EN LAS FUENTES DE LA ALEGRÍA

(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F.Vidal)

(cap. 3-4)

DOCTRINA DE SAN FRANCISCO DE SALES
3. LA SENCILLEZ EN EL COMPORTAMIENTO HABITUAL
“Amo tanto la sencillez que me asombro”
La sencillez en el lenguaje
La sencillez en el estilo
La sencillez en el porte y los modales
La sencillez en el modo de proceder

4. LA SENCILLEZ EN LA ADHESIÓN A LA VOLUNTAD DE DIOS
Qué es amar a Dios
No atormentéis tu espíritu
El amor a nuestra debilidad y la cordial confianza en Dios
La libertad de los hijos de Dios
La prudencia del mundo y la prudencia sobrenatural
Entregarse a Dios en un total abandono: paz y santa indiferencia

3. LA SENCILLEZ EN EL COMPORTAMIENTO HABITUAL

“Amo tanto la sencillez que me asombro”

«No sé si me conocéis bien; pienso que sí, al menos conocéis mucho de mi corazón. No soy bastante prudente, y es ésa una virtud que no amo demasiado. La quiero a la fuerza, porque es necesaria, o mejor, muy necesaria, y por esto voy de buena fe, apoyándome en la Providencia de Dios. No, realmente yo no soy sencillo, pero amo tanto la sencillez que me asombro. La verdad es que las pobres palomitas blancas son mucho más agradables que las serpientes; y, si quisiéramos unir las propiedades de ambas, por lo que a mí toca, yo no daría a la serpiente la sencillez de la paloma, porque no por ello dejaría de ser serpiente; pero con gusto daría la prudencia de la serpiente a la paloma, pues no dejaría de ser bella».

Cuando san Francisco de Sales dirigía estas líneas a la Chantal, el 24 de julio de 1607, hacía algo más de tres años que se habían conocido, surgiendo de inmediato entre ellos una santa y estrecha amistad. La baronesa sabía muy bien que el obispo amaba la sencillez y que ésta inspiraba su conducta.

Ciertamente era sencillo quien podía asegurar a su amigo, el obispo de Belley, que desconocía totalmente «el arte de mentir, de disimular o de fingir con destreza»; era sencillo quien confesaba predicar «con el mismo interés, e incluso con más gusto», a la gente humilde de Rumilly, que cuando lo hacía en los púlpitos de París; en fin, era igualmente sencillo quien, después de una catequesis en la que se había permitido «bromear un poco» con los niños para hacer reír a los asistentes, burlándose de las máscaras y de los bailes, contaba: «Yo estaba de muy buen humor y un gran auditorio me animaba con sus aplausos a continuar haciéndome niño con los niños. Me dicen que eso se me da muy bien y yo lo creo… Pero, ¿no soy demasiado simple al escribiros esto?».

En las siguientes páginas, no pretendemos tanto edificarnos con el ejemplo de san Francisco de Sales, como instruirnos con sus enseñanzas sobre la sencillez, que él ama en el lenguaje, en el estilo, en el porte o en los modales, tanto como en nuestra conducta en la vida.

La sencillez en el lenguaje

La sencillez en el lenguaje se manifiesta por la franqueza. Y ésta debe ser bastante rara, puesto que el santo no esconde su admiración cuando, por casualidad, la encuentra.

Después de predicar la cuaresma en Grenoble, Francisco de Sales quiso visitar la Gran Cartuja. Allí fue recibido con mucha consideración por el prior del monasterio, que era también el General de la Orden. Éste estuvo un rato conversando con su ilustre huésped y luego se despidió de él, para ir a maitines, pues se celebraba la fiesta de «un santo muy venerado en la Orden».

Al dirigirse a su celda, el prior encontró en su camino a uno de sus consejeros, que le preguntó a dónde iba y dónde había dejado al obispo de Ginebra.

-«Lo he dejado en su habitación -contestó el prior- y me he despedido de él para prepararme en nuestra celda y acudir a maitines, con motivo de la fiesta de mañana.

-Reverendo Padre, le contestó el religioso, ciertamente sabéis muy poco de las ceremonias del mundo. Y lo habéis dejado por una simple fiesta de la orden; ¿es que tenemos todos los días prelados de esa categoría en este desierto? ¿No sabéis que Dios se complace en los sacrificios de la hospitalidad? Siempre tendréis tiempo para cantar las alabanzas de Dios; maitines no os faltarán otros días; y ¿quién mejor que vos, puede atender a un prelado tan importante? ¡Qué vergüenza para esta casa que le hayáis dejado solo!

-Hijo mío, respondió el prior, creo que tenéis razón y que he obrado mal».

E inmediatamente volvió con el obispo de Ginebra. Y ¿qué creéis que le dijo el prior para pedirle disculpas por su incorrección? Simplemente esto:

«Monseñor, cuando me marchaba, encontré uno de mis consejeros que me dijo que había cometido una incorrección al dejaros solo y que podría rezar maitines otras veces, pero que no todos los días tendríamos aquí al obispo de Ginebra. Pensé que tenía razón y por eso he vuelto a pediros perdón y rogaros que excuséis mi falta, pues os aseguro que lo hice sin pensar. Os digo la verdad».

El obispo quedó asombrado. Puso este hecho por las nubes, y admiró al prior más que si le hubiera visto hacer un milagro.

Un día, recibió una carta de una de sus Hijas de la Visitación, en la que ésta se acusaba de haber tenido un pequeño sentimiento de envidia y antipatía para con una Hermana, en circunstancias que nos son desconocidas y que hacían especialmente penosa la confesión. Ante esta confidencia, el santo exultaba de gozo y no pudo contener su admiración:

«Vuestra carta ha embalsamado mi corazón con una fragancia tan deliciosa, que hacía mucho tiempo que no leía nada que me produjera tan perfecto consuelo… ¡Dios mío, qué satisfacción para el corazón de un padre tan amante, escuchar al de su querida hija que le confiesa haber sido envidiosa y mala! ¡Feliz envidia que ha provocado tan ingenua confesión! Al escribir vuestra carta, hacían vuestras manos un acto más valiente que los que hizo Alejandro…».

Y es que la franqueza no se da con frecuencia, porque es difícil; es costosa para nuestro orgullo. Es tal nuestra vanidad, que preferimos hablar mal de nosotros mismos, para ser notados, antes que guardar silencio y pasar inadvertidos. El desprecio nos parece menos duro que el olvido.

Claro está que, desde luego, contamos con que nadie va a creer lo que decimos.

«Muchas veces decimos que no somos nada, que somos la miseria misma y el desecho del mundo, pero nos molestaría mucho que nos lo tomasen al pie de la letra y se hiciese público lo que hemos dicho»

En este sentido, el obispo hace notar con mucha precisión:

«Las palabras de autodesprecio, si no salen de un corazón lleno de cordialidad y bien persuadido de su propia miseria, son la flor más refinada de la vanidad, ya que es raro que quien las profiere se las crea, o desee realmente que se las crean quienes le escuchan».

¡Qué complejo es el hombre y qué difícil le resulta ser sencillo, si es que llega a lograrlo alguna vez! San Francisco de Sales ha dicho la verdad:

«El espíritu humano da tantos rodeos y vueltas, sin que nos demos cuenta, que es imposible que no salga algo al exterior; por eso, a quien menos se le note, es el mejor».”

Contemplemos algunas de esas señales que el ojo observador del obispo ha captado con agudeza:

«El que habla mal de sí mismo, busca directamente la alabanza y actúa como el remero, que da la espalda al lugar a dónde quiere llegar».»

De igual modo, la palabra enmascara muchas veces el pensamiento que debiera expresar. Por eso, san Francisco de Sales aconseja no hablar de uno mismo, «ni para bien ni para mal, sino por pura necesidad; y, aun entonces, con mucha sobriedad».Así es como evitaremos la vanidad:

«Sin duda, quien habla poco de sí mismo hace muy bien, porque, ya lo hagamos para acusarnos o excusarnos, ya para alabarnos o despreciarnos, veremos que siempre las palabras sirven para alimentar nuestra vanidad. Por tanto, salvo que una gran caridad nos exija hablar de nosotros y de nuestra familia, deberíamos permanecer callados».

Además, san Francisco nos invita a seguir la regla de los santos:

«Tomad buena nota de la regla de los santos, que a todos los que quieren llegar a serlo, les invitan a que hablen poco o nada de sí mismos y de sus cosas».»

¿Tendremos, entonces, que guardar silencio por miedo de atraernos alabanzas o por temor de ser hipócritas, puesto que no obramos tan bien como decimos? A esta pregunta que le hace alguien con quien mantenía correspondencia, contesta el obispo lo siguiente:

«No hay que hacer ni decir nada para que se nos alabe, ni dejar de decir o de hacer nada por temor de ser alabados. Y no es ser hipócrita el no actuar tan perfectamente como decimos, porque, ¡Dios mío!, ¡qué sería de nosotros! En ese caso yo mismo tendría que callarme para no ser hipócrita, puesto que si hablo de la perfección, pensarían que me creo perfecto. No, mi querida hija, no creo ser perfecto cuando hablo de la perfección; como tampoco me creo italiano cuando hablo esa lengua. Pero creo entender el lenguaje de la perfección, porque lo he aprendido de los que lo sabían».»

«Decid siempre `sí’ cuando es sí y `no’ cuando es no», enseñaba Jesús. San Francisco de Sales se atiene estrictamente a esta regla:

«Los hijos de Dios, nos dice, caminan sin rodeos y no tienen repliegues en el corazón».»Y Dios los colma de bendiciones.

«Deseáis no mentir nunca; ése es el gran secreto para atraer a nuestro corazón el Espíritu de Dios. Señor, ¿quién habitará en vuestros tabernáculos?, dice David. Y responde: Aquel que dice la verdad de todo corazón».»

Pero para no exponerse a mentir, hay que vigilar la lengua, mortificarla y unir a la sobriedad de las palabras una dulce afabilidad.

«Apruebo que se hable poco, siempre que ese poco se haga con agrado y caridad, sin melancolía ni artificios. Sí, hablad poco y dulcemente, poco y bien, poco y con modestia, poco y con verdad, poco y con amabilidad».»

Se arriesgan a no observar todo esto quienes dan libre curso a la viveza de su espíritu. Las agudezas, las réplicas espirituales y rebuscadas, suenan a afectación y a vanidad y están muy lejos de la modestia.

«No estoy satisfecho de lo que os dije el otro día, al contestar vuestra primera carta, sobre esas réplicas mundanas y esa viveza de vuestro espíritu que os impulsa a ellas. Hija mía, poned empeño en mortificaros en esto; haced a menudo la señal de la Cruz sobre vuestra boca, para que se abra sólo para Dios. Ciertamente, a veces da mucha vanidad el resultar gracioso y ocurrente y con frecuencia se manifiesta el orgullo antes en el espíritu que en el rostro. Se atrae con las palabras tanto como por las miradas. No es bueno andar empinados ni con el espíritu ni con el cuerpo, porque, si se tropieza, la caída será más dura. Así pues, ¡ánimo, hija! Poned mucho cuidado en podar poco a poco esas ramas superfluas de vuestro árbol y mantened vuestro corazón muy humilde y tranquilo, al pie de la Cruz».»

¿Y qué decir de aquéllos que para no mentir emplean equívocos, o sea, palabras de doble sentido, con las que pretenden «salir del paso sin decir la verdad» y, en definitiva, «mentir con tranquilidad de conciencia»» A esto lo llamaba san Francisco de Sales «canonizar la mentira».

«Quienes creen salvar la verdad mediante este artificio, decía, la matan y la sofocan doblemente, porque nada hay que ofenda tanto a la verdad y a la sencillez como la doblez. ¿Y hay algo que tenga más doblez que un equívoco?».Donde especialmente se impone la franqueza es al acusarnos de nuestros pecados en la confesión. A la Chantal, que le había confiado las dificultades que a este respecto tenía una de sus amigas, le escribía así san Francisco de Sales:

«Quitadle toda aprensión que le haga sufrir en lo que a esto se refiere, ya que, en verdad, la primera y principal base de la sencillez cristiana está en la franqueza en confesar los pecados, cuando hay necesidad, claramente y sin rodeos, sin miedo a que los oiga el confesor, que está allí precisamente no para escuchar virtudes, sino toda clase de pecados.Por tanto, que con decisión y valor descargue su conciencia con gran humildad y desprecio de sí misma, sin miedo a dejar ver su miseria a aquél por cuyo intermedio Dios la quiere curar».

En ciertas circunstancias más delicadas, la naturalidad exigirá que se evite amablemente una discusión:

«A menudo os encontraréis entre las gentes de mundo, que, según acostumbran, se burlarán de todo lo que vean, o crean ver en vos, que sea contrario a sus miserables inclinaciones. No perdáis el tiempo discutiendo con ellos ni mostréis tristeza ante sus ataques; al contrario, reíos con alegría de sus risas, despreciad sus desprecios, tomad a broma sus reproches, burlaos delicadamente de sus burlas y, sin hacerles caso, seguid siempre gozosa en el servicio de Dios, y en la oración encomendad a esos pobres espíritus a la divina misericordia. Son dignos de compasión, pues no saben divertirse más que riéndose y mofándose de lo que merece respeto y reverencia».

A veces, lo mejor será guardar silencio:«En las conversaciones, mi querida hija, que no os inquiete nada de lo que allí se diga o cómo se diga; pues, si es malo, serviréis a Dios apartando vuestro corazón de ello, sin mostrar asombro o enfado, puesto que no podéis hacer nada para evitar las malas palabras de quienes quieren decirlas; y dirán otras peores si ven que tratáis de impedírselo. Obrando así permaneceréis inocente entre los silbidos de las serpientes y, lo mismo que a las hermosas fresas, no os hará daño ningún veneno aunque tratéis con lenguas venenosas».

