(Recopilación y engarce de textos por el canónigo F.Vidal)
(cap. 9)
DOCTRINA DE SAN FRANCISCO DE SALES
9. LA IRRADIACIÓN DE LA PAZ
El método “suave” de S.Francisco de Sales
Cómo conservar la tranquilidad de corazón
La paciencia y el espíritu de dulzura
Hacer la devoción amable para todos
Estad alegres
Cómo ser buen cristiano
9. LA IRRADIACIÓN DE LA PAZ
El método “suave” de S. Francisco de Sales
«El espíritu de paz, de tranquilidad, de suavidad y de igualdad, es el espíritu de Dios y de edificación que os deseo de todo corazón, para que permanezca siempre en vos».
En 1619 san Francisco de Sales dirigía las siguientes líneas a una joven viuda que vino de París, donde llevaba una vida muy mundana, para retirarse a la Visitación de Moulins:«Al despedirme, pensé deciros que había que suprimir perfumes y aderezos, pero me contuve, según mi método, que es suave, para dar lugar a que, poco a poco, los ejercicios espirituales, como suelen hacer, vayan moviendo a las almas que se consagran enteramente a su divina bondad. Porque soy, ciertamente, muy amigo de la sencillez, pero siempre dejo la podadera con la que se cortan los retoños inútiles en las manos de Dios. Él os irá impulsando, querida hija, para que dejéis esos polvos, esos papeles dorados… ¡Bendita sea siempre su misericordia!».
Se concibe fácilmente que tal director, atento a no apresurar la obra de la gracia en las almas y tan confiado en la acción del Espíritu Santo, nunca tenía una intervención indiscreta que turbase a quienes se habían puesto en sus manos; al contrario, con su método suave, dilataba su corazón y les comunicaba una dulce seguridad que profundizaba en ellos el beneficio de la paz divina.
Unos meses más tarde, a propósito de la joven viuda a la que habían acogido como bienhechora en Moulins, escribe a la M. de Chantal con divertida indulgencia:
«La señora du Tertre ejercita ahí su vanidad muy honorablemente, con su cuarto tapizado y su cama de seda; pero hay que tener un poco de paciencia; porque tengo esperanza de quc irá mejorando».Pidamos a san Francisco de Sales que nos enseñe a irradiar sobre los que nos rodean la dulzura y la paz. Nos exhortará a cultivar, con espíritu de suavidad, una virtud oscura y de mucho mérito, la paciencia, porque es la guardiana de la paz a nuestro alrededor, y, sobre todo, cuando la alegría la ilumina, se convierte en la piedra de toque de la verdadera santidad.
Cómo conservar la santa tranquilidad de corazón
Para comprender el valor que San Francisco de Sales da a la paz, nos basta con leer estas líneas, que escribió a una de sus dirigidas:
«Vuestra querida alma va bien, puesto que desea avanzar en el santo amor de nuestro Señor… y como el amor sólo habita en la paz, tened mucho cuidado de conservar la santa tranquilidad de corazón que tantas veces os he recomendado. ¡Qué felices somos, querida Hermana, de tener contratiempos, penas y sinsabores! Porque son los caminos del cielo, con tal de que se los consagremos a Dios».
Pero para avanzar por estos «caminos del cielo», nosotros, que estamos pegados a la tierra, tenemos que practicar ciertas «virtudes pequeñas», propias de nuestra pequeñez, pues, como dice el refrán, a vendedor pobre, cesto pequeño’. Estas son las virtudes que se practican más bien bajando que subiendo, y por eso se adaptan mejor a nuestras piernas: la paciencia, el aguantar al prójimo, el servicio, la humildad, la dulzura, la afabilidad, la tolerancia de nuestra imperfección».Observemos que en esta lista, la paciencia está colocada en primer lugar; y todas las «pequeñas virtudes» que la acompañan, la suponen y se apoyan en ella.Tenemos, pues, que ejercitarnos en ser pacientes para conservar la paz entre la multitud de nuestros quehaceres.
Es un continuo martirio el de la multitud de ocupaciones. Así como las moscas molestan a los que viajan en verano mucho más que el propio viaje, la diversidad y multitud de asuntos son más molestos que los mismos asuntos.
«Tenéis mucha necesidad de paciencia, y espero que Dios os la concederá si se la pedís con constancia y os esforzáis por practicarla fielmente, preparándoos cada mañana mediante un punto especial de vuestra meditación y tomando con empeño el recordar este consejo a lo largo del día, tantas veces como se os haya olvidado».
Y continúa:
«No perdáis la menor ocasión de ejercitar la dulzura con todos».
Y es que la dulzura de corazón tiene que impregnar nuestra paciencia. Ésa es una de las más urgentes recomendaciones de san Francisco de Sales:
«Hay que ser animoso y perseverante en dulzura y paciencia», escribe.
«Cuidad mucho la dulzura. No os digo que améis lo que debéis amar porque sé que lo hacéis. Pero sí os digo que seáis equilibrada, paciente y dulce. Y que reprimáis las salidas de tono de vuestro carácter, demasiado vivo y ardiente»
También hay que dominar el carácter, para conseguir, al precio de un largo esfuerzo, la dulzura serena y apacible.En forma indirecta se dirige san Francisco de Sales a la abadesa de Port-Royal, Angélica Ar-nauld, cuando escribe:
«Su prontitud natural es la causa de todos sus males, porque ella misma estimula su vivacidad y ésta estimula su prontitud. Decidle de mi parte que su mayor cuidado ha de ponerlo en ser sencilla, dulce y tranquila, y para ello debe hacer todos sus actos exteriores con más sosiego: su porte, su paso, sus ademanes, sus manos e incluso su lengua y sus palabras. Y que no le choque no conseguirlo en un instante. Para domesticar a un caballo y que aprenda el paso y admita la brida y la montura, hacen falta años».
San Francisco de Sales sonríe ante nuestra impaciencia por alcanzar la perfección después de haber leído libros que nos animan a ello.«La Introducción a la vida devota es una obra muy agradable y muy indicada para vos, queridísima hija. Lo que os perturba es que querríais ser de golpe como ella enseña. Sin embargo, la misma Introducción os dice que ajustar vuestra vida a esas enseñanzas no es cosa de un día sino de toda nuestra vida, y que no nos asombremos en absoluto de las imperfecciones en que caigamos mientras estemos empeñados en esta empresa. Hija mía, la devoción no es algo que se consigue a fuerza de brazos; claro que hay que poner mucho esfuerzo, pero lo más importante depende de nuestra confianza en Dios; hay que esforzarse sencillamente pero con cuidado».
