casado

¿Jesús fue casado o virgen?

Pregunta:

Quisiera saber si en algún lugar del Evangelio figura que Cristo no ha tenido mujer alguna. Muchas gracias.

Respuesta:

Estimado:

Jesucristo fue virgen. Se puede decir que esa verdad figura en los cuatro Evangelios donde, dando muchos detalles de la vida de Cristo (más de los que muchos suponen) jamás se menciona ni alude a que Jesucristo fuera casado.

De modo más explícito la tradición ha visto siempre una alusión a su estado de virginidad consagrada en Mt 19,10-12 donde Jesucristo habla de la virginidad por el Reino de los Cielos y afirma: quien sea capaz de tal doctrina, que la siga. En ningún lugar de los Evangelios Jesucristo propone algo a la libre voluntad de los hombres sin dar Él primero el ejemplo. Por eso dice San Pedro: nos ha dado ejemplo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21).

También está expresado en Apocalipsis 14,4, cuando dice que los que siguen al Cordero (Cristo) dondequiera que va son los que no se mancharon con mujeres, porque son vírgenes. Los que son vírgenes tienen especial mérito y pueden seguir al Cordero Virgen.

Es también enseñanza del Magisterio, no puesta en duda en ningún momento de la historia de la Iglesia. Curiosamente ninguna herejía ha afirmado hasta nuestro tiempo que Jesucristo fuera casado (hasta nuestro tiempo, donde aparece en las versiones neo-gnósticas y feministas radicales que inventan el mito de la Magdalena casada con Cristo; pero de esto hablamos en otro lugar[1]). Han negado algunos que fuera Dios (Arrio), que tuviera dos naturalezas (monofisistas), o que la Iglesia fundada por Él haya sido la Católica (reformadores), etc., pero ninguno negó su virginidad. ¡Tan evidente parece!

Por eso Juan Pablo II dice: “Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa fecundidad espiritual de la virginidad”[2].

Le transcribo dos textos magníficos.

            El primero es de Pío XII en la Encíclica “Sacra virginitas”: “De aquellos hombres que no se mancillaron con mujeres, porque son vírgenes (Ap 14,4), afirma el apóstol San Juan: éstos siguen al Cordero dondequiera que va (Ap 14,4). Pensemos en la exhortación que a todos estos dirige San Agustín: ‘Seguid al Cordero, porque es también virginal la carne del Cordero… Con razón lo seguís dondequiera que va con la virginidad de vuestra carne. Pues ¿qué significa seguir sino imitar? Porque Cristo padeció por nosotros dándonos ejemplo, como dice el apóstol San Pedro, para que sigamos sus pisadas’. Realmente todos estos discípulos y esposas de Cristo se han abrazado con la virginidad, según San Buenaventura, ‘para identificarse con su Esposo Jesucristo, al cual hace asemejarse la virginidad’. A su encendido amor a Cristo no podía bastar la unión de afecto; era de todo punto necesario que ese amor se echase también de ver en la imitación de sus virtudes, y, de manera particular, conformándose con su vida, que toda ella se empleó en el bien y salvación del género humano. Si, pues, los sacerdotes, los religiosos, si, en una palabra, todos los que de alguna manera se han consagrado al servicio divino, guardan castidad perfecta, es en definitiva porque su Divino Maestro fue virgen hasta el fin de su vida. Por eso exclama San Fulgencio: ‘Este es el Unigénito Hijo de Dios, hijo unigénito también de la Virgen, único Esposo de todas las vírgenes consagradas, fruto, gloria y premio de la santa virginidad, a quien la santa virginidad dio un cuerpo, con quien espiritualmente se une en desposorio la santa virginidad, de quien la santa virginidad recibe su fecundidad permaneciendo intacta, quien la adorna para que sea siempre hermosa, quien la corona para que reine en la gloria eternamente’”[3].

            El segundo texto es de Pablo VI en la “Sacerdotalis coelibatus”: “Cristo durante toda su vida permaneció en estado de virginidad; con lo cual se da a entender que él se consagró por entero al servicio de Dios y de los hombres… Prometió riquísimos premios a todos aquellos que por el reino de Dios dejasen casa, familia, mujer, hijos (cf. Lc 18,29-30). Más aún: sirviéndose de palabras misteriosas y que despiertan expectación, aconsejó un ideal mejor consistente en que alguien, movido por una gracia especial (cf. Mt 19,11), se consagre en virginidad al reino de los cielos. La causa de que alguien apetezca este don es el reino de los cielos (cf. Mt 19,12); igualmente este mismo reino, evangelio y nombre de Cristo (cf. Lc 19,29-30; Mc 10,29-30; Mt 19,29) hacen que Jesús invite al compromiso en los arduos trabajos apostólicos, unidos con tantas molestias, que han de ser soportadas de buena gana para participar más íntimamente en la suerte de él mismo. Así, pues, quienes han sido llamados de este modo por Jesús, se sienten impulsados a elegir la virginidad como cosa deseable y digna de ser escogida bien por el misterio de la novedad de Cristo o por el de todas aquellas cosas que manifiestan quién es él y cuál su inconmensurable valor… Y ellos hacen esto… para asumir el mismo género de vida de Jesús”[4].

P. Miguel A. Fuentes, IVE

 

Bigliografía:

Pablo Buysse, Jesús ante la crítica, Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1930;

de Grandmaison, Jesucristo, Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1941 (hay edición actualizada de Edibesa, Madrid 2000);

M. Lagrange, Vida de Jesucristo, Edibesa, Madrid 2000;

Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Edibesa, Madrid 2000;

Ricciotti, Vida de Jesucristo, Edibesa, Madrid 2000.

[1] ¿Qué piensa del “Código Da Vinci”?

[2] Exh. Vita consecrata, n. 22.

[3] Sacra virginitas, 12.

[4] Sacerdotalis coelibatus, 20.23.

pecado original

¿Qué es el pecado original?