La sencillez en el estilo

Al atardecer de un día de intenso trabajo, san Francisco de Sales escribía a la Chantal lo siguiente:

«Mucho me consuela hablaros en este lenguaje mudo después de un día en que tanto he hablado a mucha gente con lenguaje sonoro» El lenguaje mudo -el que expresa la pluma sobre el papel o los caracteres de imprenta sobre un libro-, el estilo, tendrá también su sencillez y realzará su encanto si es ágil, agradable y afectuoso.

Uno de los amigos del obispo, Dom Asseline, le remitió el proyecto de una Suma teológica, solicitando su parecer. Era un tema delicado. Francisco de Sales no era amigo de esos «infolios» escritos en latín, que asustan por su volumen y a los que de buena gana se deja dormir bajo el polvo en las bibliotecas. Además, el indicado trabajo era especialmente pesado, debido a sus muchas páginas inútiles que avisan al lector de lo que a continuación se va a tratar o que vuelven sobre lo ya expuesto. Con exquisita prudencia, no exenta de elogios, el obispo le hace sus observaciones:

«He visto con mucho gusto el proyecto de vuestra Suma Teológica que, a mi parecer, está bien y juiciosamente hecha… Mi opinión sería que redujeseis al mínimo las referencias metodológicas, pues si bien hay que emplearlas en la enseñanza, al escribir resultan superfluas y, si no me equivoco, hasta inoportunas… Claramente se ve que seguís un método, sin que haya necesidad de que reiteradamente lo advirtáis… Tampoco es necesario que incluyáis un prefacio si continúa la misma materia… Eso sería preciso para quienes no siguen un método, o tienen necesidad de explicarlo, por ser éste excepcional o muy complicado».

Así reducida la obra, ¡quedará mucho más manejable y sustanciosa!:

«Haciendo esto, vuestra Suma no será tan voluminosa; todo en ella será jugo y sustancia y, a mi modo de ver, resultará más sabrosa y agradable» Y es que el estilo elegante no daña a la sencillez; es como una cierta caridad hacia el lector,un medio de atraer a las almas y ganarlas para Dios, sobre todo en una época en que se han hecho tan delicadas. Así se lo escribía el obispo a uno de sus sacerdotes, Pedro Jay:«El conocimiento que voy adquiriendo cada día del talante del mundo me hace desear vivamente que la bondad divina inspire a alguno de sus siervos para que escriba al gusto de este pobre mundo… Somos pescadores, y pescadores de hombres; por tanto, tenemos que emplear en esta pesca no sólo nuestro afán, nuestro trabajo y nuestras vigilias, sino también nuestro encanto, nuestras habilidades, nuestro atractivo y, me atrevo a decir que, incluso, una santa astucia. El mundo se ha vuelto tan delicado, que ya no se le va a poder tocar más que con guantes perfumados y habrá que curarle sus llagas con emplastos aromáticos. Pero, ¡qué más da!, lo que importa es que los hombres se curen y al final se salven. Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos».

A eso se había dedicado san Francisco de Sales; y el prodigioso éxito de su Introducción a la vida devota era testimonio de que su autor había escrito a gusto del mundo y se había empleado a fondo en la pesca de las almas.

Cómo no va a dejarse prender por el encanto de ese estilo, una mujer de mundo que al abrir ese «librito», de título poco seductor, lee en las primeras líneas de su prefacio:

«Tenía tan delicado gusto la florista Glycéra en variar la disposición y mezcla de las flores con que hacía sus ramilletes, que con unas mismas los formaba de muchos modos, en tanto grado, que se quedó corto Parrasio, célebre pintor, queriendo imitar tal diversidad, porque no pudo variar de tantos modos su pintura como variaba Glycéra sus ramilletes. Así también el Espíritu Santo ordena con tanta variedad las lecciones de devoción que da por las palabras y escritos de sus siervos, que, siendo siempre una misma la doctrina, son, sin embargo, muy diferentes los discursos, según los diversos modos con que están compuestos. Yo, a la verdad, ni puedo, ni quiero, ni debo escribir en esta Introducción otra cosa que lo que ya, sobre esta materia, han publicado nuestros predecesores, y así, las flores que te presento, lector, son las mismas, pero es muy diverso el ramillete que forman, a causa de la diversidad con que van colocadas» Lejos estamos de la Suma teológica, e incluso, ¿por qué no confesarlo?, del Tratado del amor de Dios. Es que la materia expuesta en esta última obra es más abstracta, y, aunque san Francisco de Sales la haya amenizado con imágenes y referencias concretas, él mismo teme que su lectura no resulte tan fácil ni tan agradable como la de la Introducción. Eso es lo que escribe a su amigo, Mons. Fenouillet, obispo de Montpellier:

«En cuanto al libro del Amor de Dios… os confieso, Monseñor, que esta obrita no me disgusta del todo; pero tengo mucho miedo de que no alcance tanto éxito como la anterior, por ser, a mi entender, algo más vigorosa y fuerte, aunque he tratado de suavizarla y de evitar los términos difíciles».Al menos, el libro estará lleno de unción, escrito en ese «estilo afectuoso», como le llama san Francisco de Sales, que sale del corazón y que a él tanto le gustaba.

En una carta dirigida a Mons. Andrés Frémyot, arzobispo de Bourges, le expone sus puntos de vista sobre la predicación. Debe estar animada por la llama interior:

«El soberano artificio es no tener artificio. Nuestras palabras han de estar inflamadas, no con gritos o acciones desmesuradas, sino por el afecto interior; tienen que salir del corazón más que de la boca. Por mucho que se diga, el corazón habla al corazón, mientras que la lengua no habla más que a los oídos». Esta es la pura verdad. El obispo la ha experimentado muchas veces, y, últimamente, al leer una carta de la Chantal. Le dice:

«He recibido vuestra carta del día de santa Ana, escrita con un estilo particular y que sale del corazón».

Ese estilo que sale del corazón desea encontrarlo en la pluma de Dom Asseline, en su Suma:

«Sé que cuando queréis, tenéis un estilo afectuoso… Me gustaría que, siempre que buenamente se pueda, redactaseis vuestros argumentos en ese estilo»

Él mismo, en la obra que se proponía escribir sobre la predicación, pensaba tratar del «método para convertir a los herejes» y destruir «sus más célebres argumentos… utilizando un estilo, no sólo instructivo, sino cordial».

San Francisco de Sales emplea constantemente ese estilo afectuoso y pone todo su corazón en sus cartas. ¿Cómo iba a dudar esa «queridísima hija» en confiarse a un director tan amable, al leer estas líneas que la invitaban a ello con una ternura penetrada de espíritu sobrenatural?:

«Con todo, mi queridísima hija, tenemos motivos para vivir contentos en el santo amor que Dios otorga a las almas unidas en el mismo propósito de servirle, puesto que sus lazos son indisolubles, sin que nada, ni siquiera la muerte, pueda romperlos, permaneciendo eternamente firmes en su inmutable fundamento, que es el Corazón de Dios, por el cual y en el cual nos amamos.

Creo que ya veis, por mis palabras, el deseo que tengo de que os sirváis de mí con toda confianza y sin reserva. Si, como me decís, os sirve de consuelo el escribirme a menudo hablándome de vuestra alma, hacedlo con toda confianza, porque os aseguro que el consuelo será recíproco».

La sencillez en el porte y los modales

Si la palabra es el reflejo del pensamiento, nuestro porte refleja nuestros gustos más íntimos. A quien ama la sencillez, la modestia en el vestir le resulta indispensable. Modestia, o sea, el justo medio entre la afectación y el desaliño.

Es muy interesante, tanto por los matices que encierra, como por la precisión del pensamiento, ese capítulo veinticinco de la tercera parte de la Introducción a la vida devota, en el que san Francisco de Sales trata «de cómo vestirse adecuadamente».

Sin duda, sonreiréis. Y estaréis pensando: pero, bueno, ¿es que vamos a ir al obispo de Ginebra a pedirle consejos sobre este punto? ¿A un director espiritual, al que únicamente preocupa inspirar el amor de Dios a las señoras del mundo, a quienes dirige, y que está convencido de que el fuego del amor divino pronto les hará despojarse de todo adorno superfluo?Tranquilizaos; san Francisco de Sales es hombre de gusto exquisito, que jamás incitará a dar a la devoción aspectos poco atractivos. Es cierto que su método, con una psicología muy firme, tiende a reformar el interior, sin preocuparse de lo exterior. Así lo explica él mismo en su Introducción:

«En cuanto a mí, dice, nunca he podido aprobar el método de los que, para reformar al hombre, comienzan por lo exterior, por los modales, por el atuendo, por el cabello. Me parece que es al contrario, que se debe comenzar por el interior. ‘Convertíos a Mí, dice el Señor, de todo vuestro corazón: Hijo mío, dame tu corazón’. Porque, siendo el corazón el manantial de nuestras obras, éstas son reflejo de aquél… Quien tiene a Jesucristo en su corazón, bien presto lo tendrá en todas sus actuaciones externas.

Por eso, querida Filotea, es por lo que he querido, ante todo, grabar y escribir en vuestro corazón estas sagradas palabras: ¡Viva Jesús!, seguro de que después de esto, vuestra vida, la cual procede de vuestro corazón como un almendro de su semilla, producirá todas sus obras, que son sus frutos, escritas y grabadas con el mismo nombre de salvación, y al igual que este dulce Jesús ha de vivir en vuestro corazón, vivirá también en todo lo demás y se mostrará en vuestros ojos, en vuestra boca, en vuestras manos, e incluso, en vuestro cabello».

El obispo de Belley, que conocía muy bien al de Ginebra, decía de él: «Cuando quería llevar a las almas a la vida cristiana y hacerles abandonar la mundana, no les hablaba nunca de lo externo, del peinado, de los trajes, o cosas parecidas; sólo les hablaba al corazón y desde el corazón, pues sabía que, una vez ganada esa torre, el resto vendría por añadidura. ‘Cuando hay fuego en una casa, decía, veis cómo tiran los enseres por la ventana. Del mismo modo, cuando el verdadero amor de Dios reina en un corazón, lo que no es de Dios nos parece poca cosa’».

Es significativa la anécdota que nos refieren los Anales del primer monasterio de la Visitación de Annecy: «Fue un día una señorita a ver a san Francisco de Sales y le dijo ingenuamente: ‘Monseñor, me agradan mucho sus Hijas de la Visitación y sobre todo la digna Madre; yo quisiera unirme a ellas para servir a Dios toda mi vida; pero tengo una sola dificultad, y es que no logro decidirme a quitarme los pendientes’. `Vamos, vamos, le respondió el obispo sonriendo bondadosamente, no dejéis por eso de entregaros a Dios’. Y le permitió seguir llevándolos».Ya os imagináis lo que sucedió: la novicia pronto prefirió la sencillez de su velo a la vanidad de sus joyas.

El obispo no daba importancia a esas naderías, y nunca juzgaba por ellas el valor de un alma.

Alguien le dijo una vez que «estaba asombrado de que una persona de mucha categoría y muy devota, a la que el obispo dirigía, no se hubiera quitado los pendientes. Os aseguro, respondió, que no sé siquiera si tiene orejas, porque viene a confesarse con un tocado en la cabeza y con un chal tan grande que no se sabe cómo va vestida. Y además, creo que la santa mujer Rebeca, que era tan virtuosa como ella, no perdió nada de su santidad por llevar los pendientes que Eleazar le ofreció de parte de Isaac».El obispo era de una condescendencia admirable.

La Chantal había llevado consigo a Annecy a su hija menor, Francisca, para cuidar de su educación. La niña es «guapa, simpática y alegre por demás». Si su atractivo por la piedad es escaso, es mucha su inclinación a la coquetería. Una vez que su madre estaba ausente, no paraba de quejarse y de llorar por no poderse vestir tan elegantemente como quisiera. En cuanto el obispo supo la pena de Francisca, informó a la Chantal, que se encontraba en Lyon:

«El domingo fui a ver a la Bréchard… Me contó que la pequeña de Rabutin… está triste y llora por no poder vestir con elegancia; le he dicho que había que hacerle un bonito cuello de encaje para los días de fiesta y que con esto bastaría en el pueblo, en espera de vuestro regreso. Creo que la niña piensa que va a ser feliz Ya con sus encajes y sus cuellos altos (como veis, sé algo de esas cosas), y hay que procurárselos; cuando vea que eso no es tan importante, entrará en razón».»

Y la Chantal tuvo que enviar desde Lyon los encajes para el cuello de Francisca. Cuando cumplió quince años, la joven dejó el monasterio, para ir a vivir con su hermana María Amada en el castillo de Thorens y allí pudo engalanarse a su gusto. Un día, en una visita, el obispo se encontró con ella:

« Francisca, le dijo, estoy seguro que no es vuestra madre la que os ha vestido así». Y le dio unos alfileres para que se cerrase un poco el cuello, demasiado escotado. En otra ocasión, la vio «muy ceñida y espléndida, con cantidad de lazos y rizos». Ella, apurada, se ruborizó, y él le dijo:

«No estoy tan enfadado como pensáis. Vais arreglada a la moda del siglo. Pero ese rubor vuestro parece venir del cielo y de una conciencia de la que no está lejos la gracia de Jesucristo». Y él mismo le recogió algunos rizos bajo el tocado, mientras añadió sonriendo: «Lo que os sobra podéis taparlo vos misma, sin ayuda de nadie; no hay que quitaros ese mérito; y así seréis más agradable a Dios de lo que ibais a serlo para el mundo».»

