LA FECUNDACIÓN IN VITRO: CONSIDERACIONES ANTROPOLÓGICAS Y ÉTICAS[1]
por MONS. CARLOS CAFFARRA[2]
- Los límites de la ciencia moderna[3].
Deseo comenzar mi reflexión, buscando indicar la verdadera portada histórica de la ciencia -aquello que ha significado- sobre nuestro modo de pensar y, consecuentemente, de obrar.
Comenzaré con una famosa página de Galileo: «Considero el intento [de conocer] la esencia de las sustancias elementales empresa no menos imposible y esfuerzo no menos vano que intentarlo con las remotísimas y celestiales (…); ni veo que el entender estas sustancias próximas tenga otra ventaja que copiar los particulares, aunque todos igualmente desconocidos, por los cuales vamos vagando con poquísimo o ningún provecho de uno a otro. Y si preguntando yo cuál sea la sustancia de las nubes, me será dicho que es un vapor húmedo, yo de nuevo desearé saber qué es el vapor; por ventura me será enseñado que es agua, atenuada por virtud del calor y en él resuelta; pero yo, igualmente dubitante de lo que es el agua, indagando entenderé finalmente, que es aquel cuerpo fluido que corre por los ríos y que continuamente manejamos y tratamos; pero este conocimiento del agua es solamente más cercano y dependiente de más sentidos, aunque no más intrínseco de aquél que antes tenía sobre las nubes»[4].
El texto es largo, pero de extrema importancia, puesto que en él el padre de la ciencia moderna traza el modelo metodológico de la misma. Saber científicamente una cosa, no consistirá más en conocer aquello que hasta entonces -desde Aristóteles en adelante- era llamado la «forma sustancial» de la cosa misma. La ciencia consistirá, en cambio, en un saber que se limita a aferrar las cualidades mensurables de los cuerpos, para poder aplicar a las mismas el discurso matemático.
Creo no errar al decir que es aquí donde se da el paso esencial: el conocimiento «matemático» es el verdadero conocimiento científico, que comporta una prescidencia de la categoría de cualidad para limitarse sólo a la categoría de la cantidad.
Ahora bien, si tomamos como objeto posible del conocimiento científico -así entendido- a la persona humana, para que este conocimiento sea posible es absolutamente necesario que «prescindamos» de aquello que constituye a la persona humana en su originalidad específica. En efecto, una «cuantificación» de la persona humana -si puedo expresarme así- es posible solamente con la condición de que:
- a) no considere aquello que por definición escapa a todo nexo necesario en la relación entre causa y efecto, es decir, el acto libre;
- b) no considere aquello que por definición se coloca más allá de aquel saber mensurable, es decir, el espíritu;
- c) no considere aquello que por definición se opone a ser «numerado», a saber la individualidad personal.
De donde se siguen dos posibilidades: o se niega que el saber científico sea universalizable, y entonces se salva la posibilidad de un conocimiento del hombre en cuanto hombre, o se afirma que el saber científico es -debe ser- universalizable, y entonces se niega la posibilidad misma de conocer al hombre en cuanto hombre.
Pero, ¿qué entiendo precisamente por «conocer al hombre en cuanto hombre»? Cada uno de nosotros sabe, por experiencia directa e inmediata, que el hombre /uno mismo/ es diverso y superior a toda la realidad infrahumana: es diverso porque es superior; es superior porque es diverso. Intuye de este modo que esta diversidad-superioridad consiste simplemente en que el hombre es alguien, y no algo; en que él es una persona. Conocer al hombre en cuanto hombre equivale, por tanto, a conocer la verdad de su ser-persona, de su ser alguien y no algo. A esto lo llamamos conocimiento antropológico. Entonces, la antropología se hace posible sólo si el saber científico no se yergue -de derecho o de hecho- como el único saber válido. Puedo concluir este primer punto de mi reflexión diciendo sintéticamente que, o se considera la persona como no perteneciente o irreductible a la categoría de cantidad o, por el contrario, se renuncia absolutamente a verla como persona.
- El significado antropológico de la FIV.
¿Qué constituye el novum de la genética humana contemporánea desde el punto de vista de la reflexión precedente? Me parece que lo constituye el hecho de que, por primera vez en su historia, el hombre ha logrado poner las manos sobre los orígenes de la vida humana, y por tanto, al menos en línea de principio, en que ve abierta la posibilidad de mutar el patrimonio genético de las futuras generaciones humanas. Un poder nunca antes poseído.
