Enrique Rojas (Extracto de libro: «Los lenguajes del deseo»)
EL VOCABULARIO DEL DESEO
A lo largo de este libro iremos utilizando una serie de conceptos cuyo significado preciso sería conveniente aclarar antes que nada. Se trata de términos como educar, desear, querer, aspirar, buscar, sentir y muchos otros que, pese a la banalización del lenguaje cotidiano, son de una enorme importancia para el desarrollo del ser humano. Vayamos por partes.
Educar es introducir en la realidad con amor y conocimiento. Educar es convertir a alguien en persona. La educación es la base para edificar una trayectoria personal adecuada. Etimológicamente significa «acompañar» y «extraer», pero os algo más: educar es cautivar con argumentos positivos, entusiasmar con los valores, seducir con lo excelente. Esto implica comunicar conocimientos y promover actitudes. En resumen, la educación es una suma de información y formación.
Educar no es sólo impartir ciertas materias, como literatura o contabilidad, sino preparar a una persona para que viva su vida de la mejor manera posible. La educación correcta incluye reglas de urbanidad y convivencia, hábitos positivos para no ser sujeto masa, anónimo e impersonal, así como valores morales.
Si la educación es la estructura del edificio personal, la cultura es la decoración. La primera enseña a nadar para no verse arrastrado por las mareas de todo tipo que amenazan al ser humano; la segunda enseña a vivir. La cultura es la estética de la inteligencia. Hablamos ya de un nivel superior, que empuja a caminar hacia unos objetivos verdaderamente dignos. Por eso la cultura es libertad, el espesor del conocimiento vivido, lo que queda después de olvidar lo aprendido.
Educación y cultura forman un entramado de influencias recíprocas, con fronteras difusas y linderos mal definidos. De ahí que, a la hora de ocuparnos del deseo, sea preciso hacer una serie de matizaciones previas. El deseo es la tendencia del pensamiento y de la conducta que proporciona alegría o que termina con algún tipo de sufrimiento. El deseo consiste en apetecer algo que depende de sensaciones exteriores. Hay unos mecanismos que se disparan de forma más o menos inmediata y que empujan en una dirección determinada. Hay ejemplos clarificadores, como los instintos o las tendencias básicas, el hambre, la sed, la sexualidad, etc. El deseo es apetito, una inclinación que impulsa a la acción.
El deseo es cosa característica del vivir hacia delante del ser humano: en él se basa esa proyección hacia el futuro que es la dimensión más viva de nuestra existencia. Cicerón introdujo la doctrina de las pasiones fundamentales dividiéndolas en dos clases: los bienes, que pueden ser presentes (alegría) y futuros (deseo); y los males, que también pueden ser presentes (tristeza) y futuros (temor o más bien, como diríamos hoy, ansiedad).
La teoría se puede completar indicando que hay deseos que dependen de uno mismo, mientras que otros están más relacionados con las circunstancias. Si cada uno de nosotros es un haz de deseos -ya que son tantas las cosas hacia las que corremos- es importante poner en claro cuáles son las que de verdad interesan y posponer las otras. La persona superior, la que se sabe gobernar, no debe dejarse llevar por las pasiones, sino que las domina y controla. La administración inteligente del deseo es propia de los que tienen una visión panorámica de la realidad. Levantan la mirada y ven más allá de lo que aparece delante de sus ojos.
Hay otra palabra próxima cuyo significado conviene precisar. Me refiero al término querer, que en el lenguaje coloquial se suele confundir con desear. Querer es verse motivado a hacer algo que nos mejora y nos eleva hacia planos superiores. El querer brota de vivencias más profundas que el deseo. Entra de lleno en este ámbito la voluntad, esa pieza clave que nos hace capaces de renunciar a lo inmediato por lo lejano, capacidad para aplazar la recompensa próxima buscando bienes de mayor calado.
La voluntad es la capacidad de elegir, y elegir es anunciar y renunciar. El que elige correctamente apuesta por cosas que tardarán en llegar, pero cuya posesión será más enriquecedora. Esto complica las cosas, porque requiere un mayor grado de madurez. Querer es tener determinación, y por eso necesita del apoyo de una voluntad firme, templada en la lucha y el esfuerzo. Hay una nota característica de este concepto: buscar, es decir, intentar conseguir algo con ánimo firme, resuelto, y poner todos los medios posibles para alcanzarlo.
En la práctica desear y querer aparecen mezclados, como veremos en otro capítulo de este libro. Sin embargo, en la teoría es bueno distinguirlos, para saber qué terreno estamos pisando. Es precisa una mirada cartesiana sobre la realidad tumultuosa que nos asedia, por estar inmersos en una sociedad de consumo que trata de vendernos un producto detrás de otro, creándonos necesidades que realmente no tenemos.
Tanto el desear como el querer buscan la felicidad, pero los caminos son distintos y los medios ofrecen recortes y matices rescatados de esfuerzos continuados. La felicidad es un resultado, la consecuencia de lo que hemos ido haciendo con nuestra vida. Siguiendo este curso de ideas, la felicidad es un sentimiento de equilibrio entre lo que hemos querido y lo que hemos conseguido, entre los objetivos y los resultados, entre los sueños juveniles y las metas conquistadas.
Los antiguos contemplaban la vida desde dos puntos de vista: ocio y negocio. El ocio permite saborear la existencia, lo humano y sus derroteros. El negocio está lleno de esfuerzo por alcanzar un cierto nivel de vida, un determinado bienestar, a través de un trabajo profesional concreto. La felicidad busca un territorio intermedio entre ambos. Hay en esa travesía toda una ingeniería de la conducta que cada uno debe saber diseñar.
Es más fácil desear que querer. Desear es más superficial e inmediato; querer es más profundo y lejano. El deseo va al corto plazo, con mirada fragmentada. El querer va al largo plazo, con una visión alargada, extensa, espigada, que se sitúa en los aledaños del futuro.
¿Qué es lo que hace que apuntemos hacia esa dirección, qué es lo que nos arrastra? Sentirnos motivados por lo que nos interesa. La motivación es la representación anticipada de la meta, todo lo cual conduce a la acción. A través de la motivación nos sentimos empujados a realizar algo valioso que hemos elegido. El problema está en saber cómo fomentar la voluntad para buscar lo que uno quiere, cuando hay otros muchos deseos que nos sacan del camino emprendido y nos distraen del sendero que conduce a la meta.
