Jean-Pierre de Caussade |
Indice III.- Disposiciones para el abandono y sus efectos. IV.- El estado de abandono, su necesidad y sus maravillas. V.- El estado de pura fe. Capítulo III Disposiciones para el abandono y sus efectos Docilidad a la voluntad de Dios ¡Qué desasido hay que estar de todo lo que se siente o se hace para caminar por esta vía, en la que sólo cuenta Dios y el deber de cada momento! Todas las intenciones que vayan más allá de esto deben ser eliminadas. Es preciso limitarse al momento presente, sin pensar en el precedente, ni en el que va a seguir. Guardando siempre a salvo, por supuesto, la ley de Dios, hay algo interior que te está diciendo: «Me veo ahora inclinado a esa persona, a este libro, a recibir o a dar tal advertencia, a presentar cierta queja, a abrirme a esa persona o a recibir sus confidencias, a dar tal cosa o a hacer tal otra». Es preciso, entonces, seguir lo que se presenta como moción de la gracia, sin apoyarse ni un sólo momento en las propias reflexiones, razonamientos o esfuerzos. Hay que tener presente todo esto, pero para el momento en que Dios venga, sin realizar opciones propias. Dios nos da su voluntad, ya que en este estado Él vive en nosotros. En efecto, la voluntad de Dios ha de ocupar aquí el lugar de todos nuestros apoyos ordinarios. Fidelidad a la gracia del momento Cada momento va urgiendo la acción de cada una de las virtudes. Y el alma abandonada responde con fidelidad en cada instante, de modo que aquello que ha leído o escuchado lo tiene tan presente, que el novicio más abnegado no cumple mejor que ella sus deberes. Eso lleva consigo, por ejemplo, que estas almas son llevadas una vez a esta lectura, otra vez a otra, o bien a hacer tal observación o cierta reflexión sobre sucesos mínimos. En un momento concreto, les da Dios aliciente para instruirse en una doctrina, y en otro va a sostenerles en la práctica de la virtud. En todas las cosas que van haciendo estas almas, no sienten sino la moción interior para hacerlas, sin saber por qué. Todo lo que podrían decir vendría a ser: «Me siento inclinado a escribir, a leer, a preguntar, a mirar tal cosa. Sigo esta atracción, y Dios, que me la da, pone en mis potencias un fondo y una reserva de cosas particulares, para ser en seguida el instrumento de otras inclinaciones, que me darán el uso de esa riqueza y reserva, para mi provecho y el de los demás». Esto requiere que estas almas sean sencillas, dúctiles, ligeras y dóciles al menor soplo de estos impulsos íntimos, casi imperceptibles. Dios, que es su Señor, tiene derecho a aplicarlas a todo lo que sea para su gloria. Y si ellas pretenden resistir esas mociones, aferrándose a las reglas de vida por las que se rigen las almas que avanzan con esfuerzo y modos propios, se privarían así de mil cosas necesarias para cumplir los deberes de los días futuros. Contradicciones Sucede, sin embargo, que como se ignora esto, se les juzga, y se les censura por su simplicidad, y ellas, que no censuran a nadie, que aprueban todos los estados, y que saben discernir perfectamente los grados y progresos, se ven despreciadas por estos falsos sabios, que no están en condiciones de gozar de esa dulce y cordial sumisión a las órdenes de la Providencia. ¿Aprobarían estos sabios mundanos aquella continua inestabilidad de los Apóstoles, que no les dejaba establecerse en ninguna parte? Ni siquiera los espirituales ordinarios son capaces de sufrir a estas almas que viven así, pendientes en cada momento de la Providencia. Sólo algunas almas que son como ellas las aprueban, y Dios, que instruye a los hombres por medio de hombres, hace que aquellos que son sencillos y fieles para abandonarse a Él, encuentren siempre algunas almas de esta naturaleza. De guiarse a sí mismo a ser guiado por Dios Hay un tiempo en el que quiere Dios ser por sí mismo la vida del alma, y perfeccionarla directamente y de un modo secreto y desconocido. Entonces, todas las ideas propias, luces y maneras, búsquedas y razonamientos, no son sino una fuente de ilusiones. Y cuando el alma, después de muchas experiencias de desatinos debidos a sus modos propios, reconoce finalmente su inutilidad, se da cuenta de que el mismo Dios ha ocultado y confundido todos los medios con el fin de hacerle encontrar la vida en Sí mismo. Convencida, entonces, de que por sí misma no es más que una pura nada, y de que todo cuanto saque de su propio fondo sólo le servirá de perjuicio, se abandona del todo a Dios, para no tener nada más que a Él, y vivir sólo de Él y para Él. Desde ese momento es Dios para el alma una fuente de vida, no por ideas, luces y reflexiones, que como he dicho, son sólo una fuente de ilusiones, sino por la eficacia y la realidad de las gracias que derrama en ella, aunque ocultas bajo apariencias encubiertas. Y aunque la obra divina es desconocida para el alma, recibe sin embargo su virtud substancia y real a través de mil circunstancias, que al parecer sólo son para su ruina. No hay remedio para esta oscuridad, y es preciso abismarse en ella. Allí y en todas las cosas Dios se le comunica por la fe. El alma no es ya sino un ciego o, si se quiere, es como un enfermo que ignora la virtud de las medicinas, de las que sólo capta su amargura. Incluso con frecuencia tiene la sensación de que ellas más bien le van a producir la muerte; y las crisis y desfallecimientos que sufre parecen confirmar sus temores. Y, sin embargo, es precisamente en esta apariencia de muerte donde encuentra su salud, y sigue tomando las medicinas, fiado en el médico que se las prescribe. Antes el alma, por medio de ideas e iluminaciones, veía cuanto correspondía al plan concreto de su perfeccionamiento. Pero ya no es así ahora, cuando la perfección se le comunica contra toda idea, luz o sentimiento. Ahora se le da más bien a través de todas las cruces de la Providencia, por las actividades impuestas por los deberes actuales, por ciertas