Pregunta:

Un conocido me preguntó sobre el pecado original y yo me referí al relato tal cual se encuentra en el libro del Génesis en la Sagrada Biblia, pero él me respondió que la interpretación no debía ser literal porque el pecado original habría sido que Adán y Eva tuvieron sexo y que además no era muy claro que ese pecado se transmitía a los hijos, y que esta enseñanza no la comparte ningún otro pueblo. Realmente no supe qué responder. Le agradeceré a su caridad si me podría explicar qué es lo que realmente es seguro sobre este tema en la Biblia y cómo debemos entender este misterio del pecado original los cristianos.

Respuesta:

Estimado:

Si hay algo que llama poderosamente la atención en la historia de los pueblos y de las religiones es precisamente el hecho de que casi todas las mitologías de los pueblos de la tierra presentan tres ideas fundamentales que se repiten constantemente: la idea de un estado feliz de la humanidad primitiva; la idea de una catástrofe originada en un pecado; y la idea de una subsiguiente degradación de toda la naturaleza humana. Esto se repite en relatos tan dispares culturalmente como los mitos helénicos de Prometeo, Pandora, Deucalión, Pirra, la rebelión de los Titanes y la Atlántida. Aparece también en la mítica historia japonesa de los semidioses Izanayi e Izanami, en los mitos fueguinos de la creación del mundo por “Peheipe”, el Gran Espíritu y los análogos de los pieles rojas californianos. El mismo substrato puede reencontrarse en las religiones pesimistas indias y chinas.

Esto junto con la nostalgia que todas las civilizaciones tienen respecto de un Paraíso Perdido (cuya búsqueda ha sido el motor de la humanidad, de sus revoluciones y utopías) y lo inexplicable del mal físico y moral, explican por qué es ésta una de las ideas más firmes y repetidas a lo largo de la historia de la humanidad. No sé de dónde saca su amigo que esto no se encuentra en otros pueblos.

En el libro del Génesis hay dos relatos complementarios; el primero está en Gen 2,8-17; el segundo en Gen 3,1-24. Es evidente que el autor sagrado usa aquí muchas imágenes, razón por la cual algunos teólogos han querido ver en todo este relato una simple imagen o figura y no el relato de un hecho verdadero. No hay que negar que el género propio de este pasaje bíblico ha ofrecido dificultades desde tiempos remotos. Filón no aceptaba su total historicidad, y lo siguieron algunos escritores católicos como Orígenes; San Agustín distinguía en su época varios modos diversos de interpretación. Sin embargo podemos establecer por lo menos lo siguiente[1]: (a) es una historia de un género especial, distinto por el ejemplo al del libro de los Reyes; esto se deduce de las mismas expre­siones sobre Dios, sobre la serpiente, sobre el árbol de la vida y sobre el árbol de la ciencia del bien y del mal; los antropo­morfismos que contiene respecto de Dios son evidentemente claros; (b) pero no se trata de una alegoría, sino del relato de un hecho real presentado  en algunos de sus aspectos bajo un género metafórico, a partir del cual se colige el hecho real. Su historicidad se deduce de la seriedad del carácter mismo del libro del Génesis que es una obra de historia reli­giosa y por tanto nada nos autoriza a pensar que su comienzo sea un simple cuento. Además, es evidente que para el Autor del Libro del Génesis, este relato es la clave que aclara el misterio de toda la historia humana siguiente.

El autor inspirado, en este relato persigue un fin muy preciso: tras haber explicado la creación del hombre, explica el porqué del estado actual a través de la caída moral de la primera pareja humana.

¿Cuáles son los elementos esenciales que encontramos en este relato?

(a) Estado de inocencia y de inmortalidad. El primer hombre y la primera mujer son presentados, según señala J.M. Lagran­ge, como niños en cuanto no han experimentado la concu­piscen­cia, y al mismo tiempo como sumamente maduros respecto de la seguridad de su inteligencia[2]. Para poder entender el misterio del pecado original haría falta entender la perfección de Adán. El Génesis indica su carácter con tres rasgos solamente, pero de un esplendor inconcebible: la inmortalidad corporal (si coméis de este fruto moriréis), el dominio soberano del instinto animal (estaban desnudos y no se sonrojaban) y una ciencia especial que daba imperio sobre el mismo reino animal (trajo Dios las bestias a Adán para que las denominara). El hombre paradisíaco era inmortal, y lo era en virtud de su íntima unión cognoscitiva con el Creador, es decir, en cuanto era un contemplativo de Dios. El relato pone también en relieve la familiaridad del hombre para con Dios, como la libertad que tiene el hijo con su padre. La felicidad de esta inocen­cia en la amistad de Dios estaba destinada a ser duradera, por cuanto el hecho de que la amenaza de muerte sea formulada (Gn 2,17), recordada (3,17) y sancionada (3,24) indican que el hombre estaba gratificado con el privilegio de la inmortali­dad. Pero este estado de inocencia e inmortalidad se encontraba condicionado por una prueba.

(b) La prueba. Al hombre se le puso una condición: someterse al precepto divino que prohibía el comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, con la consecuente renuncia a tal conocimiento. El pecado descrito por el texto no es un pecado de gula ni un pecado sexual. El relato es particularmente claro: y la mujer vio que el árbol era bueno para comer y un deleite para los ojos y apetecible para lograr sabiduría (3,6). El texto quiere decir más de lo que simplemente dice. No hay fruto que esté dotado de tal atributo que nos haga sabios. Esas dos expresiones: “árbol de la ciencia del bien y del mal” y su capacidad de “dar sabiduría”, nos muestran a las claras que el pecado de Adán y Eva es un pecado “gnóstico”, es decir, de conocimiento, de soberbia intelectual. Todo el diálogo de la tentación hace referencia al plano espiritual del hombre: Eva ve que el fruto era deseable para adquirir inteligencia. La promesa de la serpiente es el conocimiento: vuestros ojos se abrirán. El resultado del pecado es un cono­cimiento: conocieron que estaban desnudos. El hombre será tentado precisamente en su apetito de conocer, por la serpiente, el animal misterioso que se conduce como una potencia hostil al hombre y a Dios, consumada en el arte del engaño del que hace víctima a la mujer (3,2-5).