¿Cómo no cansarse cuando el objetivo, que es bueno y valioso, está lejos, tardará en llegar y es costoso ya de entrada? Yo daría la siguiente respuesta: teniendo claro lo que uno quiere, concretando al máximo su contenido y evitando la dispersión; y a continuación, sabiendo hacer atractiva la exigencia.
Esto se logra mirando siempre fijamente al horizonte de las ilusiones del porvenir, poniendo una mirada inteligente, sublimando esfuerzos, no dándose uno por vencido cuando las cosas van mal o aparecen el cansancio y las dificultades, creciéndose uno ante los problemas con una fortaleza que se va haciendo rocosa. Ese es el método: la educación del deseo, que iremos describiendo en los capítulos siguientes.
Los esfuerzos y las renuncias de ahora tendrán su recompensa. Sólo el que sabe esperar es capaz de utilizar la voluntad sin recoger frutos inmediatos. La vida feliz aspira a desarrollar de forma equilibrada el proyecto personal, cuyo envoltorio es la ilusión y cuyo contenido está habitado de amor, trabajo y cultura.
El hombre actual está cada vez más perdido. Nunca había tenido tanta información sobre tantos temas y, al mismo tiempo, nunca había flotado sin asidero como en los tiempos que corren. Veo a mucha gente que no hace pie en lo fundamental en nuestros días. Y es que los modelos de identidad que nos presentan los grandes medios de comunicación social son cada vez más pobres, menos sólidos.
Pueden tener una nota sorpresiva de entrada, pero poca consistencia de salida. Pensemos en los cantantes, los artistas folclóricos, los futbolistas, los presentadores de televisión y, en general, muchos de los que aparecen en los grandes medios de comunicación, en especial en la televisión. Si los vemos y analizamos en la cercanía, se nos desmoronan enseguida. La televisión fabrica personajes famosos sin fondo. No perdamos de vista la diferencia entre la fama y la popularidad, entre tener una consistencia o, simplemente, ser conocido.
La educación es ante todo educación de los deseos. Pensemos en el sexo convertido en un bien de consumo, de usar y tirar, sin casi ningún componente afectivo y de compromiso personal, que convierte esas relaciones en algo anónimo y vacío. La sexualidad consumista no busca al otro, sino el cuerpo del otro como objeto de placer. Igual ocurre en todos los aspectos del consumismo: tener y acumular como meta.
Hoy en día los educadores se las ven y se las desean para transmitir valores. La vida ejemplar sigue siendo una lección abierta, pero los medios de comunicación las silencian y sólo los buscadores de tesoros las encuentran. Hay que ir más allá de las apariencias, del ruido que hacen los que comunican, perforar superficies y encontrar allí ingredientes valiosos
Los valores son bienes y realidades positivas que merecen un aprecio general: realidades estimables. En la filosofía clásica se hablaba de «los universales»: el bien, la verdad, la belleza, la unidad. Son cualidades esenciales que no son un medio, sino fines en sí mismos. Miran al ser humano con amor y aspiran a un cierto ideal que es una mezcla de categoría, exquisitez, maestría, calidad humana y culminación de lo que puede llegar a dar de sí la condición humana.
Hoy asistimos a una cierta dictadura de la mediocridad: exaltación de lo vulgar, presentación hasta la saciedad de personajes vacíos y sin ningún tipo de mensaje, lucha contra cualquier tipo de excelencia. Y en consecuencia los deseos y las formas de querer que inspiran son de una gran pobreza.
El primer gran comunicador es la televisión, sobre la que según parece no hay control ni gobierno que valga: casi todo lo que toca la televisión se convierte en banal. Ante tal situación hay que alimentarse de otros modelos, y la lectura nos ayuda a buscar personajes auténticos, prototipos ideales, verdaderos espejos en los que mirarse, paradigmas que sirvan de norte, unos pasados y otros de mayor actualidad.
Querer es la mejor manera de descifrar la realidad, esa pirotecnia de propósitos concretos que, al reducirse a unos pocos, aterrizan en objetivos claros, que nos seducen con su carisma y están bien delimitados. El que no sabe lo que quiere no puede ser feliz. Si utilizamos la voluntad, lo iremos consiguiendo, porque su sombra es larguísima y sus frutos sabrosos.
EL DESEO ES UNA MIRADA
Vamos recorriendo el perímetro de la palabra deseo, que nos lleva por parajes afectivos en los que los caminos se funden y luego se abren y se hacen más explícitos. Sorteamos las dificultades lingüísticas que nos salen al paso. Desear es pretender algo con ímpetu y fogosidad, con un enorme interés que nos lleva a su conocimiento, deleite o pertenencia. Esta definición tiene varias notas que conviene entresacar:
- Hay un anhelo, una aspiración, una pretensión que es vivida con fuerza, como un viento impetuoso que nos lleva en esa dirección casi como un imán. Este aspecto externo es muy importante. Es una fuerza que nos lleva como tirando de nosotros, a conocer, a sentir y a obrar.
- Puede significar el conocimiento de algo que despierta en nosotros una pasión destacada: entender algo, adentrase en sus entresijos. Puede ser un tema literario, un segmento de la historia, un tipo de música, una persona… Podríamos decir que tiene unos perfiles más intelectuales, en principio, que los otros aspectos que a continuación mencionaré.
- Deleite es placer, goce, disfrute, gusto por aquello que se ha alcanzado tras el estímulo del deseo. Produce una mezcla de contento, alegría, felicidad y, a la vez, descanso. Pensemos en las tendencias más primarias del ser humano: la comida, la bebida, la sexualidad; o aquellas otras más secundarias: afectivas, intelectuales, profesionales, familiares, etc. El deseo de placer es bueno siempre que esté orientado hacia el mejor desarrollo de la persona, y es malo cuando anula la libertad o deshumaniza. Hay cuatro tipos esenciales de placeres: del cuerpo, de lo psicológico en sentido amplio, de lo social y de lo espiritual. La distinción conceptual entre unos y otros está bastante clara, aunque en la realidad de cada vida, unos y otros se superponen y tienen áreas y territorios de confluencia.
- Aparece ahora la posesión. Poseer algo es saber que eso es de nuestra propiedad, que nos pertenece, que somos dueños de eso, que está de alguna manera a nuestra disposición, salvo que se trate de personas.