atracciones en las que no parece haber de bueno sino que en modo alguno llevan al pecado, pero que están todas ellas aparentemente muy lejos de los brillos sublimes y extraordinarios de la virtud. En estas cruces, que se suceden una tras otra, el mismo Dios, velado y oculto, se le comunica por su gracia de una manera muy desconocida, pues el alma no siente otra cosa que debilidad para llevar la cruz, disgusto por sus obligaciones, y sus inclinaciones no le llevan sino hacia las prácticas más comunes. Un reproche continuo En este estado, todo el ideal de la santidad no es para ella más que un reproche continuo de sus bajas y despreciables disposiciones. Todos los libros de vidas de santos la condenan, sin que tenga medio para defenderse. El alma ve una santidad luminosa, que la desola, pues ya no siente en sí fuerzas para elevarse a ella, y no capta su propia debilidad como ordenación divina, sino como simple cobardía. Y todas aquellas personas que tenía como amigas y que apreciaba como distinguidas por sus virtudes o por la lucidez de sus ideas la ven ahora con menosprecio. «¡Vaya santa!», comentan, y el alma, creyéndolo así, viéndose confusa por tantos esfuerzos inútiles que hace para elevarse de su bajeza, llena de oprobios, nada tiene que responder a las acusaciones de los otros o de sí misma. Pero Dios obra en el centro del alma Sin embargo, siente el alma en sí una fuerza fundamental que la centra en Dios, y escucha en su interior una voz que le asegura que todo irá bien, siempre que ella le deje hacer a Dios y no viva sino de la fe. Como dice Jacob, «verdaderamente Dios está aquí, y yo no lo sabía» [Gén 28,16]. Alma querida, tú andas buscando a Dios, y Él está en todas partes. Todo te lo revela, todo te lo da, está junto a ti, a tu alrededor, en ti misma ¡y andas buscándole! Posees la sustancia de Dios, y buscas su idea. Buscas la perfección, y está en todo cuanto de sí mismo se te presenta. Tus sufrimientos, tus acciones, tus inclinaciones, son enigmas bajo los cuales se da Dios a ti por sí mismo, mientras que vanamente sueñas ideas sublimes, de las que no quiere servirse para morar en ti. Dios oculto y disfrazado Marta quiere agradar a Jesús con platos delicados, y Magdalena se contenta con Jesús y le recibe del modo como Él quiere presentarse [Lc 10,38-42]. Jesús se oculta también a Magdalena bajo la figura de jardinero, y Magdalena le busca bajo la forma que en su mente ha concebido [Jn 20,14-16]. Los apóstoles ven realmente a Jesús, y le toman por un fantasma [Lc 24,33-42]. Así gusta Dios de disfrazarse para elevar al alma a una pura fe, con la que siempre le encuentra, por más que se encubra bajo enigmas obscuros, pues ella conoce el secreto de Dios, y le dice como a la esposa: «Allí está; miradlo detrás de la cerca; mira por la ventana, acecha por entre las celosías» [Cant 2,9]. ¡Oh, amor divino!, ocúltate, salta, estremécete en los dolores, aplica el atractivo o la obligación, mezcla, confunde, rompe como hilo frágil todas las ideas y todas las medidas que el alma se forme. Que ésta pierda suelo, que nada sienta, que no vea ya camino ni sendero ni luces, que no te encuentre como en otro tiempo en tus ordinarias habitaciones y vestiduras acostumbradas, que no te halle en la quietud de la soledad ni en la oración, ni en la observancia de tales o cuáles prácticas, ni tampoco en los sufrimientos, ni en las ayudas prestadas al prójimo, ni en la huida de vanas conversaciones o de negocios. En una palabra, que después de haber probado todos los medios y modos conocidos de agradarte, nada consiga, ni alcance a verte en nada como en otro tiempo. Pero haz que la inutilidad de todos estos esfuerzos le lleve finalmente en adelante a dejarlo todo, y a encontrarte en ti mismo, y muy pronto en todo, en todo, sin necesidad de reflexionar. Porque, oh, amor divino, ¿no es un error no divisarte en todo lo que es bueno y en todas las criaturas? ¿Por qué, pues, buscarte en otras cosas que en las que tú quieres comunicarte? Amor divino, ¿por qué querer hallarte bajo otras especies que aquellas que tú has elegido como sacramentos tuyos, ignorando que su escasa apariencia y leve realidad dan todo el mérito a la obediencia y a la fe? Capítulo IV El estado de abandono, su necesidad y sus maravillas Voluntad divina, fiesta continua ¡Qué verdades tan inmensas permanecen ocultas en este estado! ¡Qué verdad es que toda cruz, toda acción, toda inclinación de la ordenación divina, comunica a Dios, lo da, de una manera que no puede explicarse sino por comparación con el más augusto misterio [de la Eucaristía]! Y por eso, ¡qué misteriosa es en su simplicidad y bajeza aparente la vida más santa! ¡Oh, banquete, oh fiesta perpetua! Un Dios que se da continuamente y que es siempre recibido no en el esplendor, en lo sublime y luminoso, sino en lo que es debilidad, desconcierto, nada. Dios elige aquello que la estimación natural desprecia y todo lo que la prudencia humana deja a un lado. Dios está en el misterio y se da a las almas en la medida en que éstas creen y le encuentran en él. La anchura, la solidez y la firmeza de la piedra, sólo se encuentran en la vasta extensión de la voluntad divina, que se presenta sin cesar bajo el velo de las cruces y acciones más ordinarias. Es en la sombra de éstas donde Dios esconde su mano para sostenernos y conducirnos. Esta convicción debe bastar a un alma para llevarla al más sublime abandono. Y en el momento en que así lo hace, queda ya a cubierto de la contradicción de las lenguas, pues el alma no tiene nada que decir ni hacer en su defensa, puesto que su obra es la obra de Dios, y no en otra parte puede hallarse su justificación. Además, sus efectos y consecuencias le justificarán suficientemente, y bastará con dejar que todo vaya adelante. «El día al día le pasa el mensaje» [Sal 18,3]. Impulso continuo de gracia Cuando uno no se gobierna por sus propias ideas, no necesita defenderse