(c) Esencia de la tentación. Para entender la naturaleza de la tentación y del pecado de los primeros padres es necesario comprender el sentido de la “ciencia del bien y del mal” que les es prohibida por Dios y que ellos buscan adquirir incentivados por Satanás[3]. Ante todo, es un fenómeno del orden del conocimiento y no relacionado ni con la gula ni con la lujuria. Eva quiere en el fruto la sabiduría; la sabiduría suprema es la visión de Dios, la posesión de Dios por medio del conocimiento y del amor; Eva no busca un conocimiento natural, ya que sabía que todo conocimiento natural está reservado al ejercicio natural de la inteligencia humana; pretende entonces una sabiduría sobrenatural. Es lo que parece indicar la serpiente pues le dice que ese conocimiento los haría semejantes a Dios. Por tanto, lo que Eva y luego Adán buscan en ese fruto es la posesión mística de Dios pero a través de sus fuerzas naturales; no ya como don de Dios sino como adquisición personal. También asimilarse a la sabiduría creadora de Dios: creadora del bien y del mal; es decir, el poder de determinar lo que está bien y lo que está mal, de legislar y de crear la moral[4]. Por tanto, el pecado cometido, en cuanto a su materia implica la profanación de lo sagrado: del conocimiento sagrado y del derecho sagrado y del poder sagrado de Dios. Y por eso, el castigo es la muerte, que en la Escritura era el castigo propio de los profanadores. Hay que tener en cuenta también que el estado de perfección espiritual de Eva es puesto de manifiesto en su inocencia frente a lo que será el objeto de su tentación: ella no tiene inclinaciones desordenadas hacia ese objeto (el acto que le dará sabiduría) por eso debe ser movida desde afuera por una fuerza hostil a Dios. En este relato aparece tanto el carácter maléfico y personal de la serpiente –personificación del diablo– cuanto el hecho de que Eva (y Adán) son rectos por la gracia que ha perfeccionado su naturaleza.

(d) La caída y sus consecuencias. Fruto del pecado es la apertura de los ojos, pero no para un conocimiento superior fuente de nueva felicidad, como había prometido la serpiente, sino para hacerles experimentar el dolor de lo que han perdido. El darse cuenta de su desnudez, significa también  quedar desnudos respecto de la inocencia: están desnudos de un modo distinto a como lo estaban antes del pecado, porque la nueva desnudez, incluye una privación espi­ritual. Dios castiga a la mujer en su íntima cualidad de esposa (sujeción al marido, que aquí in­cluye un sentido degradante) y de madre (parir con dolor); el hombre es punido en su señorío sobre la creación, que le producirá fatiga y contra­riedad para domeñar; a ambos finalmente se los castiga con la muerte, que adquiere un carácter penal y con la pérdida del Paraíso como lugar propio.

De este relato se pueden sacar las siguientes conclusiones teológicas: (a) En el origen el hombre tenía una vida dichosa de inocencia y familiaridad con Dios, destinado a una vida inmortal; (b) Tentado por una potencia malvada, hostil al hombre y enemiga de Dios, aquel transgrede un precepto divino; (c) tras su caída se despierta un sentimiento de pudor, vergüenza, arre­pentimiento por la caída, y se origina una vida de sufrimien­to, dificultades y finalmente, de muerte; (d) la potencia tentadora seguirá acechando al hombre, pero Dios promete la victoria de la Descendencia de la mujer (Jesucristo, como aclara más tarde san Pablo) sobre el maligno (la serpiente).

Si bien hay que reconocer que no se menciona aquí el concepto de una culpabilidad original trasmitida a los descen­dientes de la primera pareja (explícitamente revelada en el Nuevo Testamento), sin embargo, es clara la idea de un cambio adquirido por la raza humana en su relación con Dios a partir de este momento. La expulsión del Paraíso pesa sobre todo el género humano y no solo sobre Adán y Eva.

Se trata asimismo de un verdadero pecado, que produce, por tanto, un detrimento en el hombre que lo comete. El hombre sabía distinguir entre el bien y el mal, de lo contrario no podría haber sido sometido a una prueba moral. En la tentación por tanto el hombre quiere adquirir un conocimiento a través de una especie de experiencia del bien y del mal moral. Pero conocer el mal experimentalmente es poseerlo en cierta forma en uno mismo. Por tanto, la prohibición divina era una prueba, pero una prueba para el bien del hombre.

Este pecado, o el acto prohibido, no fue un acto carnal, porque previo al pecado la amistad con Dios garan­tizaba el estado de inocencia. Se trata por tanto de un acto del espíritu: es un pecado de soberbia y al mismo tiempo de desobediencia a Dios.

Hay que reconocer que la revelación plena del pecado original (en cuanto pecado cometido por quien es principio de todo el género humano y que se transmite a su descendencia) se encuentra en el Nuevo Testamento, en particular en San Pablo (cf. Ro 5,12-21).

San Pablo, intentando demostrar que todos los hombres se encuentran en pecado, por tanto, todos necesitan ser salvados por Cristo, indica el motivo de esta universal pecaminosidad: todos han pecado en Adán, y de Adán el pecado se ha derivado a todos los hombres, incluso los que no han llegado al uso de razón (que es condición para pecar, o sea, para obrar humanamente).

El razonamiento de San Pablo puede resumirse en dos tesis: 1º Por un solo hombre, Adán, el pecado entró en el mundo y con el pecado la muerte, y tanto el pecado como la muerte infectaron a todos los hombres. ¿Por qué? Porque “todos pecaron”. ¿Cómo se prueba esto? A partir de la universalidad de la muerte y de la relación de la misma con el pecado. 2º Por un solo hombre, Cristo, viene también a todos los hombres la gracia y la vida (espiritual y eterna).

Una fuerza particular del argumento está en la relación que San Pablo establece entre el pecado y la muerte: por Adán entró el pecado y por el pecado la muerte. De aquí va a deducir dos consecuencias: allí donde se constate la presencia de la muerte hay que deducir que ha habido pecado; y además no puede tratarse de una relación solo respecto de los pecados hechos con uso de razón (pecados personales) ya que muchos son afectados por la muerte antes de llegar a este estado. Este modo de razonar supone, evidentemente, que la muerte no es algo natural al hombre o al menos que no es algo que, en el plan de Dios, hubiese debido afectar al hombre, sino que existe porque el hombre ha pecado[5].