Sí, la confianza en Dios será la que siempre sostenga y fecunde nuestro esfuerzo sosegado y paciente. Y el Santo se llena de gozo cuando encuentra un alma «enteramente dedicada al amor de Dios», y la anima a cultivar el espíritu de dulzura, de suavidad y de paz.
«Mucho me contenta saber que vuestra alma está totalmente dedicada al amor de Dios y que deseáis avanzar en él poco a poco con toda clase de santos ejercicios. Pero os recomiendo, sobre todo, el de la santa dulzura y suavidad en las ocasiones que tantas veces os presenta esta vida. Permaneced tranquila y serena con nuestro Señor en vuestro corazón».
Para esto, la multitud de molestias y dificultades nos es muy provechosa, porque nos ejercita en soportar todo dulcemente, bajo la mirada de Dios y por amor a Él.
«La multitud de molestias que os proporcionan los quehaceres de vuestra casa… os servirán muchísimo para hacer virtuosa vuestra alma, si os esforzáis por sobrellevar todo con espíritu de dulzura, paciencia y mansedumbre. Que vuestro corazón esté bien preparado para todo esto y pensad a menudo que Dios os está mirando con ojos de amor cuando os acosan las dificultades y preocupaciones, para ver si las lleváis según su beneplácito. Por tanto, aprovechad bien esas ocasiones, practicando su amor; y si alguna vez os impacientáis, no os desaniméis, sino volveos inmediatamente a la dulzura. Bendecid a los que os afligen y Dios os bendecirá, mi querida hija».
Y si la prueba parece demasiado pesada y nuestra paciencia se acaba, contemplemos a Cristo en los sufrimientos de su vida mortal y sentiremos una gran paz.
«La verdad es, queridísima hija, que nada nos puede dar una tranquilidad más profunda en este mundo que contemplar a nuestro Señor en todos los sufrimientos que padeció desde su nacimientó hasta su muerte; veremos en ellos tantos desprecios, calumnias, pobreza e indigencia, humillaciones, penas, tormentos, desnudez, injurias y toda clase de amarguras, que en su comparación comprenderemos que hacemos mal en llamar aflicciones, penas y contradicciones a las pequeñas contrariedades que nos salen al paso, y que no hay motivo para desear la paciencia por tan poca cosa, ya que para sobrellevar todo lo que nos pasa bastaría un poco de moderación».
La paciencia y el espíritu de dulzura en el claustro y en la familia
Si nos es tan necesario cultivar la paciencia en espíritu de suavidad, es sobre todo porque asegura a nuestro alrededor un clima de paz, tanto en el claustro como en la familia.Es evidente que en el claustro ha de reinar la paz para que sea posible la obra de Dios en las almas.El monasterio es como un «taller de perfeccionamiento» en el que el martillo del escultor, con sus repetidos golpes, va quitando todo lo que afea a la estatua -estatua viviente- y acentúa su semejanza con el modelo divino.
«¿Sabéis lo que es un monasterio? Es la escuela de la corrección exacta, donde cada alma tiene que aprender a dejarse corregir, limar y pulir, para que una vez lisa y suave, pueda adherirse más perfectamente a la voluntad de Dios. La señal más evidente de la perfección es querer ser corregido, pues el primer fruto de la humildad es hacernos conocer que tenemos necesidad de ella».
Muy bien. Pero el continuo esfuerzo hacia la perfección y la corrección que le alienta y estimula pueden causarnos cansancio, amargura y hastío y con ello amenazar la paz. Porque dejarse continuamente «corregir, limar y pulir» es muy duro; la naturaleza grita, y a veces, en el corazón arde la rebeldía.
¡Qué mano tan suave se requiere para amaestrar a las almas en la práctica de las virtudes! «¡Oh, hija mía!, -escribe san Francisco de Sales a la Hna. de Blonay, maestra de novicias de la visitación de Lyon-, Dios os ha hecho la gran misericordia de inclinar vuestro corazón a la afable tolerancia del prójimo y de derramar el bálsamo de la suavidad de corazón hacia los demás en el vino de vuestro celo… Era lo único que os faltaba, mi querida hija; vuestro celo era bueno, pero tenía el defecto de ser un poco amargo, un poco afanoso, inquieto, exigente. Ahora está purificado de todo eso y en adelante será dulce, benigno, afable, apacible, tolerante».»
Las novicias subirán con suavidad; con alegría, con paz, por los senderos a menudo difíciles de la perfección.Y es que guiar a las almas es un arte extremadamente delicado, ya que, como san Francisco de Sales hace notar, «el espíritu humano va buscando su comodidad y ama su propio juicio; por eso no es extraño que se reciban con disgusto las opiniones de otro, por santas que sean».
Y en otro lugar dice:
«El espíritu humano está hecho así, se irrita contra el rigor, pero la suavidad lo pliega a todo. La palabra amable amortigua la cólera, lo mismo que el agua apaga el fuego. No hay tierra tan ingrata que no dé fruto si se la trata con bondad».
El obispo de Ginebra aconseja con paciencia atenta y condescendiente a la Beauvilliers, abadesa de Montmartre, que le ha confiado su proyecto de reformar el monasterio. Y sobre ese proyecto le escribe:
«Creo que vuestro proyecto tiene la puerta abierta. Sólo os suplico, señora (y perdonad la llaneza y confianza con que os trato), que, como esta puerta es estrecha y difícil de cruzar, os toméis la molestia y la paciencia de conducir a vuestras Hermanas una tras otra por ella. Pues pretender que pasen todas juntas y de prisa, no me parece que se pueda conseguir. Unas no son tan rápidas como otras; hay que tener consideración con las de mayor edad, pues no pueden adaptarse tan fácilmente; ya no son ágiles, pues los nervios de su espíritu, igual que los de su cuerpo, ya están entumecidos.El cuidado que debéis poner en esta santa obra tiene que ser dulce, amable, compasivo, sencillo y bondadoso. Vuestra edad, y pienso que vuestra propia complexión, lo requieren. Porque el rigor no se aviene con los jóvenes. Creedme, señora, el mejor de los cuidados es el que más se parece al que Dios tiene con nosotros, que es un cuidado lleno de tranquilidad y de calma y que ni en su mayor actividad tiene la menor conmoción, y que, siendo uno solo, es complaciente y se hace todo para todos».