El deseo y el placer forman un edificio común. La planta baja del deseo lleva al piso de arriba, que es el placer; la escalera que los comunica es la imaginación. El deseo va antes, actúa como estímulo. No se puede vivir sin deseos. Precisamente los depresivos se mueven en un estado de indiferencia que conocemos con el nombre de anhedonia: incapacidad o grave dificultad para sentir placer o buscarlo. Lo que antes gustaba y apetecía, ahora se desdibuja y no mueve a su búsqueda. Luego esta experiencia entra dentro de la patología, aunque no podemos perder de vista que el único ser capaz de negarse placeres y gozos es la persona, que tiene una mirada que va más allá de lo que se puede ver y observar.
El deseo está lleno de promesas. Es la tierra prometida, el porvenir de muchas esperanzas agolpadas y galopantes que deben ser atendidas a su tiempo, ordenándolas de alguna manera, aunque un cierto desorden forma parte de su idiosincrasia, del imán que nos traslada hacia su búsqueda. La palabra deseo tiene magia, embeleso, un tono embriagador y hechicero que nos seduce y fascina. Y eso significa fuerza de arrastre, un empujón que nos dirige hacia esa meta que asoma en el horizonte personal.
EL BUEN GOBIERNO DEL DESEO
La historia de las distintas concepciones sobre la felicidad es muy rica y tiene matices y vertientes diferentes, pero de algún modo puede resumirse en una serie de ingredientes que se han ido repitiendo a lo largo de los siglos. Este es el objetivo universal y omnipresente. En definitiva: la felicidad es el fondeadero en el que echar el ancla. Hemos de responder de entrada el qué (contenidos) y el cómo (el modo, el procedimiento) de la felicidad. Aristóteles, en su Ética aNicómaco, dice que «la felicidad es el fin de todos los actos».
El helenismo es posterior a Sócrates, Platón y Aristóteles y corresponde a un periodo larguísimo que va desde el siglo IV a. C al IV d. C. En esta época el griego se hace cosmopolita gracias a la expansión propiciada por Alejandro Magno (que murió en el año 323 a. C.), y aparecen las grandes bibliotecas, como la de Alejandría. También surgen la Academia, los liceos peripatéticos y distintas escuelas de pensamiento. La filosofía pasa entonces del amor a la sabiduría, a convertirse en el arte de saber vivir y de buscar la felicidad. Cambio notable de orientación. En este periodo aparecen cuatro escuelas que nos ofrecen su perspectiva sobre la felicidad:
- El epicureísmo. Su fundador nace en Samos en el año 345 a. C., pero se establece después en Atenas y crea el grupo de los llamados «filósofos del jardín», ya que se instalan en el jardín de su casa y allí desarrollan sus debates, pretendiendo bucear en el secreto de la felicidad. Epicuro la concebía como placer. Analiza las sensaciones como criterio de verdad y validez objetivas; y las representaciones mentales, como percepciones archivadas en la memoria y de una enorme importancia. Para él los sentimientos de placer y dolor tienen una función superior, siendo el placer el principio de la felicidad: el máximo placer consiste en la supresión del dolor, es la tranquilidad del alma, la carencia de sufrimiento que debe conquistar mediante un instrumento, la virtud, que nos ayudará a valorar los distintos placeres.
Dice Epicuro: «No sufrir dolor en el cuerpo, ni turbación en el alma. […] Pero ni todo dolor es un mal, ni todo placer es elegible… Conviene juzgar todas estas cosas con cálculo; el sabio, frente a la necesidad, sabe más dar que tomar; éste es su tesoro». Es una gran aspiración la que sigue esta corriente: no depender de las cosas externas. Un discípulo de él, Crisipo, lo expresa de manera más tajante: «El sabio es indiferente a la vida y a la muerte, a la gloria y a la ignominia, al placer y al dolor, a la riqueza y a la pobreza, a la salud y a la enfermedad; ha de despreciar todo lo humano, excepto la sabiduría».
- Otra escuela importante es la de los estoicos, llamados así porque desplegaron su tarea docente en un pórtico (stoa, en griego) decorado con pinturas de Polignoto. Su figura inicial más destacada fue Zenón, y su rastro duró casi cinco siglos (del III a. C. Al II d. C). Tiene como principales representantes a Séneca, Marco Aurelio y Epicteto. Para ellos la felicidad se alcanza mediante la virtud, siendo su principal aspiración el conseguir ser imperturbable.
Séneca, en su libro Sobre la felicidad, subraya que para conseguirla es preciso vivir según la naturaleza y obrar según la razón. Todas las virtudes están conectadas unas con otras, y el más feliz es el que sabe mejor armonizarlas. Pero la virtud no es innata, debe conseguirse mediante un esfuerzo y «no necesita de la concupiscencia ni del placer, ni de ningún otro de los bienes materiales». «El sumo bien es la felicidad armónica del alma.»
Repite con insistencia: «Es feliz la vida según la virtud. […] La felicidad es una actividad conforme a la virtud». Ningún animal debe ser tratado con más arte que el ser humano, artesanía que lleva a sacar lo mejor de su persona, y en este sentido toda la tónica senequista brilla con luz propia, instalada en la siguiente atalaya: el arquetipo del sabio no es el que se queda impasible ante los hechos de la vida, sino el que se autodomina y llega a ser señor de sí mismo.
- El escepticismo se basa en la ausencia de cualquier tipo de verdad, en un radical desprecio de principios ontológicos. Según esta escuela hay que mirar no los criterios objetivos, que no existen, sino los subjetivos, y estos dependen de la posibilidad del obrar. Se aterriza así en la epoché, que es la suspensión de todo juicio sobre la realidad. Toda razón se opone a otra de igual valor, por ello es imposible dibujar ningún tipo de dogma o principio esencial.
- Finalmente nos encontramos con los eclécticos. Son los que integran todas las posturas, dándole a cada una de ellas su propio espacio. El representante más destacado es Cicerón (106-44 a. C.), quien dijo: «Todos estamos movidos por el vivo deseo de ser felices, pero el alma del sabio no es movida por el deseo, ni arrastrada por el placer. […] Es libre porque no es esclavo de sus deseos». Llega incluso a decir que para tocar la felicidad «hay que suprimir el deseo».
Todas las teorías sobre la felicidad pueden inscribirse (esquematizando mucho el tema) dentro de dos polos contrapuestos: la felicidad por el deseo, el placer, el bienestar y el nivel de vida, en un lado; y por la virtud, la renuncia, la paz interior en el control de uno mismo y la ascética y la austeridad, en otro. Son dos estilos entre los cuales cabe un abanico de posibilidades y matices que se engarzan entre la satisfacción del deseo y el afán de renuncia.