A todos, pues, alcanzó la muerte “porque todos pecaron”. La universalidad de la muerte es un dato de experiencia: afecta a todos los hombres. Por tanto, de la universalidad del castigo ha de deducirse la universalidad de la culpa por la que el castigo es asignado.

Ahora bien, sigue san Pablo, todos pecaron, pero ¿de qué pecados hablamos? ¿De los pecados que cada uno realiza con plena conciencia? ¿De las transgresiones de la ley que cada uno comete a sabiendas? No puede ser, porque: (a) la muerte ha afectado a los que vivieron antes de que Dios promulgara la Ley (por medio de Moisés) que amenazaba precisamente con la muerte, por lo tanto los que pecaron anteriormente a Moisés se los castigaría con un castigo del cual no habían sido advertidos (lo cual sería injusto); (b) ha afectado y afecta a los que no llegan a realizar actos conscientes (niños). ¿De qué pecado se trata? El único pecado que, anteriormente a la ley de Moisés, fue amenazado con la muerte fue el pecado de Adán y Eva.

De algún modo misterioso este pecado pasa de Adán a todos los otros hombres. De modo contrario no podría explicarse que se encuentre en aquellos que no han “imitado” a Adán (niños y justos). Esta necesidad de que el pecado “pase” plantea al mismo tiempo la necesidad de la existencia de un nexo entre Adán y todos los demás hombres. Este nexo no es otra cosa que la “descendencia” que todos los hombres tienen respecto del primer hombre. Este pecado, por tanto, no se comete personalmente (salvo Adán), sino que se contrae. Por eso el Salmista dice: He aquí que en la culpa nací, en pecado me concibió mi madre (Salmo 50,10).

Y sin embargo, si bien este pecado es “recibido”, también en cierto modo es “nuestro”, ya que San Pablo afirma claramente que todos mueren (castigo del pecado original) porque todos pecaron. Será la teología la que tendrá que delimitar en qué sentido este pecado que recibimos en el momento de nuestra concepción es “nuestro”. Precisamente la teología ahondando estos datos explica que este pecado es un hábito entitativo que consiste formalmente en la privación de la justicia original (el estado de gracia y dones preternaturales en que Dios constituyó a nuestros primeros padres) y materialmente en la concupiscencia[6]. Podemos decirlo con las palabras de San Alberto Magno: “Lo material en el pecado original es la fealdad de la concupiscencia o corrupción del vicio…; lo formal en cambio es la carencia de la justicia debida. La naturaleza perdió la justicia, que le era propia y en la cual había sido creada, para todos aquellos en quienes se exige, como dice Anselmo; por tanto, según puede colegirse de las palabras de Anselmo, puede definirse así: el pecado original es ‘la inclinación a todo mal con la carencia de la justicia debida’. Esta definición pertenece a algunos antiguos Doctores, pero ha sido extraída de Anselmo. En cuanto dice: ‘inclinación a todo mal’, quiere decir inclinación a la conversión al bien conmutable y no conversión, porque lo que es original no tiene la conversión sino en potencia… La aversión, en cambio, la tiene en acto y esto se expresa al decir ‘carencia de la justicia’. Si se dijera que es ‘sólo carencia’ de la justicia, se estaría expresando sólo la pena de daño; pero en cuanto se añade ‘debida’, se indica la razón de la culpa…”[7].

Entre el pecado original de Adán y el nuestro existen, sin embargo, algunas diferencias. El pecado de Adán consistió en un acto y en un estado consecuente al mismo. En cambio el pecado original en nosotros no consiste en un acto, sino tan sólo en un estado: los descendientes de Adán “no se dice que pecasen en él como si realmente realizasen algún acto, sino en cuanto que pertenecen a su misma naturaleza que se corrompió con el pecado”[8]. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El pecado original es llamado ‘pecado’ de manera análoga: es un pecado ‘contraído’, ‘no cometido’, un estado y no un acto”[9].

 

P. Miguel A. Fuentes, IVE

 

Bibliografía:

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 386 y ss.

A. Gaudel, Péché originel, Dictionaire de Théologie Catholique, XII, 1, col. 275-606 ;

H. Rondet, Le peché originel dans la tradition patristique et théologique, Fayard, Paris 1967 ;

Alberto García Vieyra, El paraíso o el problema de lo sobrenatural, Ed. San Jerónimo, Santa Fe, 1980.

[1] La Comisión Bíblica el 30 de junio de 1909, ante una consulta realizada sobre el carácter de los relatos contenidos en los tres primeros capítulos del Génesis aclaró (cf. DS 3512-3519): 1º Los tres primeros capítulos del Génesis contienen relatos sobre sucesos reales y no mitos ni puras alegorías o símbolos de verdades religiosas, ni leyendas. 2º Cuando se trata de hechos que atañen a los fundamentos de la religión cristiana, hay que aceptar el sentido literal e histórico. Así, por ejemplo, la creación de todas las cosas por Dios al principio de los tiempos y la creación especial del hombre. 3º No es necesario entender en sentido propio todas y cada una de las palabras y frases, especialmente aquellas que los Santos Padres y los teólogos han interpretado diversamente. 4º Hay que tener en cuenta que el hagiógrafo no pretendió exponer con rigor científico el orden en que fueron realizadas las cosas, sino que para esto se sirvió de un modo de expresión popular acomodado al lenguaje de su tiempo.

[2] J.M. Lagrange, L’innocence et le péché, en: Revue biblique, 1897.

[3] Cf. Alberto García Vieyra, El paraíso o el problema de lo sobrenatural, Ed. San Jerónimo, Santa Fe, 1980, pp. 42-45.

[4] Por eso Santo Tomás escribe: “El primer hombre pecó principalmente apeteciendo la semejanza de Dios en cuanto a la ciencia del bien y del mal, como la serpiente se lo sugirió, vale decir, que por la virtud de su propia naturaleza determinara qué es lo bueno y qué lo malo”  (II-II, 163, 2).

