pecados ancestrales

¿Existen los pecados ancestrales? ¿Es católica la oración de sanación del árbol genealógico?

Pregunta:

¿Existen los pecados ancestrales? ¿Es católica la oración de sanación del árbol genealógico?

Respuesta:

En algunos sectores de la Iglesia Católica, sobre todo en grupos de tipo carismático, se ha difundido mucho la práctica de la oración, el rosario o las misas de “sanación del árbol genealógico” o “sanación intergeneracional”, que suscita grandes adhesiones, por un lado, y duras críticas por otro. Lo cuenta Luis Santamaría, integrante de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES), en el portal Aleteia.

La Asociación Internacional de Exorcistas ha trabajado este tema en su congreso celebrado en Roma en septiembre de 2018, de la mano del sacerdote mexicano Rogelio Alcántara, a quien se le pidió un estudio exhaustivo sobre el asunto. Alcántara es doctor en Teología y director de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Arquidiócesis de México. Resumimos aquí su intervención.

Unos males supuestamente heredados

El autor resume así la idea que está en la base de la sanación intergeneracional: “los males que padecen actualmente las personas (males psíquicos, morales, sociales, espirituales y corporales) tienen una causa en sus antepasados. La persona actual sería como el último eslabón de una cadena, por donde van pasando los males que llegan a ella”. ¿De dónde vendrían estos males? De un triple origen: las malas inclinaciones de los antepasados, sus pecados, y las maldiciones lanzadas sobre sus descendientes. Lo que llevaría a la persona a tener “inclinaciones y tendencias a determinados males” o “ataduras ancestrales” muy fuertes.

La solución propuesta al creyente por algunos sacerdotes y grupos dedicados al ministerio de sanación y liberación sería “sanar su árbol genealógico con prácticas religiosas y oraciones específicas que puedan cortar esa nefasta ‘herencia’ que se ha recibido de los antepasados”, logrando la liberación propia y el perdón de los ancestros. Para ello se realizan unos ritos que implican asumir “nuevos conceptos como: transferencia, influencia, maldición intergeneracional, herencia ancestral, pegajosidad, sanación del árbol genealógico, etc.”.

¿De dónde viene esta teoría?

Después de ofrecer citas significativas de varios autores que sostienen esta idea, el padre Alcántara afirma que no podemos encontrar ningún autor católico que haya enseñado la doctrina del “pecado ancestral” antes de la segunda mitad del siglo XX, por lo que “es una ‘doctrina novedosa’, inventada, que representa un grave peligro para los que quieren aceptar la revelación divina tal como nos la presenta la Iglesia Católica”.

Esta teoría, según el sacerdote mexicano, “apareció por primera vez entre los protestantes por inspiración pagana. Un misionero protestante, Kenneth McAll, es quien dio el impulso a la práctica de ‘sanar’ el árbol genealógico hasta convertirlo en un movimiento”. Además, estas ideas tampoco tienen ningún fundamento filosófico ni científico. De hecho, el padre Alcántara apunta que “el supuesto fundamento filosófico del llamado daño ancestral es muy semejante a lo que popularmente se conoce como el ‘karma’, idea procedente de la religión hinduista”.

Por supuesto, la doctrina del pecado ancestral tampoco tiene fundamento teológico alguno, aunque sus defensores “tratan de justificar su aplicación del ‘karma’ a la teología cristiana basándose en las ciencias psicológicas, especialmente en Carl Jung”. O incluso llegan a citar la doctrina católica del pecado original, sin fundamento.

Pero… ¿no aparece en la Biblia?

La idea de pecados de los antepasados que influyen en la vida de las personas aparece en varios pasajes del Antiguo Testamento, que Rogelio Alcántara detalla y analiza para demostrar que la correcta interpretación de esos textos implica leerlos en su contexto, entendiéndolos “en un progreso pedagógico de la revelación, que llega a su plenitud en Cristo, quien nos enseña el auténtico concepto, por ejemplo, de castigo y misericordia divina”.

Precisamente es la misericordia de Dios el tema que se subraya en los textos bíblicos, la respuesta divina al pecado del ser humano. Por otro lado, hay textos en el Antiguo Testamento en los que se pone de manifiesto “que cada quien cargará con su culpa y las consecuencias de su pecado”, es decir, que “se subraya la dimensión personal del pecado”.