La Sra. Bourgeois tiene los mismos proyectos de reforma para su abadía de Puits d’ Orbe. El obispo la felicita, la anima y no te oculta la dificultad de la empresa, que exige, junto a una dulzura siempre amable y humilde, una perseverancia valiente. Admiremos la prudencia de sus consejos:
«En cuanto a la reforma de vuestra casa, mi querida hija, es preciso que tengáis un corazón grande y firme…Guardaos bien de dar ni poco ni mucho ninguna alarma de querer reformar porque eso haría que todos los espíritus quisquillosos se pusieran en guardia contra vos y se resistiesen. ¿Sabéis lo que tenéis que hacer? Que ellas mismas se reformen bajo vuestra dirección y que se adhieran a la obediencia y a la pobreza. ¿Pero cómo se lleva eso a cabo? Id poco a poco, dad tiempo al tiempo para ganaros esas jóvenes plantas que tenéis ahí, e inspirarles el espíritu de obediencia. Para ello, usad tres o cuatro recursos:
El primero será que con frecuencia les pidáis hacer cosas pequeñas, fáciles y sencillas, y esto delante de las demás; y luego se las alabáis moderadamente, enseñándolas a obedecer con palabras amables: como por ejemplo: mi querida hermana, o hija, y parecidas. Y antes de mandarles algo, preguntarles: si os rogase que hicieseis esto o lo otro, ¿lo haríais por amor a Dios?
El segundo es proporcionarles libros propios para ello…
El tercero, mandarles tan suave y amablemente que la obediencia se les haga agradable. Y una vez que han obedecido, añadid: que Dios os recompense esta obediencia. Y así manteneos muy humilde…
Cuando encontréis dificultades y contradicciones, no os enfrentéis, sorteadlas con la mayor destreza que podáis y ceded. Si con dulzura y con tiempo no todas se someten, tened paciencia y avanzad lo que podáis con las sumisas. No mostréis que queréis vencer; excusad a la una porque parece no encontrarse bien, a la otra por su edad y en lo posible no les digáis que han cometido una desobediencia…
El esfuerzo tiene que ser constante; los grandes proyectos no se llevan a cabo sino a fuerza de paciencia y de tiempo. Lo que en un día crece, al siguiente perece. Ánimo, pues, hija mía. Dios estará con nosotros».
No solamente eran las religiosas quienes solicitaban los consejos de san Francisco de Sales. Muchas señoras del mundo también acudían a él.
Una de ellas -muchas veces nombrada en estas páginas- es precisamente la hermana de la abadesa de Puits d’Orbe, la Sra. Brúlart, casada con el primer presidente del Parlamento de Borgoña. La Sra. Brúlart se irrita por la vulgaridad de su estado, cuyas servidumbres y sus humildes deberes no logra aceptar. De ahí su impaciencia, que pone en peligro la paz de su hogar. Francisco de Sales le escribe:
«Hija mía, me parece que no me expliqué bien en mi última carta sobre lo que esperaba de vos, con respecto a esas pequeñas, pero frecuentes, impaciencias que tenéis en vuestro hogar. Ahora os digo que pongáis especial cuidado en ser dulce y que, al levantaros por la mañana, al salir de la oración, al volver de la misa o de la comunión y siempre que os enfrentéis con las tareas domésticas, tenéis que estar atenta a emprenderlas con dulzura, vigilando incesantemente vuestro corazón, para ver si sigue tranquilo, y si no lo está, tranquilizarlo enseguida».
La Sra. Brúlart le hace caso, y su director la anima con delicadeza:
«¡Qué consuelo he tenido al saber que vuestro marido recibe cada vez más la dulzura y suavidad de vuestra compañía! Es una de las virtudes propias de las casadas y la única que san Pablo indica» .23
El obispo se imagina las renuncias que esto supone, y hasta se le escapa una exclamación llena de admiración ante semejante virtud.
«¡Ay, hija mía, qué agradables son para Dios las virtudes de una mujer casada! Porque, sin duda han de ser fuertes y excelentes para poder seguir en esa vocación».»
Y es que el estado de matrimonio es un continuo ejercicio de mortificación; no se lo oculta a una joven poco agraciada por la naturaleza y que parece ir inconscientemente hacia un porvenir penoso.
«Si el marido que os proponen es aceptable, hombre de bien y de carácter condescendiente, podéis aceptarlo. Digo condescendiente, porque esta corta estatura lo requiere así de su parte y por la vuestra que subsanéis ese defecto con una gran dulzura, un sincero amor y una humildad muy resignada. En una palabra: la verdadera perfección del espíritu cubre enteramente los defectos físicos…
El matrimonio es un estado que requiere más virtud y constancia que ningún otro; es un perpetuo ejercicio de mortificación, y para vos quizá lo será más de lo corriente. Tenéis, por tanto, que disponeros a ello con todo esmero para conseguir sacar de ese tomillo, que es planta de jugo amargo, la miel de un santo trato.Que el dulce Jesús sea para siempre vuestra dulzura y vuestra miel y haga así suave vuestra vocación».
A otra de sus dirigidas, a la que están empujando hacia el matrimonio, por el que no siente el menor atractivo, le declara:
«Las almas que no tienen clara vocación al matrimonio, por felices que sean en él, encuentran tantísimas ocasiones de ejercitar la paciencia y la mortificación que a duras penas soportan tan pesada carga. ¿Cómo os arreglaríais vos yendo a él de tan mala gana? En otros casos he comprobado que las cargas se van aligerando poco a poco, pero tratándose del matrimonio nunca lo he visto».
Y, ¿qué decir si además el matrimonio ha de vivir con los padres? Entonces sí que la paciencia y la dulzura son necesarias para conservar la paz.
«Comprendo muy bien, hija mía, que es difícil llevar una casa en la que también viven los padres, porque nunca he visto que ellos, sobre todo las madres, dejen enteramente las riendas a sus hijas, aunque a veces sería conveniente. Os aconsejo que hagáis con la mayor dulzura y prudencia posibles lo que se os encargue, sin romper nunca la paz con los padres; es mucho mejor que las cosas vayan menos bien con tal de que esas personas a las que tanto debemos estén contentas. Además, si no me equivoco, vuestro modo de ser no es discutidor. Vale más la paz que una fortuna. Lo que comprendáis que podéis hacer con cariño, debéis procurarlo; lo que sea ocasión de disputas, se debe evitar cuando se trata de personas tan dignas de respeto.