con palabras. Nuestras palabras no pueden expresar más que las ideas que concebimos; y si no existen estas ideas, tampoco hay palabras, porque ¿para qué servirían? ¿Para dar razón de lo que se hace? Pero si es que el ama no conoce esa razón, que permanece oculta en el principio que le hace actuar, y del que sólo siente el impulso de una manera inefable. Es preciso, pues, dejar que cada momento sostenga la causa del momento siguiente; y todo se sostiene en este encadenamiento divino, todo resulta firme y sólido, y la razón de lo que precede se ve por el efecto de lo que le sigue. Quedó atrás una vida de pensamientos, imaginaciones, una vida de palabras múltiples. Ya no es todo eso lo que ocupa al alma, lo que la alimenta y entretiene. Ya ella no se mueve ni se sostiene con esas cosas. El alma no ve ni prevé ya por dónde habrá de avanzar. No se ayuda ya con reflexiones para animarse al trabajo y aguantar las incomodidades del camino, y va pasando por todo en el sentimiento más íntimo de su debilidad. El camino se va abriendo a su paso, entra en él, y por él marcha sin ninguna vacilación. Esta alma es pura y santa, simple y verdadera: camina por la línea recta de los mandamientos de Dios, en una continua adhesión al mismo Dios, que incesantemente encuentra en todos los puntos de esta línea. No se entretiene ya en buscar a Dios en los libros, en las infinitas cuestiones y en la vicisitudes interiores. Abandona el papel y las discusiones, y Él se da al alma y viene a encontrarla. No sigue buscando ya caminos y vías que le conduzcan, pues el mismo Dios le traza el camino, y a medida que ella avanza, lo encuentra claro y abierto. Así es que todo lo que le queda por hacer es mantenerse bien asida de la mano de Dios, que se le ofrece directamente a cada paso y en cada momento, en los diversos objetos que encuentra día a día, y que se van presentando sucesivamente. El alma sólo tiene, pues, que recibir la eternidad divina en el deslizamiento de las sombras del tiempo. Estas sombras varían, pero el Eterno que ocultan es siempre el mismo. Por eso el alma, sin apego a nada, debe abandonarse en el seno de la Providencia, seguir constantemente el amor por el camino de la cruz, de los deberes ciertos y de las mociones indudables. Camino llano y recto del abandono ¡Qué claro y luminoso es este camino! Lo defiendo y lo enseño sin ningún temor, y estoy seguro de que todos me comprenden cuando digo que toda nuestra santificación consiste en recibir en cada instante las penas y deberes de nuestro estado como velos que nos ocultan y nos dan al mismo Dios. En el abandono la única regla es el momento presente. En este estado el alma es ligera como una pluma, fluida como el agua, simple como un niño, móvil como una pelota, para recibir y seguir todos los impulsos de la gracia. Estas almas no tienen la consistencia y rigidez de un metal fundido. Cómo éste acepta todos los trazos del molde donde le fundieron, así estas almas se amoldan y ajustan con la misma facilidad a todas las formas que Dios les va dando. Su disposición, en una palabra, es semejante a la del aire, siempre dócil a todo soplo y siempre configurado a todo.
Vivir muriendo Una observación importante a todo esto es que en esta actitud de abandono, en esta vía de fe, todo lo que va pasando en el alma y en el cuerpo, en los asuntos y diversos acontecimientos, presenta una apariencia de muerte, que no debe extrañar. ¿Y qué esperabais? Es la condición propia de este estado. Dios tiene sus designios sobre las almas y, bajo oscuros velos, los ejecuta todos muy felizmente. Y entiendo por esos velos las contrariedades, las enfermedades corporales, las debilidades espirituales. En las manos de Dios todo eso prospera, todo se resuelve para bien. Precisamente por esas cosas que son desolación para la naturaleza, Él prepara el cumplimiento de sus más altos designios: «Todas las cosas cooperan para el bien de aquéllos que son escogidos por su libre elección» [Rm 8,28]. El justo vive de la fe Él vivifica así bajo las sombras, cuando los sentidos se ven aterrorizados, y es entonces la fe la que, llena de valor y seguridad, obtiene de cuanto sucede lo bueno y lo mejor. La fe sabe que la acción divina todo lo dispone y conduce, menos el pecado, y por eso entiende que es su deber adorarla en todo cuanto sucede, amarla y recibirla siempre con los brazos abiertos. La persona cobra así en todo un aire alegre, de confianza, elevándose en todas las cosas por encima de unas apariencias que sólo sirven para las victorias de la fe. Éste es el medio que yo os doy para honrar a Dios y tratarlo como a Dios. Vivir de la fe es, pues, vivir la alegría, la seguridad, la certeza, la confianza de que todo lo que es preciso hacer o sufrir en cada momento es por disposición de Dios. Y si a veces este designio resulta incomprensible, es para animar y fortalecer esta vida de fe; para eso Dios hace entrar al alma en medio de estas olas tumultuosas de tantas penas y turbaciones, contradicciones, desfallecimientos y fracasos. En efecto, es precisa la fe para encontrar a Dios en todo eso, y hallar esta vida divina que ni se ve ni se siente, pero que se da en todo momento de forma desconocida, pero bien cierta. La apariencia de muerte en el cuerpo, de condenación en el alma, de trastorno en las empresas, eso es lo que alimenta y sostiene la fe. Ella atraviesa todo eso y llega a apoyarse en la mano de Dios, que le da la vida en todo aquello en lo que no haya pecado cierto. Por eso es necesario que el alma de fe camine siempre segura, tomando todo como un velo y disfraz de Dios, cuya presencia más íntima estremece y atemoriza las potencias. Fuerza y fidelidad de la fe No hay corazón más valiente que un corazón lleno de fe, que no ve más que vida divina en los trabajos y peligros más mortales. Si fuera preciso beber un veneno, atravesar la brecha de un muro, servir como esclavo entre los apestados, en todo