[5] Dijimos antes que así se presenta en el relato del Génesis: Dios “amenaza” con la muerte sólo si el hombre come del árbol prohibido; y luego al declarar la pena de Adán pone la muerte que sufrirán en relación con la transgresión cometida. Con más claridad aún lo dice el libro de la Sabiduría: Dios creó al hombre para la inmortalidad, y lo hizo imagen de su propia eternidad; pero, por envidia del diablo, la muerte entró en el mundo, y la experimentan los que son herencia del diablo (Sab 2, 23-24).

[6] Cf. S.Th., I-II, 82, 3. “Concupiscencia” no quiere decir aquí tendencia a un objeto ilícito, ni  a la delectación carnal, sino la tendencia de las potencias inferiores hacia su objeto pro­pio –que puede ser lícito y no necesariamente malo– pero de un modo desordenado (cf. S.Th., I-II, 82, 3 ad 1), o sea, actuando al margen de la voluntad y la razón.

[7] San Alberto Magno, II Sent., d. 30, art. 3.

[8] Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, IV,52.

[9] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 404. El texto del Magisterio más importante es el Decreto del Concilio de Trento Sesión V, del 17 de junio de 1546. DS. 1510/787 a 1516/792. Lo resumió de modo admirable Pablo VI en el  Credo del Pueblo de Dios, Profesión de Fe pronunciada el 30 de junio de 1968.

Padre

¿Qué quiere decir: “Jesús está sentado a la derecha de Dios»?

Pregunta:

Un amigo me preguntó ¿cómo se explica la afirmación de que  “(Jesús) está sentado corporalmente a la derecha del Padre”. En este caso, ¿quién está sentado a la izquierda?

Respuesta:

Estimado:

El texto al que usted hace referencia está repetidamente enseñado en la Sagrada Escritura: El Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los Cielos y está sentado a la diestra de Dios (Mc 16,19); Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (Hb 1,3; también en Col 3,1).

La consulta que Usted me hace ya se la plantearon a San Agustín en el siglo IV, el cual respondió que esa era una manera carnal de interpretar la expresión. Estar sentado a la derecha del Padre significa estar en la bienaventuranza, y “en la bienaventuranza eterna, todos están a la derecha, porque no hay ninguna miseria”.

Por tanto, “sentarse a la derecha” en el lenguaje figurado no tiene sentido corporal o local sino que se trata de una locución que indica el honor y la potestad dada a una persona. En el caso de la expresión “Cristo está sentado a la derecha del Padre” significa: 1º La paz, eternidad e incorruptibilidad; equivale a “habitar” en la gloria del Padre; san Juan Damasceno dice: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”[1]; 2º Significa “conreinar”, en cuanto a tener la misma potestad judiciaria del Padre, porque Cristo (en cuanto Hombre, se entiende) está sentado a la derecha de modo único e infinitamente superior a cualquier bienaventurado, incluida la Santísima Virgen María; 3º también quiere decir que Cristo tiene el poder judicial sobre vivos y muertos.

            El Papa Juan Pablo II lo explicó en una de sus catequesis diciendo: “El Hijo que salió del Padre y vino al mundo, ahora deja el mundo y va al Padre (cf. Jn 16, 28). En este ‘retorno’ al Padre halla su concreción la elevación ‘a la derecha del Padre’, verdad mesiánica ya anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el Evangelista Marcos nos dice que el Señor Jesús… fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios (Mc 16,19), en sus palabras reevoca el ‘oráculo del Señor’ enunciado en el Salmo: Oráculo de Yahvé  a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies (Sal 109/110,1). ‘Sentarse a la derecha de Dios’ significa co-participar en su poder real y en su dignidad divina.   Lo había predicho Jesús: Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo, como leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14,62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22,69): ‘El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios’. Del mismo modo el primer mártir de Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su muerte: Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios (Hch 7,56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús había conseguido con la Ascensión al cielo”[2].

Bibliografía: Puede ampliar este tema en: Santo Tomás, Suma Teológica, III, cuestión 58, artículo 1; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 659-667.

[1] San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 4, 2; PG 94, 1104C.

[2] Juan Pablo II, Catequesis del 12/04/1989, n.6.

humanae vitae

La norma moral de la Humanae vitae

Pregunta: 

¿En qué consiste la norma moral de la Humanae vitae?

Respuesta:

Varios años después de la publicación de la encíclica de Pablo VI, decía Juan Pablo II: “el principio de la moral con­yugal que la Iglesia enseña es el criterio de la fidelidad al plan divino”[1]. La Humanae vitae se limita, en tal sentido, a exponer el plan de Dios sobre el hombre y la conyugalidad; este plan revela en qué consiste el verdadero bien del hombre, es decir, el único itinerario posible hacia su perfección humana y de su felicidad terrena y eterna como individuo y como familia.

Ahora bien, ¿cuál es ese plan divino? Podemos resumirlo diciendo: Dios ha puesto una estructura fundamental en el acto conyugal (es decir, lo ha hecho con una determinada natura­leza) y quiere, por bien del mismo hombre, que la misma sea respetada.

Esa estructura consiste en dos aspectos (o dimensiones, o significados, o finalidades) del acto conyugal (a saber, el signifi­cado unitivo y el significado procreador) los cuales: 1° de modo natural se dan juntos, 2° se salvaguardan juntos y 3° se realizan plenamente mientras se mantengan juntos (precisamente uno a través del otro). De ahí que Pablo VI hable de una “insepara­ble conexión”: “la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12).

Éste es el principio fundamental del documento y mani­fiesta la dimensión positiva de la moral matrimonial propuesta por la Humanae vitae, y su dimensión normativa (o sea, el con­junto de normas u obligaciones morales).

  • La enseñanza positiva de la Humanae vitae

La doctrina positiva de la encíclica —es decir, su instruc­ción sobre la estructura íntima de la sexualidad conyugal— está expresada en la explicación que el papa da del texto anterior­mente trascripto, diciendo a continuación del mismo: “El acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamen­te a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental” (HV, 12).

Creo que este texto contiene el núcleo central de la doctri­na católica sobre la sexualidad conyugal. Detengámonos bre­vemente en él.