No dudo que sentiréis muchas repugnancias y rechazos en vuestro espíritu; pero, querida hija, serán otras tantas ocasiones de ejercitar la verdadera virtud de la dulzura. Porque hemos de hacer bien, santa y amorosamente lo que debemos a cada uno, aunque sea sin el menor gusto».
En todo caso, para mantener la paz en el matrimonio, hay que procurar soportarse mutuamente. Y para que esto sea más fácil, tratar de tener siempre un carácter igual.
«Una de las más censurables condiciones de las criaturas es ser inmortificadas, es decir, estar sujetas a diferentes humores: unas veces, triste y melancólico otras colérico, otras sonriente, otras serio, otras exigente. Y, al revés, es una inestimable perfección tener un carácter dulce, igual, que pone buena cara a cualquier hora y en cualquier momento. Ciertamente, aunque es casi imposible conservar siempre ese equilibrio en medio de las dificultades de esta vida mortal, tenemos al menos que procurar adquirir ese bien inestimable de la igualdad y, cuando uno nota que empieza a intranquilizarse, es preciso, ante todo, cambiar de humor haciendo lo contrario, humillándonos ante el Espíritu Santo, pidiéndole su auxilio e impidiendo, al menos, que durante ese mal momento se nos escape la pasión por la lengua o por los ataques exteriores».
Es fácil de adivinar que conservar la igualdad de humor es costoso y no se consigue de golpe.
«Tratad, querida hija, de mantener vuestro corazón en paz mediante la igualdad de humor. No digo mantenedlo en paz, sino intentadlo; que ésa sea vuestra principal preocupación, y evitad las ocasiones en las que la turbación os impida controlar inmediatamente la variedad de vuestros estados de ánimo» .
También hay que evitar estarse quejando, y si nos asalta un movimiento de impaciencia, tan pronto como nos demos cuenta, volver a la paz y dulzura.
«Cuidad de no dejaros llevar por las lamentaciones, obligad a vuestro corazón a sufrir con tranquilidad. Y si os asalta la impaciencia, en cuanto os deis cuenta, volved a la paz y a la dulzura».
Como no somos ángeles y tenemos mucho genio y muchos nervios, siempre hay el peligro de que estallen. Debemos, por ello, observar fielmente el consejo que el prudente director da a los esposos de que nunca se encolericen los dos al mismo tiempo. Su hogar será así el templo de la paz, en el que habite el Espíritu Santo.
«Es muy necesario que tengáis tanta paciencia el uno con el otro, que nunca os encolericéis los dos a la vez y de repente, para evitar disensiones y peleas. Las abejas huyen de los lugares donde hay eco, ruidos o gritos; el Espíritu Santo no entra en una casa donde hay discusiones, reprensiones, gritos y altercados».
El capítulo de la Introducción a la vida devota donde se hacen estas reflexiones, contiene útiles consejos para los casados- que les convendría leer de nuevo, como invita san Francisco de Sales:
«Os ruego que veáis lo que digo en la Introducción a la vida devota sobre la dulzura y la suavidad, que tanto hay que cuidar en el matrimonio».
Hacer la devoción amable para todos
Las faltas contra la «dulzura y suavidad que tanto hay que cuidar en el matrimonio» a veces provienen de la práctica indiscreta de una piedad mal entendida.
Desde Grenoble, donde estaba predicando la cuaresma en 1617, Francisco de Sales escribe a la Sra. de Chantal:
«Nunca he visto una gente más dócil que ésta de aquí, ni más inclinada a la piedad; sobre todo las señoras, porque aquí, como en todas partes, los hombres dejan a las mujeres el cuidado del hogar y de la devoción».
Es muy corriente que las mujeres prefieran las dulzuras de la devoción a las fastidiosas tareas domésticas. Ése era precisamente el caso de la Sra. Brúlart. San Francisco de Sales le dice que debe evitar con cuidado que los ejercicios externos de caridad a los que es bueno darse, no sean nunca ocasión de contrariedad para su familia, en la que su devoción debe tener un rostro amable y atractivo.
«Os aconsejo que os toméis alguna vez la molestia de visitar los hospitales, consolar a los enfermos, escuchar sus males, compadeciéndolos y rezar por ellos al socorrerlos. Pero en todo esto tened mucho cuidado de no molestar ni a vuestro marido, ni a vuestros criados, ni a vuestros padres, por vuestra excesiva permanencia en las iglesias, vuestros retiros demasiado largos y el abandono del cuidado de vuestro hogar; ni se sientan molestos porque critiquéis las acciones de los demás o mostréis demasiado desdén de las conversaciones en las que no se observan exactamente las reglas de la devoción. Porque en todo eso es preciso que la caridad domine y nos ilumine para ser condescendientes con la voluntad del prójimo en todo aquello que no sea contrario a los mandamientos de Dios».Y prosigue el obispo:
«No solamente tenéis que ser devota y amar la devoción, también tenéis que hacerla amable a los demás. Y lo conseguiréis si la hacéis útil y agradable. Los enfermos que consoléis caritativamente se aficionarán a la devoción; lo mismo vuestra familia, si ve que estáis más atenta a sus necesidades, que sois más dulce en las diversas situaciones de la vida diaria, más amable cuando reprendéis y así en todo. Vuestro marido hará lo mismo, si observa que a medida que se acrecienta vuestra devoción sois más cordial con él y más cariñosa. Vuestros padres y amigos, si ven en vos más franqueza, más aguante, más condescendencia con lo que ellos quieren, que no será contrario a lo que quiere Dios. En resumidas cuentas, es muy importante hacer que nuestra devoción sea atractiva».
Lograr que la devoción sea atractiva es de las cosas más importantes para el corazón del obispo de Ginebra, y continuamente se lo recuerda a esta alma de buena voluntad:
«Recordad lo que tantas veces os he dicho: haced honor a nuestra devoción; hacedla muy amable a todos los que os conocen, sobre todo a vuestra propia familia; debéis conseguir que todos hablen bien de ella». 6
Para lograr eso, ella (la Sra. Brúlart), no vacilará en aceptar sacrificios que le parecen duros, como por ejemplo privarse alguna vez de la comunión o dejar un confesor al que aprecia.