Pero veamos las cosas más de cerca y con mayor precisión, partiendo precisamente de la FIV[5].
La FIV, al menos en teoría, puede desarrollarse de dos modos fundamentales o según dos secuencias diversas. Un primer modo consiste en obtener un solo óvulo humano según el ciclo natural; fecundarlo e implantarlo una vez ocurrida la fecundación. Un segundo modo consiste en inducir artificialmente la ovulación, obteniendo así dos, tres, cuatro óvulos; fecundarlos todos; obtener más de un embrión humano; implantar algunos de los embriones obtenidos; congelar aquellos no implantados, en previsión de que la implantación realizada no sea eficaz; o bien, logrado el embarazo, mantenerlos en vida con fines experimentales.
No quiero, por el momento, estudiar los dos métodos separadamente, sino detenerme a reflexionar sobre el significado antropológico de aquello que es esencial en ambas, a saber: el hecho de que se obtenga una nueva vida humana en un laboratorio.
Para captar este significado, la primera constatación que hacemos es que por vez primera en la historia de la humanidad, se ha logrado separar la unión sexual del hombre y la mujer y el surgimiento de una nueva vida. Esta separación es de una portada antropológica incalculable. En efecto, equivale a ofrecer al hombre y a la mujer un cambio sustancial en la misma definición de la sexualidad humana: ahora no es sólo posible una sexualidad sin procreación, sino también una procreación sin sexualidad. Además, y sobre esto retornaré más adelante, el único lugar en el que puede tener origen la vida humana ya no es más una persona humana -la de la mujer- sino también una probeta, un laboratorio. Y aún más, el origen de la vida humana está conectado con una serie de actos puestos por varias personas, está ligado a la libertad de varias personas, y por tanto, de éstas depende no sólo el poner las condiciones para que surja, sino su mismo surgimiento.
La segunda constatación que nos ayudará a captar el significado antropológico de aquello que constituye -en su sustancia- la FIV, es menos fácil de explicar. Es necesario que partamos, ante todo, de una premisa. La realización de nuestros dinamismos operativos puede ocurrir de dos modos esencialmente diversos entre sí: al primero lo llamaremos «hacer»; al segundo, lo denominaremos «obrar». Cuando el hombre «hace», produce alguna cosa exterior, algo diverso de él: ejercita su actividad -dirían los filósofos- transeúnte. En efecto, la persona humana «haciendo» pasa -por así decirlo- de sí misma al efecto producido. Cuando el hombre «obra», no produce nada exterior a sí; su actividad permanece en el sujeto agente. El obrar es la perfección de la persona; vale por sí mismo. Construir una casa es algo diverso que el realizar un acto intelectual: el primero pertenece al «hacer», el segundo pertenece al «obrar». Puesta esta premisa, podemos ahora ver que con la FIV, por vez primera, el hombre es efecto de un «hacer» humano, y no de un «acto» de la persona.
Ahora la vida humana puede ser producida por el hombre: también la procreación ha entrado en el dominio del hacer. Reflexionemos profundamente sobre este ingreso, porque se trata de un evento de importancia sin precedentes. El «hacer» posee su racionalidad específica, que es la racionalidad propia de la técnica. Efectivamente, un hacer es «razonable» cuando se cumplen las siguientes condiciones: cuando es eficaz en su realización, es decir, produce realmente aquello que pretende obtener; cuando es útil y utilizable, es decir, el efecto producido vale en la medida en que sirve para alcanzar un objetivo prefijado. La eficacia y la utilidad son los parámetros de la racionalidad técnica. Por esto, consecuentemente, siempre es calculable en términos cuantitativos: tantos tentativos, tantos resultados obtenidos, y de la comparación entre los dos «tantos» nace el juicio de valor del hacer. Esencialmente diversa es la racionalidad del obrar. Sus parámetros no son necesariamente aquellos de la eficacia y de la utilidad: son sólo aquellos de la moralidad. Por esto, el obrar no es jamás juzgable en términos cuantitativos.
Más arriba he hablado de dos posibles modelos para realizar la FIV. Precisamente algunos días atrás he preguntado a un importante científico -que ha realizado ya 30 FIV- si él sigue el primero o el segundo. Me ha respondido que siempre pone en práctica el segundo, ya que el primero no es eficaz. Así sucede siempre. Por tanto, con la FIV la persona humana puede ser «hecha», en el sentido estricto del término «hacer».