Si el obispo se muestra severo, es porque ya la tendencia a la vanidad era excesiva. Francisca sobrepasaba la justa medida.La medida, la justa medida, tan lejos del desaliño como del exceso de arreglo, es la que determina «el decoro en el vestir».

Francisco de Sales aborrece el desaliño que raya en la suciedad. Por ello, no duda en recomendar que se cuide el aseo: «Nuestra ropa debe estar siempre limpia, y evitar, en la medida de lo posible, las manchas y la suciedad».Y es que «la limpieza exterior, en cierta manera, es señal de la pureza interior».

Con el mismo empeño tenemos que evitar el desaliño, pues es falta inconsciente de respeto hacia quienes nos rodean:

«Sed limpia, Filotea, no llevéis nada mal arreglado o con descuido, pues sería un desprecio presentarnos ante aquellos con quienes conversamos con algo desagradable en nuestro atuendo».»

No tornemos demasiado a la ligera estos sabios consejos; quizá sea útil que echemos una mirada sobre nosotros mismos y nos preguntemos si nos preocupa de verdad ofrecer la imagen viva de la piedad bajo su verdadera luz, amable y atractiva; no nos vaya a ocurrir que alguien se aleje de la vida cristiana por nuestro descuido en la apariencia exterior.

Y tanto como de la suciedad o del desaliño, debemos guardarnos del exceso contrario, o sea, de la «afectación, vanidades, extravagancias y coqueterías mundanas».»

Con cuánto vigor critica san Francisco a las «jóvenes mundanas que llevan el cabello suelto

y empolvado, la cabeza cubierta de alambres como se guarnecen los cascos de los caballos, que van engalanadas y adornadas a no poder más; en fin, demasiado acicaladas».

Es cierto que en un sermón, con motivo de una toma de hábito, habló del contraste entre «las jóvenes mundanas» y las religiosas, que cubren «sus cabezas con el velo de la humillación y del desprecio, no sólo de las vanidades del mundo sino también de sí mismas, para configurarse mejor a su Amado».'»

Aunque haya cierta exageración verbal, tenemos ahí claramente expresado el pensamiento del obispo, que condena esos «acicalamientos», que se apartan en exceso de la sencillez cristiana y del buen gusto.

Es necesario, sin embargo, mantener el rango social; y el obispo reprende suavemente a la Charmoisy porque no viste a su hijo como conviene a su categoría:

«Os escribí anteayer, mi muy querida prima, hija mía. Lo hago ahora de nuevo, para enfadarme un poco con vos, porque mi sobrino no va vestido como conviene a su categoría ni a la función que desempeña; además de que esto le turba el ánimo, al ver a sus compañeros mucho mejor vestidos que él, sus amigos le critican y algunos de ellos enseguida me lo han dicho. No queda más remedio, querida hija, que seguir los

usos del mundo, pues estamos en él, en todo aquello que no sea contrario a la ley de Dios».» Las exigencias de decoro en el vestir varían, desde luego, según la edad y la clase social; no son las mismas para las solteras, las casadas o las viudas. Así lo había escrito en la Introducción:

«Se permiten más adornos a las jóvenes solteras, porque ellas pueden lícitamente desear agradar a varios, para poder elegir a uno como esposo en santo matrimonio».Con la misma claridad de ideas hace notar que «la mujer casada se puede y debe arreglar para agradar a su marido siempre que él lo desee»:

«Conozco una señora, escribe a la presidenta Brúlart, que es una de las almas , más grandes con las que me he encontrado, que ha vivido mucho tiempo en tal sujeción al cambiante humor de su marido, que, cuando más devota y fervorosa se hallaba, se veía obligada a llevar escote e ir cargada de vanidades externas; salvo por Pascua, sólo podía comulgar en secreto y a escondidas, pues, de no hacerlo así, hubiera levantado mil tempestades en su casa. Y, siguiendo ese camino, ha llegado muy alto; bien lo sé yo, que la he confesado a menudo».»

Francisco de Sales recordaba estas exigencias cuando escribía algunos años más tarde: «Sin duda, un buen marido es una gran ayuda; pero buenos hay pocos y, por buenos que sean, la mujer encuentra más sujeción que ayuda».»

En cuanto a las viudas que piensan en un segundo matrimonio, «no parece mal… que se arreglen», aunque siempre sin excesos. «Pero a las verdaderas viudas, que lo son no sólo de cuerpo sino también de corazón, no les convienen otros adornos que la humildad, la modestia y la devoción. Porque si buscan el amor de los hombres, no son verdaderas viudas; y si no lo buscan, ¿para qué aderezarse? Quien no quiera recibir huéspedes, debe quitar el anuncio de su puerta».

Así escribía a la Chantal con respecto a determinadas predicaciones a las que ella se proponía asistir:«Yo sé que en Dijon habrá predicadores excelentes.» Las palabras santas son las perlas que el verdadero Océano de Oriente, el Abismo de misericordia, nos procura. Juntad muchas y ponedlas alrededor de vuestro cuello, en vuestras orejas, rodead con ellas vuestros brazos; todas esas joyas no están prohibidas a las viudas, pues con ellas no se envanecen, sino que se hacen más humildes».»

Conocéis lo que nos narran las Memorias de la Madre de Chaugy sobre los primeros encuentros de san Francisco de Sales con la baronesa de Chantal. El Santo predicaba la cuaresma en Dijon e iba a menudo a comer a casa de Mons. Andrés Frémyot, hermano de la baronesa. Un día que la Chantal fue a comer, algo más compuesta y arreglada que de ordinario, le dijo el obispo:

-«Señora, ¿queréis casaros otra vez?».

-«¡Oh, no!, Monseñor», respondió ella con viveza.

-«Pues, entonces, debéis arriar la bandera», le dijo el Santo.

Ella entendió muy bien lo que le quería decir, y al día siguiente se había quitado algunas «galas y adornos» que solía llevar y que estaban permitidos a las señoras de la nobleza tras su segundo luto.

En otra ocasión el obispo observó «unos encajes de seda en su primoroso tocado». «Señora, le dijo, si no llevarais esos encajes, ¿dejaríais de ir correctamente vestida?».

Con eso bastó; esa misma tarde los descosió. Otra vez, al ver las borlas del cordón de su cuello, el Santo las cogió por la punta y dijo con su santa dulzura: Señora, ¿dejaría vuestro cuello de estar bien sujeto si el cordón que lleva no tuviera estos remates?».

Ella, al instante, se volvió, cogió las tijeras y cortó las borlas.

Hermosas lecciones de sencillez propuestas por el Santo a un alma generosa que un día haría llegar a la renuncia total. Pero no hablaba así a quienes, viviendo en el mundo, debían mantener su rango. Y escribe en la Introducción:

«Yo quisiera que los verdaderos cristianos fueran siempre los mejor vestidos del grupo, pero los menos afectados y presumidos y, como se lee en los Proverbios, que estuviesen adornados de gracia, compostura y dignidad. En breves palabras lo ha dicho san Luis: hay que vestirse según lo requiere el estado y condición de cada uno, de manera que los buenos y prudentes no puedan decir que os pasáis, ni los jóvenes que no llegáis».

En el mismo sentido recomendaba a la Sra. le Blanc de Mions:

«Por lo demás, que la Santísima y Divinísima humildad viva y reine en todo y por doquier. Los vestidos sencillos, pero de acuerdo con las conveniencias de nuestro estado y condición, de modo que las jóvenes no se alejen sino que se sientan movidas a imitarnos; nuestras palabras, sencillas, corteses y dulces; nuestros ademanes y nuestro trato, ni muy serios y distantes, ni excesivamente relajados y muelles; nuestra cara limpia y sin cremas; en una palabra, que en todo reine la sencillez y la modestia, como conviene a una hija de Dios».»

He aquí el resumen de su pensamiento sobre este punto: «Inclinaos siempre tanto como os sea posible, del lado de la sencillez y la modestia, que es, sin duda, el mayor adorno de la belleza y -añade sonriendo- la mejor excusa para la fealdad».

La sencillez en el modo de proceder

También en nuestra conducta florecerá la sencillez, si aceptamos de buen grado nuestro estado y todos los deberes que el mismo comporta. Encontramos de nuevo una idea tan querida para san Francisco de Sales, principio fundamental de su dirección espiritual, en el que insiste reiteradamente. Pero ¿no es cierto, sin embargo, que no se cansa uno de escuchar las múltiples variaciones con las que ameniza ese mismo tema?: «¡Animo! Si estáis en vuestro hogar y sois esposa y madre, las cosas no se pueden cambiar. Debéis ser lo que sois y serlo con gusto y con amor de Dios, por el amor de Dios».

Puesto que nuestro estado es querido por Dios, cuanto más estrechamente unida esté nuestra voluntad a la divina, habrá más unidad y sencillez en nuestra vida.

Pero, a veces, nuestra condición es difícil de soportar porque acarrea muchas dificultades y contrariedades que nos abruman; de ahí nos viene la ilusión de que estaríamos mejor en otra parte y la envidia por la suerte de los demás. ¡Ay si estuviéramos plenamente resignados a la voluntad de Dios, sin dejarnos agitar por la fiebre de la propia voluntad!

«Hay que tener en cuenta -hace notar san Francisco de Sales- que no hay ninguna vocación que no suponga molestias, amarguras y disgustos. Y lo que es más, de no ser aquellos que están plenamente resignados a la voluntad de Dios, todos querrían cambiar su condición por la de otros; los que son obispos, querrían no serlo; los que están casados, querrían no estarlo. ¿De dónde nos viene esta general inquietud del espíritu, sino de la aversión que sentimos a lo que nos contraría y de una mezquindad que nos hace pensar que todos los demás están mejor que nosotros? Todo viene de lo mismo: el que no está plenamente resignado, ya puede mirar para acá o para allá porque nunca encontrará reposo. Los que tienen fiebre no encuentran buena ninguna postura; no llevan ni un cuarto de hora en una cama, cuando ya quisieran pasarse a otra; y no depende de la cama, sino de la fiebre que los atormenta en cualquier lugar. Quien no tiene la fiebre de la propia voluntad, se siente a gusto con todo; con tal de que Dios sea servido, no se preocupa del lugar en que Él le ha colocado: siempre que se cumpla su Divina voluntad, lo demás nada le importa» .

También nosotros debemos guardarnos de esos disgustos que nos entristecen, de esos deseos ilusorios que dejan ver nuestra cobardía ante las inmolaciones que Dios espera de nosotros: «Es una fuerte tentación la de disgustarse y estar triste en el mundo, cuando sabemos que tenemos que estar en él por necesidad. La Providencia de Dios es más sabia que nosotros. Pensamos que cambiando de navío estaremos mejor, cuando sólo lo estaremos si cambiamos nosotros mismos. ¡Dios mío!, soy enemigo acérrimo de esos deseos vanos, peligrosos y nocivos. Pues, aunque lo que deseamos sea bueno, el desearlo es malo porque Dios no quiere para nosotros ese bien sino otro, en el que quiere que nos ejercitemos. Dios quiere hablarnos desde las espinas y las zarzas, como a Moisés; y nosotros queremos que nos hable en la brisa dulce y fresca, como a Elías».

Y, ciertamente, preferimos sentir en la piel la caricia de la brisa, que el pinchazo de las espinas, y nos imaginamos que nuestro Señor está más cerca de nosotros cuando gozamos de una apacible tranquilidad, que cuando estamos expuestos a las dificultades inherentes a nuestra vocación. ¡Desengañémonos!

«No creáis que nuestro Señor está más alejado de vos cuando os veis rodeada de las aflicciones que comporta vuestra vocación, que lo estaría si os vierais en medio de las delicias de una vida tranquila. No, mi queridísima hija, no es la tranquilidad la que le acerca a nuestros corazones, sino la fidelidad de nuestro amor; no es el sentimiento que tenemos de su dulzura, sino el consentimiento que damos a su santa voluntad, pues es mucho más deseable que ésta se cumpla en nosotros, que hacer la nuestra en Él» Renunciemos a nuestros gustos y preferencias personales para ser lo que Dios quiere que seamos; así alcanzaremos esa perfecta sencillez que nos hará estar «a merced de la voluntad de Dios».

«No es lo propio de las rosas ser blancas, me parece, porque las rojas son más bellas y huelen mejor; el color blanco es, en cambio, propio del lirio. Seamos lo que somos y seámoslo bien para hacer honor al Artífice cuya obra somos… Seamos lo que Dios quiere con tal de que seamos suyos, sin empeñarnos en ser lo que nosotros queremos, contra sus deseos; pues, aunque fuéramos las más excelentes criaturas del cielo, no nos serviría de nada, si no es ésa la voluntad de Dios».

Si aceptamos decididamente nuestra vocación, nos esforzaremos por cumplir todos los deberes que ésta nos impone, sin dejarnos nunca llevar por multitud de deseos de obras extraordinarias, que distraerían nuestro espíritu, apartándonos de nuestro deber. Lo que cuenta a los ojos de Dios no son los grandes y vanos deseos, sino la fidelidad a los humildes deberes cotidianos:

«Es bueno desear mucho, pero hay que poner orden en los deseos y hacer que se realicen, cada uno en tiempo oportuno y según nuestra capacidad. Se evita que las viñas y los árboles se pueblen de hojas para que éstas no se lleven la humedad y la savia e impidan al árbol dar frutos, haciendo que toda su fuerza natural se reduzca a dar hojas. Es buena cosa impedir la proliferación de deseos, pues nuestra alma podría entretenerse con ellos, descuidando los resultados que, aunque sean pobres, son siempre más útiles que los grandes deseos de cosas que están fuera de nuestro alcance; por eso, Dios prefiere nuestra fidelidad en las cosas pequeñas que nos encomienda, mucho más que el ardor por las grandes que no dependen de nosotros».