«Cuando podáis comulgar sin molestar a vuestros dos superiores, hacedlo siguiendo el parecer de vuestros confesores; pero, si tenéis temor de molestarles, contentaos con una comunión espiritual; y creedme, esa mortificación, esa privación de Dios le agradará mucho a Él y os lo pondrá muy dentro del corazón».
«Puesto que a vuestro marido no le gusta que acudáis a N, no os empeñéis en ir; como no tenéis gran cosa que consultar, cualquier confesor os valdrá, por ejemplo el mismo de vuestra parroquia, el señor N, y, si se presenta la ocasión, id al de las buenas carmelitas».
Por encima de todo tiene que cuidar de no irritar a su marido queriéndole llevar, por un celo indiscreto, a mayor devoción.No cabe duda de que el matrimonio ideal, el que vive en una maravillosa atmósfera de paz, es el que describe el obispo en su Introducción:
«No hay unión mayor ni más fructuosa entre el marido y la mujer que la que se hace con la santa devoción, a la cual se deben estimular recíprocamente. Hay frutas, como el membrillo, que por la aspereza de su zumo no son agradables sino en confitura; hay otras que, por su blandura y delicadeza, no se pueden guardar sino confitadas, como son las cerezas y albaricoques. Así, las mujeres deben desear que sus maridos estén endulzados con la devoción, porque sin ella, el hombre es un animal de carácter severo y áspero y de modales duros. Y los maridos deben desear que sus mujeres sean devotas, porque la mujer sin devoción, es sumamente frágil y está expuesta a caer o mancillar su virtud».
Aunque alaba el deseo de su dirigida de ver a los suyos muy avanzados en el servicio a Dios, le pide que modere su ardor, porque si el deseo no se pone en práctica con dulzura y suavidad, será perjudicial para ella y contraproducente para aquellos a quienes querría ayudar.
«En cuanto al deseo que tenéis de ver a los vuestros muy avanzados en el servicio de Dios y en el deseo de la perfección cristiana, lo alabo enteramente y, como me pedís, añadiré a las vuestras mis pobres oraciones y súplicas a Dios. Pero, señora, tengo que deciros la verdad: siempre temo que estos deseos que no son esenciales para nuestra salvación y perfección vayan mezclados con alguna sugerencia de nuestro amor propio y de nuestra propia voluntad; por ejemplo, que pensando demasiado en esos deseos que no son necesarios, no nos quede sitio en el alma para otros pensamientos que nos son más imprescindibles y útiles, como la propia humildad, la resignación, la dulzura de corazón, etc. O bien, que pongamos tanto ardor en esos deseos que nos causen inquietud y agitación; o, por fin, que no los sometamos tan perfectamente a la voluntad de Dios como sería conveniente.
Mucho temo eso en tales deseos; por eso os suplico que cuidéis de no caer en ese inconveniente, sino que sigáis ese santo deseo con dulzura y suavidad, sin importunar a aquellos a quienes deseáis llevar a la perfección, sin decírselo siquiera; porque, creedme, si se dieran cuenta, el asunto se retrasaría en lugar de ir hacia adelante. Por tanto, con el ejemplo y con la palabra hay que sembrar en ellos sencillamente todo lo que pueda inducirlos a vuestro deseo, y sin que parezca que queréis instruirlos o ganároslos, hacer nacer poco a poco santas inspiraciones y pensamientos en su alma. Así ganaréis mucho más que de cualquier otra forma, sobre todo si a ello añadís la oración».
El obispo insiste para que ella ceda con humilde deferencia a la voluntad seguramente tiránica, de su padre y de su marido, a los que, sin duda ha exasperado con su celo impaciente:
«¡Ay, Dios mío, qué padre y qué marido tenéis! Ya veis, están un poco celosos de su mando y dominio, pues los creen violados en cuanto se hace algo sin su autorización y mandato. ¡Qué le vamos a hacer! Permitámosles ese pequeño rasgo tan humano. Quieren ser los amos. ¿No es eso? Tienen razón respecto a la asistencia que les debéis. Pero estos buenos señores no se dan cuenta de que para el bien del alma hay que creer a los directores y médicos espirituales y, salvados los derechos que tienen sobre vos, tenéis que procurar vuestro bien interior por los medios que juzguen convenientes quienes están puestos para guiar las almas. No obstante esto, hay que condescender mucho, soportar sus pequeñas manías y ceder cuanto se pueda sin quebrantar nuestros buenos propósitos. Amoldarse así será muy del agrado de nuestro Señor. Ya os lo he dicho otras veces: cuanto menos vivamos según nuestro gusto y cuanto menos de propia elección haya en nuestros actos, más habrá de bondad y de sólida devoción. Hay veces que es preciso dejar a nuestro Señor para dar gusto a los demás por amor a Él.Y no, no puedo contenerme, querida hija, y dejar de deciros lo que pienso; sé que os parecerá bien todo lo que proviene de mi sinceridad.Acaso hayáis dado vos misma motivo a que ese bondadoso padre y ese bondadoso marido se mezclen en las cosas de vuestra devoción y se irriten. ¿Quién sabe? A lo mejor os habéis precipitado y afanado excesivamente y habéis querido obligarlos también a ellos, agobiándolos. Si es así, sin duda ésa es la causa de que ellos ahora cada uno tire de su lado. Hay que intentar en lo posible que nuestra devoción no resulte molesta».
La devoción molesta nunca fue del gusto de san Francisco de Sales:
«Ya os lo he dicho, y ahora os lo escribo, señora: no quiero una devoción extravagante, perturbadora, melancólica, molesta, sino una piedad dulce, suave, pacífica, agradable; en una palabra, una piedad totalmente franca, que se haga amar ante todo por Dios y después por los hombres… Fijaos bien y no olvidéis lo que os he dicho: ofreced y entregad en todo momento vuestro corazón a Dios, suspirad por Él, haced agradable vuestra devoción sobre todo a vuestro marido, y vivid alegre en vuestro estado de vida».