eso encontrará una plenitud de vida divina, que se le da no solamente gota a gota, sino que, en un instante, inunda y sumerge el alma. Un ejército de soldados semejantes resultaría invencible. Y es que el impulso de la fe eleva el corazón y lo dilata más allá y por encima de todo lo que se presente. La vida de la fe o el instinto de la fe son una misma cosa. Este instinto hace gozarse en la bondad de Dios, es una confianza fundada en la esperanza de su protección, que vuelve agradable todo y que hace recibir todo con buen ánimo; es, pues, una indiferencia que nos dispone a todos los lugares, a todos los estados y a todas las personas. La fe nunca es desgraciada, nunca enferma, ni nunca está en pecado mortal. La fe viva está siempre en Dios, siempre en su acción, más allá de las apariencias contrarias que oscurecen los sentidos. Y cuando éstos, espantados, le gritan de pronto al alma: «¡desgraciada, estás perdida, ya no hay solución!», la fe al instante afirma con una voz más fuerte: «aguanta firme, avanza, y no temas nada». Fe y abandono entre tormentas Dejando aparte las enfermedades evidentes que, por su naturaleza, obligan a permanecer en cama y a tomar las medicinas convenientes, todos esos otros temores y desfallecimientos de las almas que viven en el abandono no son más que ilusiones y apariencias que se deben superar con la confianza. Dios las permite o las envía para ejercitar esa fe y ese abandono, que son la medicina verdadera. Por tanto, sin prestarles mayor atención, deben proseguir generosamente su camino en medio de las vicisitudes y sufrimientos que Dios les envía, sirviéndose sin dudarlo de su cuerpo con toda libertad, como se hace con los caballos de alquiler, que no valen más que para trabajar, y que se les trata sin mayores cuidados. Esto da mejor resultado que las delicadezas, que no sirven más que para debilitar al espíritu. Esta fortaleza de espíritu tiene una virtud oculta para sostener un cuerpo débil. Y vale mucho más un año de vida noble y generosa, que un siglo de temores y cuidados. Más aún, quien vive abandonado en Dios debe procurar mantener habitualmente en su exterior el aspecto de un niño dócil y amable, porque ¿hay algo que temer cuando se avanza bajo la guía de Dios? Guiados, sostenidos y protegidos por Él, nada deben presentar sus hijos en su exterior que no se vea lleno de ánimo. ¿Qué importancia tienen los objetos espantosos que se encuentran en el camino? Si Dios los guía por allí, sólo es para embellecer sus vidas con gloriosas hazañas. Si los mete en problemas de toda clase, donde la prudencia humana no ve ni imagina salida alguna, es para que sientan toda su flaqueza y se vean incapaces y confundidos. Entonces es cuando la Providencia divina manifiesta en todo su esplendor lo que es para aquellos que se abandonan totalmente a ella, y los libra de modos mucho más maravillosos que cuantos pudieran inventar los historiadores fabulosos, cuando, esforzando su imaginación en la comodidad y sosiego de sus escritorios, discurren las intrigas y peligros de sus héroes imaginarios, para concluir felizmente sus vanas historias. Sí, la divina Providencia conduce las almas con habilidad mucho más prodigiosa y admirable por medio de muertes, peligros y monstruos, infiernos, demonios y sus trampas, y eleva hasta el cielo a estas almas, que son materia después de aquellas historias místicas, incomparablemente más bellas y curiosas que todas cuantas puedan inventar las más cavilosas imaginaciones humanas. Vamos, pues, alma mía. Atravesemos los peligros y horrores, que no pueden dañarnos mientras nos hallemos conducidos y sostenidos por la mano segura e invisible, pero omnipotente e infalible, de la divina Providencia. Vamos sin miedo, dirigiéndonos a nuestra meta con paz y alegría, haciendo materia de victoria de todo cuanto se nos vaya presentando. Para combatir y vencer nos hemos alistado bajo las banderas de Jesucristo. «Salió como vencedor, y para seguir venciendo» [Apoc 6,2]. Contaremos tantos triunfos como pasos demos bajo su guía. Dios es quien escribe nuestra vida El espíritu de Dios es el que, con la pluma en la mano, sigue escribiendo en el libro abierto de las almas la historia sagrada, que en modo alguno terminó ya, y cuya materia no se agotará hasta el fin del mundo. Esta historia no es sino la crónica del gobierno de Dios y de sus designios sobre los hombres. Y nosotros figuramos en la continuación de esa historia, si unimos nuestros sufrimientos y acciones a su guía. No, no, todo lo que se nos presenta, para hacer o para sufrir, no es para perdernos. Son únicamente medios para que se continúe esta Escritura santa, que se acrecienta todos los días. Un alma santa es aquella que se somete libremente, con la ayuda de la gracia, a la voluntad de Dios. Todo lo que precede al puro consentimiento es obra de Dios, y en modo alguno obra del hombre, que le recibe a ciegas en un abandono e indiferencia universal. Dios no le exige sino esta única disposición; el resto, Él lo determina y elige según sus designios, como un arquitecto señala y escoge las piedras. Así pues, es preciso amar a Dios en todo, en todo su orden providencial. Es necesario amarle sea cual fuere el modo con que se presente al alma, sin desearle de otra forma. Si éstos u otros objetos son ofrecidos, eso no es asunto del alma, sino de Dios, que da lo mejor para el alma. El gran compendio, la máxima más sublime de la espiritualidad, es este abandono puro y entero a la voluntad de Dios, en un continuo olvido de sí mismo, para ocuparse enteramente en amarle y obedecerle, apartando temores y reflexiones, como también las inquietudes producidas por el cuidado de la salvación y de la propia perfección. Puesto que Dios se nos ofrece para arreglar nuestros asuntos, dejémosle hacer, y no nos ocupemos más que de Él mismo y de sus cosas. Confiados, dejémosle hacer a Dios Vamos, alma mía, vamos con la cabeza bien