La tercera y última, pero no menos importante, constatación para captar el significado antropológico de lo que constituye -sustancialmente- la FIV, es la siguiente, también ella difícil de explicar con claridad: por milenios, el origen de la vida humana ha tenido lugar en la oscuridad. Hoy puede acaecer a la luz, bajo los ojos del hombre. No quiero proponer el problema genético, aunque también ético, sobre lo que puede significar esta exposición primigenia a la luz. El hecho me sirve sólo para introducir una reflexión antropológica importante: la pérdida del sentido del misterio que se verifica cada vez que una persona humana viene a la existencia.
Para entender lo que esto significa, podemos partir de la distinción tan apreciada por G. Marcel, entre «problema» y «misterio». El «problema» supone una distancia entre el hombre que interroga y el objeto conocido, el «misterio» implica al hombre, y al hombre no considerado abstractamente sino en su irrepetible unicidad. El conocimiento, en el primer caso, es impersonal en sus contenidos y los sujetos cognoscentes son entre sí intercambiables. En el segundo caso, en la confrontación con el misterio, el hombre no es llamado a preguntar sino a responder: y nadie puede ser intercambiado. En el primer caso encontramos nuevamente las características fundamentales de la ciencia de la que he hablado al inicio: la intercambiabilidad de los sujetos y la impersonalidad de los contenidos son, efectivamente, los ideales de la ciencia moderna.
Si ahora volvemos a la metodología practicada por la FIV, podemos constatar cuanto sigue: es indiferente quien coloca las condiciones del surgir de una nueva vida humana (el técnico); es indiferente quien implanta el embrión obtenido del modo anterior; asimismo se propone que sea intercambiable quien aporta el óvulo, quien dona el semen, quien lleva adelante el embarazo. Precisamente, el surgir de una nueva vida humana no es un «misterio» que debe acogerse, sino un «problema» por resolver. Separación entre la procreación y la unión sexual del hombre y la mujer; acto procreativo a través del «hacer» técnico; nacimiento del hombre, no misterio por acoger sino problema por resolver. Me parece que estas tres constataciones sean ya por sí solas capaces de hacernos captar el significado antropológico de aquello que, con la FIV, está ocurriendo en la genética humana contemporánea.
Antes de pasar a la siguiente reflexión, quisiera hacer notar un hecho de gran importancia. Creo que es fácil darse cuenta que se da una profunda sintonía entre el modelo de saber científico del que he hablado al inicio, y lo que he dicho sobre la FIV. En otras palabras: la FIV es un procedimiento plenamente coherente con la lógica interna, con la «racionalidad» intrínseca del saber científico, tal como ésta ha sido elaborada desde Galileo en adelante.
Sin embargo, surge aquí una pregunta inevitable: este modelo ¿es aplicable cuando se trata de dar origen a una persona humana? Esta es, propiamente dicha, la pregunta ética.
Antes de intentar responder a ella, debo hacer algunas reflexiones generales. Estoy obligado, una vez más, a partir de un concepto epistemológico un poco inusual en nuestros días, pero que ejerció su influencia durante siglos en la cultura europea: el conceto de la subalternancia de las ciencias. Este es un punto fundamental de mi reflexión. En sentido técnico, por «subalternancia» se entiende una relación que se instituye entre dos ciencias, en razón de la cual la ciencia subalternada recibe de la ciencia subalternante principios que la hacen posible. Nótese: la ciencia subalternada conserva una autonomía propia; por otro lado, la ciencia subalternante obra un influjo real guiando el saber subalternado.
Ahora bien, nuestra convicción es que debe existir una subalternancia de la ciencia -más precisamente, de la genética humana- respecto de la ética. ¿Por cuál razón? Sustancialmente, porque en ambos casos se trata del hombre. Y es el saber ético el que conoce la íntima verdad de la persona humana en cuanto persona humana. Como es obvio, la ética no es competente para juzgar la verdad de una proposición científica, así como la ciencia no es competente para juzgar la verdad de una proposición ética. Los criterios veritativos de cada una de ellas son diversos. Pero cuando la verdad científica -ya sea en el momento de su aplicación o en el de su investigación- entra en el campo de la persona humana y toca la persona humana en cuanto tal, en ese momento y por esa razón la ciencia debe subalternarse a la ética.