De manera que en el Antiguo Testamento “hay ya una nítida aclaración de la relación entre las consecuencias del pecado y la culpabilidad personal”. Algo que queda confirmado por las palabras de Jesús en los evangelios, como cuando responde a los que le preguntaban si un ciego lo era por sus propios pecados o por los de sus padres. Por eso, el sacerdote afirma que “a partir del análisis de los textos de la Sagrada Escritura podemos concluir que la ‘doctrina’ del llamado ‘pecado ancestral’ y la llamada ‘oración de sanación del árbol genealógico’ no tiene fundamento en la Revelación sobrenatural”.

Distinción entre influencias, pecados y maldiciones

El paso siguiente en la reflexión es aclarar los términos que se usan y distinguirlos. En primer lugar define la influencia intergeneracional como “todo elemento que altera o determina la forma de pensar o de actuar de alguien de una futura generación”. La influencia de una generación a otra existe, es algo natural, se da por cuestiones ambientales o de convivencia (como la educación humana o religiosa, el buen o mal ejemplo, etc.).

En segundo lugar aclara categóricamente con fundamento en la revelación que los llamados pecados intergeneracionales o ancestrales –entendidos como pecados que se transmiten de una generación a otra– no existen, porque el pecado es un acto libre, cuyas consecuencias por trasgredir la ley divina: culpa y pena son personales y por tanto intransferibles. El padre Alcántara reitera que “si por pecados ancestrales se entienden los pecados de los antepasados que se transfieren a la actual generación, éstos no existen, pues el único pecado que puede transmitirse por vía de la generación es el pecado original”.

Y añade que “si por pecados ancestrales se entiende simplemente los pecados que cometieron nuestros antepasados y que no se trasmiten a las actuales generaciones, podría aceptarse la expresión. Sin embargo, por prestarse a confusión y por correr el riesgo de que se interprete en el primer sentido, es mejor evitar el vocablo”. Los pecados de un antepasado no pueden predisponer al pecado al descendiente, sólo “podrían influir naturalmente (ambientalmente) a modo de ejemplo en las personas cercanas al pecador, pero no pueden predisponer a nadie al pecado”. Los pecados se repiten en las familias, sobre todo, por el mal ejemplo.

¿Tienen efecto las maldiciones?

En este punto, el teólogo mexicano vuelve a la cuestión de “las maldiciones que se hacen como petición al demonio” para que una persona quede privada de algún bien. Después de analizar los distintos tipos, aborda su efectividad: “quien maldice puede simplemente desear el mal del otro, pero el puro deseo humano no tiene poder para causar daño alguno. La maldición podría tener efecto cuando quien la lleva a cabo pide el mal para otro” –ya se lo pida a Dios o al demonio–.

Dado que Dios no responde a una petición que busque el mal de otra persona, los únicos que podrían acceder a cumplir las maldiciones son los demonios. ¿Y cómo es posible? Alcántara responde: “por un misterio –incomprensible muchas veces para nosotros– Dios permite actuar a su enemigo causando daños a sus creaturas humanas, de orden físico, psicológico o espiritual para su conversión y salvación”. Avanzando… ¿cuál es el alcance de una maldición o de la brujería en el tiempo? Según el autor, un hombre puede maldecir a sus descendientes, pero sólo a los vivos, pues no tiene bajo su potestad a los que no han sido concebidos.

¿Qué peligros hay?

Para terminar, el sacerdote mexicano afirma que “las llamadas misas (u oraciones) para sanar el árbol genealógico no son parte de la doctrina y liturgia católica… ni en la Revelación, ni en los Santos Padres, ni en la historia de la teología católica hay un solo ejemplo de que ésta sea o haya sido enseñanza católica”.

Basándose en un documento de los obispos franceses, explica que “la llamada oración de sanación del árbol genealógico lleva a la persona a buscar las razones de su sufrimiento fuera de sí misma. Lo cual a su vez impide que haya un verdadero proceso de ayuda psicológica que podría sanar al individuo. Por lo tanto, las ‘misas’ que se celebran con esta intención representan más un peligro psicológico para los fieles que una ayuda”.

Y, por último, subraya que “estas misas desvían la caridad que deberíamos tener hacia nuestros seres queridos difuntos. En efecto, en lugar de ofrecer misas por ellos, pedimos misas para nosotros, en cuanto que queremos que sus pecados dejen de afectarnos en esta vida”.