alta por encima de todo lo que pasa fuera o dentro de nosotros, siempre contentos de Dios, contentos de lo que El hace en nosotros y nos hace hacer. Guardémonos bien de enredarnos imprudentemente en interminables reflexiones inquietantes, que, como otros tantos caminos perdidos, se ofrecen a nuestro espíritu para engañarle, y para hacerle caminar sin fin pasos y pasos perdidos. Salgamos del laberinto de nosotros mismos, saltando por encima, y no tratando de recorrer sus interminables vueltas y revueltas. Vamos, alma mía, atravesemos por medio de los desalientos, enfermedades, sequedades, durezas de carácter, debilidades del espíritu, lazos del diablo y de los hombres, desconfianzas y envidias, siniestras ideas y persecuciones. Volemos como un águila sobre todas estas nubes, fija siempre la vista en el sol y en sus rayos, que son nuestras obligaciones. Sintamos todo eso, ya que no está en nosotros no sentirlo, pero no olvidemos que nuestra vida no debe ser una vida de sentimiento, sino la vida superior del alma, donde Dios y su voluntad obran una eternidad siempre serena, siempre igual e inmutable. Abandono y paz en todas las cosas Es en esa estancia, completamente espiritual, en donde lo increado, lo incomprensible, lo inefable, mantiene al alma infinitamente alejada de todas las determinaciones de las sombras y demás cosas creadas. Los sentidos, sí, experimentan sus agitaciones, sus vicisitudes y sus cien metamorfosis, que pasan siempre, desapareciendo en el aire, como sin orden ni concierto. Pero Dios y su voluntad es el objeto eterno que fascina el corazón en la vida de la fe, y que, en la vida de la gloria, constituirá la verdadera felicidad. Y este estado glorioso del corazón influirá en todo el compuesto material del hombre, que ahora es presa de monstruos, pájaros nocturnos y bestias feroces. Bajo estas apariencias horribles, la acción divina, dándole una facilidad completamente celestial, le hará brillar como el sol, porque las facultades del alma sensitiva y las del cuerpo, se preparan y trabajan aquí abajo como el oro, el hierro, el lino o las piedras. Estas diversas cosas no pueden gozar del brillo y pureza de su ser sin haber sufrido muchos golpes, destrucciones y despojos. Y del mismo modo, todo lo que las almas tienen que sufrir en la tierra bajo la mano de Dios, que es este amor, divino obrero, no sirve sino para disponerles a esa gloria eterna. El alma de fe, que conoce el secreto de Dios, permanece absolutamente en paz, y todo lo que le pasa, en lugar de alarmarle, acrecienta su seguridad, pues está íntimamente persuadida de que es Dios quien la conduce. Por eso lo recibe todo como una gracia, y vive olvidada de sí misma, dejándole trabajar a Dios en ella, sin pensar más que en la obra que Él le ha encomendado, que es amarle sin cesar y cumplir con fidelidad y exactitud sus obligaciones. El alma recibe distintas impresiones sensibles, aflictivas o consoladoras, por medio de los objetos a que la voluntad divina la aplica incesantemente, buscando sólo su bien. Pero todas le sirven para encontrar a Dios, que es el objeto de la fe, y para unirse a Dios en todas las diferentes situaciones y disposiciones. Capítulo V El estado de pura fe En pura fe El estado de pura fe es cierta unión de fe, esperanza y caridad en un solo acto que une el corazón a Dios y a su acción. Estas tres virtudes unidas forman una sola virtud, un solo acto, una elevación única del corazón a Dios y un simple abandono a su acción. Pues bien, ¿cómo expresar esta divina unión, esta esencia espiritual? ¿Cómo encontrarle un nombre que exprese bien su naturaleza y su idea, y que haga concebir la unidad de su trinidad? Ya no son tres virtudes, sino una sola fruición y gozo de Dios y de su voluntad. Este objeto adorable se ve, se ama y se espera de él todas las cosas. A esto se le puede llamar amor puro, pura esperanza, pura fe, y a esta unidad mística puede dársele el nombre de pura fe, aunque bajo este nombre haya que entender las tres virtudes teologales. Nada hay más cierto que este estado en lo que respecta a Dios, y nada más desinteresado en lo que respecta al corazón. Por la unión de Dios y del corazón el estado de pura fe tiene, del lado de Dios, la certeza de la fe, y del lado de la libertad del corazón, la certeza sazonada por el temor y la esperanza. ¡Qué unidad tan preciosa la de la trinidad de tan excelentes virtudes! Creed, pues, esperad, amad, pero por el solo toque del Espíritu divino, que Dios os comunica y que produce en vuestro corazón. Ésta es la unión del Nombre de Dios, que el Espíritu difunde en el centro del corazón. He aquí esta palabra y revelación mística, esta prende de la predestinación y de todas sus felices consecuencias: «¡Qué bueno es Dios para el justo, el Señor para los limpios de corazón!» [Sal 72,1]. En puro amor Este toque en las almas abrasadas se llama puro amor, pues derrama un torrente de gozo desbordante sobre todas las facultades, con plenitud de confianza y de luz. Pero en las almas embriagadas de ajenjo ese mismo toque se llama pura fe, porque la obscuridad y las sombras de la noche son todas ellas puras. El puro amor ve, siente y cree. La pura fe cree sin ver ni sentir. Ésta es la diferencia entre uno y otra, que no se funda sino en apariencias que no son las mismas, pues, en realidad, así como el estado de pura fe no carece de amor, del mismo modo el estado del puro amor no carece ni de fe ni de abandono. Pero se emplean estos términos a causa de lo que predomina en cada estado. La mezcla diferente de estas virtudes bajo este toque del Espíritu marca la variedad de todos los estados de la vida sobrenatural, y como Dios los puede mezclar en infinitos modos, no hay alma que no reciba este precioso toque con alguna peculiaridad propia de ella. Pero ¿qué más da? Se trata siempre de fe, esperanza y caridad. Abandono confiado, camino universal Pues bien, el abandono es el medio universal