San Francisco de Sales conocía bien esa debilidad de nuestra naturaleza, que muestra un extraordinario valor ante peligros imaginarios, pero que retrocede enseguida ante la más pequeña dificultad que encontramos todos los días. Por ello, reconduce nuestro esfuerzo, que tiende a irse por las nubes, hacia su objetivo real, que es la prosaica realidad:

«Poned empeño en aprovechar las pequeñas ocasiones que Dios os va presentando, poned en ello vuestra virtud y no en desear grandes empresas; porque suele suceder que se deja uno vencer por un mosquito y está combatiendo contra monstruos imaginarios».

El obispo no se cansa de recordarnos esta realidad cotidiana:

«Aprovechad las diarias contradicciones para mortificaros, aceptándolas con amor y dulzura».« Porque esas contradicciones no son fantasías, ni son según nuestro gusto. Precisamente por eso tienen gran valor:

«Las mortificaciones que no van condimentadas con la salsa de nuestra propia voluntad son las mejores y las más excelentes, como las que nos tropezamos por la calle, sin pensar en ellas ni buscarlas, y las de cada día, aunque sean pequeñas». Ejercitándonos en soportarlas con dulzura adquiriremos la suficiente fuerza de ánimo para resistir el martirio o para vivir abandonados en Dios, con un desprendimiento total.

«Aprendamos a sufrir con gusto las palabras humillantes y que tienden a despreciar nuestras opiniones y nuestro modo de pensar; después aprenderemos a sufrir el martirio, a anonadarnos en Dios y a hacernos insensibles a todo».

Pero ¡qué grande es nuestra inconsecuencia! Con la imaginación, aceptamos heroicamente los sufrimientos más terribles, que no se presentarán, probablemente, jamás; y en la realidad, huimos vergonzosamente de las humildes cruces de cada día.

«Hay almas que se forjan grandes proyectos de prestar excelentes servicios a nuestro Señor, con obras eminentes y sufrimientos extraordinarios, pero esas ocasiones no se presentan y quizá no se presenten jamás. Con ello creen haber hecho un gran acto de amor. En esto se equivocan a menudo, pues sucede que se creen capaces de abrazar grandes cruces futuras y huyen de inmediato del peso de las presentes, que son menores. ¿No es una gran tentación ser tan valientes en la imaginación y tan cobardes en la reali-dad?».»

El obispo escribía así a una religiosa que soñaba con verter su sangre para dar testimonio de su fidelidad a Dios:«Sobre todo, no deseéis persecuciones para probar vuestra fidelidad, pues vale más esperar las que Dios nos envíe que desearlas. Tenéis muchas otras ocasiones para ejercitar vuestra fidelidad: la humildad, la dulzura, la caridad al servicio de vuestro pobre enfermo, pero con un servicio cordial, amoroso y lleno de afecto. Dios os da un poco de tiempo para que hagáis provisión de paciencia y resistencia; ya vendrá luego el momento de emplearlas».»

Mantengámonos más cerca de la realidad: «No siempre encontramos en nuestro camino grandes acciones; pero siempre podremos hacer excelentemente las pequeñas, es decir, con mucho amor» .

Y eso es lo que él hacía.Entonces, ¿por qué se negó durante tanto tiempo a dejarse retratar? Él, que siempre se hacía todo para todos y que había dicho: «ya que estamos obligados por imperativo de la caridad a transmitir al prójimo la imagen de nuestra alma, haciéndole partícipe, con franqueza y sin envi-dia, de lo que hemos aprendido sobre la ciencia de la salvación, no deberíamos poner trabas para proporcionar a nuestros amigos el consuelo que desean de tener ante sus ojos, mediante la pintura, la imagen de nuestro cuerpo» .

Quizá lo consideraba una vanidad: «Me dicen, escribía, que nunca me han retratado bien; pero creo que eso importa poco».» El caso es que se negó durante mucho tiempo a que le retrataran, hasta el punto de que hubo que recurrir a una estratagema para que se decidiera.«Una dama devota» -probablemente la Granieu- convenció a Miguel Favre para que intercediera ante el obispo. Miguel Favre era el confesor del Santo, y le dijo «con cierto aire severo… que estaba siendo causa de algunos pecados veniales de murmuración y de inquietud, que cometía la gente por su resistencia a dejarse retratar, y que le rogaba que se enmendase».

Atrapado en esta emboscada, el buen Santo obedeció con admirable humildad.

Y el retrato colmó de gozo a la Granieu. El obispo le escribió así, con este motivo: «¡Dios mío!, querida hija, ¡qué será el ver eternamente el rostro del Padre celestial tal como es, puesto que el retrato mudo y muerto de un mísero mortal tanto regocija el corazón de una hija que le ama! Me respondéis que ese retrato no está mudo, porque habla a vuestro espíritu y le dice hermosas palabras. Pero eso solamente lo oyen vuestros oídos, porque oyen con tanta finura que, sin decir una sola palabra, os habla y os re-cuerda lo que me habéis oído en el púlpito, cuando os decía que la voluntad de Dios es vuestra santificación».»

San Francisco de Sales no nos dice jamás otra cosa, y la sencillez a la que nos exhorta, es la adhesión a la voluntad divina, es el camino que nos conduce derechos a la santidad.

4. LA SENCILLEZ EN LA ADHESIÓN A LA VOLUNTAD DE DIOS

Qué es amar a Dios

«La voluntad de Dios sea siempre el único refugio de la nuestra, y su cumplimiento, nuestro consuelo».

«Preguntamos muchas veces: ¿cómo os encontráis?, a pesar de que vemos a los interrogados en muy buena salud. Permitidme, pues, que sin desconfiar de vuestra virtud y constancia, yo os pregunte por amor: ¿amáis mucho a Dios, señora? Si lo amáis mucho, pensaréis mucho en Él, hablaréis mucho con Él y de Él, os uniréis a menudo a Él en el Santísimo Sacramento. Que sea para siempre Él nuestro propio corazón».

¿No es delicioso este fragmento de una carta de san Francisco de Sales a la Sra. de Traves? Me preguntaréis por qué lo traigo a colación. Porque es un modelo acabado de exquisita sencillez y porque contiene en resumen toda la doctrina del Santo sobre esta virtud, que debe caracterizar nuestras relaciones con Dios y que él explicaba así a sus Hijas de la Visitación:

«La sencillez no es sino un acto de caridad puro y simple, sin otro fin que conseguir el amor de Dios; y nuestra alma es sencilla cuando no tenemos otra pretensión en todo lo que hacemos».

Pero San Francisco de Sales hace notar que «no sabernos lo que es amar a Dios. El amor de Dios no consiste en grandes gustos o sentimientos, sino en una mayor y más firme resolución de darle gusto en todo y tratar, lo más que podamos, de no ofenderle; y en rogar para que aumente la gloria de su Hijo. Estas cosas son señal de amor».

Respecto a los que andan buscando «muchos ejercicios y medios para poder amar a Dios», escribe san Francisco de Sales:

«¡Pobres gentes! Se atormentan por encontrar el arte de amar a Dios y no saben que el único arte es amarlo; piensan que se necesita cierta destreza para adquirir este amor y, sin embargo, sólo se encuentra en la sencillez». Para amar a Dios «no hay más arte que… ponerse a practicar las cosas que le son agradables, pues es el único medio de encontrar y conseguir ese amor sagrado, siempre que esta práctica se lleve a cabo con sencillez, sin turbarse ni inquietarse».

Ahí, precisamente, está la dificultad. Nuestro amor propio lo complica todo e incesantemente

tenemos que superar los obstáculos que pone en el camino del puro amor: inquietudes de espíritu, consideración de nuestras miserias, apego excesivo a nuestra voluntad. Todo esto lo supera la sencillez, que nos sitúa en un profundo espíritu de fe, en la paz y en la santa indiferencia.

No atormentéis tu espíritu

Un hecho cierto es que aspiramos al reposo del espíritu y, sin embargo, nos las ingeniamos para no tenerlo, pues nos causa mucha inquietud el temor de los disgustos que puedan sobrevenirnos, o el examen ansioso de nuestra conducta. ¿Hay algo más opuesto a la sencillez cristiana?

¿Por qué temer el futuro? Además de que exageramos muchas veces los posibles peligros, debemos confiar en Dios, que nos da cada día los auxilios necesarios.

«Os recomiendo la santa sencillez. Mirad hacia delante sin fijaros en los peligros que veis lejos, según me escribís. Os parecen ejércitos, y no son más que sauces cortados, y, mientras los miráis, podríais dar un mal paso. Hagamos un firme y general propósito de querer servir a Dios con todo nuestro corazón y nuestra vida y luego no nos preocupemos por el mañana. Pensemos sólo en hacer el bien hoy; y cuando llegue el día de mañana, también se llamará hoy, y podremos pensar en él. Para esto es también necesario tener una gran confianza y resignación en la Providencia de Dios. Tenemos que recoger maná solamente para el día de hoy y no más; sin dudar de que también mañana volverá Dios a mandar maná. Y pasado mañana, y todos los días de nuestra peregrinación».

Más lamentable todavía es volver sobre sí mismo, fruto de nuestro amor propio «que, so capa de bien, busca complacerse en la vana estima de nosotros mismos».

Convengamos de antemano en que por lo menos es cosa inútil:

«Por tanto, no os examinéis tan cuidadosamente sobre si estáis o no en la perfección… No examinemos eso, puesto que, aunque fuéramos los más perfectos del mundo, nunca debemos saberlo ni conocerlo, sino tenernos siempre por imperfectos. Nuestro examen no debe nunca tratar de conocer si somos imperfectos, pues jamás debemos dudar de que lo somos».

Además, esto impide seguir buscando serenamente la perfección, por el nerviosismo, la agitación y la inquietud que nos ocasiona.

«Me parece que os veo agitada con mucha inquietud en la búsqueda de la perfección. Dejaos gobernar por Dios, no penséis tanto en vos misma… Os mandaría, en primer lugar, que tengáis una general y universal resolución de amar y servir a Dios lo mejor que podáis, pero que no perdáis el tiempo en examinar e indagar detalladamente cuál es la mejor manera de hacerlo. Es una impertinencia propia de vuestro carácter perspicaz y agudo, que quiere tiranizar vuestra voluntad y dominarla con supercherías y sutilezas».

¡Ay! Estas sutilezas del espíritu ¡qué perjudiciales son para la sencillez de nuestra vida interior! «Quisiera tener un buen martillo para quitar filo a vuestro espíritu, que es demasiado sutil en lo tocante a vuestro progreso. Os he dicho muchas veces que hay que ir de buena fe a la devoción, `grosso modo’ como se dice. Si obráis bien, alabad a Dios; si hacéis mal, humillaos. Sé bien que el mal hecho a propósito no lo queréis y los otros males nos sirven solamente para humillarnos. No temáis, pues, y no andéis picoteando en vuestra pobre conciencia; de sobra sabéis que después de tantos esfuerzos sólo podéis pedir su amor a Quien no desea de vos más que el vuestro ».

Así es. Sirvamos a Dios «sin mañas ni sutilezas», con sencillez de corazón, aunque con la inevitable imperfección inherente a nuestra naturaleza.

«Sabéis que, en general, Dios quiere que le sirvamos amándole por encima de todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos… Esto basta, pero hay que hacerlo de buena fe, sin artimañas ni sutilezas, como se hace en este mundo, donde no reside la perfección; a lo humano y en el tiempo, esperando hacerlo un día a lo divino y angélico y según la eternidad. El apresuramiento, la agitación en el esfuerzo, de nada sirven; el deseo es bueno, pero que sea sin agitación. Os prohíbo expresamente la agitación, madre de todas las imperfecciones».»

¿Cómo pretendemos avanzar si, en lugar de fijar la mirada en la meta, caminamos preocupados por ver dónde ponemos el pie para evitar pasos en falso? ¡Qué trabajos nos imponemos! ¡Y cuánto mejor caminaríamos si estuviéramos menos preocupados por la perfección y más confiados en la divina Bondad!

«Vuestro camino es muy bueno, mi querida hija, y sólo tengo que deciros que al andar medís demasiado vuestros pasos, por miedo a tropezar. Hacéis demasiadas reflexiones sobre las salidas de vuestro amor propio, que son sin duda frecuentes, pero que no serán nunca peligrosas, si, tranquilamente, sin enfadarospor su inoportunidad ni asombraron por su frecuencia, decís `no’. Caminad con sencillez, sin desear tanto el descanso del espíritu; y ese descanso será mayor…

Queridísima hija, fijad arriba vuestras miradas, con una total confianza en la bondad de Dios; sin inquietud, sin examinar tanto los progresos de vuestra alma, sin querer ser tan perfecta».

Así, a pesar de las «pequeñas sacudidas y tropiezos» que acompañarán nuestro caminar, permaneceremos unidos a Dios, yendo hacia Él decididamente, con el corazón abierto de par en par a la confianza y al gozo.«Simplificad vuestro juicio, no hagáis tantas reflexiones ni réplicas, sino avanzad con sencillez y confianza…Mientras veáis que Dios os conduce, por la buena voluntad y la resolución que os ha dado de servirle, caminad con decisión, y no os asombréis de los pequeños sobresaltos y tropiezos que tengáis; no os disgustéis por ello, siempre que de vez en cuando os arrojéis en sus brazos y lo beséis con el beso de la caridad. Caminad con alegría, con el corazón lo más dilatado que podáis; y si no lográis ir siempre alegremente, al menos hacedlo con valor y confianza».