FUENTE: Aleteia y Infories (Nº 630, 7 de dic. 2018)

vicios capitales

¿Qué son los vicios capitales?

Pregunta:

Hola, estoy en un grupo de la Iglesia y me toca exponer sobre los siete pecados capitales a jóvenes universitarios. ¿Me pueden ayudar?

Respuesta:

Estimada:

Se designa con el nombre de vicios o pecados capitales aquellos afectos desordenados que son como las fuentes de donde dimanan todos los demás pecados. No siempre los vicios capitales son más graves que sus pecados derivados. Algunos no pasan de simples pecados veniales, como ocurre la mayor parte de las veces con la vanidad, la envidia, la ira y la gula; pero siempre conservan la capitalidad en cuanto que son como la cabeza o fuente de donde proceden otros muchos pecados.

            Desde San Gregorio Magno se suelen enumerar siete vicios capitales: vanagloria, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira y acidia o tedio de las cosas espirituales[1]. Santo Tomás de Aquino justifica este número explicando que la voluntad puede desordenarse de siete maneras principales: primero, deseando el bien desordenadamente, lo cual puede ocurrir buscando la propia alabanza (vanagloria), el placer en el comer y beber (gula), el placer venéreo (lujuria) o los bienes exteriores (avaricia); en segundo lugar, huyendo de un bien a causa de los males que le están unidos, en cuyo caso puede tratarse de las cosas espirituales por el esfuerzo que suponen (acidia o tedio espiritual), o del bien ajeno porque rebaja nuestra propia excelencia (envidia) o, finalmente, buscando la venganza desordenadamente (ira).

Veamos brevemente cada uno de estos vicios.

            La vanagloria es el apetito desordenado de la propia alabanza. Busca la propia fama sin méritos en que apoyarla o sin ordenarla a la gloria de Dios y al bien del prójimo. De ordinario no suele pasar de pecado venial, a no ser que se prefiera la propia alabanza al honor mismo de Dios o se quebrante gravemente la caridad para con el prójimo. Se derivan de este vicio otros pecados como la jactancia, al afán de novedades, la hipocresía, la pertinacia, la discordia, las disputas y la desobediencia. Los principales remedios para combatir la vanagloria son: el conocimiento íntimo y sincero de sí mismo; la consideración de la necedad del aplauso humano, y, sobre todo, el recuerdo de la humildad de Cristo.

            La avaricia es el apetito desordenado de los bienes exteriores. Cuando quebranta gravemente la justicia (llegando a robos, fraudes, etc.) es pecado mortal; pero si se opone a la generosidad, no suele pasar de pecado venial. Se derivan de este vicio: la dureza de corazón hacia los pobres; la solicitud desordenada por los bienes terrenos, la violencia, el engaño, el fraude, el perjurio y la traición. Para remediarlo es conveniente considerar la vanidad de los bienes terrenos, la vileza de este vicio y, sobre todo, los ejemplos de Cristo, pobre y desprendido.

            La lujuria es el apetito desordenado de los placeres sexuales. La lujuria es siempre pecado mortal, y solo puede darse en ella pecado venial por la imperfección del acto (falta de advertencia o consentimiento perfecto), pero no por parvedad de materia. Se derivan de este vicio: la ceguera espiritual, la precipitación, la inconsideración, la inconstancia, el amor desordenado de sí mismo, el odio a Dios, el apego a esta vida y el miedo a la futura. Se remedia con la oración frecuente y humilde, la frecuencia de sacramentos, la huida de las ocasiones y de la ociosidad, las mortificaciones voluntarias, y la devoción a la Santísima Virgen María.

            La envidia es la tristeza del bien ajeno en cuanto que rebaja nuestra gloria y excelencia. Objetivamente es pecado mortal, porque se opone directamente a la caridad para con el prójimo; pero suele ser sólo pecado venial por imperfección del acto o parvedad de materia. Son buenos remedios: la consideración de la vileza y de los males que acarrea, la práctica de la caridad fraterna y de la humildad, el recuerdo de los ejemplos de Cristo.

