pena de muerte

¿Es moralmente admisible la pena de muerte?

Pregunta:

Ultimamente se ha hablado mucho sobre la pena de muerte en Estados Unidos y en otros países como China. ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia Católica al respecto? ¿Se sigue afirmando la misma enseñanza de siglos atrás?

Respuesta:

1. Actualidad del problema

Se comprende adecuadamente la inquietud que ha suscitado entre la opinión pública los recientes casos de pena de muerte en Estados Unidos, particularmente por la implicación en ellos de dos argentinos[2]. A esto se suma la impotencia del hombre de la calle ante la escalada de violencia siempre creciente que ve tomar cuerpo a su alrededor. No es de extrañarse que encuestas realizadas en nuestro medio manifiesten que cada vez más personas están a favor de este tipo de castigo[3]. A decir verdad, más que un deseo de la pena capital, esto es síntoma de la desconfianza del público en general respecto de la seguridad social y de la impotencia de una legislación judicial que no está a la altura de los acontecimientos. En nuestro país el problema ha vuelto a ser colocado sobre el tapete a raíz de algunas declaraciones de altos políticos[4].

El problema de la pena de muerte es un tema tan delicado como complicado dado que se maneja entre el plano teórico y el práctico (siempre sujeto a los abusos y a los defectos de los actos humanos).

Se nos ha consultado por la posición de la Iglesia. Indicaré brevemente las enseñanzas de la Sagrada Escritura y del Magisterio y la reflexión filosófica tradicional sobre este punto.

2. La Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia

El Antiguo Testamento contiene numerosas disposiciones penales que conminan la pena de muerte contra delitos de particular gravedad, por ejemplo, el asesinato, la blasfemia, la idolatría, el adulterio: Lev 20,9-18; Ex 31,14s; Núm 15,32-36.

El Nuevo Testamento, si bien restringe considerablemente la dureza de las penas del Antiguo, sin embargo, reconoce también que la autoridad lleva la espada para castigar al que obra el mal (cf. Rom 13,4).

La Iglesia nunca ha reclamado para sí el derecho a imponer tal pena (ius gladii) sino que ha recomendado siempre la indulgencia con los malhechores y ha prohibido a los sacerdotes que contribuyan a una sentencia de muerte[5]. Sin embargo, todos los grandes maestros han admitido la licitud teórica de la pena de muerte, como San Agustín y Santo Tomás. La Iglesia ha defendido expresamente el derecho de la autoridad legítima a imponer tal castigo contras las afirmaciones contrarias de los valdenses. Así, por ejemplo, en la Profesión de Fe impuesta a Durando de Huesca y compañeros valdenses, el 18 de diciembre de 1208 dice: ‘De la potestad secular afirmamos que sin pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal que para inferir la vindicta no proceda con odio sino por juicio, no incautamente sino con consejo'[6].

El Catecismo de la Iglesia Católica dice: ‘…La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte'[7].

El Papa Juan Pablo II ha vuelto sobre ella en la Encíclica Evangelium vitae recordando los siguientes puntos: permanece válido el principio indicado por el Catecismo de la Iglesia Católica; pero, como el primer efecto de la pena de muerte es ‘el de compensar el desorden introducido por la falta’ en la sociedad, ‘preservar el orden público y la seguridad de las personas’, ‘es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo'[8].

3. La reflexión y fundamentación filosófica.

A lo largo de la historia del pensamiento tradicional, han sido propuestos distintos argumentos para sostener la legitimidad de la pena de muerte. Podemos reducirlos a tres principales.

1º El principio de totalidad.

En síntesis este argumento puede expresarse como sigue: ‘Cualquier parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Por tanto, si fuera necesario para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede infectar a los otros, tal amputación será laudable y saludable. Pues bien, cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y por tanto, si un hombre es peligroso para la sociedad y la corrompe por algún pecado, en orden a la conservación del bien común se le quita la vida laudable y saludablemente; pues, como afirma San Pablo en 1 Cor 5,6: un poco de levadura corrompe toda la masa‘[9].