Hablaría yo en este momento de mi recorrido por la aspiración a la felicidad por la resta. Se trata no de sumar y sumar cosas, sino de ser cada vez más feliz con menos cosas. La libertad interior consiste en necesitar cada vez menos, no crearse uno necesidades, ni acumular cosas, sino más bien almacenar sabiduría para desenvolverse mejor en la travesía personal, sorteando dificultades con ese acopio de conocimiento.
Cada edad tiene unos deseos específicos de felicidad. El niño va descubriendo la vida, y cuando tiene un juguete necesita romperlo para descubrir qué hay en su fondo. Luego la imaginación va fabricando escenarios según la forma de madurar de cada uno. El adolescente sueña con sus paraísos y el joven habla de cuando sea mayor, dándonos así una respuesta de lo que es la ilusión: la anticipación gozosa de algo que se anhela y que se representa en la mente como satisfactorio.
La transición de la secuencia de los deseos cambia con el paso del tiempo. En la adolescencia el sexo tiene un enorme tirón; en la primera juventud, lo profesional y sus cotas; en el hombre maduro, el dinero y el poder; en la persona madura (y sensata), la búsqueda de la coherencia y la integridad; en la recta final de la vida, la paz, que a esas alturas es serenidad y benevolencia.
El deseo tiene un carácter universal. Su despertar trae la marea de un contenido concreto. Desear algo es normal, sano, está inscrito en la naturaleza humana. Lo malo es la obsesión o el dejarse arrastrar por un deseo cuyo final no es bueno de ahí la importancia de ir consiguiendo una mirada inteligente que sepa ver más allá de las apariencias, que descubra la conveniencia o no de esa presión que pide abrirse paso entre un enjambre de solicitudes diversas.
El deseo puede volverse impaciente, febril, apasionado, devorador… Puede escorarse hacia la avidez ansiosa, voracidad sobre la que se pierde el control. Hay una frontera huidiza en ese pasadizo psicológico que puede llevar a una forma progresiva de autodestrucción. Lo que diferencia un proyecto de vida de otro es la administración inteligente del deseo. Saber mirar por elevación, otear el futuro personal y evaluar la conveniencia del mismo, es lo importante. Seguir el derrotero del deseo inadecuado puede ser malo, porque anula la libertad y uno se pierde inducido por su carga.
EI deseo es tetradimensional: biológico, psicológico, cultural y espiritual. Valoraremos estos planos de la existencia más adelante, pero podemos adelantar que el deseo tiene su carga genética, aunque procede de unas preferencias personales complejas en las que naturaleza, cultura y espiritualidad han ido formando un fondo, un rescoldo de vivencias que se van depositando, dejando cada una, con sus ramificaciones, una impronta.
El deseo va de lo congénito a lo adquirido, formando un mapamundi propio que es reflejo de la biografía. Por eso su clasificación puede ser interminable, el cuento de nunca acabar. El deseo de felicidad tiene en el ser humano propiedad y sentido; no ocurre lo mismo en el animal, que no tiene capacidad para elaborar un proyecto personal.
El deseo es anhelo, presión, inmediatez en la gran mayoría de las ocasiones, búsqueda de algo que aspira a su satisfacción. Es un impulso motor que debe ser regulado con la inteligencia, la afectividad y la voluntad; tres bastiones esenciales que tienen en cada individuo matices y connotaciones particulares y que dan lugar a una rica gama de personalidades.
El ser humano tiende a complicar sus deseos. Una vez cubiertas las necesidades primarias, uno prefiere un buen vino, con cuerpo y estructura, que un vino vulgar poco elaborado; otro busca más la comida sabrosa y exenta de grasas, una dieta sana pero de calidad; otro prefiere ilustrarse y saber con qué criterios cuenta para salir adelante en nuestra sociedad; el sujeto primario va detrás del sexo, la comida y la bebida deforma urgente, rápida, simple, con escaso control de sí mismo; la persona secundaria valora las consecuencias de su conducta y sopesa sus resultados, sin precipitarse; el que va detrás del dinero, con un deseo ávido de enriquecerse, puede ocurrir que nunca se pare a pensar para qué quiere tener tanto y a dónde va a llegar de ese modo… Y así sucesivamente.
Cubiertas las necesidades básicas, la conducta serpentea por territorios de calidad y cantidad. Los deseos más ligados a lo biológico pueden llegar a cansar e incluso, con el paso del tiempo, producen hastío, saturación, hartazgo; por eso deben dosificarse de forma adecuada. Los deseos más ligados alas otras tres esferas (psicológica, cultural y espiritual) resulta más difícil colmarlos, pues tienen un fondo que no se llena fácilmente, se modifican, se asocian con otros formando una mixtura sui generis, escogen un vericueto preciso y piden y reclaman novedades, pero ayudan al encuentro con uno mismo. Pensemos en el anhelo de excelencia: ir a lo mejor, alcanzar las cotas más altas alas que puede llegar una persona. Este camino se vuelve interminable, y si uno se fija metas precisas, se da cuenta entonces de los posibles avances que va logrando.
Algo parecido sucede con el deseo de saber: pensemos en lo difícil que es dominar una disciplina, y esto va desde los vinos o los tipos de peces, hasta la historia, la literatura o la psiquiatría. Los conocimientos se van ampliando y aparecen los generalistas y los especialistas. Estos últimos se dedican tan sólo a una parte, ante la imposibilidad material de abarcar todo lo que confluye dentro de ese sector de estudio. Pensemos en la sabiduría en el sentido clásico del término: saber vivir y tener talento, ilustración, formación erudita y experiencia de la vida y lucidez para actuar, que dan como síntesis una especie de madurez compacta.
Ese deseo de sabiduría siempre se queda corto, porque su geografía es proteiforme y se desdobla en planos diversos. Una persona sabia está cerca de la felicidad. A medida que una persona sabe más, descubre lo que le queda por conocer, y de ese modo tiene una mayor conciencia de su ignorancia; el inculto, el que está poco preparado y escasamente leído, no se plantea esto. Al contrario: su desconocimiento le hace atrevido.