Puesta esta premisa, sobre la que retornaré más adelante, buscaremos de responder ahora a la pregunta sobre la licitud de la FIV. Y éste será el objeto del tercer momento de nuestra reflexión.
- Discurso ético sobre la FIV
Mi reflexión se articulará en tres momentos fundamentales, en correspondencia con las tres reflexiones realizadas precedentemente sobre el significado antropológico de la FIV.
El problema ético puede formularse sustancialmente en estos términos: es cualquier modo de dar origen a una persona humana éticamente digno de ella? El hecho de que, sin discusión, se responda negativamente a esta pregunta («no todo modo…») pensando en aquella concepción que es fruto de la violencia carnal, no debe hacernos pensar que la respuesta esté ya concluida. Efectivamente, si -para mantenernos en el caso de la violencia carnal- observamos los argumentos adoptados al respecto, veremos que éstos siempre son elaborados por el lado de la injusticia cometida contra quien sufre la violencia, sin que se tome en consideración la dignidad del concebido. El problema que nosotros planteamos es de otro cariz: es el problema de si debe haber una «correspondencia adecuada» entre la persona humana que se quiere llamar a la existencia y el acto con el cual se ponen las condiciones para que la persona sea concebida.
Quiero explicar breve y genéricamente este concepto de «correspondencia adecuada».
Se da una «correspondencia adecuada» cuando el hombre responde a los valores con que se relaciona, en el modo debido a la importancia de dicho valor. O, para ser más precisos, según la valía del ser cuyo valor ha sido percibido. Si uno se pone en una plaza durante la hora de mayor tráfico y exclama: ¡qué bellísima música es este ruido!, y luego, retornando a su casa, escucha la Novena Sinfonía de Beethoven y exclama: ¡Qué ruido insoportable!, ése tal no responde en el modo debido al valor -en este caso estético- del ser con el que se ha encontrado. Precisamente, la «correspondencia» no ha sido adecuada. Como es fácil de ver, la adecuación o inadecuación de la respuesta es medida por el valor objetivo del ser; de su bondad ontológica, dirían los filósofos.
Si ahora nos preguntamos: cuando encontramos una persona, ¿cuál es la respuesta adecuada, la actitud debida al valor propio del ser-persona? Es obvio que para poder resolver esta cuestión es necesario que sepamos cuál es el valor propio del ser personal. Nuestra reflexión, llegados a este punto, podría extenderse mucho más. Me limito a lo esencial. Lo que caracteriza a la persona en cuanto tal es que ella existe en sí y para sí.
Existe en sí: es decir, ella se posee (sui juris, decían ya los juristas romanos), porque su acto de ser, es el acto de ser del espíritu. Por lo tanto, ella no pertenece a nadie. Existe para sí: no puede ser medio para otro fin; ella misma es fin. Si éste es el valor propio del ser personal, entonces la persona debe ser querida en sí misma y por sí misma: este es el único modo de «corresponder adecuadamente» a ella.
Pero, ¿qué significa «querer la persona en sí y por sí»? Significa exclamar ante la persona: ¡Cuán bueno es que existas! Y no: ¡qué útil, qué placentero es que existas! Es, en otras palabras, el acto con el cual se quiere que la persona sea, porque el que ella sea es un bien, prescindiendo de cualquier otra consideración utilitarista y hedonista: su puro y simple existir es querido. Ahora bien, si analizamos nuestra misma experiencia, nos damos cuenta que esto corresponde al acto de amor. Sólo el amor es la correspondencia adecuada a la persona: adecuado a su valor específico.
Retornemos ahora a la pregunta inicial: ¿qué acto es digno de dar origen a una nueva persona humana?) ¿Qué acto es adecuadamente correspondiente con su dignidad? A mi modo de ver, en esto radica sustancialmente todo el problema ético de la FIV.
Primera reflexión. Como he dicho en el punto precedente de mi reflexión, lo que caracteriza a la FIV es que el acto que pone las condiciones para el surgir de una nueva vida humana está separado del acto de unión sexual entre los esposos. Debemos reflexionar sobre esta separación.
Se debe, ante todo, indicar que, cuando en ética se habla de «unión sexual conyugal», esta expresión tiene un significado preciso. No significa sólo la unión biológico-genital: aquello que -desde el punto de vista biológico- es exigido a las personas para que pueda eventualmente surgir una nueva vida humana. Significa además, y sobre todo, una unión psicológica y espiritual de las dos personas: una unión a nivel físico, psicológico y espiritual.
