Pregunta:
¿Qué decir de los Reality shows? ¿Es lícito mirarlos y participar en ellos?
Respuesta:
Los Reality shows no necesitan presentación; son de todos conocidos. Nacieron en Europa, luego fueron transplantados a Estados Unidos y ya invadieron buena parte del mundo. Las reglas del presunto ‘juego’ son sumamente elementales: un grupo de personas encerradas juntas durante un tiempo relativamente largo y aisladas del resto del mundo, son observadas día y noche por todo aquel que quiera dedicar su tiempo a fisgonear por alguna de las innumerables cámaras que los espían[1]. Según relaciones de simpatía o antipatía, los telespectadores votan telefónicamente eliminando paulatinamente los participantes (y dejándose sacar su dinero con cada llamada). El último que permanece gana una codiciable suma de dinero. A contracambio de dedicar su tiempo en escudriñar la vida del grupo, los responsables del programa prometen mostrar todos los pormenores de su vida cotidiana, incluidas pasiones, intimidades, tentaciones, etc.
Sin entrar en la cuestión de la gran estafa que esto parece suponer para el público (porque prometen mostrar la vida espontánea de personajes simples y en realidad -según dicen los que conocen los entretelones del montaje- se trata de un libreto cuidadosamente estudiado[2]) la consulta que nos pregunta por los aspectos morales de este fenómeno (y por tanto vale igual si se trata de una realidad o de una ficción).
Y me apuro a responder diciendo que, a mi parecer, a los llamados ‘reality shows’ debemos hacer serias impugnaciones morales y psicológicas.
1. Un paso más en la degradación…
A esto hemos llegado por la necesidad de inventar nuevos ‘excitantes’. Estos espectáculos son, en el fondo, el reemplazo del teleteatro o telenovela o culebrón, que han perdido ya su capacidad de atraer la atención del público.
Se trata, ésta, de una ley muy conocida por los vendedores de pornografía, y denominada ‘ley de la novedad’. Se puede expresar diciendo: ‘para impresionar sensorial y psíquicamente hay que variar y renovar’. Aplicado al campo de la lujuria, la psicología humana sabe que, por su carácter repetitivo, la pornografía tiene el gran inconveniente de embotarse, caer y volverse ‘anodina’, en el sentido de perder su capacidad de excitación. Señalaba el eminente psiquiatra G. Zuanazzi: ‘estamos en un círculo vicioso: estímulo e inmunización; nuevo estímulo, mayor inmunización y más sutil búsqueda de emociones. Es un juego de bric-à-brac, en el que está en juego el desastre sexual y la infelicidad humana'[3]. Por eso, el productor de pornografía se ve exigido a buscar constantemente formas nuevas de sexualidad, todavía inexplotadas. Esta ley lleva, pues, a sondear nuevos campos de degeneración: de la heterosexualidad, habrá de pasar al campo de la homosexualidad, de aquí a la pedofilia, de ésta al sadismo, y así sucesivamente.
Sin llegar a tales extremos, los vendedores de dramones televisivos, aplican la misma ley al campo de los sentimientos y de las pasiones. Por eso han tenido que pasar, paulatinamente, de hacer enamorar a la sirvienta con el niño rico al adulterio, de aquí a los triángulos amorosos, de éstos al melodrama del incesto o al sacrilegio (en una época se puso de moda meter algún cura o alguna monja dentro de alguna truculenta tragedia sentimental) y de aquí a la homosexualidad… pero ni aún así han podido satisfacer la sed de novedad que se despierta en quien comienza a bajar la cuesta de la morbosidad. Y como la ficción ha dejado de excitar, se prueba ahora con la ‘realidad’ desnuda (o la apariencia de realidad, como es este caso).
2. Voyeurismo y exhibicionismo
Desde el punto de vista psicológico y moral, ¿ante qué deformación de la personalidad humana estamos? En el fondo, se manifiesta como una forma (atenuada o incipiente) de voyeurismo y de exhibicionismo. No quiero decir que se trate propiamente de las perturbaciones patológicas designadas con estos términos (el voyeurismo es una perversión por la cual se busca la excitación contemplando las partes íntimas del cuerpo humano; el exhibicionismo, en cambio, consiste en el impulso a mostrar los órganos genitales). Pero sin llegar a estas parafilias, este tipo de fenómenos nos ponen en la misma línea. De hecho el éxito de este tipo de ‘shows’ se fundamenta en la convergencia de dos tendencias moralmente deformadas del ser humano: por un lado, la ambición de ser mirado, y, por otra, el afán de fisgonear en las vidas ajenas.
1º El gusto por ‘ser mirados’, por exhibir públicamente la propia intimidad, es una degeneración moral (y podría terminar en una perversión psicológica). Se opone al pudor que es parte integrante de la templanza y tiene por función preservar la intimidad de la persona. El pudor ‘designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado’, dice el Catecismo[4]. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas; protege el misterio de las personas y de su amor; invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa. El pudor es modestia. ‘Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción'[5]. Dice también el Catecismo: ‘Existe un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. Este pudor rechaza, por ejemplo, los exhibicionismos del cuerpo humano propios de cierta publicidad o las incitaciones de algunos medios de comunicación a hacer pública toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes'[6]. Sería erróneo restringir esto al campo de la castidad y de la pureza. En realidad toda la intimidad de la persona, del matrimonio y de la familia está protegida por la sombra bienhechora del pudor.