El deseo como posesión de cosas materiales, puede volver al ser humano ansioso, pues la oferta en un mundo consumista es inagotable. Por eso, si se sigue ese camino, lo que ocurre es que se van sustituyendo unos objetos por otros, cada vez más sofisticados, o bien la necesidad de la novedad se pone en primer plano. Es casi lo opuesto al deseo de amor, afán que nunca se colma, pues tanto el amor humano como el divino siempre tienen un fondo precario, desde Tristán e Isolda, Abelardo y Eloísa, Romeo y Julieta… Se espera de ellos más de lo que realmente pueden dar. Y en el amor divino, el hombre es deudor, por eso desfallece a pesar de su grandeza, como nos cuentan santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Edith Stein, etc.
La felicidad es un estado de ánimo personal e intransferible, de alegría y paz, como resultado de lo que es la vida hasta un momento determinado. No es algo objetivo, porque entonces sólo se podría medir a través de las cosas externas o materiales que se poseen, y la felicidad no se encuentra ahí. Es evidente que se requieren unas condiciones mínimas materiales de salida, que tengan cubierto lo esencial de cualquier ser humano. Por eso todo intento de concretar demasiado los bienes de la felicidad es complicado.
Mi fórmula de la felicidad, lo he comentado ya, consiste en una cierta madurez de la personalidad como puerta de entrada, y después la vida como proyecto con tres grandes notas en su seno: amor, trabajo y cultura. Estas dimensiones, con sus ramificaciones correspondientes, exploran y analizan cómo va la felicidad de alguien.
DEL DESEO A LA FELICIDAD
Los distintos ámbitos de la felicidad son interminables. No acaba uno de nombrarlos nunca. Su extensión es tan amplia, sus matices son tantos, que a medida que uno avanza en el análisis, parece que no ha abordado casi nada, es como si constantemente se empezara de nuevo.
Ahora bien, partiendo del deseo hay que ensayar una definición. Muchas veces oímos que alguien le dice a otra persona: «Lo tienes todo para ser feliz y, sin embargo…»; otro dice: «Qué feliz sería si…» ¿Qué falta entonces para ser feliz, en una persona que no carece de casi nada material? ¿Qué piedra filosofal necesita? ¿Dónde está la clave? La respuesta no es nada fácil darla de forma tajante, pero yo diría: la felicidad consiste en el arte de vivir; lo que no hemos alcanzado es saber vivir y hacerlo como seres humanos, racionales y afectivos.
Y eso necesita arte y oficio, talento y aprendizaje. Montaigne lo decía en sus Ensayos: «Nos enseñan a vivir cuando la vida ya ha pasado». Sucede con frecuencia esto en los grandes temas de la vida
El deseo es carencia de aquello que se anhela. Generalmente apreciamos más aquello que no tenemos que lo que poseemos. En El banquete, Platón cuenta la celebración, durante la primavera, de un premio de poesía otorgado a Agatón; entre los comensales están Sócrates, el propio Platón y un nutrido grupo de destacadas personalidades de su tiempo, y se propone un tema de conversación: el amor. Y dice Sócrates: «Amor es el deseo de engendrar en la belleza». Deseo es lo que no se posee.
El hombre es un animal descontento. Por eso la felicidad es como llenar de agua un cesto de mimbre: todo se escapa por las rendijas. La felicidad es un ideal, una utopía, un concepto maravilloso que está en la imaginación y que rara vez se alcanza. Es un rincón de brisas suaves por el que uno transita de forma pasajera; una mirada serena sobre nuestra propia vida, en la que hay amor y perdón a uno mismo, alegría y aceptación tranquila de los resultados conseguidos hasta ese momento. La felicidad es un icono que sintetiza nuestros haber y debe biográficos, nuestro arqueo de caja personal. A la vez no hay que olvidar que ningún paraje más o menos positivo se gana para siempre.
El amor humano resulta difícil de mantener bien estructurado, pero el desamor está casi a la vuelta de la esquina. El contenido de la felicidad es tan complejo, tiene tantos matices y recovecos, que muy a menudo presenta deficiencias. El primer argumento que sustenta la vida personal, hoy menospreciado, es el concepto de pareja. En la actualidad ésta se entiende como relación más o menos esporádica que puede durar o no y que se defiende como algo transitorio, que si se rompe no pasa nada. Simplemente se inicia otra relación y adelante, lo importante es ir cambiando de cónyuge hasta que uno encuentra a la persona con que realmente puede convivir. Esta forma de pensar es inconsistente y le da al proyecto personal un tono frívolo en uno de sus guiones más decisivos.
El deseo amoroso es preferencia, elección, aspiración deliberada que escoge y selecciona a otra persona. En lo emocional se mezclan la pasión, el ardor, la inclinación sexual y la presión más o menos inmediata que empuja en ese sentido. El vocabulario personal de la afectividad necesita uno tenerlo claro, distinguiendo la seda del percal, sabiendo discernir la apariencia de la realidad. En este terreno actúan distinciones sugerentes que nos abren el entendimiento y lo iluminan. Igual que los buenos abogados ganan muchos pleitos por cuestiones de matiz, distinguir lo aparente de lo real, en este campo en el que ahora nos movemos, no es baladí.
Dice Spinoza en su Ética que «el deseo es la esencia misma del hombre». Ser feliz será tener lo que uno deseó, al menos en un primer momento. El deseo es «carencia de». Lo que ya poseemos ha dejado de vivirse como presión o inmediatez de la acción hasta conseguir ese algo. Mientras deseamos lo que nos falta sentimos anhelo por ello, la esperanza de alcanzarlo.
Por este derrotero yo formularía la siguiente proposición: la felicidad es un estado de ánimo de alegría y paz, en el que uno se da cuenta de que hay una buena relación entre lo que ha deseado y lo que ha conseguido. Este es el punto adonde quería llegar: la felicidad es un sentimiento que es a la vez gozo y serenidad por haber logrado un resultado positivo con el proyecto personal, trenzado de amor, trabajo y cultura. Hay una cierta plenitud en la exploración que se lleva a cabo con uno mismo, siempre con la nota clara de la limitación que tiene cualquier obra humana.
Para el materialismo la felicidad está muy relacionada con el dinero, el placer, el poder o las fórmulas más recientes de bienestar y nivel de vida. Todo queda de ese modo reducido a bienes materiales. Son muchos los que, teniéndolo casi todo, no son felices o incluso son muy desgraciados.,¿Qué les falta a esas personas, qué necesitan para ser felices? La felicidad consiste en hacer algo que merezca la pena con la propia existencia, algo grande según las posibilidades y tipo de vida de cada uno. Cada uno es el protagonista de sus pasos.