¿Cuándo y cómo es ésta posible? Cuando estas tres dimensiones personales esenciales están integradas en la persona, la cual, en fuerza de aquella autoposesión que caracteriza su ser personal, hace de sí misma un don al otro, con un acto de amor. Por tanto, cuando la ética habla de unión sexual conyugal, da a esta expresión este significado.
Cuando este acto es realizado en los días fértiles de la mujer, puede dar origen a una nueva vida humana. Puede, no sólo en sentido biológico sino también en sentido ético: este acto es digno -posee una correspondencia adecuada- de dar origen a una persona humana. La razón de esta dignidad es la siguiente. La nueva persona -por cuanto su venida a la existencia depende de la libertad de otras personas- es querida mediante una actividad -la sexualidad conyugal- que en sí misma es un acto de amor interpersonal.
¿Qué sucede, en cambio, en la FIV? Ocurre que este acto de amor interpersonal es separado de otro acto: del acto con el cual se ponen las condiciones para que surja una nueva vida.
Segunda reflexión. La consecuencia de esta separación es que el acto, o mejor la serie de los actos que constituyen la FIV, son de naturaleza esencialmente diversa: se trata de un «hacer», de una técnica. Ahora bien, la actividad que lleva al surgimiento de una nueva vida humana, ¿puede ser, desde el punto de vista ético, una actividad productiva? ¿Posee una correspondencia adecuada al valor propio de la persona humana? Si consideramos las cosas con atención, podremos ver que la producción, el «hacer» -a diferencia del obrar- instituye una diversidad axiológica entre quien hace y el efecto producido. Ahora bien, es precisamente esto lo que impide, desde el punto de vista ético, que se pueda dar origen a una nueva persona humana mediante el hacer.
La confirmación de lo que estoy diciendo se encuentra en el hecho de que se comienza a dar un juicio de valor sobre el «producto» del propio hacer: hay embriones producidos in vitro que no son implantados si no son reconocidos sanos; se obra, de este modo, una selección genética. No digo que esto ocurra siempre, ni que esta sea la intención de todos aquellos que realizan la FIV. Digo que existe una coherencia y consecuencialidad objetiva entre estos dos órdenes de hechos: una coherencia y consecuencialidad que no permanece sólo en el plano teórico. Por otra parte -y es una confirmación más- la experimentación sobre embriones humanos ha llegado a ser posible, no sólo técnicamente, gracias a la FIV. Dicho de otro modo, la FIV transforma lo que debe ser un fruto de un acto de amor en un producto del propio trabajo.
Tercera reflexión. La FIV ha vuelto posible una serie de sustituciones o intercambios entre algunos de los personajes que están siempre implicados en el surgir de una nueva vida humana: aquélla que da el óvulo puede ser diversa de quien recibe en su seno el embrión humano; aquél que da el semen puede ser diverso de quien es el padre legal; y podríamos seguir enumerando una lista más bien larga de «intercambios de personas». Antes de la FIV esto no era posible. En cambio, con el acto de amor conyugal, la nueva vida era «recibida» por las mismas personas que se habían dado mútuamente.
Desde el punto de vista ético esto da mucho que pensar. Ya he buscado mostrar, desde el punto de vista simplemente antropológico, el significado de este evento: la vida humana se transforma de «misterio» que ha de recibirse en «problema» que debe resolverse.
Si, desde un punto de vista ético, nos preguntamos una vez más cuál es la actitud adecuada a la dignidad de la nueva persona humana deseada, la respuesta me parece bastante fácil. La persona humana que es querida, no puede ser querida sino como un don que se nos hace. En efecto, ninguna persona humana es debida, como tal, a otra: sólo puede ser donada. Por la simple razón de que ninguna persona pertenece a otra, en cuanto, cada persona es de sí misma. Si, por tanto, una persona quiere ser de otra, no tiene sino un modo de hacerlo: darse a la otra por amor. De este modo, la nueva persona es donada y, consecuentemente, la única actitud, si el don tiene lugar, es la de acogerla.
