40% de las mujeres maltratadas intentan suicidarse[2].
4) La violencia doméstica ocurre en el 33 al 66% de todos los adultos que viven bajo un mismo techo, independientemente de la edad, raza, el sexo, la religión, el estado marital o el nivel académico, económico o social[3].
5) La violencia doméstica es contagiosa: en los hogares donde un cónyuge maltrata a otro, se dan muchas probabilidades de que el maltrato se extienda a los hijos, por parte de los dos padres.
6) Los hijos que crecen en ambiente de violencia doméstica (peleas, discusiones y golpes entre sus padres) son propensos a instalar un ambiente de violencia en sus propias familias cuando lleguen a formarlas.
Todos estos actos se oponen gravemente al amor. Es un principio más que evidente que el amor no debe doler. El amor implica confianza, protección, respeto, diálogo, compartir la vida.
¿Qué se puede hacer ante estas situaciones?
1º Ante todo, comprender que «ambos, la víctima de la violencia doméstica y su victimario, están emocionalmente enfermos y necesitan ayuda. Ninguno de los dos puede recibir ayuda hasta que no reconozcan que el maltrato existe. No se benefician en lo absoluto manteniendo este horrible secreto, sino que deben compartirlo con aquellos que pueden ayudarlos: un sacerdote, un pastor, un psicólogo o un psiquiatra»[4]. La solución de estos problemas exige personas muy competentes; en algunos casos son problemas muy graves y arraigados.
2º «Si los esfuerzos para resolver esta situación continúan fracasando o cuando el ataque parece estar próximo, la mujer tiene el derecho (y el deber) de escapar y buscar refugio en otro sitio». Esto es sobre todo urgente cuando está en peligro su salud física y mental y más todavía si su misma vida corre riesgo, o la de sus hijos (incluso la salud psicológica de sus hijos). La Iglesia prevé que estos casos se den y por eso contempla estas situaciones como causales de separación de lecho y techo (sin divorcio vincular)[5].
3º Estar dispuestos a perdonar si la situación cambia sustancialmente. El perdón es fundamental a la vida cristiana; no puede ser excluido de la vida matrimonial, aun cuando puedan haberse dado situaciones dolorosas y graves. Pero para que una persona pueda ser perdonada volviendo a instaurar una convivencia interrumpida, la situación debe cambiar totalmente; tiene que haber conversión del corazón si la causa era el pecado; y tiene que haber curación (o al menos una situación médicamente controlada) si la causa era alguna alteración psíquica.
4º Tiene que haber un gran deseo de hacer crecer el amor: el amor es una conquista, y por eso es necesario luchar por él contra todo desaliento, contra toda tentación. El amor exige combatir todo egoísmo; reclama suprimir todo lo que sea capaz de apartar a un cónyuge del otro (malas amistades, apegos materiales, vicios, defectos). El amor exige estar dispuestos a renunciar y sacrificarse el uno por el otro, y los dos esposos por sus hijos. Pero por sobre todo, el amor progresa cuando enlaza a los esposos elevándolos hacia Dios, porque sólo de esta manera tiende al infinito y destruye todos los límites que imponen las miserias humanas.
P. Miguel A. Fuentes, IVE
Bibliografía para profundizar:
Buela, Carlos, La violencia familiar, Diálogo 28 (2001), 39-68.
Llaguno, Magaly, La violencia doméstica: preocupación genuina del movimiento provida, folleto de: «Documentación para la defensa de la vida y la familia», Vida Humana Internacional, Miami.
[1] Cf. U. S. Department of Justice. Bureau of Justice Statistics. National Crime Victimization Survey. Selected Statistics on Violence Against Women, agosto de 1995.
[2] Cf. ibid.
[3] Women Healing the Wounds. NCCW Responds to Domestic Violence Against Women (folleto), National Council of Catholic Women, 1275 K Street, NW, Suite 975, Washington D.C., 20005.
[4] Cf. Llaguno, Magaly, La violencia doméstica: preocupación genuina del movimiento provida, folleto de: «Documentación para la defensa de la vida y la familia», Vida Humana Internacional, Miami.
[5] «Si uno de los cónyuges pone en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole, o de otro modo hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo para separarse…» (Código de Derecho Canónico, c. 1153,1).