            La gula es el apetito desordenado de comer y beber. Puede ser pecado venial o mortal (especialmente si quebranta a sabiendas algún precepto grave de ayuno o abstinencia; si se infiere voluntariamente grave daño a la salud; si hace perder el uso de la razón –como en el caso de la embriaguez perfecta–, etc.). Produce torpeza o estupidez de entendimiento, locuacidad excesiva, chabacanería y ordinariez, lujuria, etc. Se puede remediar considerando los efectos que produce, mortificándose en el comer y beber, huyendo de las ocasiones de pecado.

            La acidia equivale a la pereza, pero haciendo referencia más bien al tedio o fastidio por las cosas espirituales por el trabajo y molestias que ocasiona. Inclina a omitir los actos de oración y piedad por desgano o falta de gusto.

            La ira es el apetito desordenado de venganza. Se derivan de ella la indignación, el rencor, el griterío, la blasfemia, la riña, etc. Para remediarlo es útil recordar la mansedumbre y dulzura de Cristo, luchar por alcanzar el dominio propio, prevenir las causas de la ira.

En cuanto al orgullo –que no aparece mencionado en esta lista– San Gregorio Magno lo consideraba como un super-vicio capital, pues de él se derivan todos los demás.

Bibliografía:

Royo Marín, Teología Moral para Seglares, BAC, Madrid 1986, tomo 1, n. 263-265;

Evagrio Póntico, Tratado de los ocho vicios capitales.

[1] La mayor parte de los moralistas, en vez de la vanagloria, señalan la soberbia como vicio capital. Pero, con mejor visión Santo Tomás de Aquino considera a la soberbia, no como simple pecado capital (uno de tantos), sino la raíz de donde proceden todos los demás vicios y pecados. En este sentido, la soberbia es más que pecado capital: es la fuente de donde brotan todos los demás vicios y pecados; incluso los capitales, ya que, en definitiva, todo pecado supone el culto idolátrico de sí mismo, anteponiendo los propios gustos y caprichos a la misma ley de Dios, lo cual es propio de la soberbia.

Tentaciones

¿Por qué tengo que soportar tentaciones?

Pregunta:

Padre, creo estar perdiendo por completo la fe; después de tratar de vivir entregada a las cosas de Dios y de la Iglesia, he empezado a tener terribles tentaciones contra la castidad, y a veces incluso contra la fe. Las he tratado de combatir con razonamientos y con oraciones; es algo que me molesta y me quita la alegría. A veces creo que ya terminó, pero al poco tiempo la tentación vuelve  a presentarse. No entiendo por qué, si yo quiero dedicarme a Dios, tengo que sufrir este castigo. Si me puede dar algún consejo mejor.

 

Respuesta:

Estimada:

Muchas almas sufren y se quejan interiormente porque son tentadas. Esto sucede porque no conocen plenamente el sentido y la finalidad de las tentaciones en los designios de Dios. Tal vez olvidan –o nunca han leído– lo que dice el Eclesiástico: Hijo mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación (Eclo 2,1). La tentación es, ciertamente, una instigación al pecado; proviene del enemigo de nuestra naturaleza –el diablo– para destruir la obra de Dios. Pero tiene una importantísima misión en los planes de Dios, quien siempre da vuelta los planes del diablo, usando sus insidias para nuestro bien.

Para su tranquilidad, le recordaré los principios fundamentales de este misterio de la “tentación” en la vida del cristiano.

Dios no tienta a nadie

 La primera verdad que hay que sostener con fuerza es que Dios no tienta a nadie. Nadie diga en la tentación –dice Santiago–: Soy tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al mal ni tentar a nadie (St 1,13). Pero si bien Dios no es autor de la tentación, puede, en cambio, permitirla por los frutos que de ella se siguen. Así la permitió en Cristo y en los santos. Por eso no es extraño que a veces se diga que Dios tienta; pero debe entenderse en el sentido de que Dios permite las tentaciones.

La tentación, como todas las demás cosas, es una “creatura”, en el sentido que le da San Ignacio. Y por eso vale también para ella, aquello del principio y fundamento: “Y todas las cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es criado”. Por eso es que Dios las permite para que alcancemos nuestro fin que es Dios mismo. De ahí que la Escritura llame bienaventurados a los que son tentados: Tened, hermanos míos, por sumo gozo veros rodeados por diversas tentaciones (St 1,2); y también: Bienaventurado el varón que soporta la tentación (St 1,12).