Admiremos este último inciso. Precisamente porque ama el estado de vida que ha abrazado, la esposa, como abeja vigilante, va fabricando cuidadosamente la miel de la devoción al mismo tiempo que la cera de sus quehaceres domésticos. Agrada así a Dios, contenta santamente a su marido e irradia a su alrededor la dulzura de la paz, tan esencial a la dicha en el hogar.
«Vivid en paz, queridísima hija, marchad fielmente por el camino en que Dios os ha puesto; cuidad de dar santamente gusto a aquél con quien Dios os ha asociado y, cual abejita, fabricad la miel de la sagrada devoción y también, haced la cera de vuestras tareas domésticas; porque, si la primera es muy del gusto de nuestro Señor, que en el mundo comía manteca y miel, la otra es también en honor suyo, ya que sirve_ para hacer los cirios encendidos de la edificación del prójimo».
Estad alegres
Esta paz se ilumina por el gozo. Caminar siempre alegremente, ser santamente gozoso, conservar el corazón en paz, todo eso es lo que pide san Francisco de Sales a sus hijas espirituales:
«Aquí estoy escribiéndoos y no sé qué deciros sino que vayáis con alegría por el celestial camino en que Dios os ha puesto… Estad gozosa en el Señor, mi querida hija, y conservad en paz vuestro corazón».
«Permaneced toda en Dios, queridísima hija, vivid santamente gozosa, dulce y apacible». «Vivid generosa y noblemente gozosa en Aquél que es nuestra única alegría».«Vivid alegre, toda llena de Dios y de su santo amor».
Porque Dios nos quiere alegres.
«Vivid gozosa y sed generosa; Dios, a quien amamos y a quien estamos consagrados, nos quiere así».
El obispo de Ginebra desea también el gozo a la Madre de Chantal, a la que está estrechamente unido, en Cristo:
«¡Oh, mi queridísima Madre!, ¡vivid muy alegre, muy animosa, muy dulce, muy unida al Salvador, y que la divina bondad se digne bendecir la santa unidad que ha creado en nosotros y la santifique cada vez más!».
«Madre mía, vivid muy alegre ante Dios y bendecidle conmigo por los siglos de los siglos».
‘ Y, tras enumerar muchas otras buenas cualidades, como realzándolas todas, anota con evidente satisfacción el ánimo maravillosamente alegre y gozoso de una priora carmelita que le ha edificado:
«En Tours estuve con las madres carmelitas y les hice una exhortación; quedé muy edificado de ver a la superiora, que es hija de la difunta Sra. Acarie, porque es un alma de gran virtud y de un espíritu maravillosamente amable y abierto, gozoso y alegre».
Nada tiene de extraño, pues Dios es el Dios de la alegría.
«Mucho me consuela ver cómo estimáis el gran don de servir a Dios, pues es la señal de que lo abrazaréis fuertemente. Igual me sucede con el contento que dais a los vuestros y con la alegría en que vivís; porque Dios es el Dios de la alegría. Continuad así y perseverad, porque la corona es para los que perseveran».
Pero, ¡cómo no vamos a perseverar en la alegría teniendo la certeza de que Dios nos ama y nos dará la gracia de responder a su amor!
«Vivid alegre, querida hija; Dios os ama y os dará la gracia de que le améis; es la suprema dicha del alma en esta vida y en la eterna».
¡Qué dicha y qué gloria para nosotros, pobres criaturas, tener que amarle y servirle!
«¿No es una felicidad saber que tenemos que amar a Dios y que todo nuestro bien está en servirle, toda nuestra gloria en honrarle? ¡Oh, qué gránde es su bondad para con nosotros!».
«Vivid gozosa en el divino Jesús, Rey de ángeles y de hombres».
¡Qué gracia la de habernos entregado a Dios y querer ser enteramente suyos!
«Vivid gozosa en el Salvador, a cuyo servicio tenemos la dicha de habernos consagrado sin reserva alguna».
«Quedad con Dios, señora; vivid alegre, pues estáis consagrada a la alegría inmortal, que es Dios mismo. Ojalá quiera vivir y reinar por siempre en nuestros corazones».
«Vivid alegre, señora y querida sobrina, pues deseáis ser toda de su divina Majestad».
«Que su bondad os conserve, hija mía; pero sed constante, valiente, y gozaos de que Él os haya dado la voluntad de ser toda suya».
Dios es enteramente nuestro, y algún día nosotros seremos perfectamente suyos. Este pensamiento es para el obispo dulzura y fuerza.
«Estoy lleno de esperanza de que Dios, por su bondad, hará que seamos totalmente suyos; esto me colma de gozo y de valor; ¿no es Dios totalmente nuestro?
Y se asombra de que, siendo de Dios, podamos caer en la tristeza. Las siguientes líneas se las remite a una señora del mundo:
«No entiendo cómo dejáis entrar esa enorme tristeza en vuestro corazón siendo hija de Dios, cuando vivís desde hace mucho en el seno de su misericordia y estáis consagrada a su amor. Vos misma os debéis consolar, despreciando todo pensamiento triste y melancólico; nos lo pone ,e1 enemigo con la única intención de cansarnos y molestarnos».
Pide a una religiosa que cultive el espíritu de gozo, que es tan conveniente para la verdadera devoción, y le explica cómo vencer el espíritu de tristeza:
«Despertad frecuentemente en vos el espíritu de alegría y suavidad, y estad segura de que ése es el verdadero espíritu de devoción, y, si a veces os veis atacada por el espíritu contrario, el de
tristeza y amargura, elevad con todas vuestras fuerzas el corazón a Dios, encomendándoselo a Él, y enseguida distraeos con ejercicios contrarios, como tener una conversación santa, pero a la vez alegre. Salid a pasear, leed un libro de los que más os gusten y, como recomienda el Apóstol, cantad una canción devota. Haced esto a menudo, pues, además de que os sirve de entretenimiento, estáis sirviendo a Dios. Si empleáis estos medios, cerraréis el paso a toda amargura y melancolía espiritual».
No quiere que la severidad de ciertas lecturas altere nuestra alegría. Así se lo advierte a la abadesa de Port-Royal, Angélica Arnauld, a la que envía un libro del P. Dom Sens, general de los fuldenses, «que contiene mucha y muy profunda doctrina espiritual, llena de máximas importantes».