Quizá tendremos que luchar contra el error demasiado frecuente que atormenta nuestro espíritu y nos obliga a preguntarnos si en la mayoría de las ocasiones no hubiéramos debido actuar de modo diferente de como lo hicimos.«En cuanto podáis, haced perfectamente lo que hacéis, y, una vez hecho, no volváis a pensar en ello, sino en lo que os queda por hacer. Id con sencillez por el camino de nuestro Señor, sin atormentar vuestro espíritu».’

Esta es una costumbre que debemos adquirir si queremos evitar muchos disgustos de conciencia y romper desde el principio una peligrosa serie de imperfecciones y faltas, fuente del malestar que experimentan muchas almas.

«No os disgustéis o al menos no os turbéis por haberos sentido turbada; no os alteréis por haberos alterado; no os inquietéis por haberos inquietadado por esas molestas pasiones; recobrad el ánimo y poned vuestro corazón suavemente en las manos del Señor, suplicándole que os lo sane». »

Como prudente director de conciencia, san Francisco de Sales insiste en este punto por el empeño que tiene en alertar contra una tentación tan contraria a la sencillez y a la cual están particularmente expuestas las almas delicadas y generosas.

El mecanismo de esas penosas complicaciones, que dejan el corazón abatido y extenuado, lo explica así el obispo a la Sra. de Chantal:

«Cuando esta bagatela se presenta en vuestro espíritu, se inquieta y no quisiera verla pues teme que no se le vaya jamás. Y ese temor quita la fuerza al espíritu, le deja pálido, triste y tembloroso; ese temor le disgusta y además genera en él otro temor más, que produce un espanto mayor; todo ello es causa de muchas dificultades y estorbos para el espíritu. Teméis el temor, y luego teméis temer al temor. Os disgustáis por el disgusto y luego os disgustáis de haberos disgustado por el disgusto. He visto a muchos que habiéndose encolerizado, encima se encolerizan por haberse encolerizado. Todo eso me recuerda los círculos que se forman en el agua cuando se tira una piedra en ella: primero uno pequeño y de él sale otro mayor y luego otro mayor… ».

Para evitar los `círculos viciosos’, lo mejor es no dar importancia a esos `embrollos’: distraerse, descansar, y sobre todo crecer en la confianza, con la certeza de que nunca pretendemos sino la gloria de Dios.

«¿Qué remedio, mi querida hija? Primero, la gracia de Dios y luego no ser tan delicada… burlaos de esos `embrollos’, no os agitéis pensando que tenéis que rechazarlos con violencia; burlaos de ellos, distraeos trabajando, procurad dormir bien… Y mucho ánimo, hija mía, pues no tenemos más deseo que la gloria de Dios, ¿no es cierto? Así es, al menos, dándonos perfecta cuenta. Porque si viéramos otros deseos distintos, los arrancaríamos enseguida de nuestro corazón. Pues entonces, ¿por qué nos atormentamos? ¡Viva Jesús, hija mía! A veces me parece que estarnos llenos de Jesús, pues al menos no tenemos vo-luntad deliberada que sea contraria. Y no lo digo con arrogancia, hija mía, sino con espíritu de confianza y para animarnos».

Él mismo tuvo esta tentación, que desapareció inmediatamente, como el humo; porque en cuanto la advirtió, la rechazó sin prestarle atención:

«Nunca en mi vida había tenido yo el menor asomo de tentación contra mi profesión pero el otro día, sin pensar en eso, se me ocurrió una, entró una en mi espíritu. No consistía en desear no ser eclesiástico, eso hubiera sido demasiado grosera; sino que un poco antes, hablando con personas de confianza, dije que si yo estuviera todavía libre y fuera heredero de un ducado, con todo elegiría el estado eclesiástico porque lo amo sobremanera; y me vino entonces una lucha si sería o no así, que duró algún tiempo. Me parecía ver al enemigo allá abajo, en el fondo de la parte inferior del alma, que se hinchaba como un sapo. Yo me burlé y ni siquiera consentí en pensar si pensaba en eso; se esfumó enseguida y no volví a verlo. La verdad es que estuve a punto de turbarme y hubiera echado todo a perder, pero reflexioné que no merecía yo tener una paz tan grande que el enemigo no se atreviera a mirar de lejos mis defensas».»

Por lo tanto, es preciso no consentir en ese volver sobre nosotros mismos y levantar nuestro corazón por la confianza. Es la urgente recomendación del obispo:

«Permaneced en paz, mi queridísima hija, y no analicéis tanto los sentimientos de vuestro corazón; despreciadlos, no los temáis y elevad a menudo vuestro corazón con una total confianza en Aquél que os ha llamado al seno de su amor de predilección».

Todo esto nos será tanto más fácil cuanto más firme sea nuestra voluntad de agradar a Dios.

«El que está atento a agradar amorosamente al Amante celestial, ni quiere ni tiene tiempo de volver sobre sí mismo, pues su espíritu tiende continuamente hacia donde el amor le lleva».

Y si alguna vez vuelve sobre sí, esta «reflexión» la purifica enseguida y se convierte en un testimonio de delicadeza extrema, que no tiene otro motivo sino el de agradar al divino Esposo.

«¡Oh, qué sabias y prudentes son las verdaderas amantes del Amante celestial! ¿Sabéis lo que hacen? De vez en cuando vuelven sobre sí mismas para asegurarse de que su atuendo y sus galas espirituales están en perfecto orden, que no les falta ninguna perla de virtud, y que todas sus ricas joyas resplandecen vivamente. ¡Qué purificada queda así esta reflexión sobre sí mismas, qué sencilla y qué preciosa es!, pues no tiene otro fin que contentar y agradar al divino Esposo»

No debemos contemplar nuestro corazón, sino el de Dios, objeto infinitamente amable de nuestro amor. Nos seducirá por sus encantos.«No os preguntéis si vuestro corazón le agrada, no lo hagáis; más bien examinaos para ver si su Corazón os agrada a vos. Y, si le miráis, es imposible que no os agrade, porque ¡es tan dulce, tan suave, tan condescendiente, tan enamorado de sus miserables criaturas, con tal que ellas reconozcan sus miserias, tan cariñoso para con los desgraciados, tan bueno con los arrepentidos!

¿Cómo no amar este Corazón regio, paternalmente maternal para con nosotros?».

El amor a nuestra debilidad y la cordial confianza en Dios

Ciertamente, somos «miserables» y «pobres criaturas». La sencillez es la que nos hace aceptar nuestras miserias y amar la debilidad, puesto que por esas mismas miserias se manifiesta la misericordia de Dios y se consolida nuestra confianza en su indulgente bondad.No nos irritemos a la vista de nuestras miserias. Soportémoslas con dulzura; sepamos utilizarlas para que concurran a nuestra santificación por la humildad en que ellas nos ejercitan.

«Permaneced en paz y soportad pacientemente vuestras pequeñas miserias. Pertenecéis a Dios sin reservas, Él os guiará. Si Él no os quiere liberar tan pronto de vuestras imperfecciones, es para hacerlo con más provecho, para que os ejercitéis más en la humildad y arraigaros así mejor en esta querida virtud».

Esta querida virtud, nos es, en efecto, sumamente preciosa; nos hace vencer uno de los mayores obstáculos para la unión divina, al domar nuestro orgullo y echar por tierra la exagerada estima que tenemos de nosotros mismos. Nos muestra lo que somos ante Dios, en toda nuestra miseria y pobreza.

«Pero, ¿qué es la humildad? ¿Es el conocimiento de esta miseria y pobreza? Sí, dice san Bernardo -le explica san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal-; pero ésa es la humildad moral y humana. ¿Y qué es entonces la humildad cristiana? Es el amor a esta pobreza y debilidad al contemplar la de nuestro Señor. ¿Sabéis que sois una débil y pobre viuda? Pues amad vuestra ruin condición; gloriaos de no ser nada, alegraos, puesto que la bondad de Dios se va a servir de esa miseria para ejercitar su misericordia. Entre los mendigos, los más miserables y con mayores y más terribles llagas son los mejores mendigos, por ser más aptos para conseguir limosnas. Nosotros sólo somos mendigos, y los más miserables son los mejores, la misericordia de Dios los mira con agrado» por tanto, de nuestras flaquezas, pues, como le gustaba repetir al Santo, «nuestra miseria es el trono de la misericordia de Dios» .

Así pues, «la virtud de la humildad consiste en el conocimiento verdadero y en el reconocimiento voluntario de nuestra debilidad. Y la cumbre de esta humildad consiste en no solamente reconocer nuestra debilidad, sino en amarla y complacerse en ella; y esto, no por falta de valor y generosidad, sino para exaltar aún más a la divina Majestad y estimar mucho más al prójimo al compararlo con nosotros mismos».

Para ilustrar esta doctrina en la que tan manifiestamente se complace, san Francisco de Sales nos da numerosos ejemplos, tanto en la Introducción como en sus cartas.

«Yo hago una tontería que me humilla; bueno. Doy de bruces en el suelo, y me dejo llevar por una cólera desmesurada: estoy pesaroso de la ofensa que he hecho a Dios, pero a la vez me alegro de que por ella se vea cuán vil, abyecto y miserable soy. Sin embargo -prosigue-, aunque amemos la debilidad que se sigue del mal, tenemos que remediar ese mal. Procuraré no tener un cáncer en la cara, pero si lo tengo, amaré la humillación que me acarrea. Y, en lo tocante al pecado, hay que guardar esta regla aún más. Si he caído en esto o en aquello, estaré triste, pero he de aceptar de corazón la humillación que se sigue; y si se pu-dieran separar estos dos sentimientos, me quedaría gustoso con la humillación y rechazaría el mal y el pecado. Pero, teniendo en cuenta la caridad, a veces tendremos que ocultar nuestra debilidad para edificar al prójimo. En ese caso, la tendremos que ocultar de la vista del prójimo para que no se escandalice, pero no de nuestro corazón, pues servirá para edificarle».

Si deseamos «saber cuáles son las mejores humillaciones», el obispo nos responde: «Son aquéllas que no hemos escogido nosotros y que nos son menos agradables; y aún mejor, aquéllas por las que no sentimos ninguna inclinación. Hablando claro: las de nuestra vocación y profesión. Por ejemplo: esta mujer casada escogería cualquier otra debilidad menos las que le causan sus deberes de casada; aquella religiosa obedecería a cualquiera menos a su superiora; y yo preferiría ser reprendido por una superiora religiosa que por un suegro en mi casa».

Aquí se nos muestra el «doctor» de la sencillez, tanto más perfecta cuanto más nos somete a la voluntad de Dios. Y añade: «Os digo que, para cada uno, la propia humillación es la mejor; las que elegimos nosotros quitan mucho mérito a la virtud».Esta es una enseñanza difícil de comprender, y que solamente Cristo puede darnos la gracia de practicar:«¿Quién me dará la gracia de amar mucho nuestra debilidad, mi querida hija? Nadie, sino Aquél que amó tanto la suya que, para conservarla, quiso hasta morir».

Siempre debemos tener ante los ojos este ejemplo divino:«Vivid así, queridísima hija; amad la santa sen-

llez, la humildad y la debilidad, tan estimadas por la divina sabiduría que por ellas ha dejado temporalmente su realeza para practicar la poreza y anonadamiento, incluso hasta la Cruz, en cual su Madre, después de beber este amor, lo derrama en el corazón de todas sus verdaderas hijas y siervas. Que vuestra gloria, pues, queridísima hija, esté siempre en la Cruz de Aquél sin cuya Cruz no hubiéramos podido conseguir nuni la gloria».

El Santo, en sus cartas, anima también con frecuencia a amar la propia bajeza:

«Queridísima hija, vivid en Dios con dulzura sencillez, con un continuo amor a vuestra bajeza y con mucho valor para servir a quien por salvaros murió en la Cruz».

«Amad constantemente vuestra propia debilidad; estimad el desprecio y acariciad las cruces que Dios quizá permita que os lleguen».El obispo piensa que, para servir bien a Dios, es cosa excelente que la humillación siempre acompañe a la aflicción:

«¡Animo, hija mía!, habéis sido afligida del modo más conveniente para servir bien a Dios, porque las penas sin debilidad engríen muchas veces el corazón en vez de humillarlo. Pero cuando recibimos un mal sin honor, o el propio deshonor, la humillación y la debilidad son nuestro mal, ¡cuántas ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de corazón! El glorioso san Pablo exulta, con una humildad santamente gloriosa, porque él y sus compañeros son tenidos por la basura y la inmundicia del mundo».

Pero la vista de nuestras propias miserias y el sentimiento de nuestra extrema debilidad ¿no nos llevarán a descorazonarnos? Nunca. La humildad y la sencillez vienen aquí en ayuda nuestra. Nos permiten olvidarnos de nosotros mismos, siendo así instrumentos dóciles en las manos de Dios. «La humildad es siempre sencilla, y, así como la verdadera sencillez rehusa humildemente los cargos, la verdadera humildad los ejerce con sencillez».Y eso porque confía en Dios:

«La desconfianza que tenéis en vos misma es buena, siempre que sirva de base a vuestra confianza en Dios; pero si os llevase al desánimo, a la inquietud, a la pena y a la melancolía, os suplico que la arrojéis de vos como la mayor de las tentaciones… Dios permite que les sucedan muchas dificultades a los que emprenden su servicio, pero nunca les deja caer bajo la carga, si confían en Él. En una palabra, ése es el gran secreto: no ocupar nunca el espíritu discutiendo con la tentación de desánimo, bajo ningún pretexto». El obispo no admitirá jamás el desaliento: «No volváis nunca vuestra mirada hacia vuestras flaquezas e insuficiencias, sino para humillaros; nunca para descorazonaros».