para recibir de algún modo las virtudes generales de esos toques. No todas las almas pueden aspirar al mismo modo y al mismo estado bajo las divinas mociones; pero todas ellas pueden unirse a Dios, todas pueden abandonarse a su acción, todas ser esposas abandonadas en Él, todas recibir las gracias del estado que les es propio, todas, en fin, encontrar el reino de Dios y tomar parte en su grandeza y en la excelencia de sus valores. Es un imperio en el que toda alma puede aspirar a una corona, sea de amor o sea de fe, que siempre es el reino de Dios. Es cierto que existe una diferencia, pues mientras unas están en las tinieblas, otras están en la luz. Pero, digámoslo ya, ¿qué importa esto, con tal de que unas y otras estén unidas a Dios y a su acción? ¿Es el nombre del estado lo que cuenta? ¿En eso está su distinción y su excelencia? De ningún modo. Lo decisivo es la unión con el mismo Dios y con su acción. La manera debe ser indiferente al alma. Prediquemos, pues, a todas las almas no tanto el estado de pura fe o de puro amor, de cruz o de caricias, pues eso no puede darse por igual a todas y de la misma manera. Prediquemos en cambio a todos los corazones sencillos y entregados a Dios el abandono a la acción divina en general, y hagamos comprender a todos que por estos medios recibirán el estado particular que esta acción divina les ha elegido y destinado desde toda la eternidad. Todos llamados a la santidad No desanimemos, no rechacemos, no alejemos a nadie de la más eminente perfección. Jesús llama a todo el mundo a la perfección, pues a todos exige que sean fieles a la voluntad de su Padre, de modo que todos vengan a formar su Cuerpo místico, cuyos miembros no pueden llamarle Señor con verdad sino en la medida en que sus voluntades se hallen perfectamente de acuerdo con la suya. Repitamos incesantemente a todas las almas que la invitación de este dulce y amable Salvador no exige de ellas nada que sea difícil, ni extraordinario. Él no les exige ninguna habilidad especial; solamente quiere que su buena voluntad esté unida a la suya, para así conducirlas, dirigirlas y favorecerlas en la medida de esa unión. ¡Sí, almas queridas! Dios no quiere más que vuestro corazón. Si buscáis este tesoro, este reino en que sólo Dios reina, lo encontraréis. Si vuestro corazón se entrega totalmente a Dios hallaréis, desde ese momento, aquel tesoro, aquel mismo reino que deseáis y buscáis. Cuando se ama a Dios y su voluntad, se goza de Dios y de su querer, y este gozo corresponde perfectamente al deseo que se tiene de amarlo. Amar a Dios es desear sinceramente amarle. Y porque se le ama, por eso se quiere ser instrumento de su acción, para que su amor obre en nosotros y a través de nosotros. Lo de menos es tener o no talentos La acción divina corresponde a la voluntad del alma sencilla y santa, y no a sus habilidades. Corresponde a su pureza de intención, y no a los medios que elige, a los proyectos que forma, a las maneras que imagina o a los medios que adopta. En todo esto puede engañarse el alma. Y no es raro que suceda. Pero su rectitud y su buena intención no le engañan jamás. Y Dios conoce y ve esta buena disposición de la persona, no se fija en el resto, y toma como hecho todo lo bueno que ésta infaliblemente haría, si conocimientos más exactos secundasen su buena voluntad. Nada, pues, tiene que temer el alma de buena voluntad. Si cae, no puede caer sino en esta omnipotente mano, que la conduce y levanta, en sus mismos extravíos, que la aproxima al fin cuando se aleja de él, que la vuelve a su camino cuando se extravió. El alma encuentra siempre un apoyo en esta mano divina, que la guía entre los precipicios, en cuyo borde la coloca el esfuerzo y la astucia de las facultades ciegas que la desvían; le hace ver cómo debe despreciarlas, contando sólo con ella y abandonándose enteramente a su infalible gobierno. En todo caso, los errores en que caen las almas buenas van a dar en seguida en el abandono, por lo que jamás se encuentran sin recurso, pues, como dice la Escritura, «todo coopera para su bien» [Rm 8,28]. Todos los estados son santos y santificantes Éste es, Amor querido, el abandono que yo predico, y no un estado particular. Considero con gran amor todos los estados en que tu gracia pone a las almas y, sin tener más estima por uno que por otro, enseño a todas un medio general para llegar a aquél que tú les has designado. Solamente pido a todas esa voluntad de abandonarse completamente a tu guía. Tú les harás llegar infaliblemente a aquel estado que es el más excelente para ellas. Ésta es la fe que les predico, el abandono, hecho de confianza y fe. No pido sino la voluntad de entregarse a la acción divina, para ser su instrumento, creyendo que obra en todo instante y en todas las cosas, con más o menos feliz resultado, según la mayor o menor buena voluntad del alma. Ésta es la fe que predico. No un estado especial de fe y de amor puro, sino un estado general de buena voluntad, que abraza todas las diferencias de estado y circunstancias particulares en que Dios pone a cada alma, y donde, bajo distintas formas, les comunica las gracias que desde la eternidad les tiene preparadas. Hablo a las almas que sufren, pero aquí también hablo a toda clase de almas, porque la verdadera intuición de mi corazón es anunciar a todos el secreto evangélico y «ser todo para todos» [1Cor 9,22]. Con gracias extraordinarias o sin ellas En esta disposición feliz, creo que es para mí un deber, que cumplo gustoso, «llorar con los que lloran, alegrarme con los alegres» [Rm 12,15], hablar a los ignorantes en su lenguaje, y emplear con los sabios términos doctos y elegantes. Quiero hacer ver a todos que todos pueden pretender no las mismas cosas, pero sí un mismo amor, un mismo abandono, un mismo Dios, una misma docilidad a su acción, y que todos puedan llegar así a una gran santidad. Aquello que decimos gracias y favores extraordinarios