Los santos, iluminados con el don de sabiduría, ven cuán preciosa es la tentación, porque al asaltarnos ésta, Dios está junto a nosotros con sus gracias especiales, ya que durante las tentaciones Dios cuida de nosotros con especial amor y solicitud. Por eso los santos miran las tentaciones como especiales signos de la predilección divina.

Dios no abandona en la tentación

La segunda verdad es que Dios está en las tentaciones más cerca de nosotros de cuanto lo está en los momentos de consuelo. Siempre junto a la tentación está la gracia. Como dice San Pablo: Fiel es Dios que no permite que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas (1Co 10,13). El demonio, dice Santo Tomás, tienta en la medida que Dios le permite. Dios conoce las tentaciones y nuestras fuerzas. Por eso regula su violencia, calcula sus efectos y las permite en proporción de nuestras fuerzas. Cuanto más fuerte es la tentación mayor es el auxilio de Dios. Y no es infrecuente que un período de tentaciones extraordinarias lo sea también de gracias especiales.

El provecho de la tentación

            De aquí que las tentaciones bien llevadas nos reporten muchos bienes. Es más, podemos decir que con mucha frecuencia las tentaciones son uno de los caminos de perfección por donde Dios lleva a sus elegidos. ¿Qué bienes se sacan de ellas?

(1) Ante todo, nos prueban, por tanto, nos ayudan a conocernos. San Doroteo de Gaza citaba a un padre del desierto que decía: “el verdadero monje se da a conocer en las tentaciones”. Nos hacen conocernos porque nos hacen pulsar nuestra propia debilidad y miseria; nos hacen tomar el pulso a nuestros límites; y también nos hacen tantear la gracia divina. En las tentaciones, especialmente las muy fuertes, somos conscientes de que Dios actúa, porque de lo contrario ¿cómo seríamos capaces de vencer tales obstáculos?

(2) Son también útiles para inspirarnos tedio del mundo.

(3) Nos ayudan a expiar nuestras culpas, pues son indudablemente un sufrimiento y todo sufrimiento nos viene bien para purgar los pecados cometidos en nuestra vida.

(4) Además, acrecientan nuestros méritos, por lo que pueden ser consideradas, sin temor a equivocarnos, como la materia prima de la que se fabricará nuestra gloria futura en el cielo.

(5) Nos enseñan a ser humildes (así como los consuelos, mal llevados, pueden llevarnos a engreírnos).

(6) Arraigan más hondamente las virtudes que tenemos, porque en medio de las tentaciones los actos de las virtudes que nos vemos obligados a repetir una y otra vez se enraízan en el alma  e incluso toman un tinte heroico.

(7) Nos hacen ser más vigilantes porque la tentación no siempre avisa cuando va a venir, ni la fuerza que tendrá cuando arrecie.

(8) Nos ayudan a ser compasivos con los tentados. Dice San Juan de Ávila: “el que no es tentado no se puede doler ni compadecer del tentado… De aquí viene que, cuando alguno tentado va a ti, te espantas y le riñes y te muestras áspero, porque no sabes qué cosa es ser tentado, y el que lo es consuela y anima y esfuerza al que va a él, porque se duele y conoce la necesidad que de su consuelo tiene”[1].

Nuestra actitud ante la tentación

            Pero para que las tentaciones sean de provecho y no se vuelvan contra nosotros, no solamente no debemos consentir (eso es más que evidente) sino que debemos saber afrontarlas. En esto hay un texto muy hermoso de San Doroteo de Gaza: “Frecuentemente nos hacemos la siguiente pregunta: si en las adversidades el sufrimiento nos conduce a pecar, ¿cómo podremos decir que son para nuestro bien? Pues pecamos, en ese caso, cuando nos falta resignación y no queremos soportar lo más mínimo ni sufrir nada que nos contraríe. Porque en efecto, Dios no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, tal como dice el Apóstol: Dios es fiel y no permite que seáis tentados más allá de lo que podáis soportar (1Co 10,13). Somos nosotros los que no tenemos paciencia, y no queremos sufrir un poco ni soportar lo que se nos manda con humildad. De esta manera las tentaciones nos quebrantan y cuanto más nos esforzamos por escapar de ellas, más nos abaten, nos descorazonan, sin por eso poder librarnos de las mismas.