Venga de donde venga la desconfianza, siempre tenemos que vencerla por la confianza que tenemos puesta en Dios. Es lo que enseña san Francisco de Sales a sus Hijas de la Visitación:

«La desconfianza en nosotros mismos proviene del conocimiento de nuestras imperfecciones. Está bien no fiarse de uno mismo, pero de poco nos serviría si al mismo tiempo no ponemos toda nuestra confianza en Dios, esperando su misericordia».

Así escribía a aquellas personas con quienes mantenía correspondencia:

«Alimentad vuestra alma con el espíritu de una cordial confianza en Dios, y, aunque os veáis rodeada de miserias e imperfecciones, abrid vuestro corazón a la esperanza. Tened mucha humildad, pues es la virtud de las virtudes; pero que sea una humildad generosa y serena».”

En ocasiones, la desconfianza puede provenir de nuestras faltas.

«Es muy razonable que, habiendo ofendido a Dios, nos retiremos un poco, humildes y confundidos; pues si ofendemos a un amigo, sentimos vergüenza de acercarnos a él. Pero no hemos de quedarnos ahí; las virtudes de la humildad, la debilidad y la confusión son virtudes mediante las cuales debemos lograr la unión de nuestra alma con Dios».

No nos cansemos de esta experiencia tan repetida, de nuestras faltas, de nuestras caídas, precisamente cuando estábamos resueltos a permanecer santamente indiferentes a todo lo que no es la voluntad de Dios. En vez de abandonarlo todo, retomemos con suavidad la trama de nuestra existencia cotidiana, en la armonía del himno que canta en nuestro corazón a la gloria de Dios.

«Y cuando quebrantemos las leyes de la indiferencia ante cosas indiferentes, o por las repentinas salidas del amor propio y de nuestras pasiones, postremos inmediatamente, lo antes que podamos, nuestro corazón ante Dios y digamos con espíritu de confianza y humildad: Señor, ten misericordia de mí porque soy débil. Levantémonos con paz y tranquilidad y reanudemos el hilo de nuestra indiferencia; y luego sigamos nuestro trabajo. No hay que romper las cuerdas del laúd ni abandonarlo cuando notamos que desafina. Hay que escuchar para ver de dónde proviene el desajuste y luego, suavemente, tensar o aflojar la cuerda, según lo requiera el arte» .Sepamos pues, que esas «pequeñas sorpresas de las pasiones son inevitables en esta vida mortal» y que «el amor propio no muere más que con nuestro cuerpo; siempre sentiremos sus ataques sensibles o sus manejos secretos mientras estemos en este destierro».1

No nos inquietemos demasiado, pues esto nos mantiene en la humildad y nos ejercita en el valor.

«Nuestras pequeñas cóleras, nuestras pequeñas penas, los pequeños estremecimientos del corazón, son secuelas de nuestras enfermedades, que el soberano médico quiere que conservemos para que temamos recaer, nos humillemos y permanezcamos en una sincera sumisión. Iremos afirmándonos de día en día y, con la ayuda de Dios, esas alteraciones se irán debilitando».«Esas rebeliones del apetito sensual, tanto en la ira como en la codicia, se nos dejan para que nos ejercitemos y practiquemos el valor espiritual al resistirlas».6

Por eso, humildemente y con paz, tenemos que empezar cada día nuestro esfuerzo de santificación; y no derramar lágrimas de despecho al encontrar la miseria en nosotros y ver la poda que tendremos que hacer.

«He visto el llanto de la pobre Hermana María Magdalena, y me parece que nuestras niñerías proceden todas de este defecto: que olvidamos la máxima de los santos, que nos advierten que cada día hemos de comenzar el avance en nuestra perfección. Si nos acordásemos de esto, no nos asombraría encontrar en nosotros miserias que arrancar. Nunca está terminado este trabajo; siempre hay que comenzar de nuevo y debemos hacerlo con ánimo. Dice la Escritura: «cuando el hombre haya terminado, entonces comenzará». Lo que hemos hecho hasta ahora es bueno, pero lo que vamos a empezar será mejor; y cuando lo hayamos acabado, empezaremos otra cosa todavía mejor, y luego otra, hasta que salgamos de este mundo para comenzar otra vida que no tendrá fin, puesto que ya no podrá sucedernos nada mejor. Así que, pensad si hay que llorar cuando se encuentren miserias».

El santo obispo no nos pide lágrimas que deprimen, sino una alegría franca y serena; «la santa alegría cordial, que nutre las fuerzas del espíritu y edifica al prójimo». Y nos invita a practicarla en la humildad y debilidad: «Abatirse y humillarse, despreciarse a sí mismo hasta la muerte de todas las pasiones y yo di-ría, hasta la muerte en cruz, es caminar con el Esposo crucificado. Pero, queridísima hija, fijaos bien que digo que ese abatimiento, esa humildad, ese desprecio de sí mismo hay que practicarlos con suavidad, con paz, con constancia y no sólo suavemente, sino alegre y gozosamente». »

Insiste diciendo a la Sra. de Chantal: «Humillémonos, os suplico, y no hablemos de nuestras llagas y miserias más que a la puerta del templo de la piedad divina. Pero recordad que debe hacerse con alegría».

«Mostraos ante Dios gozosamente humilde, pero sed también alegre y humilde ante el mundo. Alegraos de que el mundo no os tenga en cuenta: si os estima, burlaos de él alegremente, reíos de sus juicios y de vuestra miseria que los recibe; si no os estima, consolaos alegremente, pensando que al menos en esto, el mundo está en lo cierto. En cuanto a lo exterior, no finjáis una humildad visible, pero tampoco rehuyáis la humildad; abrazadla, y siempre con gozo. Apruebo el rebajarse, a veces, a prestar servicios bajos, incluso a los inferiores… pero siempre sencilla y gozosamente. Lo repito mucho, porque es la clave de este misterio, para vos y para mí… Los oficios humildes y externos son solamente la corteza, pero sirven para conservar el fruto».»

Él mismo nos hace esta confesión de encantadora simplicidad, que resume toda la doctrina que acabamos de exponer: «Yo no sé cómo estoy hecho; aunque me veo miserable, eso no me turba, y, a veces, hasta me siento dichoso por ello, porque pienso que soy una buena tarea para la misericordia de Dios».»

La libertad de los hijos de Dios

Una vez liberados de las inquietudes del espíritu y, mediante el amor a nuestra debilidad, liberados también del peso de nuestras miserias, tenemos todavía que desprendernos de nuestra propia voluntad, para progresar en la sencillez por una adhesión cada vez más íntima a la voluntad divina, hasta llegar al perfecto abandono.

Y es que, como lo explica san Francisco de Sales, «la sencillez… no busca sino el puro amor de Dios, que no se encuentra más que en la mortificación de nosotros mismos; y, a medida que la mortificación crece, nos aproximamos más al lugar en el que podemos encontrar su divino amor».

Pero, ¡qué gran esfuerzo hay que hacer!, pues esa mortificación de nosotros mismos implica una constante negación de nuestros gustos, una incesante renuncia a nuestras inclinaciones naturales para poder «vivir según el espíritu» y no «según los sentidos y los sentimientos, que están en la carne».

«Vivir según el espíritu, escribe el Santo a la Hermana de Blonay, es pensar, hablar y actuar según las virtudes, que son del espíritu, y no según los sentidos y los sentimientos, que están en la carne…

Pero ¿cuáles son esas virtudes del espíritu? La fe, que nos enseña verdades que están por encima de los sentidos; la esperanza, que nos hace aspirar a bienes invisibles; la caridad, que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, con un amor no sensual, natural ni interesado, sino puro, firme e invariable, que tiene su fundamento en Dios…

Vivir según el espíritu es amar según el espíritu; vivir según la carne es amar según la carne… Si una Hermana es dulce y agradable, yo la quiero mucho; ella también me quiere, me ayuda; mutuamente nos queremos. ¿Quién no ve que este amor es un amor según los sentidos y la carne?; porque los animales, que carecen de espíritu y sólo tienen carne y sentidos, aman a sus bienhechores y a aquellos que son buenos con ellos. Otra Hermana es tosca, áspera, mal educada, pero es muy devota y con deseos de suavi-zarse y cambiar; yo la quiero, no porque me agrade ella ni por otro interés cualquiera, sino por agradar a Dios; la quiero, la atiendo, la sirvo, le muestro cariño: ese amor es según el espíritu, porque la carne ahí no tiene parte.

Yo soy una pobre infeliz, la última de todos, y además por carácter soy miedosa, tímida, desconfío de mí misma y quisiera poder vivir siguiendo mis inclinaciones, para no tener que enfrentarme con el inoportuno sentido de vergüenza y de temor que tengo. ¿Es esto vivir según el espíritu? No, mi querida hija, porque cuando yo era joven y aún sin espíritu, ya vivía así; pero, si a pesar de ser por naturaleza vergonzosa, cobarde, recelosa como un topo, sin embargo quiero tratar de superar esas pasiones naturales

e ir poco a poco haciendo todo lo que la obediencia, que viene de Dios, me ordene, ¿cómo no ver que esto es vivir según el espíritu?

Mi querida hija, vivir según el espíritu es actuar, hablar y pensar como el Espíritu de Dios nos pide. Y, al hablar de pensamientos, me refiero a los voluntarios. Estoy triste, y por tanto no quiero hablar: eso lo hacen las personas groseras y los papagayos; estoy triste, pero si la caridad lo exige, hablaré; así actúan las personas espirituales. Si me desprecian, me enojo; hago lo mismo que los pavos reales y los monos; pero si me gozo en el desprecio, estoy actuando como los Apóstoles. Por tanto, vivir según el espíritu es hacer lo que la fe, la esperanza y la caridad nos enseñan, sea en las cosas temporales, sea en las espirituales».

Ahí tenemos la manera eminentemente sobrenatural y profundamente realista que tenía san Francisco de Sales de dirigir a las almas; la misma que condena los deseos de grandes virtudes que no nos son necesarias y que nos lleva a la práctica de las de uso corriente y que mortifican nuestra voluntad, sometiéndola continuamente a las exigencias de la voluntad de Dios, manifestada en los humildes quehaceres diarios.«¿De qué nos sirven esos ardientes y apremiantes deseos de virtudes cuya práctica no nos es necesaria? La dulzura, el amor a nuestra debilidad, la humildad, la caridad y cordialidad con el prójimo, la obediencia, son todas virtudes en las que debemos adiestrarnos, pues nos son muy necesarias por las muchas ocasiones que se presentan de ejercitarlas. En cuanto al tesón, la generosidad, y otras virtudes así, que quizá nunca tengamos ocasión de practicar, no nos preocupemos por ellas; no por eso seremos menos magnánimos y generosos».

¡Qué error cometeríamos y qué «fantasma de santidad» perseguiríamos si, encerrados en nuestros deseos y puntos de vista personales, nos obstináramos en seguir nuestros caprichos en lugar de someternos a quienes están encargados de dirigirnos! Este apego a nuestra propia voluntad enojaba a san Francisco de Sales.

«Tiene razón esa joven al temer que su deseo de ayunar sea una tentación; lo ha sido, lo es y lo será mientras continúe con esas abstinencias, que debilitan su cuerpo y la voluptuosidad del mismo, es cierto, pero que, en cambio, refuerzan el amor propio al hacer su propia voluntad; enflaquece su cuerpo, pero sobrecarga el corazón con la grasa venenosa de su propia estima y de sus propios apetitos. Una abstinencia practicada en contra de la obediencia quita el pecado del cuerpo para ponerlo en el corazón. Mejor sería que se esforzara en dominar su propia voluntad, y pronto desaparecerían esos fantasmas de santidad en los que se detiene tan supersticiosamente. Ella ha consagrado a Dios sus fuerzas corporales y no puede ya usarlas mal, desgastándolas, a no ser que Dios lo quiera, y la voluntad de Dios sólo

la podrá saber obedeciendo a las criaturas que el Creador le ha puesto como guías».

¡Y con qué vigor denuncia la vanidad de semejantes quimeras, la tontería de extravagancias tan manifiestas!: «Jamás he visto una tentación tan manifiesta y tan evidente; tan sin disimulo ni pretexto. Romper los votos por ayunar; presumir de ser buena en solitario sin serlo para la Congregación; querer vivir para sí misma con el fin de mejor vivir para Dios; querer gozar de su propia voluntad para así hacer mejor la voluntad de Dios; ¡qué quimeras! Que una tendencia o, mejor, una fantasía y una imaginación melancólica, extraña, despechada, dura, agria, amarga y terca pueda ser una inspiración, es una total contradicción. Cesar en la alabanza a Dios callándose por despecho en el Oficio que manda la santa Iglesia, porque no puede alabarlo en el rincón que le gustaría, ¡qué extravagancia!».

Pero el obispo cuenta firmemente con el poder de la Gracia, y así le escribe a la superiora de la novicia obstinada:«Creo que Dios sacará su gloria de todo esto y que esta pobre joven se someterá por fin a lo que se le ordene y será respetuosa. Dadle órdenes frecuentes; imponedle mortificaciones contrarias a sus inclinaciones; os obedecerá, y, aunque parezca que lo hace a la fuerza, le será muy útil, con la gracia de Dios».

El hábito de renunciamiento nos desprenderá poco a poco de nosotros mismos y nos procurará un inmenso beneficio: la libertad de espíritu.Libertad de espíritu, que san Francisco de Sales define como «un desprendimiento del corazón cristiano de todas las cosas, para seguir la voluntad de Dios tan pronto como ésta se manifieste…».«Pedimos al Señor ante todo que su nombre sea santificado, que venga su Reino, que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo. Todo eso no es otra cosa sino el espíritu de libertad; porque con tal que el nombre de Dios sea santificado, que su Majestad reine en nosotros, que se haga su voluntad, nuestro espíritu no se preocupa de nada más».