  • El texto supone que el acto conyugal es una realidad que tiene dos significados concurrentes (o sea, que deben ne­cesariamente acompañarse el uno al otro).

“Significar” quiere decir “hacer saber”, “declarar o mani­festar una cosa”, “expresar una idea o pensamiento a través de un signo”, etc. Esto implica que el acto conyugal expresa o revela una doble realidad: el amor mutuo de los cónyuges y su voluntad abierta a la vida. ¿Quién expresa esto (o sea, quién es el sujeto de esta expresión)? Y ¿a quién lo expresa (o sea, quién es su destinatario)? Ante todo, al tratarse de algo impreso en la naturaleza, es Dios quien expresa esta verdad al hombre: Él quiere hacer saber, al crear al ser humano con tal estructura sexual, qué finalidad y uso quiere que se dé a la actuación de la genitalidad y del amor sexual y en qué marco pretende que esto tenga lugar.

Además, al tratarse de un acto realizado entre el varón y la mujer unidos en matrimonio, este acto es, asimismo, la revelación que hace el cónyuge varón a la cónyuge mujer, y viceversa, de su voluntad profunda de amor (unión) y de apertura a la vida (procreación). Al decir “significado” se está indicando que el acto sexual no es un mero proceso biológico o instintivo; un proceso desatado por una reacción hormo­nal, que se realiza por una serie de movimientos y termina en una descarga física. Por el contrario, se observa que es una palabra, un acto de lenguaje. El lenguaje humano no se compone exclusivamente de palabras orales, sino, en una ele­vada proporción, de gestos: un apretón de manos, una cari­cia, un guiño, etc.; el baile cultural es un magnífico ejemplo de lenguaje corporal con el que, incluso, se cuentan historias y se transmiten valores. No todos los signos que usamos en nuestro lenguaje son convencionales; algunos son naturales, es decir, los impone la misma naturaleza del signo (por su proximidad con lo significado). Por eso, si bien podríamos cambiar ciertas señales que son puramente convencionales (por ejemplo, si nos ponemos de acuerdo, podríamos indicar la libertad de tránsito con el color rojo y la prohibición de la misma con el verde, al revés de como hacemos actualmente), no es posible hacerlo con otros signos; así, no podemos hacer que un beso o una tierna caricia manifiesten rechazo u odio en lugar de simpatía, cariño y benevolencia. De ahí que nos duela tanto que nos traicionen con un beso, porque no sólo nos traicionan a nosotros sino al mismo lenguaje del amor. Por eso, cuando cambiamos el contenido de estos signos, nos hacemos mentirosos.

  • Para hablar con propiedad más que atribuir dos sig­nificados al acto sexual, deberíamos decir que tiene un doble significado. Porque hablar de “dos significados” es equívoco si lo entendiéramos como dos posibles expresiones que pueden usarse separadamente, ya una o ya la otra. La palabra “mate” se usa para expresar la calabaza americana que da nombre a la tradicional infusión argentina, y también expresa algo sin brillo, amortiguado (un color mate, o un sonido mate); puedo usar esa palabra para uno de los significados sin que implique el otro: puedo decir que esa pared es mate (sin brillo) sin aludir para nada al mate-bebida. En cambio, al decir que tiene un doble significado queremos subrayar que los dos significados son si­multáneos e inseparables “por su misma naturaleza íntima”.
  • Más aún, cada uno de estos significados se expresa a través del otro, como ha dicho Juan Pablo II al comentar el texto de Pablo VI: en el acto conyugal uno de los aspectos “se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través del otro”[2]. Esto quiere decir que una persona con su acto sexual sólo puede decir “te amo” (es decir, “te doy todo lo que soy para llevarte a ti a la plenitud”) mientras su acto esté abierto a la vida; y sólo puede decir “quiero ser madre/padre junto a ti” mientras su acto sea un acto de amor (es decir, de total donación).
  • sólo manteniendo unidos los dos significados el acto conyugal conserva, dice el Papa, su “sentido íntegro”. De aquí que, al pretender independizar un aspecto del otro, ni siquiera el que se conserva se mantiene íntegro. Los esposos que piden una fecundación in vitro, en la que el acto sexual amoroso, íntimo, secreto, verdaderamente unitivo, no está presente o es una mera condición biológica para que luego se haga “lo im­portante” (que es, en realidad, el procedimiento técnico que dará origen al nuevo ser vivo), la misma procreación, deja de ser algo “acabado”, “pleno”[3]. Lo demuestra el hecho de que un hijo así concebido no es tanto un fruto del amor, sino un “lo­gro” científico, algo que se mide en intentos exitosos o fracasa­dos, y, a menudo, también un lucrativo negocio[4]. Testimonio elocuente son los bancos de embriones sobrantes, o reservados u olvidados: “el amor de sus padres” los ha destinado a estar allí, de repuesto, “por las dudas”, abandonados, destinados en el 90% de los casos a la muerte.
  • Y lo mismo ocurre con el acto sexual que pretende ser manifestación de amor pero se cierra a la procreación. No ne­gamos que en la intención de muchos pretenda ser un acto de amor, pero no puede ser un acto de amor íntegro. Amor es do­nación, es decir, entrega. El amor “total” exige la entrega “total”; si la entrega está recortada se trata de un amor recortado. De ahí que la sana doctrina insista una y otra vez con esta verdad fun­damental: el acto sexual, fuera del matrimonio, está desprovisto de su significado original y verdadero que es la donación total de la persona; y lo mismo sucede con este acto cuando, dentro del matrimonio, se lo priva de su carácter procreativo.
  • El cerrarse a la vida implica cerrarse a la donación, por eso el acto voluntariamente vuelto infecundo no sólo aten­ta contra la dimensión procreativa sino, a la postre, también termina dañando su valor unitivo y amoroso. Esto resulta di­fícil de entender para algunos; sin embargo, es llamativo que lo haya destacado un autor que escribe desde una perspectiva psicoanalista y marxista como Erich Fromm: “La culminación de la función sexual masculina radica en el acto de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es potente. Si no puede dar, es impotente. El proceso no es diferente en la mujer, si bien algo más complejo. Tam­bién ella se da; permite el acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a producir­se, no en su función de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso”[5]. ¡Llamativo testimonio!