se denomina así por el escaso número de almas que por una fidelidad constante se hacen dignas de recibirlos. El día del juicio se entenderá bien. Entonces se verá muy claramente que esto no viene de que Dios no quiera comunicarlas, sino sólo por culpa de quienes se vieron privados de estos divinos dones. ¡A qué sobreabundancia de bienes se abre el seno de quien mantiene siempre constante la sumisión total de una buena voluntad! Cuando nuestro divino Salvador vivía entre los hombres, los que no le veneraban, los que no ponían en Él su confianza, eran los únicos que no disfrutaban de los favores que a todos dispensaba. Y esto sólo ha de atribuirse a sus malas disposiciones. Es cierto también que no todos pueden aspirar a los mismos estados sublimes, a los mismos dones y grados de excelencia; pero si todos, fieles a la gracia, correspondiesen en su medida, todos estarían contentos, porque llegarían todos al nivel de excelencia y de gracia que satisfaría plenamente sus deseos. Y estarían contentos según naturaleza y según gracia, porque la naturaleza y la gracia se confunden en el mismo deseo anhelante que del fondo del corazón se alza hacia tan preciosos dones. Contentos con el don de Dios Si uno no recibe los talentos propios de un estado, recibirá los peculiares de otro. Unos estarán en pura fe, otros en otra situación de espíritu. En la misma naturaleza creada, cada criatura tiene lo que conviene a su especie: cada flor tiene su encanto, cada animal su instinto, cada criatura su perfección. Así, en cada estado diverso de la vida espiritual, cada persona tiene su gracia específica, y cada uno está contento si su buena voluntad sabe acomodarse al estado elegido para él por la Providencia. Desde que esta buena voluntad nace en el corazón de un alma, ésta se sumerge en la acción divina y ésta obrará más o menos en ella, según esté más o menos abandonada. Por lo demás, el arte de abandonarse no es otro que el arte de amar. El amor encuentra a Dios en todo, y nada le rehusa. ¿Cómo rehusarlo? El amor no puede pretender otra cosa que lo que quiere el amor. Cuando Dios actúa en el hombre sólo tiene en cuenta la buena voluntad. Y la capacidad de las otras potencias no le atraen, ni su incapacidad le alejan. Cuando Él encuentra un corazón bueno y puro, recto y simple, dócil, filial y respetuoso, ya no necesita más, sino que se apodera de ese corazón, posee todas y cada una de sus potencias, y va concertando todo tan a favor del alma, que en todas las circunstancias halla ésta cómo santificarse. Y aquello mismo que es veneno mortal para otros, resulta inocuo por completo cuando actúa el contraveneno de la buena voluntad. Si el alma llega al borde de un precipicio, la acción divina le sujeta; y si en él cayera, suspendería su caída. Y aún si cayera del todo, ella le levantará. Después de todo, las faltas de estas almas no suelen ser sino faltas de debilidad, cometidas con poca advertencia; y el amor sabe siempre transformarlas para su provecho espiritual. Paz bajo la guía de Dios El Señor, por secretas insinuaciones, les va haciendo entender siempre a estas almas lo que han de decir o hacer según las circunstancias: «los que temen a Dios poseen una mente recta» [Sal 110,10]. En efecto, iluminados por la divina inteligencia, se ven acompañados por ella en todos sus pasos, y ella misma les saca de los malos senderos en que entraron por ignorancia. Y cuando se metieron sin saberlo en una situación perjudicial, la Providencia gobierna las cosas de tal suerte que todo se remedia y se vuelve en bien para ellas. Por más que estas almas se vean envueltas en las mallas de múltiples intrigas, la Providencia rompe esos lazos, confunde a sus autores, y les infundo «un espíritu de vértigo», que les hace caer en sus mismas trampas [Is 19,14]. Bajo su guía, las almas a quienes se quería sorprender hacen sin saberlo cosas que, inútiles en la apariencia, sirven después para sacarlas de todos los apuros en que su rectitud y la malicia de sus enemigos las habían puesto. Tobías ¡Qué finísima sabiduría lleva consigo la buena voluntad! ¡Cuánta ingenio en su candor inocente! ¡Cuántos misterios secretos se esconden en su invariable rectitud!… Recordad, si no, al joven Tobías [Tob 6,2-6]. No es más que un muchacho, pero a su lado está Rafael. Con este guía angélico camina seguro, nada le espanta y nada le falta. Los mismos adversarios que encuentra son los que le proporcionan alimentos y medicinas, y el monstruo marino se vuelve para él un dulce y suave alimento. Se va viendo ocupado en bodas y banquetes, pues así lo ordena la Providencia [6,10-18]. Tiene, sin duda, otros negocios importantes, pero están abandonados a esa inteligencia celeste encargada de dirigirle en todo. Y todos estos asuntos se van arreglando y concluyendo con tal éxito que él solo no lo hubiera logrado tan felizmente de no tratarse en realidad de una bendición. Sin embargo, la madre de Tobías llora, llena de amargas preocupaciones, mientras que el padre está lleno de fe. Vuelve al fin este hijo, y toda la casa se llena de alegría [7,14-16]. Un corazón puro Que los demás, Señor, te pidan toda clase de bienes; yo no te pediré más un solo don. Que multipliquen sus palabras y ruegos; yo, Dios mío, no te haré más que una sola súplica:«dame un corazón puro» [Sal 50,12]. ¡Oh, corazón puro, qué feliz es el que te posee! Él ve dentro de sí a Dios, por la viveza de su fe. Le ve en todas las cosas y en todos los instantes, obrando dentro y fuera de él. Se ve siempre como su instrumento, guiado y conducido por Él en todo. Cierto es que casi nunca piensa en ello, pero Dios piensa por él. Aquello que sucede y ha de suceder por una ordenación providencial, basta con desearlo, pues Él comprende nuestra disposición. En su pura sencillez, si el corazón intenta precisar este deseo, no alcanza a verlo; pero Dios lo ve y lo conoce. En fin, ¿sabes lo que es un corazón bien