Y en unas líneas dignas de ser meditadas, nos indica las señales, los efectos y las ocasiones de esa libertad:

«Primera señal: el corazón que tiene esta libertad no está apegado a las consolaciones, sino que recibe las aflicciones con toda la dulzura que la carne le permite. No digo que no ame y no desee las consolaciones, sino que no se apega a ellas su corazón.

«Segunda señal: tampoco se apega a los ejercicios espirituales, de modo que si la enfermedad u otro motivo se los impide, no siente pena. No digo que no los ame; digo que no se apega a ellos.

«Tercera señal: nunca pierde la alegría, porque ninguna privación es capaz de entristecer a quien

no tiene el corazón apegado a nada. Y si a veces la pierde, será por poco tiempo.

Los efectos de esta libertad son: una gran suavidad de espíritu, una gran dulzura y condescendencia a todo lo que no es pecado o peligro de pecado. Es ese ánimo afable que se pliega a los actos de virtud y de caridad. Por ejemplo: cuando un alma está apegada a la meditación, si la interrumpimos en ella, veremos que la deja con disgusto, agitada y sorprendida. La que tiene la verdadera libertad, irá con rostro sereno y de buen corazón adonde le pide el importuno que la ha molestado, porque le es igual servir a Dios en la meditación que servirlo soportando al prójimo: ambas cosas son voluntad de Dios, pero en ese momento lo más necesario es soportar al prójimo.

Son buenas ocasiones para ejercer esta libertad, todas las cosas que nos suceden contra nuestra inclinación, pues quien no se ha apegado a ella, no se impacienta cuando la contrarían».

Esa es, nos dice el santo obispo, «la libertad de los hijos de Dios», a la que él nos llama, cuando, después de habernos pedido que seamos «sencillos como palomas», nos invita a hacernos «como niños pequeños».

El Santo observa: «un niño, cuando es muy pequeño, es tan sencillo que no conoce más que a su madre; sólo tiene un amor: el de su madre; y un solo deseo: el regazo de su madre; mientras está en el regazo materno no quiere nada más. El alma que tiene la perfecta sencillez, sólo tiene un amor, que es el de Dios, y en este amor tiene una sola pretensión: la de recostar su cabeza en el pecho del Padre celestial, y allí, como un hijo amado, hacer su morada, dejando todo su cuidado en su Padre, sin que ya nunca vuelva a preocuparse sino de permanecer en esta santa confianza».»

Durante toda su vida, los hijos del Padre celestial «deben caminar invariablemente en espíritu de sencillez, de abandono, y entregando su alma, sus acciones y sus éxitos en manos de Dios, mediante un amor de perfecta y absoluta confianza, abandonándose a la merced y al cuidado del amor eterno que la divina Providencia tiene para ellos».

La prudencia del mundo y la prudencia sobrenatural

Este amor de perfecta y absoluta confianza nos mantiene en el más puro espíritu de fe; inspira nuestros esfuerzos por lograr criterios sobrenaturales, ayudándonos así a buscar en todas las cosas la gloria de Dios y a no vivir ya sino para la eternidad.

El obispo escribe a la Sra. de Chantal, a la que sus asuntos le habían obligado a ir a Borgoña:

«Os suplico, mi queridísima hija, estad muy unida a Jesucristo, a nuestra Señora, a vuestro buen ángel en todos vuestros asuntos, para que su gran número no os turbe ni su dificultad os agobie. Haced uno tras otro lo mejor que podáis, poned toda vuestra atención en ellos, pero suavemente. Si Dios quiere que os salgan bien, le bendeciremos; si no lo quiere, también le bendeciremos. Os debe bastar el haber puesto toda vuestra buena fe buscando el éxito, pues nuestro Señor y nuestra razón no exigen los resultados ni sus consecuencias, sino que piden nuestra fiel y franca dedicación, nuestro empeño y diligencia, porque todo esto depende de nosotros, pero el éxito no. Dios bendecirá vuestra buena intención en este viaje y en la empresa que os habéis propuesto de poner orden en los asuntos de esa casa en bien de vuestro hijo, y os recompensará, o con los buenos resultados o con una santa humillación y resignacion».

Y algunos días después insiste: «Bendito sea Dios, que os ha conducido al lugar donde os llamaban los asuntos que Él os había confiado. Queridísima hija, ofreced los trabajos y dificultades que vais a sufrir allí para gloria de la divina Majestad, por cuyo amor los padecéis; ocupaos de los negocios de la tierra con los ojos fijos en el cielo».

Esa era la actitud constante del Santo.Un día que había predicado en París ante la reina, le dice a la Sra. de Chantal:

«Sí, hija mía, he predicado esta mañana ante la reina y todos sus grandes; pero no lo he hecho con mayor cuidado, mayor afecto ni mayor gusto que en mi pobre y pequeña Visitación. ¡Oh, hija mía! La real presencia del Rey y de la Reina del cielo eclipsan ante los ojos de nuestro corazón todas las grandezas de la tierra».Refiriéndose a una señora inconsolable por la pérdida de su hijo, escribe:

«Compadezco infinitamente a esta buena señora; es, sin duda, de muy buen natural, pero ese buen natural no está en ella suficientemente dominado por lo sobrenatural». Detesta la prudencia de la carne porque nos impide arrojarnos a ciegas en brazos de la divina Providencia. Por ello, nos pide que despertemos nuestra fe.«Para afianzar nuestro amor por el soberano bien, despertemos nuestra fe, porque la prudencia de la carne y las especulaciones de nuestra razón nos perjudican y nos impiden arrojarnos a ciegas en brazos de la divina Providencia. Creemos que como no valemos nada, el Señor no se preocupa por nosotros: ¿no veis aquí la astucia de la prudencia humana que nos engaña haciéndonos perder nuestra perfecta confianza? No hagamos a su divina Majestad esa ofensa; Dios no es como los hombres, que solamente se preocupan de lo que para ellos tiene utilidad. Un alma fiel dirá: la fe me enseña que el Señor sostiene y acoge a los que en Él confían. Por tanto, a Él quiero confiarme y abandonarme».

Nos enseña a purificar nuestra intención a fin de sobrenaturalizar lo que la prudencia humana nos había sugerido:«Cuando la prudencia humana se entromete en nuestros planes, es difícil hacerla callar porque es maravillosamente inoportuna y se mezcla violenta e insolentemente en nuestros asuntos, muy a pesar nuestro.¿Qué hacer en estos casos para purificar la intención? Estudiemos nuestro deseo para ver si es legítimo, justo y piadoso; y si lo es, pensemos y propongámonos cumplirlo, no ya para obedecer a la prudencia humana, sino para cumplir con él la voluntad de Dios… No lo haréis ya por prudencia humana, aunque haya sido ella la que ha excitado la voluntad, sino porque habréis visto que era agradable a Dios. Así la voluntad divina se infunde en la humana y la corrige».

El obispo desconfía siempre de la prudencia humana cuando se trata de discernir sobre las cosas de la gracia:

«Estoy totalmente de acuerdo con vuestro parecer y el de nuestro buen Padre Binet en lo referente a la Hna. María Radegunda. Una joven podrá ser de tan mal natural como se quiera,pero, si obra, aunque sea en sus fallos, según la gracia y no según la naturaleza, es digna de ser acogida con amor y respeto, como templo del Espíritu Santo. Lobo por naturaleza, pero oveja por la gracia. ¡Oh, querida Madre!, temo mucho a la prudencia natural en el discernimiento de las cosas de la gracia, y si la prudencia de la serpiente no está impregnada de la sencillez de la paloma, del Espíritu Santo, es totalmente venenosa».

Su convicción era clara y su resolución firme: «He hecho grandes propósitos de descansar enteramente en Dios, de seguir tras su Providencia con toda serenidad y de no tener en cuenta la prudencia natural, sobre todo en cosas que dependen de la gracia del cielo, como las vocaciones de las Hermanas, las fundaciones de casas y la dirección de las mismas.Sed muy valiente, hija mía, Dios es nuestro Todo y sostiene el cordel que nos conduce por los laberintos y dificultades que la prudencia humana levanta en esta vida mortal; todo es para el bien de los que le aman»

Y es que cuanto más avanza, mejor ve la certeza de las máximas del Evangelio y más saborea el consuelo que ellas dan. Escribe así a la Madre de Chantal:

«¿Qué puedo deciros? Solamente, mi queridísima hija, que me parece que mi alma está un poco más sólidamente establecida en la esperanza que siempre ha tenido de poder gozar un día de los frutos de la muerte y resurrección de nuestro Señor, que desde la semana santa hasta ahora, me parece que no sólo me ha hecho ver con más claridad, sino con certeza y consolación espiritual que llegan a lo más profundo del alma, las verdades y máximas evangélicas, repito, más clara y suavemente que nunca. Y me admiro de que habiendo tenido siempre en tan gran estima las máximas y la doctrina de la Cruz, las haya descuidado en la práctica. ¡Oh, mi queridísima Madre!, si yo volviese a este mundo con mis actuales sentimientos, no creo que toda la prudencia de la carne y de los hijos del siglo pudieran debilitar la certidumbre que tengo de que esa prudencia es una verdadera quimera y una verdadera necedad».»

Por eso recomienda con energía a sus hijas espirituales:

«Guardaos de la prudencia humana, que para nuestro Señor es locura».»

Él se deja guiar por el espíritu del Evangelio y por eso quiere que la Visitación acoja a personas de constitución débil y de poca salud. Pero la prudencia humana ¿podrá comprender esta visión sobrenatural tan llena de caridad?:

«Sobre este punto que me escribís, de la recepción de jóvenes, existe el gran peligro de apoyarse demasiado en la prudencia humana, de basarse mucho en lo natural y poco en la gracia de Dios. Me cuesta trabajo impedir que se haga tanto caso de la constitución débil y los achaques corporales. Quisiéramos que no entraran al festín ni los tuertos, ni los cojos, ni los enfermos. En suma: que es muy difícil combatir en contra del espíritu humano y a favor de la debilidad y la caridad pura».3

«Recibid a las menos fuertes, creedme, mi queridísima Madre; la prudencia humana es enemiga de la bondad del Crucificado».

Esto causa un vivo dolor al obispo y se comprende el movimiento de impaciencia que por poco se le escapa ante esa constatación: « ¡Ay!, escribe a la Madre de Chantal, no es cierto que en absoluto me haya disgustado en la parte superior de mi alma por las observaciones que me habéis enviado sobre las constituciones; pero, en un primer momento, al ver lo de excluir a las enfermizas, que es cosa tan contraria a mi espíritu y a mis sentimientos, dije con una inconsiderada espontaneidad: quien deje que se imponga la prudencia natural echará a perder la caridad».»

En el corazón del obispo la prudencia humana jamás echa a perder la caridad. Tiene un gesto magnífico respecto a una pobre mujer a la que un monasterio, en el fervor de su reforma, se ha negado a recibir:«No quieren recibir a esta alma pecadora, aunque sinceramente arrepentida, en esta Religión reformada. Veo que todo el mundo rechaza a los pecadores, menos nuestro Señor; pero, a imitación suya, quiero que sea recibida en alguno de nuestros monasterios».

La imitación de nuestro Señor es la regla que guía constantemente a san Francisco de Sales. Está totalmente penetrado del espíritu de Jesús; vive del pensamiento de que la Sangre de Cristo nos ha merecido, además de la gloria de la vida cristiana, la felicidad eterna; y ahí es adonde quiere que elevemos nuestras miradas.

«Todo pasa, queridísima hija; después de los pocos días que nos quedan de esta vida mortal, vendrá la eternidad sin fin. Poco debe importarnos, pues, el tener comodidades o incomodidades aquí, con tal de que seamos felices toda la eternidad. Que esta eternidad santa que nos espera sea vuestro consuelo; y también el ser cristiana, hija de Jesucristo, regenerada con su Sangre, pues sólo en esto está nuestra gloria: en que el divino Salvador ha muerto por nosotros».»

«Continuad con el alma puesta en lo alto, sin mirar a este mundo más que para despreciarlo, ni al tiempo más que para aspirar a la eternidad».

Así aceptaremos cristianamente nuestras pruebas:

«Hija mía, caminamos hacia la eternidad, ya casi tenemos un pie en ella; con tal que esa eternidad sea feliz para nosotros, ¿qué importa que estos instantes transitorios nos sean penosos? ¿Cómo es posible que sabiendo que nuestras tribulaciones de tres o cuatro días producen eternos consuelos no queramos soportarlas? En fin, mi queridísima hija: lo que no es para la eternidad es tan sólo vanidad».»

¡Nuestra vida terrena no es sino un puente que nos permite pasar a la vida celestial!

«¡Oh, qué felices son los que no ponen su afecto en una vida tan engañosa e incierta como ésta! Y la miran solamente como una tabla para pasar a la vida celestial: en ésta es en la que debemos poner nuestras esperanzas y nuestras aspiraciones».»‘

Debemos vivir y debemos amar con vistas a la eternidad:

«Queridísima hija, cuanto más avanzo en esta vida perecedera, más despreciable la encuentro; y cada vez más amable la santa eternidad a la que aspiramos y que es la única razón de que nos amemos. Vivamos solamente para esa vida, mi queridísima hija, pues sólo ella merece el nombre de vida y en su comparación la vida de los grandes de este mundo es una miserable muerte».

Esta visión de fe, tan consoladora, debe ser en nosotros lo suficientemente viva como para hacernos amable la muerte de nuestros amigos. «Mirad: la muerte de nuestros amigos es ciertamente amable porque mediante de ella van a poblar el cielo y aumentar la gloria de nuestro Rey. Un día, que Dios sabe, iremos con ellos; mientras tanto, aprendamos con afán el cántico del santo amor para poderlo cantar más perfectamente en esa sagrada eternidad».