  • El aspecto normativo de la Humanae vitae

La norma que se deriva de esta enseñanza es formulada por Pablo VI de dos maneras: una positiva (cómo debe ser el acto conyugal) y otra negativa (cómo no debe ser):

  • De modo positivo (HV, 11): “todo acto matrimonial debe permanecer por sí mismo destinado a procrear la vida humana” (“Quilibet matrimonii usus ad vitam humanam procreandam per se destinatus permaneat”), es decir, debe mantener su destinación natural.
  • De modo negativo (HV, 12): “No le es lícito al hombre romper por su propia iniciativa el nexo in­disoluble y establecido por Dios, entre el significa­do de la unidad y el significado de la procreación que se contienen conjuntamente en el acto conyu­gal” (“Non licet homini sua sponte infringere nexum indissolubilem et a Deo statutum, inter significationem unitatis et significationem procreationis quae ambae in actu coniugali insunt”).

¿Qué quiere decir esto? ¿Quizá que siempre que se realiza un acto sexual conyugal hay que buscar un hijo? No. significa simplemente que en cada acto sexual completo de los esposos deben (norma moral) estar presentes los dos aspectos:

  • El amor, la donación, la entrega al otro. Se atenta contra esta dimensión cuando se usa el cuerpo de la otra persona para procurarse a sí mismo el pla­cer, pero no para darse a la otra persona (es decir, para buscar principalmente hacer feliz al otro), como ocurre en el acto violento, o carente de respeto, o en lugar innatural, etc. También cuando se busca la pro­creación separadamente de la unión sexual, es decir, sin que la procreación sea buscada en el mismo acto de la unión (a través de él), aunque éste sea realizado como una condición previa (por ejemplo, para obte­ner alguno de los gametos para una posterior fecun­dación artificial).
  • El grado de procreatividad que la naturaleza huma­na posee —valga la redundancia— por naturaleza en ese momento. De hecho la naturaleza humana no posee siempre la misma capacidad procreativa. Dice Pablo VI: “Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos” (HV, 11). Hay diversos grados: (a) ante todo, existe una capaci­dad actual de procrear, como ocurre en los perío­dos fértiles de la mujer; (b) hay también una capa­cidad provisoriamente potencial, como sucede en los períodos infértiles de la mujer; (c) y hay una situación definitivamente potencial (cuando algún elemento falta definitivamente, como en la edad senil, o en las diversas situaciones de esterilidad natural, etc.). Se atenta contra esta dimensión de la sexualidad conyugal cuando, en lugar de respetar el grado de procreatividad que tiene la naturaleza en el momento del acto sexual, se lo altera artifi­cialmente sea con acciones previas (anticoncepción oral, esterilización), o durante el acto sexual (mé­todos de barrera) o con actos posteriores (píldoras postcoitales, aborto, etc.).
  • En consecuencia, no es lícito querer uno solo de estos aspectos, impidiendo de modo voluntario el otro.

[1]        Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 12/10/ 1984, p. 3. Se refiere explícitamente a la doctrina del Concilio Vaticano II y a Pablo VI.

[2]         Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 26/10/1984, p. 3, n. 6.

[3]          Hablando de las técnicas de ayuda a la fertilidad dice la Instrucción Dignitas personae: “A la luz de este criterio hay que excluir todas las técnicas de fecundación artificial heteróloga [N.A.: aquellas en las que se utiliza algún gameto de alguien ajeno al matrimonio, sea semen u óvulos] y las técnicas de fecundación artificial homóloga [N.A.: aquellas en que los gametos pertenecen a los cónyuges legítimos] que sustituyen el acto conyugal. son en cambio admisibles las técnicas que se configuran como una ayuda al acto conyugal y a su fecundidad (…) Son cierta­mente lícitas las intervenciones que tienen por finalidad remover los obstáculos que impiden la fertilidad natural, como por ejemplo el tratamiento hormonal de la infertilidad de origen gonádico, el tratamiento quirúrgico de una endometriosis, la desobstrucción de las trompas o bien la restauración microquirúrgica de su perviedad. Todas estas técnicas pueden ser consideradas como auténticas terapias, en la medida en que, una vez superada la causa de la infertilidad, los esposos pueden realizar actos conyugales con un resultado procreador, sin que el médico tenga que interferir directamente en el acto conyugal. Ninguna de estas técnicas reemplaza el acto conyugal, que es el único digno de una procreación realmente responsa­ble” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Dignitas personae, 2008, n. 12-13). Y más adelante: “La Iglesia, además, considera que es éticamente in­aceptable la disociación de la procreación del contexto integralmente personal del acto conyugal: la procreación humana es un acto personal de la pareja hombre- mujer, que no admite ningún tipo de delegación sustitutiva” (Ibidem, n. 16). Sobre la noción de “delegación sustitutiva” y la diferencia entre “ayudar” y “sustituir” puede verse: Miguel A. Fuentes, Manual de Bioética, San Rafael (2006), 97-100.

[4]          Decía mons. Caffarra advirtiendo sobre la mentalidad eficientista en que se mueven las técnicas reproductivas artificiales (y que despersonalizan la sexualidad hu­mana y el hijo concebido, haciendo del primero una mera condición para obtener los gametos y del segundo un producto técnico): “Más arriba he hablado de dos posibles modelos para realizar la fecundación in vitro. Precisamente algunos días atrás he pre­guntado a un importante científico —que ha realizado ya 30 FIV— si él sigue el prime­ro o el segundo. Me ha respondido que siempre pone en práctica el segundo, ya que el primero no es eficaz. Así sucede siempre. Por tanto, con la FIV la persona humana puede ser ‘hecha’, en el sentido estricto del término ‘hacer’” (Caffarra: La fecundación in vitro. Consideraciones antropológicas y éticas, Diálogo n. 8 [1994], 53).

[5]         Fromm, E., El arte de amar, Buenos Aires (1977), 36.

relaciones sexuales

¿Cuáles son las consecuencias de las relaciones sexuales prematrimoniales?