Hay que notar, sin embargo, con el Padre Zalba[10] que el principio de totalidad aquí esgrimido no tiene perfecta aplicación unívoca y directa en nuestro caso. El criminal es un miembro del todo social; pero no le está subordinado en cuanto a su propio ser y a su existencia, como le están subordinados al todo físico sus componentes. El ciudadano se subordina al Estado sólo en cuanto a ciertos servicios para el bien común; por eso la autoridad pública no puede obligarle más que en lo necesario para el bien común. Esto significa que si bien el principio de totalidad justifica la pena de muerte cuando parezca necesario para el bien común y para la seguridad de los ciudadanos inocentes, no lo es por sí solo sino porque es completado por otros principios, los cuales expondremos a continuación. El recurso al solo principio de totalidad podría prestarse a abusos y conlleva el riesgo de presentar una concepción de la sociedad calcada sobre el modelo colectivista del marxismo, en el cual el individuo sólo tiene valor como ‘parte’ del todo.

2º El principio de perfección de la sociedad.

El Padre Zalba invoca otra consideración filosófica (a su criterio más clara): toda sociedad perfecta tiene en sí misma los medios necesarios para promover el bien común entre sus miembros. El Estado tiene el derecho de imponer la colaboración necesaria para el bien y el orden social. En tal sentido si fuese necesaria para la convivencia pacífica y segura de los buenos la eliminación de algunos malhechores notorios, sería legítima la pena de muerte en cuanto sanción ejemplar, defensa o previsión contra nuevos crímenes y correctivo aleccionador para otros eventuales malhechores. Se podría discutir -dice Zalba- si puede llegarse a tal necesidad. Pero en el caso hipotético que así fuera, no puede debatirse la legitimidad del recurso.

3º El principio de la pérdida del derecho a la vida.

Mausbach[11] argumenta, en cambio, apelando a la teoría de la pérdida del derecho a la vida. Según esta teoría, la pena de muerte sólo es la ejecución forzosa de la exclusión de la comunidad de derecho, de la cual el mismo delincuente se ha excluido a sí mismo previamente al cometer un determinado delito. Con su delito el delincuente ha cometido una especie de ‘suicidio social’. Por tanto, no se le quita la vida porque él se la quitó antes a otros (ley del talión) sino que se le quita la vida porque él mismo se ha excluido de la comunidad. El delincuente ha negado la comunidad en aquél que él ha asesinado y, al mismo tiempo, ha perdido el derecho de pertenecer a ella. El Estado se limita, con la ejecución de la pena de muerte, a hacer realidad lo que el delincuente ha hecho consigo mismo. La pena de muerte constituye objetivamente una ‘retribución’, ysubjetivamente (cuando es aceptada voluntariamente por el reo) se convierte en una ‘expiación’.

4. Conclusiones.

En definitiva, no deben confundirse dos planteamientos esencialmente diversos: el de la licitud moral de la pena de muerte y la cuestión práctica de su aplicación. Como hemos visto, tanto la razón natural cuanto la doctrina revelada y magisterial admiten la licitud fundamental de dicha pena. Otra cosa es, en cambio, la opinión prudencial que puede dictaminar en alguna circunstancia histórica que debería renunciarse a su aplicación en un Estado y en un tiempo determinados. Lo que decida en cada tiempo y lugar la aplicación o la supresión de la pena de muerte ha de ser exclusivamente las exigencias del bien común.

Es muy delicado intentar determinar si tales condiciones se dan objetivamente o no. Sin embargo, no debería banalizarse el hecho de que el Santo Padre, en un documento Magisterial cual es una Encíclica, abogue por la indulgencia en este tema.