El acto de amor conyugal es precisamente aquel acto con el que se espera un don que -si es dado- viene recibido con gratitud. Pero con la FIV, incluso excluyendo esta serie de intercambios de los que hemos hablado, el acto de quien pone las condiciones para el surgimiento de una nueva vida humana -el acto técnico- no es, en su naturaleza objetiva, un acto de quien espera un don, sino el acto de quien busca, de la manera más eficaz, resolver un problema. Es una racionalidad de eficacia técnica la que es puesta en acto, no la pregunta sobre el advenimiento de un misterio que nos trasciende.
- La verdadera dramaticidad del problema
La pregunta ética sobre la FIV nos ha llevado a algunas reflexiones tan fundamentales como para obligarnos a que nos planteemos algunas cuestiones dramáticas. Tanto más si se tiene presente lo que acompaña a menudo esta técnica: selección de embriones humanos, experimentación sobre embriones, congelamiento de los mismos.
¿Qué está realmente ocurriendo? El hombre, el hombre que ha puesto las manos sobre la energía nuclear, ha puesto hoy las manos sobre el origen mismo de la vida humana. Este es, tal vez, el hecho más grave que la historia de la humanidad haya conocido en su desarrollo.
Ante esta situación, es necesario recordar -y no lo haremos nunca como corresponde- el principio fundamental de toda ética médica: primun non nocere, sobre todo en lo que respecta a la experimentación sobre embriones humanos. Y tampoco recordaremos como conviene el principio que dice que ninguna persona humana, en ningún estadio de su existencia, puede ser usada por otros, con un fin que no sea el bien propio de la misma persona, aunque este fin fuese el crecimiento del conocimiento científico para encontrar terápias más eficaces.
Sin embargo, estos principios fundamentales de ética médica, formulados ya sustancialmente por el mismo Hipócrates y siempre válidos, se muestran insuficientes para responder a los desafíos actuales. El haber puesto en las manos del hombre la posibilidad de influir tan profundamente sobre las futuras generaciones humanas es algo absolutamente nuevo. No debemos dejarnos impresionar por el hecho de que efectivamente la FIV resuelva problemas de esterilidad anteriormente insolubles: esta situación no es de tal trascendencia que deba subordinar a ella todo otro valor.
Me parece que el hombre ha llegado finalmente a colocar las manos sobre el árbol de la vida. Escuchemos una página de Goethe, el primero que previó lo que en nuestros días está ocurriendo:
«MEFISTOFELES (entrando): ¡Bienvenido! No tengo malas intenciones.
WAGNER (con agustia): ¡Bienvenido bajo el signo de la estrella de esta hora! (En voz baja) (Pero mantened la boca cerrada, sin respiro ni palabra! Una magnífica empresa está por realizarse.
MEFISTOFELES: )Y ¿cuál es ésta?
WAGNER (aún más bajo): Está siendo fabricado un hombre.
MEFISTOFELES: )Un hombre? )Y qué enamorada pareja habéis encerrado dentro en la caldera?
WAGNER: (Dios nos guarde! El procrear, que estuvo de moda, nosotros lo declaramos como una farsa vacía. El delicado punto del que brotaba la vida, la dulce fuerza que se desataba del íntimo ser y tomaba y daba, destinada a dar forma a sí misma y hacer suyas, en un primer momento, sustancias más afines, y luego, sustancias extrañas, ha sido depuesta de su dignidad. Si las bestias continúan a encontrar placer en ello, el hombre, con sus grandes cualidades, deberá tener en el futuro un origen más alto y más sublime. (Vuelto hacia la caldera) ¡Brilla! ¡Mirad! Ya se puede verdaderamente esperar que, si de muchos centenares de elementos, mezclamos -puesto que lo que cuenta es la mezcla- y encerramos herméticamente, en un tubo de ensayo, la sustancia humana y la destilamos repetidamente en el modo que corresponde, la obra se cumplirá silenciosamente. (Vuelto hacia la caldera) ¡Resulta! ¡La masa se mueve más claramente! La convicción se hace cada vez más verdadera. Nosotros osamos intentar racionalmente aquello que, en la naturaleza, era celebrado como misterioso: lo que antes la naturaleza hacía desarrollar orgánicamente, nosotros lo hacemos cristalizar».
(Fausto, acto segundo).
El hombre que da origen al hombre, el hombre autor del hombre. ¿Es dentro de esta terrible tentación que se inserta lo que está ocurriendo? No se diga, a este punto, que la ciencia es un bien, y cosas por el estilo. El verdadero problema no se resuelve con estas obviedades, porque la cuestión es otra, a saber: consiste en reconstruir una unidad entre ética y ciencia, en la subordinación de ésta respecto de aquélla. Pero ¿bajo en qué condiciones podría ocurrir tal reconstrucción? Indicaré algunas que me parecen más urgentes.