            Los que nadan en el mar y conocen el arte de la natación, se sumergen cuando les llega la ola, y la pasan por debajo, hasta que se aleja. Después siguen nadando sin dificultad. Si quisieran enfrentar la ola, los chocaría y los llevaría a buena distancia. Al volver a nadar les viene otra ola y si se resisten nuevamente, otra vez serán llevados lejos y sólo lograrán fatigarse sin avanzar. En cambio si se sumergen bajo la ola, si se agachan por debajo de ella, la ola pasar sin arrastrarlos; podrán seguir nadando cuanto quieran y lograr la meta que quieren alcanzar. Lo mismo sucede con las tentaciones. Soportadas con humildad y paciencia, pasan sin hacer daño. Pero si insistimos en afligirnos, en alterarnos, en acusar a todo el mundo, sufrimos nosotros mismos, la tentación se transforma en insoportable, y finalmente no sólo no nos resulta de provecho, sino que nos hace daño.

            Las tentaciones son muy provechosas para quien las soporta sin atormentarse. Incluso si es una pasión la que nos aflige, no debemos perturbarnos por ello. Si nos perturbamos se debe a nuestra ignorancia y a nuestro orgullo, lo cual es debido al desconocimiento del estado de nuestra alma, y al querer huir del sufrimiento”[2].

San Juan de Ávila escribía a una monja estas admirables palabras: “¿Has visto a los alfareros encender algún horno? ¿Has visto aquel humo tan áspero y tan negro, aquel ardor de fuego y aquella semejanza de infierno que allí pasa? ¿Quién creyera que los vasos que allí dentro están no habían de salir hechos ceniza del fuego o, a lo menos, negros como noche del humo? Y pasada aquella furia, apagado el fuego, al tiempo que deshornan, verás sacar los vasos blancos de barro duros como piedra; y los que primero estaban negros, salen más blancos que la nieve y tan hermosos que se pueden poner en la mesa del rey. Vasos de barro nos llama San Pablo… Cocinarnos quiere, hermana; tenga paciencia; metida está en el horno de la tribulación… Procure no salir quebrada… Solamente se quiebran los que en el horno de la tribulación pierden la paciencia. No desmaye, por más que atice el demonio; confíe en Dios”[3].


[1] San Juan de Ávila, Sermón del Dom. I de Cuaresma.

[2] San Doroteo de Gaza, Conferencias, XIII Conferencia.

[3] San Juan de Ávila, Epístola 21.

divorcio

¿Es pecado pedir el divorcio civil?

Pregunta:

Soy una mujer casada, con cuatro hijos, y he sido abandonada por mi marido hace dos años y medio. Él se ha juntado con otra mujer. Todos los bienes están a nombre de mi marido y éste amenaza con quitarme todo lo que tengo yo y mis hijos, además de no pasarme nada para el sustento de nuestros hijos. Civilmente me han dicho que sólo puedo preservar mis bienes y  presionarlo para que cumpla sus deberes exigiéndole el divorcio civil. He consultado sobre esto a algunos amigos católicos y unos me han dicho que pedir el divorcio o concedérselo si él lo pide es pecado; otros me han dicho que no es así. ¿Puede Usted aclararme este tema?

Respuesta:

Estimada Señora:

Ante todo, debo decirle que en cuanto a lo que Usted dice que “el único medio civil para defender sus bienes y el patrimonio de sus hijos” es el divorcio, no estoy en condiciones de expedirme. Debería ser un abogado serio y católico quien la asesore al respecto. Además esto variará según varíen las leyes vigentes en un país o en otro.

En cuanto a la licitud o ilicitud del divorcio civil, según gran parte de los moralistas clásicos, hay que tener en cuenta algunas cosas:

  1. Cuando es moralmente pecado

El divorcio civil es ciertamente inmoral e ilícito en todos los casos en que se pide o dictamina de:

1º un matrimonio válido (canónico o natural);

2º entendiendo el divorcio como ruptura del vínculo natural o religioso;

3º con intención de contraer nuevas nupcias (en realidad esta última condición agrava más el pecado; pero para que haya pecado basta con las dos primeras).