A mi criterio personal, e intentando comprender este pedido práctico del Santo Padre, pienso que los motivos por los cuales la Iglesia considera actualmente la pena de muerte como un recurso sólo conveniente en casos absolutamente extremos son:

1º La arbitrariedad y poca confiabilidad en muchos gobiernos y gobernantes. Para aplicar un castigo extremo y tan delicado como la pena de muerte, la primera condición sine qua non es contar con gobernantes y jueces de indiscutible integridad moral. ¿Los tenemos? ¿No podrá prestarse un castigo tal para encauzar vendettas, revanchismos, para eliminar opositores políticos, realizar ‘limpiezas’ étnicas, o para ofrecer ‘chivos expiatorios’ a un público desilusionado de la impunidad jurídica de que gozan tantos criminales?[12].

2º El problema, más grave todavía, proviene de una ética espúrea que domina gran parte de la intelectualidad actual y, consiguientemente, de una filosofía del derecho consecuente con ésta. Me refiero a la ética teleologista, consecuencialista y proporcionalista, para la cual el fin justifica los medios, y los actos han de ser juzgados por sus consecuencias, mientras que considerados en sí mismos son indiferentes. Esto mismo es sostenido por algunos juristas. Recuerdo que años atrás, un alto representante de la justicia norteamericana, cuestionado sobre las posibles deficiencias en las condenas a muerte realizadas por la justicia de su país, reconocía que cierto número de condenados al patíbulo eran, en realidad, inocentes de sus delitos, pero -concluía- de todos modos se debía mantener la práxis porque se recababan más bienes del mantenimiento de la pena de muerte que se su abolición.

3º Debido a la cultura de muerte reinante como disuasivo, la amenaza de la pena de muerte es prácticamente ineficaz. El estrato social al que pertenecen los posibles candidatos a la pena de muerte (asesinos, violadores, terroristas, etc.), está animado por la mentalidad de la cultura de muerte. A estos, por tanto, como a otros ‘grupos de riesgo’ (drogadictos, rockeros, grupos satanistas) les importa poco y nada la posibilidad de quedar en el intento. A muchos incluso les atrae el vértigo que aporta arriesgar la vida en la jugada. Y ciertamente, ninguno, o casi, de los que perpetran crímenes dignos de la pena de muerte considera factible que los atrapen y condenen a la pena capital.

4º Finalmente, el problema creciente de ciertos fundamentalismos religiosos y políticos que usan la pena de muerte como arma político-religiosa para afianzar sus ideologías. Algunas cifras son elocuentes: en 1995 se ejecutaron 2931 presos en 41 países, de los cuales 2190 ejecuciones se realizaron en China, 192 en Arabia Saudita y más de 100 en Nigeria; es decir, el 85% del total[13].

Tal vez estos y otros argumentos sean los que el Santo Padre sopesa a la hora de sugerir las actitudes prácticas de los gobiernos y gobernantes.

P. Miguel A. Fuentes, IVE


[1] Apareció en Revista Diálogo nº 16.

[2] El 2 de mayo de 1996 se suspendió la ejecución, en el Estado de Virginia (USA), del argentino Ángel Breard Giubi, condenado a la silla eléctrica por homicidio e intento de violación; y en julio del mismo año fue condenado a pena de muerte con inyección letal Victor Saldaño, por homicidio capital agravado de secuestro. También el periódico LA NACION dedicó a la pena de muerte un artículo (firmado por Adrián Ventura) el 26 de julio de 1996, p. 7.

[3] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94 ss.

[4] El intendente de Escobar, Luis Patti, pidió la pena de muerte para seis policías de la Brigada antinarcóticos de Quilmes; y el mismo presidente Carlos Menem ‘ha bogado por ella con vehemencia’ impulsando varios proyectos (cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 94).

[5] Cf. J. Mausbach, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, t. III, pp. 235-245;L.CICCONENon Uccidere, Ed. Ares, Milano 1988, 67-104.

[6] Dz 425.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2266.

[8] Enc. Evangelium vitae, nº 56.

[9] Lo usa Santo Tomás en II-II, 64, 2.