«Si veis que os aparta de la santa alegría que yo tanto os aconsejo, creed que no es ésa su intención. El autor pretende que esa alegría sea seria y grave, como debe ser. Pero grave no es sinónimo de taciturna, lastimera, sombría, desdeñosa o altanera. Quiero decir que sea santa y caritativa».
El gozo debe acompañarnos en todas nuestras acciones, añadiendo su propia gracia a la del bien que hagamos nosotros.
«Sí, hija mía, os lo digo por escrito y también de palabra: gozad cuanto podáis haciendo el bien, pues es una gracia que se añade a la buena obra: hacerla, y hacerla gozosamente. Al hablar de hacer el bien no pretendo decir que si va mezclado con algún defecto os entreguéis por ello a la tristeza. ¡Por Dios, no! Sería añadir defecto a defecto; quiero decir que, a pesar de ello, perseveréis con perseverancia en querer hacerlo bien, retornando al buen camino tan pronto como reconozcáis haberos alejado y con esa fidelidad viváis siempre alegre».
En pocas líneas traza san Francisco de Sales el retrato ideal del ama de casa:
«No perdáis el espíritu de santa alegría en todos vuestros actos y palabras, pues con ella daréis consuelo a cuantos os vean, para que glorifiquen a Dios, lo cual es nuestra única pretensión».
Conservemos siempre la alegría en nosotros, viviendo abandonados a la voluntad divina.
«Vivid en paz y alegre, o al menos, contenta con todo lo que Dios quiera y haga con vuestro corazón».
Guardemos esa alegría en las renuncias que se nos impongan:
«Por lo que veo, estáis practicando la resignación y la indiferencia, ya que no podéis servir a Dios siguiendo vuestro gusto… Aprovechad para mortificaros con alegría y, a medida que os veáis
impedida de hacer el bien que queréis, haced con más dedicación el que no queráis. Preferiríais otras renuncias a ésas, pero haced ésas, pues tienen más mérito».
Conservemos también la alegría en las pruebas interiores.
«Conservad, mi querida hija, vuestro corazón dilatado ante Dios, estad siempre alegre en su presencia. Nos ama, nos quiere, es todo nuestro el dulce Jesús; seamos enteramente y solamente de Él; querámosle, y, aunque las tinieblas y las tormentas nos rodeen y las aguas de la amargura nos lleguen al cuello, con tal de que Él nos sostenga, no hay nada que temer».
«Consolad a ese pobre corazón vuestro, mi querida hija, y dadle toda la alegría y la paz que sea posible».
Las penas, las aflicciones, las contradicciones, no deben quitarnos la alegría; son el camino del cielo y nunca faltan a los hijos de Dios.
«Levantad la cabeza al cielo, y veréis que ni un solo mortal de los que allí ya son inmortales ha conseguido estar en ese lugar sino por medio de penas y aflicciones continuas. En medio de esas aflicciones repetid frecuentemente: éste es el camino del cielo; ya veo el puerto y estoy segura de que las tempestades no me impedirán llegar allá».
«Vivid pues, cada vez más y más de este celestial amor de nuestro Señor; a ello os obligan las mil bendiciones que os ha enviado, especialmente el deseo que os ha dado de amarlo y de desearlo. Y vivid gozosa y santamente contenta en ese deseo, incluso en medio de los disgustos y aflicciones, que nunca faltan a los hijos de Dios».
Por eso mismo, la alegría triunfará de todas las dificultades de la vida religiosa:
«Estad alegre, mi querida hija, pues no hay otra verdadera alegría en esta vida mortal sino la de estar en el camino seguro que lleva a la vida inmortal».
El presentimiento de la prueba, siempre tan llena de gracias, no mengua la alegría en el corazón de san Francisco de Sales. Escribe así a la Chantal:
«Espero tranquilo una gran tempestad, como os he escrito al principio, y, por lo que a mí respecta, con gozo; y, confiando en la Providencia de Dios, espero que será para su mayor gloria y descanso mío, y para otras muchas cosas».
Conservemos la alegría en la humillación, que es su raíz y fundamento más seguro:
«Vivid lo más alegre que podáis, con la alegría apacible y devota, cuya raíz es el amor a nuestra abyección».En otra ocasión había dicho:
«Estad siempre alegre, con la alegría apacible y devota cuyo fundamento es el amor a la propia pequeñez; procurad tener una dulce y apacible humildad de corazón, que os haga aceptar con gusto toda clase de sufrimientos y humillaciones, como quien no es digno de otra cosa».
Estemos persuadidos de que nuestra abyección, lealmente reconocida, atrae sobre nosotros el amor compasivo de un Dios de bondad inefable. ¿No es ya ése un motivo poderoso de alegría?
«Vivid alegre, nuestro Señor os mira, y os mira con amor y con tanta mayor ternura cuanto mayor sea vuestra debilidad. No os permitáis nunca pensamientos contrarios, y, cuando os vengan, ni siquiera los miréis; apartad la mirada de su iniquidad, y volvedla hacia Dios con valiente humildad, para hablarle de su bondad inefable, por la que ama nuestra miserable, pobre y abyecta naturaleza humana, a pesar de sus flaquezas».
Tengamos la firme decisión de no ofender a Dios:
«Vos no querríais por nada del mundo ofender a Dios, y ya es suficiente para vivir con alegría».
Y eso aunque estemos expuestos a tentaciones.
«Vivid siempre gozosa, aun en medio de todas vuestras tentaciones».
Incluso si caemos en pecado, tampoco entonces dejemos que se nos vaya la alegría. Nos lo dice el obispo en una página magnífica, transida de emoción contenida, en la que el amor, la paz, la alegría se unen para borrar toda la tristeza del alma, sierva de Aquél que será para siempre nuestro gozo.
«Permaneced en perfecta paz y sosegad vuestro corazón con la suavidad del amor celestial, sin el cual nuestros corazones se quedan sin vida y nuestra vida sin felicidad. No os dejéis llevar nunca por la tristeza, enemiga de la devoción. ¿De dónde le puede venir la tristeza a una persona, sierva de Aquél que será para siempre nuestro gozo? Solamente el pecado debe desagradarnos y apenarnos, e incluso en ese sumo disgusto del pecado debe haber alegría y santo consuelo».
Y el obispo canta las misericordias de Dios, que nos permite esperar la gloria eterna:
«En fin, después de todo, somos demasiado dichosos por poder aspirar a la gloria eterna, por los méritos de la pasión de nuestro Señor, que ha hecho de nuestra miseria un trofeo para su misericordia, a la que sea dada honor y gloria por los siglos de los siglos».