A eso se le debe llamar saber vivir: gestionar los grandes asuntos de forma positiva, correcta, equilibrada, como seres humanos, con una reflexión previa. Es más importante saber pensar que sentir. Hoy se da una cierta exaltación de lo sentimental, que se desliza en ocasiones hacia un sentimentalismo de escasa solidez. Saber vivir implica un pensamiento operativo, no quedarse en la mera hipótesis de lo que uno debe hacer. Se trata de reinsertar la fortuna en el proyecto, porque siempre sucederán avatares y vicisitudes, altibajos y retrocesos que nos saquen de la dirección trazada, dejándonos a veces en la cuneta de nuestras principales aspiraciones.
La felicidad consiste en tener una vida completa, coherente, en la que los deseos hayan salido bien o hayan fracasado, pero que por encima de todo tracen un hilo de fondo que lo enlaza todo: un sentido de la vida. Eso es lo que descubrimos los psiquiatras al perforar la superficie de una biografía. Voy a ser más apasionado en mis palabras: hay que hacer de la propia vida una pequeña obra de arte.
Por ahí nos topamos de frente con el castillo de la felicidad, su puente levadizo nos abre sus compuertas. Soy un artista, modesto, bien es cierto, pero trabajo con artesanía cada uno de los planos que tejen la urdimbre de mi vida. La felicidad consiste en un arte de vida tejido de sencillez y complejidad, de pequeñeces v grandezas, que aúna capacidad de superación, rectificación v mirada en lejanía.
Tratamos de encontrar ese sentido personal que lo hilvana todo, incluso cuando los temas más íntimos se deshilachan. Sentido de la vida quiere decir lo siguiente:
1. Ante todo dirección: se apunta hacia una meta, hay un objetivo hacia el que se dirigen nuestros pasos, saltando por encima de las dificultades de dentro y de fuera.
2. También quiere decir significado: lo que se hospeda dentro de la persona, la realidad última de s sus actos. La motivación que empuja a hacer esto y no aquello. Todo tiene un sentido, incluso cuando el sufrimiento aparece justo donde más daño puede hacer. Por esos valles y quebradas se otea la razón de ser de una persona.
3. Además tiene que haber coherencia, es decir, la pretensión de que entre la teoría y la práctica, entre lo que se piensa y lo que se hace, haya una buena relación. Una vida coherente está a las puertas de la felicidad. La conexión de los argumentos del proyecto personal mantiene una buena relación, está proporcionada. En suma, el sistema que uno ha elaborado tiene cohesión o, dicho en otros términos, se dan dentro de él el menor numero posible de contradicciones internas. La coherencia permite descubrir las articulaciones íntimas y sus estrechas relaciones.
Cuando la vida tiene un sentido uno es menos vulnerable, tiene más fortaleza. Las incertidumbres y riesgos no significan siempre fragilidad. Una vida con norte, con capacidad para cerrar las heridas, que sabe perdonarse y pasar las páginas emborronadas de los errores propios y ajenos, está en el buen camino. Por eso uno quiere ser feliz. Actuar bien es humano, descubre los valores que no pasan y hace que el ser se mueva por el empedrado de la ética: el arte de vivir con dignidad humana.
Cuando la vida carece de ese sentido, está siempre amenazada, en peligro. Cuando se pierde el sentido de la vida, se penetra en una especie de malversación de la existencia, corriendo detrás de los deseos más primarios, que fustigan con la inmediatez de lo que apetece en cada circunstancia. Rectificar es de sabios y volver a empezar es propio de personas fuertes. La ingeniería de la conducta entra en revisión.
LOS DESEOS Y LA REALIDAD
Esta es la ecuación a la que debemos mirar. La realidad es la verdad de cada uno. Con sus apartados y divisiones: es nítida y penetrante. A través de ella vemos la verdad y la libertad, las cuales están estrechamente relacionadas y determinan la impronta de la conducta, no encontrándose esto en el reino animal.
Conocer nuestra relación con la verdad es una vieja aspiración de la filosofía. Cada vez tenemos más información de las más diversas ramas, jamás el ser humano ha sabido tanto como en la época actual. La verdad es la evidencia de algo que tiene una serie de correspondencias, unas objetivas (empíricas, físicas) y otras subjetivas (interiores, metafísicas). Si no existiera el concepto de verdad, si negáramos su existencia, todos los discursos sobre el hombre seriamos iguales y no habría diferencia entre una persona sana y una que tiene un delirio o es paranoica; resultaría ser del mismo calado una alucinación que una percepción normal. La razón de la sinrazón a la palestra.
Por eso la verdad debe iluminar la inteligencia y templar la voluntad. Ella remite a las preguntas fundamentales de la existencia. La crisis en torno a la palabra verdad nos lleva de la mano al relativismo. La libertad depende directamente de la verdad. La verdad sobre la persona lleva a descubrir cuál debe ser su pretensión, a dónde va, a qué aspira, por qué se mueve en esa dirección. Si los deseos no están ordenados a la larga según la verdad, en vez de ayudar al ser humano le perjudican, no le enriquecen sino que lo deterioran por dentro. El tema rebasa los límites de lo que ahora puedo plantear, pero el lector interesado debe beber en fuentes diáfanas.
Freud decía que los contenidos del sueño apuntan hacia «la realización de los deseos ocultos». Los deseos van buscando, como si se tratara de una aspiración latente, lo perdido, aquello que debería habitarnos y, por las razones que sea, ha huido de nosotros. Son como mitos, con una cierta indeterminación, que se disparan en un momento dado. Descartes en su dualismo nos pone de manifiesto la imagen del hombre como cuerpo y alma, el primero sujeto a las leyes naturales y el segundo a las leyes histórico-culturales; los fenómenos biológicos se explican (se descubren en ellos sus relaciones de causa-efecto), los psicológicos se comprenden (se pueden captar en ellos relaciones de sentido).
Zubiri, en su libro Naturaleza, historia, Dios, define al hombre como «animal de realidades». Condenado, por otro lado, a enfermar de deseos, y esto sucede cuando aparecen al mismo tiempo defectos de la razón y de la voluntad, que separadas del bien al que deben aspirar a largo plazo, generan deseos mal orientados que escogen por arriba la soberbia y por abajo las pasiones. Buscando la libertad se convierte en esclavo. Es natural el amor al deleite, pero esa apetencia debe subordinarse a un amor bueno, hacia el bien de la persona. Hay que intentar descubrir la validez del deseo, y eso no es tarea fácil por la inmediatez de su tensión, que puede ser incapaz de conocer lo que es mejor.