[10] Cf. MARCELINO ZALBA¿Es inmoral, hoy, la pena de muerte?, en Rev. Mikael 19 (1979), 63-78.

[11] Cf. Mausbach, op.cit., pp. 240 ss.

[12] Una de las cosas que se alegó en el caso de Saldaño fue que en su pronta condena a la pena máxima influía su origen hispano. Puede ser cierto o no, pero algo es indudable: en Estados Unidos de los 313 ejecutados desde que se reimplantó el sistema, el 45% pertenecía a minorías étnicas.

[13] Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 97.

pena de muerte

¿Ha cambiado la doctrina de la Iglesia sobre la pena de muerte?

Pregunta:

De mi consideración. Aprovecho la oportunidad que me brinda de hacer una consulta. Mi pregunta es ¿por qué ha cambiado la doctrina de la Iglesia, aparentemente, sobre la licitud de la pena de muerte aplicada por el Estado, cuando durante tantos siglos se ha opinado lo contrario? ¿Obligan estas opiniones del Papa en conciencia a los fieles, o hay libertad de opinión al respecto? Atentamente.

Respuesta:

Estimado:

La doctrina de la Iglesia no ha cambiado sobre la licitud o ilicitud de la pena de muerte. Tradicionalmente se sostuvo que el Estado podía recurrir a esta pena para castigar determinados delitos. Eso es precisamente lo que dice la Encíclica ‘Evangelium vitae’ y el Catecismo de la Iglesia Católica. Por ejemplo, este último: ‘La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto, las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona’ (n. 2267-2268).

En cambio, es innegable un cambio respecto a dos cosas:

a) Éste ya no parece ser el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto. Hoy en día, la justicia tiene, o puede tener si quiere, más medios para proteger del agresor injusto sin tener que recurrir a la muerte del mismo. Si no lo hace es porque no quiere.

b) Se ha perdido el sentido de la ‘vidicta’ como virtud, es decir: del restablecimiento de la justicia por medio de este castigo. Hoy en día, hay más peligro de que se vea la pena de muerte como una simple ‘revancha’ del ofendido contra el ofensor. Estaríamos ante una especie de ‘linchamiento’ permitido por el Estado.

A esto se suma otro motivo en el que el Papa ha hecho mucho hincapié. En la actualidad una muerte, incluso merecida (como puede ser la del culpable) no alimenta el sentido de la justicia sino el sentido o cultura del desprecio, o al menos menosprecio, de la vida. La Iglesia está más urgida a dar un testimonio de su lucha por la vida en todos los frentes. Reivindicar la pena de muerte, ante una sociedad sedienta de sangre, hace perder fuerza moral a la Iglesia en su lucha contra el aborto, contra la eutanasia, contra la drogadicción, contra la guerra injusta, etc.

Sume a esto, otra constatación conyuntural: el 80 por ciento de las penas de muerte que se aplican en el mundo tiene por objeto a personas que sólo han cometido el ‘delito’ de profesar una religión distinta de la del estado (es el caso de la pena de muerte a los cristianos en los países árabes donde se practica la ley de la sharia) y por delitos menores (como es el caso de los simples ladrones de carteras en China). Por ejemplo: en 1995 se ejecutaron 2931 presos en 41 países, de los cuales 2190 ejecuciones se realizaron en China, 192 en Arabia Saudita y más de 100 en Nigeria; es decir, el 85% del total (Cf. Rev. NOTICIAS, 20 de julio de 1996, p. 97). A su vez, en países como en Estados Unidos, se aplica en procesos de dudosa legalidad y con una marcada línea racista antihispana, como han acusado algunos jueces americanos.

Por supuesto, como puede ver, se trata de opinar sobre la necesidad o no de llegar a tal extremo o si se da o no se da tal necesidad social e histórica. En este caso, siendo opiniones, puede usted opinar en contrario.

P. Miguel A. Fuentes, IVE