  1. Cuando puede ser “tolerado”

El divorcio civil de un matrimonio válido puede ser “tolerado” por la parte inocente, cuando:

1º es consciente (y lo hace constar, en orden a evitar el escándalo) que el divorcio civil no disuelve el vínculo natural o sacramental, y que, por tanto, sigue estando unida a su cónyuge de por vida;

2º es consciente de que el divorcio civil sólo afecta a los efectos civiles, es decir, la autoridad civil no los considera más como matrimonio quitándole a uno los derechos de decidir sobre los bienes del otro, sobre los hijos, y atribuyéndole la paternidad o maternidad de los hijos adulterinos al cónyuge inocente, etc.;

3º no se realiza con intención de contraer nuevas nupcias sino sólo para asegurar ciertos derechos legítimos;

4º y no hay otra vía menos extrema para conseguir ese mismo fin (por ejemplo, cuando no basta la mera separación de “lecho y techo” temporal o incluso definitiva).

Así, por ejemplo, dice el Catecismo: “Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, como el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral”[1]. Queda sobreentendido que hay verdadera “tolerancia” cuando se cumplen las condiciones arriba mencionadas. También señala el Catecismo que si uno de los cónyuges es la parte inocente de un divorcio dictado en conformidad con la ley civil, no peca; y parece aclarar que “ser la parte inocente” estaría constituida por el esforzarse con sinceridad por ser fiel al sacramento del matrimonio y ser injustamente abandonado[2].

  1. ¿Puede la parte inocente de la ruptura matrimonial pedir el divorcio civil o sólo debe limitarse a concederlo cuando lo pide la otra parte?

La última pregunta sobre el tema puede formularse como sigue: ¿Puede la parte inocente pedir el divorcio si éste es el único medio para salvaguardar el mantenimiento de los hijos?

Si bien ha habido algunos moralistas en el pasado que se han inclinado por la intrínseca ilicitud de pedir el divorcio[3], otros consideran que cuando se verifican las condiciones indicadas más arriba, la misma persona inocente puede solicitar la sentencia civil de divorcio. Así, por ejemplo, Ballerini-Palmieri, Lehmkuhl, Sabetti, De Becker, Génicot, Noldin y otros[4]. Dice, por ejemplo Mausbach-Ermecke: “En determinadas circunstancias puede también el cónyuge inocente asegurar su separación externa mediante una sentencia civil de divorcio, cuando la vida en común se hubiera hecho totalmente imposible, o resultara superior a sus fuerzas, o llevara consigo graves peligros para el cuerpo o para el alma. En este caso el matrimonio continúa válido ante Dios y quedan anulados únicamente los efectos civiles del matrimonio; es decir, los derechos y deberes civiles que se derivan del matrimonio según la correspondiente legislación civil. Ahora bien, si el cónyuge inocente tuviera la certeza de que el otro cónyuge, después de recobrar su «libertad» civil por la sentencia de divorcio, la utilizaría para contraer un nuevo matrimonio civil –que, moralmente, constituiría un concubinato y, canónicamente, sería un matrimonio nulo–; debería tener razones poderosísimas para presentar una demanda de divorcio ante un tribunal civil”[5].

Salmans, después de poner la cuestión “¿Podrán los esposos algunas veces, en conciencia, pedir el divorcio civil?”, responde que sí, siempre y cuando se verifiquen “a la vez” las dos condiciones siguientes:

“1º Una intención recta: tener el propósito de romper solamente el vínculo civil y no el verdadero lazo matrimonial; los esposos no pueden pensar en contraer, ante la ley, otro matrimonio, que no sería más que un lazo adúltero;

2º Una razón gravísima, extrínseca y extraordinaria, que impulse a pedir el divorcio. Notemos con insistencia que no se trata de razones que la ley pudiera estimar suficientes: como ninguna de ellas hace el matrimonio disoluble delante de Dios y de la Iglesia, no basta ninguna por sí misma, para que la petición de divorcio sea legítima en conciencia, aunque pueden autorizar la separación de los cuerpos… La moral exige, además… que se tema un daño extrínseco, daño extraordinario y particularmente grave, el cual no se puede remediar con la separación de los cuerpos”[6].