Esto lo vemos hoy con claridad en la invitación permanente al consumo de sexo desvinculado, en que la publicidad desempeña un papel destacado, impidiendo descubrir a la persona por la presentación constante de imágenes eróticas. Sustraerse a esa coacción que encorseta la acción requiere una voluntad fuerte, una inteligencia lúcida y una disposición sólida para ir contra la corriente. Lo mismo se puede decir de la invitación al consumismo o a la repetición de patrones propagados por los medios de comunicación y que muchos manejan de forma acrítica.
La templanza está considerada como una virtud cardinal supone la posibilidad de rebelión de los instintos más básicos contra las tendencias «superiores». La templanza es el arte de gozar de la vida con la dignidad que debe de tener un ser humano. El que no tiene templanza es prisionero de sus deseos, se hace esclavo por inclinación a satisfacer lo primero que aparece ante él y así va camino de la debilidad, cada vez menos dueño de sí y arrastrado por esos impulsos.
Hoy la palabra virtud tiene connotaciones clericales para muchos, incluso un ingrediente sospechoso. Se ha puesto de moda, en su lugar, el término valores, que tiene una cierta polivalencia y sobre todo se adapta al lenguaje coloquial de forma más clara. Pues bien, la templanza ha sido entendida con frecuencia como moderación en la sexualidad, el comer y el beber; con mayor referencia a la cantidad, con lo cual suena a algo negativo y vuelve la ética de las prohibiciones.
Creo que este error debe de ser subsanado. La templanza no es contención, represión, limitación ni freno ante los deseos. La templanza nos hace señores de nosotros mismos y su objetivo no es ponernos límites, sino respetarlos. En resumen: hacernos humanos en los deseos e independientes de ellos. Decía Aristóteles que «sabio es aquel que vende géneros de los que se nutre el alma». Está dentro del campo del arte de disfrutar de la vida y en su fondo esconde una premisa: contentarse con lo que uno tiene y saborearlo. Es la prudencia aplicada a los deseos placenteros, que tienen en la sexualidad, la comida, la bebida, el poder y el consumismo sus representantes más potentes.
El consumista entregado a las compras compulsivas tiene su placer en la multiplicación indefinida de objetos y se vuelve esclavo del último producto y marca que aparece en el mercado. Muchas veces es un mecanismo para olvidar frustraciones, una compensación que se alcanza adquiriendo algo que disuelve una cierta irritabilidad o tristeza de escasa monta. San Francisco de Asís puso sus deseos en la pobreza y encontró allí la felicidad. En la sociedad opulenta del primer y segundo mundo, la templanza tiene mucho que decir, pues es un valor para todas las épocas, pero sobre todo en la bonanza económica: allí tiene más cancha para actuar.
El alcohólico está preso del alcohol y no puede dejarlo. El cocainómano busca el cambio de su conducta con una vitalidad y dinamismo falsos. El heroinómano se mete heroína en vena buscando paraísos artificiales de una paz oceánica, el nirvana a la carta. El consumidor de sexo y pornografía va detrás de la emoción del orgasmo, como un animal que sigue los dictados del instinto incoercible y luego se queda contento con su presa para volver a empezar en cuanto el deseo asoma por el horizonte.
El que tiene un deseo desordenado de sí mismo (orgullo, soberbia, vanidad, con sus grados y matices) sufre si no es el centro de todo y los demás no hablan de él y de su importancia. Es una actitud del que se cree más de lo que es, un apetito desmesurado de la propia importancia, que se acompaña de la tendencia a demostrar superioridad y preeminencia, lo que se desliza hacia la altivez, el menosprecio, la desconsideración y la frialdad en el trato.
La templanza es aquel valor que nos consigue armonía y equilibrio de los apetitos, ordenándolos de acuerdo con la razón y la voluntad, haciéndonos fuertes, recios, consistentes dueños de nosotros mismos, capaces de decir que sí y que no. La templanza no es un sentimiento, sino un hábito que se adquiere con la repetición esforzada de actos en los que uno se vence y se domina, buscando lo mejor, incluso lo excelente. Su finalidad es poner orden en el interior de la persona y eso lleva a la tranquilidad (el quies animi de los clásicos: la quietud del alma).
El orden es el placer de la inteligencia y la afectividad. Esa es la resultante de su ejercicio: la templanza es gobierno y paz en el orden interior. En los deseos asumidos y satisfechos sin más, uno fracasa porque no se realiza en lo que es su verdadera libertad, por no saber posponer lo inmediato a lo mediato. Saber mirar es saber amar.
La templanza planea sobre los deseos, no frenándolos sin más, sino conduciéndolos hacia el mejor desarrollo del proyecto personal. Hay que aprender a mirar en la lejanía, elevándonos sobre lo inminente, por encima de la urgencia que pide abrirse paso en ese momento. Por eso de ella se desprende la mansedumbre: estado de ánimo apacible, sereno, sosegado, suave y, sobre todo, de docilidad.
He comentado al principio de este capitulo que educar es introducir en la realidad con amor y conocimiento. Educar es enseñar la senda de lo mejor y el esfuerzo gradual por ir alcanzando este destino, entusiasmando con los valores. Toda educación auténtica promociona la alegría. La cultura europea tiene sus principales raíces en el mundo griego (el pensamiento), el romano (el derecho), la Edad Media (el monje, el cortesano, el caballero) y el Renacimiento (con el humanismo y sus grandes personajes: Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam, Montaigne y Luis Vives).
En toda evolución del proceso educativo hay algo que permanece y algo que cambia. La buena educación no sólo sirve para mantenerse a flote y nadar contra corriente, para llegar a ser persona, sino también para prepararse ante los cambios que se irán dando. Hay que saber descubrir por debajo de las apariencias qué es lo que permanece y qué lo que se muda. Lo mismo pasa en cada persona. Lo decía Kant: «Somos siempre el mismo, pero no somos siempre lo mismo».
Lo material cambia, y lo que no es material tiende más a permanecer. No olvidemos la pasión que hay en el mundo actual sobre la moda, que se impone de forma masiva y acrítica para tanta gente, como una marea que nada detiene y que, pasado su momento, se diluye y no queda casi nada. Los que han apostado por ella en temas importantes, sustanciales, se ven perdidos, porque otra moda nueva sustituye a la anterior con la misma fuerza que la precedente.