La primera. Comencemos por darnos cuenta de cuánto está costando, en términos de civilización, el haber censurado, el haber marginado de nuestra cultura las preguntas fundamentales; aquellas que versan sobre el significado último de la vida humana: en el fondo, la pregunta religiosa.
Resulta entonces necesario reintroducir la pregunta sobre la verdad entera del hombre: salir de esta cultura que ha erigido según su modelo una racionalidad no receptiva, sino dominante de la realidad. En concreto, tenemos más necesidad de contemplación y de adoración que del pan que comemos y del aire que respiramos.
La segunda. La educación de la conciencia moral es la prioridad más urgente. Es necesario que, sobre todo los jóvenes, sean educados en esta capacidad de discernir el bien del mal, con la convicción de que ésta es la distinción más decisiva: más decisiva que la distinción entre lo útil y lo nocivo, entre lo placentero y lo desagradable.
La tercera. La responsabilidad de los políticos es hoy enorme. Ellos están llamados a una defensa de la persona, a una afirmación de la persona que no puede seguir fundándose sobre la concepción de un Estado que sólo debe responder a las necesidades más inmediatas del hombre. Más que nunca el acto político debe convertirse en un acto de sabiduría, porque creo que ha llegado el momento de una intervención incluso política en este sector sobre el que hemos reflexionado: una intervención que defienda el derecho fundamental de toda persona humana.
- Conclusión
«Nosotros osamos intentar racionalmente aquello que, en la naturaleza, era celebrado como misterioso», dice Wagner a Mefistófeles. Pero Sancho Panza dice a Don Quijote: «Amo, )no os habréis vuelto tan loco como para empezar a razonar?». Dos de los más grandes genios de la humanidad han puesto el problema en su nudo esencial: )es ésta la racionalidad o es una racionalidad enloquecida, hasta el punto tal que cuando se comienza a razonar de ese modo es que ha comenzado la locura? ¿Cómo se sale de este dilema del que depende -o puede depender- nuestro mismo destino?
Tal vez hay un punto del Comentario de Santo Tomás a la Metafísica de Aristóteles que puede orientar nuestra meditación. Hablando del saber más alto que sea dado alcanzar al hombre en esta vida («scientia honorabilissima»), dice que éste es una sabiduría que el hombre no puede poseer, sino tan sólo recibir prestada («non ut possessio habeatur, sed sicut aliquid ab eo mutuatum»)[6]. Sicut aliquid mutuatum: la sabiduría más alta es aquella que sabe recibir una verdad sobre el hombre, que el hombre mismo, con su ciencia, no está en grado de poseer.
Traducción realizada por
el R.P. Dr. Miguel Ángel Fuentes
[1] En el debate científico, ético y teológico contemporáneo el tema de la fecundación in vitro adquiere cada vez más importancia. El Instituto Giovanni Paolo II, de la Pontificia Universidad Lateranense ha afrontado en varias oportunidades este problema, dedicándole un Seminario de estudio. El siguiente artículo corresponde a la intervención del Autor en la Universidad Complutense de Madrid, invitado por el Zayas Club. El mismo fue publicado en italiano en Anthropos, Rivista di studi sulla persona e la famiglia, n 11 (1985), pp. 109-118 (que, a partir del n 12 comenzó a denominarse Anthropotes, para evitar confusiones con otra publicación homónima). Lo ofrecemos a nuestros lectores por gentil permiso de la misma.
[2] Carlo Caffarra es uno de los moralistas más prestigiosos de la actualidad, autor de varias obras y numerosos artículos. Actualmente se desempeña como Director del Instituto Giovanni Paolo II, de la Pontificia Universidad Lateranense, y es Director responsable de la Revista Anthropos (que a partir del n1 2 comenzó a denominarse Anthropotes, para evitar confusiones con otra publicación homónima).
[3] Los subtítulos son del traductor.
[4] Galileo, Obras, ed. Naz., V, p. 187.
[5] FIV: Fecundación In Vitro; en adelante siempre por sus siglas. Nota del traductor.
[6] Cf. In Metaph., Lect. III, n. 64; ed Marietti, p. 19.