Pregunta:
Si bien está claro que las relaciones premaritales son pecado, quisiera algunas precisiones sobre el tema de los besos y las caricias en una pareja que aún no ha contraído nupcias.
Respuesta:
Respondo, ante todo, con las reflexiones del Padre Carlos Buela, en el artículo ‘El noviazgo católico’ (cf. Revista Diálogo nº 4 [1992], pp. 11-14):
LAS AFECTUOSIDADES
Siendo jóvenes y briosos, con el bichito del amor en el corazón, mentalizados por toda una propaganda pansexualista y, a veces, incluso por algún -como los llama el P. Cornelio Fabro- ‘pornoteólogo’, es evidente que en la manifestación del amor mutuo se muestren demasiado efusivos. Hay toda una moda, a la que no muchos se sustraen, en bailes, atrevimientos en el caminar juntos, prendidos como ventosas, en apasionados e interminables besos, colgados uno de otro como sobretodos del perchero; nuestro lunfardo caracteriza esto con una palabra: ‘franeleros’. En lengua culta se los llama sobadores. A muchos jóvenes les han hecho creer que la esencia del noviazgo consiste en pasarse horas sobándose y sobándose más que cincha de mayordomo. Esos coqueteos, manoseos y besuqueos de los novios y novias sobadores que se adhieren entre sí como hiedra a la pared y que no llegan a una relación sexual completa se realiza, en el fondo, por razón de que los placeres imaginarios son más vivos, más fascinantes, más duraderos, más íntimos, más secretos, y más fuertes que los placeres y deleites del cuerpo. Es mucho más excitante y más ‘espiritual’, para algunos, el hacer todo como para llegar a la relación sexual, pero quedarse en el umbral. Aún fuera del aspecto moral, esas desmedidas son de muy deplorables consecuencias:
1) Son causa muchas veces de frigidez, sobre todo en la mujer, ya que por un lado siente cierto placer y al mismo tiempo, miedo de que las cosas pasen a mayores, por lo que busca reprimir aquello que siente.
2) Según me aseguran algunos médicos, puede ser, en algún caso, causa de infecundidad en el matrimonio: el dolor que luego de grandes efusividades sienten en sus órganos genitales ambos novios, es indicio innegable de que la naturaleza protesta por un uso indebido.
3) Generalmente, esas prácticas empujan a la masturbación y al joven, además, al prostíbulo (donde lo masturban ya que no es un acto de amor lo que allí hace con una prostituta). Lo más grave aún, es que quien está habituado a la masturbación, aún casado lo sigue haciendo, en consecuencia el mismo acto matrimonial deviene en una masturbación de dos. El egoísmo del que cae habitualmente en el pecado solitario es tan crónico, que, por resultante, concluye siendo impotente de realizar el acto sexual por amor, como Dios manda. A ello empujan las novias que muy sueltas de cuerpo excitan al novio creyendo que así, ellos las van a amar más. No dudo en afirmar que ésta es la causa principal de tantas desgracias familiares. Cuando ella o él descubre que el otro lo usa como ‘objeto’, es decir, por egoísmo, la muerte del amor es casi inevitable y de allí, las peleas, rupturas y separaciones. Porque, es preciso decirlo con toda claridad: generalmente, cuando en un matrimonio anda bien lo sexual, todo otro problema encuentra solución fácilmente.
4) No hay que olvidarse de que ‘aunque todas las potencias del alma estén inficionadas por el pecado original -enseña Santo Tomás- especialmente lo está (entre otras facultades)… el sentido del tacto’, que, como todos sabemos, se extiende por todo el cuerpo.
5) Tratándose de seres normales, es muy poco lo que les puede provocar excitación; entonces, hay que evitar completamente todo aquello que pueda producirla. Querer evitar excitaciones y no evitar las efusividades, es como pretender apagar un incendio con nafta. Los novios en el tema de la pureza tienen las mismas obligaciones que los solteros. A la pregunta siempre repetida: ‘Padre, ¿hasta dónde no es pecado?’, algunos responden con la consabida fórmula que se puede encontrar en cualquier buen manual de moral: ‘mientras no haya consentimiento en ningún placer desordenado’. Pero este principio por más que los jóvenes lo tengan grabado en su alma con letras de fuego, pierde toda eficacia cuando se enciende la llama de la pasión; de ahí que lo más prudente es aconsejar a los novios, como se hacía antaño: ‘Trátense como hermanos’. Percibimos la sonrisa sobradora de algunos que se pasan todo el día hablando de ‘hermanos’ (no refiriéndose a esto), mas la experiencia nos dice que eso es lo efectivo e innumerables novios y novias nos lo han agradecido de todo corazón y viven, ahora, un muy feliz matrimonio. Todos los sacrificios que se hagan durante el noviazgo para respetarse mutuamente, son nada comparados con los tan grandes y dichosos frutos, que por esos sacrificios, se tendrá en el matrimonio. Todo lo que los jóvenes hagan en este sentido no terminarán de agradecerlo el día de mañana, porque redundará en la felicidad del cónyuge, en la felicidad de los hijos y en la felicidad de quienes los rodeen. Y, por el contrario, lo que no hagan en éste sentido, dejándose arrastrar por el torbellino de la pasión, será causa de amarga tristeza, de grandes desilusiones y frustraciones. El fruto del egoísmo no puede ser la alegría ni la paz. La alegría es la expresión de aquel ‘a quien ha caído en suerte aquello que ama».
Hasta aquí cuanto dice el P. Buela. Podemos sintetizar la doctrina moral sobre las afectuosidades en general diciendo lo siguiente:
-son lícitas las demostraciones de afecto, aceptadas por las costumbres y usansas, que son signo de cortesía, urbanidad y educación;
-son ilícitas las expresiones púdicas (abrazos, besos, miradas, pensamientos, deseos) con la intención expresa y deliberada de placer venéreo o sexual, aunque no se tenga voluntad de llegar a la relación sexual completa;
-también son ilícitas cuando, aun sin tener intención deliberada de placer venéro o sexual, son ocasión próxima de actos pecaminosos internos (malos pensamientos, deseos, etc.);
-con más razón son ilícitas las relaciones sexuales completas.
En resumen: ‘reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal’ (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2350).
P. Miguel A. Fuentes, IVE