Hablando de los reality shows, un artículo ya citado dice: ‘el investigador y doctor en psicología, Roberto Follari, comenta que esto encuentra explicación en el sentimiento del ‘placer de mirar y ser mirado’, aunque sea por un rato. ‘No sólo tiene que ver con la posibilidad de ganar un premio sino con la gloria de ser mirado por diez minutos, por más que no sea’ (…) El investigador describió el perfil en el que, en general, se insertan la mayoría de los participantes. ‘Se trata de seres anónimos, en algunos casos frustrados o de clases populares, o sin otras posibilidades de destacarse que la de desnudar sus pasiones reales o ficticias en televisión’. ¿Si mienten o dicen la verdad?, ‘eso no importa, lo importante es que la gente los reconozca por la calle y sientan que pueden compartir la gloria de las grandes estrellas’, agregó. Por otro lado, para la socióloga Graciela Cousinet, el desnudar las pasiones por TV responde a la puesta en marcha de un proceso de ‘mercantilización’ de las relaciones sociales. Esto es, ‘cada vez son más las relaciones de este tipo que se compran y se venden. Ahora resulta que ir al baño vende y llama la atención»[7].
2º Esto se combina con la tendencia (no menos pervertida) a fisgonear la vida ajena, es decir, el voyeurismo (curiosidad exacerbada respecto de lo sexual y de la intimidad ajena). Hasta hace un tiempo este tipo de pervertido parecía caracterizarse como aquel individuo que contemplaba con unos binoculares o un telescopio la vida privada de la vecina del edificio de enfrente. Hoy en día tenemos el ‘reality show’, y en lugar de prismáticos hay un canal televisivo que cumple su misma función. Lo importante es que nos demos cuenta de que se trata de la misma cosa. Para que se verifique esta corrupción psicológica y moral da lo mismo que la persona observada se preste o no a ello. Algunos deben creer que su actitud no es inmoral porque las personas fisgoneadas se ofrecen voluntariamente. ¡Es falso! Lo esencial de este comportamiento es el gusto morboso que experimenta el fisgón en mirar por el ojo de la cerradura (aunque sea una cerradura virtual, como la que proporciona la camarita de televisión). Cuando una neurosis ‘fija’ esta tendencia (creada por este tipo de programas) podemos enfrentarnos a un verdadero caso de voyeurismo.
Es interesante (y trágico) el giro moral que va dando al respecto nuestra sociedad. Hasta hace poco tiempo ser tachados de mirones, entremetidos, curiosos, chismosos, hurones, etc., era un insulto, una identificación muy baja (en varias novelas costumbristas se describen personajes con estas características, resultando siempre aborrecibles al lector). Ahora ese mismo vicio pasa desapercibido, y las intimidades, pasiones, vicios, etc., del grupo de personas que prestan su intimidad por televisión, son la comidilla y la habladuría cotidiana en las oficinas, el colegio, los comercios, el colectivo o el taxi. ¿Será un efecto de la globalización? ¿No será que en vez de una ‘aldea global’ estamos construyendo un conventillo sin fronteras?
3. La sociedad que estamos construyendo
Hace poco, en una popular revista italiana, una jovencita defendió la versión italiana de uno de estos ‘reality show’; alguien se había atrevido a criticarlo diciendo que este programa ‘modificaba el modo de pensar de la gente’; ella sostenía que no. A pesar de su buena intención, las pocas líneas de su defensa eran una demostración de lo acertada que estaba la crítica: sus modos de pensar estaban moldeados por ese programa.
Estos programas, lo acepten o no lo acepten sus seguidores, producen gravísimas consecuencias en la sociedad. ‘Ni extremadamente críticos ni defensores del fenómeno, los sociólogos y psicólogos consultados aseguran que estos programas no son inofensivos para el espectador'[8].
Las ideas y actitudes que se ponen de manifiesto en estos shows son de orden inmoral. No hablemos aquí de las pasiones desordenadas que se muestran o se promete mostrar, al menos en algunas versiones de estos espectáculos (peleas, celos, obscenidades, sexo, impudor, ociocidad, etc.). Esto cae de maduro. Pero la misma mecánica del fenómeno contiene una inmoralidad: en efecto, se trata de un juego, pero ¿qué es lo que está en juego? El premio es el dinero y la fama; por contraposición, el castigo es la vuelta al anonimato. Los que premian y castigan son (al menos así se les hace creer) los televidentes que votan a quien mantener y a quien echar. El mecanismo de juego consiste, por tanto, en la astucia para serruchar el piso a los demás participantes (si no, ¿cómo se podría ganar?), pero mostrando una cara positiva, ‘buena onda’, espíritu de equipo, es decir, la simpatía necesaria para ganarse al público votante. Sin embargo, en esa pequeña sociedad de competidores, ‘nadie ayuda a nadie, por más que simule lo contrario'[9]. En el fondo esto es el reino de la hipocresía que disfraza la ‘rivalidad’ de camaradería. Por esto en algunos países como Francia y Grecia, algunos sectores de la sociedad han reaccionado con fuerza contra estos shows televisivos. El diario griego Kathimerini ha acusado a uno de estos programas de ‘hacer emerger las características más repugnantes de la naturaleza humana’.