Esto vale no sólo para cuestiones de moral y costumbres, sino para un abanico más amplio. Una de las permanencias más destacadas es la de la alegría. La educación es la transformación de un individuo en persona mediante la adquisición de conocimientos, reglas, valores e ideales. La educación nos transporta hacia la alegría, ya que el sujeto se vuelve humano y es capaz de mirar de forma cercana y comprensiva al otro, al que tiene enfrente.
La complejidad del mundo afectivo la vemos, una vez más, al adentrarnos en la alegría. Su proximidad con otros estados de ánimo es muy rica: satisfacción, gozo, complacencia, regocijo, animación, optimismo, entusiasmo, buen humor, placer, fiesta, festejo y un cierto etcétera. En el hervidero de términos me abro paso buscando lo que es esencial en ella: la alegría es un estado de ánimo de gozo por haber adquirido un deseo, un reto o una meta que uno se había propuesto y que se manifiesta por dentro (vivencia positiva)y por fuera (a través de la conducta). Los psiquiatras sabemos mucho sobre estos temas, pues nos pasamos la vida entrando y saliendo del cuarto de máquinas del comportamiento.
Por eso distinguimos entre sentimientos motivados e inmotivados, unos desencadenados por algo y otros en los que la causa se desdibuja y no descubrimos ningún estímulo externo objetivable.
Todos sabemos lo que es y en qué consiste la alegría. Es un estado anímico fundamental. En él uno se siente a gusto, contento, dichoso. Hay una gradación afectiva que va de lo biológico a lo cultural y espiritual: placer, alegría y felicidad. Las relaciones entre ellos son estrechas. El placeres la culminación de un deseo que produce una sensación agradable. La felicidad consiste en estar contento con uno mismo al pasar revista a nuestro proyecto personal; ésta siempre es deficitaria.
En el horizonte de los sentimientos placenteros, la alegría está por encima del placer, pero por debajo de la felicidad. El placer es la satisfacción de algo sensible. La alegría, el gozo que salta cuando la actividad es positiva, enriquecedora. La felicidad es ya suma y compendio de una vida coherente, auténtica, armónica. El placer desemboca en una experiencia de reposo; la alegría produce una dilatación y animación del tono afectivo; la felicidad consiste en estar contento con uno mismo viendo la tabla de resultados biográficos. Vemos la travesía de conexiones que se establecen ahí donde las pretensiones de sistematizar los conceptos se mueven por un vocabulario resbaladizo.
En la alegría vibran los tres éxtasis del tiempo: pasado, presente y futuro. Es el gozo por la tarea bien hecha (pasado), la vivencia de algo momentáneo que sale adelante (presente) y la esperanza de conseguir pequeñas metas (futuro). La alegría se produce por la contemplación (pasado y futuro) o la actividad (presente) de algún bien. Recuerdo, posesión y esperanza. Algo poseído o esperado. El placer es más superficial y transitorio, mientras que la alegría se mueve en un terreno intermedio y la felicidad es más profunda y permanente. Pueden darse los tres juntos o también por separado. La felicidad es la alegría de saber que el programa de vida personal va funcionando relativamente bien, a pesar de las dificultades y los pasos zigzagueantes de cualquier historia personal.
Hay alegrías ruidosas y silenciosas, lo mismo que el llanto puede significar tristeza, pero también contento. Los sentimientos tienen formas cambiantes, oscilan, se mueven, se cruzan y entrelazan, forman alianzas y se superponen con estilos afectivos diversos en los que los ribetes de unos y otros forman un surtido de aleaciones ligadas, aglutinaciones nacidas de la vida misma.
Hay alegrías como un puro conocer, frente a las del sentir; unas más intelectuales y otras más prácticas. En la alegría hay amor. Dice san Agustín en La ciudad de Dios (XIV,7) «El amor anhelando poseer lo que se ama, es deseo; poseyendo y gozando de ello, es alegría; eludiendo lo que le es contrario, es temor; y sintiendo esto, si acaece, es tristeza».
La educación tiene como su objetivo más cercano la alegría. Entra en el hombre tras el esfuerzo por mejorar, concretando objetivos, puliendo, limando y recortando las aristas de lo que debe retocarse y corregirse de cada uno. Vemos así como el hombre concreto cincela su personalidad, trabajándola con dedicación, sin impacientarse, disfrutando con los pequeños avances que va observando en su conducta.
La vida tiene, siempre, un fondo dramático. La mejor de las vidas está llena de derrotas. Lo importante es superarlas, crecerse ante sus aldabonazos. Cuando las circunstancias personales son durísimas, viene casi la necesidad, el deseo imperioso de evadirse, de escapar de una realidad dolorosa. Entonces los deseos se van hacia lo más primario: el alcohol, el sexo, las drogas, la permisividad y sus hijos naturales. Las durezas de la vida se disuelven así, pero este es un camino falso, que adormece transitoriamente el sufrimiento, pero no enfoca el tema, con afán de superarlo e integrarlo en lo que debe ser un proyecto de vida coherente y realista, es decir, con las menores contradicciones posibles y hecho con los pies en la tierra. En la evasión hacia el sexo y las drogas hay deseo de escapar y sed fáustica de aventuras: se inicia una fuga hacia los paraísos artificiales que esas dos cosas prometen, buscando una nueva libertad.
Esta nueva liberación está hecha de curiosidad y avidez de pasiones fuertes, pero lo que de verdad se busca es la liquidación de una vida cotidiana dura, dolorosa, aburrida, poco soportable, estrecha y anodina, y sumergirse en un viaje salpicado de novedades excitantes que a la larga no suele acabar bien. ¿Por qué el final de todo este camino raramente es positivo? Porque se va perdiendo poco a poco la libertad interior, al inscribirse la relación con el sexo y con la droga en una inexorable subordinación, que termina en la sumisión a un dueño fanático y devorador.
El ser humano se hace fuerte en los fracasos si sabe asumirlos y ponerlos en su justo punto y, a la vez, no se hunde en ellos, sino que los sobrepasa. La frustración ayuda a madurar, aunque cuando asoma por nuestra vida la rechazamos de plano. Es lo contrario que nos ocurre con la alegría. La felicidad es el sufrimiento superado con amor y vuelta a empezar. Y esto es más fácil de decir que de hacer.