dispuesto? Es un corazón en el que Dios habita, y viendo todas sus inclinaciones, Él sabe bien que está siempre sometido a su beneplácito. Él conoce también que ese corazón apenas sabe lo que le es propio, y por eso Dios se encarga de dárselo. A este corazón no le importan las contrariedades. Quiere ir al Oriente, y Dios le conduce al Occidente. Iba a dar contra un escollo, el timón se vuelve y lo lleva al puerto. Sin conocer mapa ni camino, vientos o mareas, sin nada de ésto, siempre sus viajes terminan felizmente. Si se le cruzan los piratas en el mar, un golpe de viento inesperado le pone fuera de su alcance. ¡Oh buena voluntad, corazón puro! Qué sabiamente Jesús reconoció tu lugar al colocarte entre las bienaventuranzas [Mt 5,8]. ¡Qué mayor felicidad que la de poseer a Dios y ser al mismo tiempo poseído por Él! Estado maravilloso y lleno de encanto, en el que se duerme tranquilamente en el seno de la Providencia, se juega inocentemente con la divina Sabiduría [Prov 8,30], sin inquietud alguna sobre lo acertado de su curso, que no sufre ninguna interrupción y que se cumple siempre felizmente, a través de escollos, piratas y continuas tempestades. ¡Oh corazón puro, buena voluntad! Tú eres el verdadero fundamento de todos los estados espirituales. Es a ti a quien son comunicados los dones maravillosos de la pura fe, la esperanza, la pura confianza y el puro amor. En tu tronco brotan las flores del desierto, esas gracias tan preciosas que no suelen florecer sino en aquellas almas perfectamente desasidas, en las que Dios, como en una casa deshabitada, establece su morada, excluyendo a todo otro morador. Tú eres esa fuente abundante de donde manan todos los arroyos que riegan el vergel del Esposo y amenizan el jardín cerrado de la Esposa. ¡Ah! con qué verdad puedes decir a las almas todas: Consideradme bien, y veréis que soy padre del amor hermoso, amor que distingue lo más perfecto y lo abraza. Yo soy el que hago nacer el temor dulce y fuerte, que da horror al mal y lo evita sin turbación. Yo soy el que enciende las luces que nos descubren las grandezas de Dios y la hermosura de la virtud que le honra. Yo soy, en fin, quien suscita los ardientes deseos que, acompañados de la santa esperanza, animan a practicar constantemente el bien, a la espera de aquel Dios cuya posesión un día debe hacer, como ahora pero mucho más gozosamente, la felicidad de estas almas fieles. Y tú, corazón bueno, tú puedes convidar a todos para enriquecerlos con tus inagotables tesoros. A ti van a dar todos los estados y caminos espirituales, y es en ti donde ofrecen esa belleza, atracción y encanto que de ti proceden. Los frutos maravillosos de gracias y virtudes de toda clase, que resplandecen y alimentan, proceden de tus ricos plantíos. Tú eres «la tierra que mana leche y miel» [Sir 46,8], tus pechos destilan néctar delicioso, en tu seno descansa «la bolsita de mirra» [Cant 1,13], y de tus dedos fluye con abundancia y pureza el vino delicioso con que el Esposo convida a sus amigos [5,5]. Llave de los tesoros celestiales Vamos pues, almas queridas, corramos, volemos al lado de esta Madre amorosa que nos llama. Vayamos al instante, y perdámonos en Dios, en su mismo corazón, embriagándonos con el licor de esta buena voluntad. Tengamos en el corazón la llave de los tesoros celestiales, y emprendamos ahora mismo nuestro camino hacia el cielo, sin temor alguno de encontrarlo cerrado: esa llave nos abrirá todas las puertas. No habrá lugar, por secreto que sea, donde no nos sea dado penetrar. Nada estará cerrado para nosotros, ni el jardín [de la Esposa: Cant 4,12], ni la bodega, ni la viña. Respiraremos si nos agrada el aire del campo, paseando a nuestro gusto. En fin, iremos y vendremos, entraremos y saldremos libremente con esta llave de David [Apoc 3,7], que es la llave de la ciencia [Lc 11,52], la llave del Abismo [Apoc 9,1], que guarda en su seno los tesoros profundos y secretos de la Sabiduría divina [Sab 7,14]. Esta llave divina abre las puertas de la muerte mística, penetrando sus tinieblas sagradas; da acceso al profundo lago y al foso de los leones. Ella es la que adentra las almas en estos oscuros calabozos, para sacarlas de ellos sanas y salvas. En fin, esta llave nos introduce en la feliz morada de la inteligencia y de la luz, donde el Esposo toma el aire en el descanso del mediodía [Cant 1,6], donde se sabe bien pronto, en cuanto se le ve, cómo obtener un beso de su boca [1,1], y cómo compartir confiadamente su lecho nupcial, donde se aprenden los secretos del amor. ¡Secretos divinos, que no está permitido revelar y que ninguna lengua humana es capaz de expresar! Dios reina en un corazón puro ¡Amemos, pues, almas queridas! Todos los bienes, para enriquecernos, no esperan sino el amor. Él da la santidad y todos los dones que le acompañan, dones inefables que fluyen por todas partes, a derecha e izquierda, de los corazones abiertos a ella. Ésta es la semilla divina de la eternidad, que jamás podrá alabarse dignamente. Vale más poseerla en secreto, que ensalzarla con débiles palabras. Pero no es preciso cantar tu alabanza solamente cuando se está poseído por ti. Pues cuando tú posees un corazón puro, leer, escribir, hablar, hacer esto o lo contrario, todo es lo mismo para el corazón. Ya nada busca, nada evita; solitario o apóstol, sano o enfermo, sencillo o elocuente, todo viene a ser lo que tú dictas al corazón. Y el corazón, como un eco fiel tuyo, lo repite todo a las demás potencias. En este compuesto material y espiritual del hombre, en el que tú, Señor, quieres establecer tu reino, es el corazón el que gobierna bajo tu guía. Y como ya no hay en él otros movimientos que los que tú le inspiras, todo objeto que tú le ofreces le agrada, al mismo tiempo que aborrece cuanto el demonio y la naturaleza le presentan en contrario. Y si alguna vez permites que se deje engañar, sólo es para que vuelta a ti más sabio y más humilde. |