¿Qué daño puede ser considerado tan grave? Sigue Salmans: “Por ejemplo, la educación conveniente de los hijos, cuando éstos serían confiados por el Tribunal al cónyuge realmente impío o corrompido, si el otro esposo no fuera el primero en pedir el divorcio; o bien el sustento conveniente de la parte inocente o la pérdida de bienes relativamente muy grandes, si no se puede resolver de otra manera la dificultad; finalmente, el temor de que los hijos nacidos del adulterio de la mujer sean atribuídos al marido legítimo y lleven su nombre, siempre que la denegación de paternidad no pueda evitar este inconveniente”, etc.

[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2383.

[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2386.

[3] Por ejemplo, Bucceroni, Gasparri, Matharan; citados por Noldin, Summa Theologiae Moralis, Tomo III: De Sacramentis, Oeniponte/Lipisae, 1940, n. 669 (p. 680).

[4] Ibidem, nn. 669-671 (pp. 680-682).

[5] Mausbach-Ermecke,  Teología Moral Católica, Eunsa, Pamplona 1974, tomo III, n. 23,4; p. 334.

[6] Salmans, José, S.J., Deontología Jurídica, Ed. El Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao 1953, n. 363.

¿Qué es el “pecado contra el Espíritu Santo”?

Pregunta:

Me interesaría saber cuál es el pecado contra el Espíritu Santo. He sentido hablar sobre él en una reunión, pero no entiendo a qué se refiere.

Respuesta:

Estimado amigo:

La expresión “pecado contra el Espíritu Santo” está tomada del Evangelio, en el cual leemos en Mt 12,32: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará en este mundo ni en el otro.  Hay que tener en cuenta que estas palabras las pronuncia Cristo después que los fariseos intentan desacreditar sus milagros diciendo que los obra por el poder de Beelzebul, Príncipe de los demonios (Mt 12,24). Algunos Santos Padres, como Atanasio, Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Crisóstomo, consideraron que este pecado es aquella blasfemia que atribuye las obras del Espíritu Santo a los espíritus diabólicos (como ocurre en el episodio relatado en el Evangelio). San Agustín enseñó, en cambio, que este pecado es cualquier blasfemia contra el Espíritu Santo por quien viene la remisión de los pecados. Muchos otros después de San Agustín lo identificaron con todo pecado cometido con plena conciencia y malicia (y se llamaría “contra el Espíritu Santo” en cuanto contraría la bondad que se apropia a esta divina Persona).

Santo Tomás, complementando estas tres interpretaciones señaló que el “pecado contra el Espíritu Santo” es todo pecado que pone un obstáculo particularmente grave a la obra de la redención en el alma, es decir, que hace sumamente difícil la conversión al bien o la salida del pecado; así:

(1) Lo que nos hace desconfiar de la misericordia de Dios (la desesperación que excluye la confianza en la misericordia divina) o nos alienta a pecar (la presunción, que excluye el temor de la justicia).

(2) Lo que nos hace enemigos de los dones divinos que nos llevan a la conversión: el rechazo de la verdad (que nos lleva a rebatir la verdad para poder pecar con tranquilidad) y la envidia u odio de la gracia (la envidia de la gracia fraterna o tristeza por la acción de la gracia en los demás y por el crecimiento de la gracia de Dios en el mundo).

(3) Y finalmente, lo que nos impide salir del pecado: la impenitencia (la negativa a arrepentirnos y dejar nuestros pecados) y la obstinación en el mal (la reiteración del propósito de seguir pecando).

Evidentemente a este pecado no se llega de repente, sino después de haberse habituado en el pecado. La malicia de este pecado implica muchos otros pecados que van deslizando al hombre hasta rechazar la conversión.  Dice Nuestro Señor que este pecado no será perdonado ni en este mundo ni en el otro (Mt 12,32). No quiere decir esto que este pecado no “pueda” ser perdonado por Dios, sino que de suyo no da pie alguno para el perdón (corta todas las vías para el arrepentimiento y la vuelta a Dios). Sin embargo, nada puede cerrar la omnipotencia y la misericordia divina, que puede causar la conversión del corazón más empedernido así como puede curar milagrosamente una enfermedad mortal.

P. Miguel A. Fuentes, IVE

Bibliografía:

Paul Lamarche, Pecado, en: Xavier Léon-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder 1978, 660-672;

Francesco Roberti, Pecado contra el Espíritu Santo, en: Diccionario de Teología Moral, Editorial Litúrgica Española, Barcelona 1960, pp. 924-925.