Cómo ser buen cristiano
La paciencia que nos mantiene en la suavidad, como diría san Francisco de Sales, o sea, en la dulzura de una paz serena y gozosa, revela a la mirada atenta la heroica virtud que se esconde bajo la apariencia de una vida ordinaria y que es, en definitiva, la piedra de toque de la santidad. ¿No es cierto?
Francisco de Sales había conocido en París, en 1602, a una mujer muy célebre y apreciada en el mundo y que tuvo una considerable influencia en la capital, en la sociedad de la época de Enrique IV y Luis XIII: la Sra. Acarie, que con la Madre Ana de Jesús introdujo el Carmelo en Francia, murió carmelita y la Iglesia la ha beatificado con el nombre de María de la Encarnación.
Esta señora contó al Santo una extraña historia, a cuya protagonista, Nicolasa Tavernier, había conocido muy bien. La joven, de origen modesto, «de bajo rango, nos dice el obispo, fue engañada con el más extraordinario engaño que imaginarse pueda». Cuando rezaba el oficio de las horas, el Señor venía a rezarlo con ella «con un canto tan maravilloso que la dejaba arrebatada perpetuamente». Cuando llevaba limosnas a la puerta, el pan se multiplicaba «en su delantal, de manera que si solamente llevaba para tres pobres y se encontraba treinta, había para dar a todos con largueza, y era, además, un pan delicioso».
Logró adquirir reputación de santa incluso a los ojos de su confesor, religioso de «una Orden muy reformada», el cual enviaba de ese pan «a todas partes, para sus amigos espirituales, por pura devoción».
Pero era tal la cantidad de revelaciones de dicha joven, que acabaron por hacerla sospechosa. Para «probar su santidad», la llevaron como doncella a casa de la Sra. Acarie. El Sr. Acarie, su marido, tenía un carácter muy difícil; era de «temperamento intratable, y a menudo ponía a prueha la paciencia de su mujer», según se nos dice. Este señor presumía de conocerse muy bien y afirmaba que sus defectos formaban parte de los designios de la Providencia respecto a su esposa: «Todos dicen que un día será santa, y yo habré colaborado mucho; se hablará de mí cuando la canonicen»
Naturalmente, la mayor parte de su mal humor recaía sobre la Sra. Acarie; pero aún quedaba suficiente para los demás, y demasiado para la pobre Nicolasa. «Así se descubrió que su dulzura y su humildad» eran solamente un «baño externo de oro» y que en ella sólo había «un puñado de falsas visiones», de las que ella misma era la víctima, ya que no se le podía reprochar «ninguna otra falta, sino la complacencia que sentía al imaginarse que era santa y lo que ella añadía simulando y mintiendo para mantener su vana reputación de santidad».
Y es que se necesita una santidad muy verdadera para mantener el alma en esa paz que conserva la serenidad y la luz de la sonrisa en medio de las contrariedades y los disgustos cotidianos, sin jamás exasperarse, ni por la dificultad del mandato, ni por los choques de carácter, ni por los temperamentos opuestos, ni por la disparidad de opiniones o gustos. Entonces es cuando la paz divina llena el alma que ha alcanzado esa cima, y se desborda, y se extiende suavemente, ejerciendo su acción bienhechora por todas las tierras regadas por sus aguas. Ya lo predijo Yahveh por boca de su profeta: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz».
En su visita pastoral de 1606 por el Faucigny, Francisco de Sales tuvo que defender a uno de sus sacerdotes contra los abusos de los grandes terratenientes. Se trataba de «los diezmos y otros derechos» que los señores rurales disputaban al párroco de Samoéns. Las gentes de los contornos se habían puesto unos de parte del párroco y otros del señor del castillo, con lo cual estaba la comarca dividida en dos campos irreconciliables. En la octava de la Asunción, Francisco de Sales predicó en la colegiata, dedicada a la Asunción de la Virgen. Había una multitud considerable.
«¡Mi querido pueblo!, dijo llorando, nuestra gloriosa Madre sube, y nosotros bajamos; ¡Ella muere de amor, y nosotros vivimos de odio!». Repitió muchas veces esta frase, y conmovió de tal modo los corazones, que se apaciguaron las diferencias y volvió la concordia. La gente había comprendido, por la sinceridad de su tono, que hablaba «por impulso divino, sirviendo de órgano al Espíritu Santo».
Ese don de pacificar los ánimos y los corazones, lo concede Dios a aquellos siervos suyos que hacen plenamente real y efectiva la gracia de su adopción divina, viviendo en santidad. «Dichosos los que irradian la paz porque serán llamados hijos de Dios».
¡Ay, la santidad…!, me diréis. Tranquilizaos. La santidad se nos ofrece en las más humildes circunstancias, en los más ínfimos detalles de nuestra vida diaria, y compone su trama con la práctica de «pequeñas virtudes» escondidas y de modesta apariencia.
Pues bien, si queremos reducir a pocas líneas el secreto de la perfección a la que es preciso llegar para irradiar la paz como verdaderos hijos de Dios, no tenemos más que transcribir aquí los consejos que el fundador de la Visitación dirigía a una de sus religiosas :
«Sed toda de Dios y, por el amor que Él os tiene, soportaos a vos misma y soportad todas vuestras miserias. En fin, ser buena sierva de Dios no es estar siempre entre consolaciones y dulzuras, siempre sin resistencias ni repugnancias hacia el bien; porque, según eso, ni santa Paula, ni santa Catalina de Siena, ni santa Ángela hubieran servido bien a Dios. Ser sierva de Dios es ser caritativa con el prójimo, tener en la parte superior del espíritu una inviolable resolución de seguir la voluntad de Dios, es tener humildad y sencillez para fiarse de Él, es levantarse tantas veces como se haya caído, soportarse a sí mismo en sus miserias y tolerar con tranquilidad a los demás en sus imperfecciones»?
Si ponéis empeño en ser buen cristiano -ser «buena sierva de Dios»- siguiendo esta fórmula, sin duda se realizará con creces en vosotros el deseo que os expresa el obispo de Ginebra al despedirse:
.«Otra vez adiós, querida hija. Vivid muy alegre y totalmente segura de nuestro querido Jesús. Amén».