El obispo se ejercita en cantar el «cántico del amor», cuya expresión más perfecta es la del abandono filial a la voluntad divina y anima a las almas que le son más queridas a hacer lo mismo. ¿No es éste el medio más seguro para arribar a buen puerto?

«¡Oh, Madre mía, qué alegría para un alma entregada a Dios caminar con los ojos cerrados, guiada por la soberana Providencia! Porque sus razones y sus juicios son impenetrables, pero siempre dulces, suaves, útiles para quienes se confían a ella. No queramos sino lo que Dios quiere. Dejémosle conducir nuestra alma, que es su barca, y Él la guiará a buen puerto».

Y san Francisco de Sales no sabe cómo expresar el gozo que inunda su alma, colmada por los dones del Espíritu Santo y desbordante de amor. «Si supierais cómo trata Dios a mi corazón, le agradeceríais su bondad y le suplicaríais que me diera el don de consejo y fortaleza para llevar bien a cabo las inspiraciones de sabiduría y de entendimiento que me da. Mi corazón está, sobre todo, lleno de un infinito deseo de ser sacrificado para siempre al puro y santo amor de mi Salvador».

Entregarse a Dios en un total abandono: paz y santa indiferencia

Cuando una persona está animada de tales sentimientos, las contradicciones la dejan con paz y los diversos acontecimientos en una santa indiferencia. La paz es el fruto del abandono filial a nuestro Padre de los cielos.

A una de sus dirigidas que se inquietaba por las calumnias que le habían levantado, le escribe san Francisco de Sales:

«Esas nieblas no son tan densas que no las pueda disipar el sol. Y Dios, que os ha coriducido hasta ahora, os tendrá de su santa mano; pero tenéis que arrojaros con total abandono en los brazos de su Providencia, pues éste es el momento oportuno para ello. Confiarse a Dios en medio de la paz y la dulzura de la prosperidad, casi todos saben hacerlo, pero entregarse a Él en las borrascas y tempestades es lo propio de sus hijos; quiero decir, entregarse a Él con total abandono».

Este confiado abandono en la divina Providencia es el que no cesaba de recomendar a la Madre de Monthoux, superiora de la Visitación de Nevers, entre «las borrascas y tempestades» que sacudían a esa reciente fundación. Es una historia curiosa:

Las carmelitas se habían establecido en Nevers el 8 de diciembre de 1619. Y «entre sus amigos se despertó algo así como una pequeña envidia contra las Hijas de la Visitación». No les ahorraron ni las burlas ni las críticas; y llegaron incluso a las calumnias.Con un magnífico espíritu de fe, san Francisco de Sales escribe a la superiora:

«Alabo a Dios, mi queridísima hija, porque esta pobre y pequeña Congregación de siervas de la divina Majestad está siendo calumniada. ¡Ay!, lamento los pecados de los calumniadores, pero la ofensa recibida es una de las mejores señales de la aprobación del cielo, pues ¡de cuántas maneras quiso ser calumniado nuestro Salvador para que nosotros entendiéramos este secreto! ¡Oh, qué bienaventurados son los que padecen persecución por la justicia!».

Y la anima a «ajustar» su voluntad «a esa resignación e indiferencia que tanto amamos y alabamos». Él sabe «que, a veces, los siervos y siervas de Dios tienen tentaciones humanas» . Sin embargo, se asombra de «los efectos de la prudencia humana», tan «opuesta a ese dulce reposo que los hijos de Dios deben tener en la Providencia celestial».

«Se diría que el establecimiento de las casas religiosas y la vocación de las almas se hace por los artificios de la prudencia natural. Ciertamente creo que, en cuanto a las paredes y al techo, la industria puede ser natural; pero, la vocación, la unión de las almas que han sido llamadas, su multiplicación… o es cosa sobrenatural, o no vale nada en absoluto».

Por tanto, hay que permanecer en paz, alegrarse de ver cómo se abren las flores con la bendición divina, sea en el jardín que sea, y ponerse en manos de Dios.

«Pero, queridísima hija, hay que permanecer en paz, en suavidad, en humildad, en amor no fingido, sin quejarse, sin abrir los labios. ¡Oh!, si tenemos un espíritu de entera dependencia en el cuidado paternal que Dios tiene hacia nuestra Congregación, veremos con gusto multiplicarse las flores de otros jardines y bendeciremos a Dios como si fuese en el nuestro. ¿Qué puede importarle a un alma, verdadera amante del Esposo celestial, que sea servido de una forma o de otra? Quien no busca sino el beneplácito de su Ama-do, goza con todo lo que a Él le hace gozar. Creedme, el bien que es verdadero no teme disminuir por el aumento de otro bien verdadero». ¡Qué hermosas palabras! Y ¡cómo nos elevan por encima de la mezquina envidia, tan corriente en esta pobre humanidad! ¡Qué nobleza revelan en ese gran corazón, todo penetrado del más puro amor! Y ¡qué abandono en Dios…!

«Sirvamos bien a Dios y no digamos: ¿qué comeremos?, ¿qué beberemos?; ¿de dónde vendrán las Hermanas? Ese cuidado es cosa del Dueño de la casa y la Señora se ocupará de amueblarla; nuestras Casas son de Dios y de su Santísima Madre».

Siempre indulgente y atento hacia sus religiosas, da muestras de generosa humildad: «Disimulemos con amor todas esas pequeñas mañas humanas, mi queridísima hija; inculcad todo lo que podáis a nuestras queridas Hermanas, a quienes saludo con toda el alma, el espíritu de una verdadera y muy humilde generosidad».

Sin embargo, la malevolencia no se apacigua. Se sigue despreciando a esa pobre Congregación, recién nacida, y que al contrario de las grandes órdenes religiosas, no tiene ni clausura ni votos solemnes (sic).» Y el noviciado de la Visitación continúa vacío. San Francisco de Sales anima así a sus hijas:

«Si esas buenas gentes desprecian nuestro instituto porque les parece menor que el suyo, están obrando en contra de la caridad, según la cual los fuertes no desprecian a los débiles, ni los grandes a los pequeños. Ciertamente, son más importantes que vosotras; pero, ¿acaso los serafines desprecian a los ángeles? Y en el cielo, donde está el modelo que debemos seguir, ¿los grandes santos desprecian a los menores? En última instancia, el que más ame será el más amado y el que haya amado más será más glorificado. Amad mucho a Dios y, por su amor, a todas las criaturas, sobre todo a las que os desprecien, y no os entristezcáis por ello» ¿Por qué se iban a apenar las Hermanas? Les basta con permanecer humildes y confiadas en Dios.«Ejercitaos en la humildad, en la debilidad; dejad que digan y hagan. Si Dios no edifica la casa, en vano trabajarán los que la construyen; y si Dios la edifica, en vano trabajarán los que quieran derruirla. Dios sabe cuándo y con qué almas poblará ese monasterio».

Él mismo conservaba siempre en todas sus dificultades una total confianza en la Providencia.

«El monasterio de Nevers irá bien una vez que se apacigüen todas esas borrascas. No hay que preocuparse de si éstas o aquéllas entrarán en él. Dios, que ha plantado este arbusto, sabe bien cuáles son los pájaros que cantarán en él sus alabanzas».

La santa indiferencia, que es, por tanto, la disposición habitual del alma así abandonada, supone, en el renunciamiento y olvido de sí misma, una generosidad que puede llegar hasta el heroísmo.

«Queréis una cruz, pero queréis elegirla vos misma; que sea corriente, material y de esta manera o de la otra. ¿Qué es eso, hija mía? No, no. Yo deseo que vuestra cruz y la mía sean enteramente la Cruz de Jesucristo, en cuanto a su imposición y elección. Dios sabe lo que hace y por qué lo hace; sin duda, para nuestro bien… Y cuanto más de Dios sea una Cruz más la debemos amar».»

La perfección de la sencillez nos hace adherirnos de tal manera a la voluntad de Dios que ya no deja sitio a los deseos personales.

«No digo que no me apene que tengáis fiebre, confiaba el obispo a la Sra. de Chantal, pero no os preocupéis de mi pena, pues ya me conocéis: yo sé sufrir sin sufrir todo lo que Dios disponga de vos o de mí. No hay que replicar ni acobardarse. Confieso delante del cielo y de los ángeles que os quiero como a mí mismo, pero esto no me impide la firme decisión de aceptar plenamente la voluntad divina. Nosotros queremos servir a Dios en este mundo, en cualquier parte y con todo lo que somos. Si Él juzga mejor que estemos en este mundo o en el otro, vos o yo, o ambos, que se cumpla su santa voluntad».

Debemos descansar en la divina Providencia con gusto, con una confiada serenidad.

«Dilatad vuestro corazón, hacedle descansar a menudo en los brazos de la divina Providencia. Todo lo que nos sucede, menos el pecado, nos viene, sin duda, de la voluntad de Dios. Pero esta misma voluntad, que nos envía las enfermedades espirituales o corporales, quiere que también nos sirvamos de los remedios que ella nos da y que estemos dispuestos a recibir la curación o la continuación del mal, como a Él mejor le plazca. Debéis adorar con frecuencia a la Providencia divina y en toda ocasión poneros en sus manos».»

La razón es muy sencilla: ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos de Dios.

«¡Dios mío!, mi queridísima hija, debemos poner nuestra vida y cuanto somos a la total disposición de la divina Providencia; puesto que ya no nos pertenecemos, sino que somos de Aquél que para hacernos suyos ha querido, de forma tan amorosa, ser del todo nuestro».

Llegados a este grado de sencillez en el que nuestra voluntad está plenamente adherida a la divina, nos pareceremos a la estatua cuyo «razonamiento» nos hace oír san Francisco de Sales:

«Si una estatua colocada en un nicho en medio de una sala, pudiese hablar y se le preguntase: ¿por qué estas aquí? Respondería: porque mi dueño me ha puesto aquí. Y ¿por qué no te mueves? Porque él quiere que esté aquí, inmóvil. Y¿para qué sirves? ¿Qué provecho sacas de estar así? No estoy aquí para utilidad mía sino para servir y obedecer la voluntad de mi dueño. Pero, ¡si ni siquiera lo puedes ver! No, pero él me ve y se goza de que yo esté donde él me ha colocado. Y ¿no querrías tener movimiento, para poder acercarte a él? No, a no ser que él me lo mande. Entonces, ¿no deseas nada? No, porque estoy donde mi dueño me ha puesto, y sus deseos son el único contento de mi ser».»

Esta actitud de perfecta sencillez la resumía el Santo en una fórmula que le gustaba repetir a sus Hijas de la Visitación:

«Yo digo que no hay que pedir nada ni rehusar nada, sino abandonarse en los brazos de la divina Providencia, sin distraerse en otros deseos sino en el de querer lo que Dios quiere para nosotros… Toda la perfección consiste en la práctica de este punto».

A una joven superiora que solicitaba su consejo para ejercer bien su cargo, le escribía: «No pidáis nada, no rehuséis nada en la vida religiosa; ésa es la santa indiferencia, que os mantendrá en la paz de vuestro Esposo eterno y es el único consejo que deseo practiquen todas nuestras Hermanas».

Esa fue en efecto su suprema recomendación y como el último adiós a sus Hijas de la Visitación

de Lyon, «en el día de san Esteban por la tarde, antevíspera de su bienaventurada muerte». «¿Me preguntáis lo que yo deseo dejaros grabado en el corazón, para así ponerlo en práctica? ¿Qué os diré, mis queridísimas hijas? Os repito esas dos queridas palabras, que tantas veces os he recomendado: Nada pedir, nada rehusar. En esas dos palabras está dicho todo, pues es un consejo que encierra en sí la práctica de la perfecta indiferencia».

E inspirándose en el misterio de la Natividad del Señor, que se había celebrado la víspera, continúa:

«Mirad al pobrecito Jesús en el pesebre y ved cómo recibe la pobreza, la desnudez, la compañía de animales, las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre permite que le suceda. Nada se ha escrito de que extendiera sus manos buscando el pecho de su Madre, se abandonaba del todo a su cuidado y solicitud; tampoco rechazaba los pequeños alivios que Ella le daba. Aceptaba los servicios de san José, la adoración de los Magos y de los pastores, y todo con la misma indiferencia. Tampoco nosotros debemos desear ni rehusar nada sino sufrir y recibir igualmente todo lo que la Providencia de Dios permi-ta que nos suceda. Que Dios nos conceda esta gracia».

Se adivina fácilmente que la escalada que conduce hasta las serenas cimas del abandono es

dura. Que hace falta constancia para una renuncia generosa y a veces heroica, que nos lleve a despojarnos de nosotros mismos y nos reduzca a la sencillez que nos une íntimamente con Dios.

A una de sus dirigidas, cuyos ánimos tenía que sostener -y le decía que necesitaba «ánimo duradero»- san Francisco de Sales le escribía así:

«Lo mismo que los que caminan por la cuerda llevan en su mano la pértiga de contrapeso, para equilibrar su cuerpo en todos los movimientos que precisa ese ejercicio tan peligroso, debéis vos caminar firmemente asida a la Cruz de nuestro Señor entre los peligros en que las diversas situaciones y circunstancias os coloquen; de manera que todos vuestros movimientos estén equilibrados por el contrapeso de la única y simplicísima voluntad de Aquél al que habéis consagrado todo vuestro cuerpo y todo vuestro corazón».

Para avanzar por el camino del amor puro, debemos sostener con firmeza la Cruz de nuestro muy amado Salvador. Ella dará seguridad a nuestro caminar mediante el contrapeso de la única y amabilísima voluntad de Dios.

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