La sociedad absorbe estas actitudes y estos mecanismos como esponja. Una demostración de esto es la manipulación que los productores de estos programas ejercen no sólo sobre los participantes sino también sobre la audiencia: los juicios que hace la gentes sobre cada uno de los participantes están manejados por los productores. ‘En los resúmenes que se emiten durante la semana, el encadenamiento de imágenes es arbitrario y constituye una herramienta esencial para manipular la opinión pública. La edición -lo han dicho los familiares hasta el cansancio, ustedes muestran lo peor de mi hijo, yo llamé a la producción para denunciarlo, me dijeron que iban a revisar los tapes, pero no pasó nada, en este país es siempre lo mismo- establece tendencia, va torciendo el pensamiento del público, va moldeando su humor'[10]. De la misma manera se van manipulando los juicios de valor, pues las relaciones de simpatía y antipatía (que son sentimentales y fácilmente manipulables) respecto de cada personaje van originando juicios de valor sobre sus comportamientos: tendemos a ‘justificar’ los actos de quienes amamos y a ‘condenar’ los comportamientos de quienes odiamos.
Por eso no es totalmente exacto (aunque sí en cierta medida) lo que se dice a menudo: que estos shows son un reflejo de la sociedad contemporánea. Es más cierto lo contrario, a saber: que, por la fuerza de los medios de comunicación (que son ‘creadores de opinión’, como a veces se dice) los programas televisivos van moldeando la sociedad, es decir, logran que la audiencia termine hablando, pensando y actuando como hablan, actúan y piensan los personajes que contempla. Muchos, viendo estos programas, tal vez se pregunten asombrados: ‘¿así somos nosotros?’. Y por no perder el tren de la sociedad (¡suprema vergüenza!) se subirán también ellos al último vagón de un tren fantasma.
En todo caso puede decirse que estos ‘reality shows’ son un reflejo de la sociedad en clave ‘futurista’. Es decir, como reflejo de la sociedad a la que tiende rápidamente nuestra mal encarada globalización. Un par de observaciones muy interesantes hace Víctor Hugo Ghitta en un artículo periodístico, evocando la novela de Georges Orwell ‘1984’, que es una metáfora de la opresión que ejerce el poder en los regímenes totalitarios, que se puede sintetizar en una especie de nuevo mandamiento: ‘no escaparás’. También recuerda el libro ‘Vigilar y castigar’, de Michel Foucault, escrito en los años 70: ‘En ese trabajo Foucault examina los sistemas de encarcelamiento contemporáneos, el modo en que denigran la condición humana y establecen una vigilancia jerárquica para desarrollar lo que denomina ‘la ortopedia social’. En ese volumen, Foucault incorpora un término que perdurará en el tiempo: el panoptismo. Dicho en dos palabras: el panóptico es una torre de observación desde la cual la autoridad puede vigilar los movimientos del prisionero. Su idea aparece, según lo registra Foucault, durante el estallido de una epidemia en el siglo XVII: los ciudadanos son aislados en sus hogares, no mantienen contacto con el prójimo; es decir, la autoridad controla sus relaciones, Regístrese un dato curioso: a comienzos de esa década, un grupo de intelectuales que integra Foucault publica un opúsculo titulado ‘Intolerables’. Se escribe allí: ‘Son intolerables: los tribunales, los hospitales, los manicomios, la escuela, el servicio militar, la prensa, la tele, el Estado»[11]. ¿No son los reality shows una nueva forma de totalitarismo intolerante (totalitarismo cibernético)? ¿No están (involuntariamente, por supuesto) predisponiendo la mentalidad del hombre moderno para dejarse manipular la vida por una nueva sociedad ‘panóptica’? Dejemos estos interrogantes para los sociólogos y los futurólogos.
* * *
Sintetizando el juicio moral que nos merecen los reality shows: son una injuria (y muy grave) a la dignidad de la persona humana; injuria que cometen tanto los productores, como los participantes, cuanto los espectadores. Así como no sólo es culpable del pecado la prostituta que comercia con su cuerpo sino también la sociedad de vividores y lujuriosos que la empuja a ganarse así la vida (sin demanda no hay oferta), del mismo modo son culpables de la degradación del ser humano tanto los que lucran vendiendo su intimidad o desnudando sus pasiones en público, cuanto los que los exponen y quienes los miran. Si la plebe romana, degradada y corrupta, no hubiera estado hambrienta de pan y circo a los tiranos del Imperio no se les habría ocurrido hacer correr tanta sangre en sus anfiteatros. ¿Quiénes eran las fieras salvajes: los animales o los espectadores? ¿Terminó el Imperio o hemos perpetuado lo peor que nos dejó en herencia?
P. Miguel A. Fuentes, IVE
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