Pregunta:

Estimado Padre:

            He leído su respuesta sobre las relaciones sexuales entre novios. Me ha quedado, sin embargo, una duda: ¿cuáles son las consecuencias a las que se exponen los novios que viven su noviazgo como si ya estuvieran casados?

 

Respuesta:

            En la respuesta a la que Usted alude, expuse el argumento central sobre la inmoralidad de tales relaciones. No me extendí analizando las consecuencias más comunes de las relaciones prematrimoniales porque, en el fondo, son argumentos secundarios. Sin embargo, agradezco su consulta porque me da pie para reforzar el juicio negativo que de ellas hemos hecho.

  1. Las consecuencias más comunes que suelen seguirse

            Entre las consecuencias que habitualmente suelen seguirse de las relaciones sexuales prematrimoniales pueden señalarse[1]:

            1º En el orden biológico:

a) Frigidez: se sabe médicamente que la actividad sexual ejercida por jovencitas de 15 a 18 años puede ser causa de frigidez en épocas posteriores; en algunos estudios, el 45% de las mujeres interrogadas se refirieron a la falta de capacidad de reacción sexual como una consecuencia temible de las relaciones previas al matrimonio; está comprobado que muchas mujeres no son frígidas por constitución, sino a causa de inadecuadas experiencias sexuales antes del matrimonio. Esto provoca en algunos casos el fenómeno de las pseudo-lesbianas y de las anfibias, es decir, de las mujeres que buscan el encuentro amoroso con otras mujeres, porque se han quedado decepcionadas de los hombres, o bien alternan indiferentemente la compañía íntima de los hombres con la de las mujeres.

b) Enfermedades venéreas: “entre los millares de casos venéreos cuidados –afirma Carnot– nunca encontré uno solo que no tuviese por origen directo o indirecto un desorden sexual”. Entre éstas las más extensas son la sífilis, la blenorragia y actualmente el Sida.

c) Embarazos: aunque la mayoría de los novios recurren a la anticoncepción (añadiendo una mayor gravedad a su pecado de fornicación), ésta –como ya se sabe– no es capaz de evitar los embarazos que tienen lugar por “descuido” o por “fallas” de los mismos métodos anticonceptivos.

            2º En el orden psicológico:

a) Crea temor: como, por lo general, las relaciones tienen lugar en la clandestinidad, crean un clima de temor: temor a ser descubiertos, temor a ser traicionados después (siendo abandonadas), temor a la fecundación, temor a la infamia social. Además crean otra alteración pasional, a saber, el temperamento celoso: la falta de vínculo legal hace siempre temer el abandono o desencanto del novio o novia y la búsqueda de satisfacción en otra persona; de hecho no hay ningún vínculo que lo pueda impedir; por eso la vida sexual prematrimonial engendra en los novios un clima de sistemática sospecha de infidelidad.

b) Da excesiva importancia al sexo, al instinto sexual, al goce sexual. Esto produce un detrimento de las otras dimensiones del amor: la afectiva y la espiritual. Normalmente esto resiente el mismo noviazgo y luego el matrimonio. Asimismo, esta centralización del amor en el sexo frena el proceso de maduración emocional e intelectual. “Una relación sexual precoz, llevada a cabo regularmente, dice Tumlirz, …ejerce también su efecto inhibidor sobre el desarrollo intelectual y la evolución consecutiva de la mente…”.

c) Introduce desigualdad entre el varón y la mujer. De hecho nadie puede negar que en las relaciones prematrimoniales quien lleva la peor parte es la mujer. Ésta, en efecto: “pierde la virginidad; se siente esclavizada al novio que busca tener relaciones cada vez con mayor frecuencia; no puede decirle que no, porque tiene miedo que él la deje, reprochándole que ella ya no lo quiere; vive con gran angustia de que sus padres se enteren de sus relaciones; participa de las molestias del acto matrimonial, sin tener la seguridad y la tranquilidad del matrimonio”[2]; vive en el temor de quedar embarazada; si queda embarazada es empujada al aborto por el novio que la deja sola ante los problemas del embarazo, por familiares y amigos e incluso por instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan por la difusión del aborto en el mundo[3] (a pesar de esto, conozco casos, tal vez excepcionales, en que ha sido el novio, enterado de su paternidad, quien ha querido el nacimiento de su hijo, mientras que ha sido la novia la que se ha empecinado en abortar).

            3º En el orden social:

a) Casamientos precipitados. La experiencia demuestra hasta el cansancio que los embarazos no intencionales o la infamia social, lleva muchas veces a precipitar el matrimonio cuando se carece de la debida madurez para enfrentarlo y éste a su vez termina en una ruptura ya irreversible. Lo sabemos bien los sacerdotes, que tenemos que enfrentar muchas veces los dramas matrimoniales que tienen este origen.

b) Abortos procurados. La experiencia también nos muestra el número cada vez mayor de abortos y sobre todo la relación entre la mentalidad abortista y la mentalidad anticonceptiva[4]. Ahora bien, nadie puede negar que esta última es el ambiente más común para quienes practican el sexo prematrimonial; consecuentemente, también el aborto será una de sus más nefastas consecuencias.

c) Maternidad ilegítima. Cuando no se efectúa el aborto y no se opta por el casamiento apresurado, se termina arrostrando una maternidad ilegítima. Una de las preocupaciones más angustiosas de nuestra época es el problema de las madres solteras adolescentes. Según algunas estadísticas, el mayor porcentaje de hijos ilegítimos que no son segados por el aborto corresponde a las jóvenes de 15 a 19 años, luego siguen las que tienen entre 20 y 24 años; la tasa más baja es la de las menores de 15 años.

¿Cuál es el consejo más sabio para nos novios? ¡Guardar la castidad antes del matrimonio!

            La castidad perfecta antes del matrimonio es esencial al amor: “Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad”[5].

            Entre otros motivos podemos indicar los siguientes:

            1º La castidad es el arma que tiene el joven o la joven para ver si es realmente amado por su futuro/a cónyuge.

            Esto por varias razones:

a) Porque si realmente uno ama al otro no lo llevaría al pecado sabiendo que lo degrada ante Dios, le hace perder la gracia y lo expone a la condenación eterna.

b) Porque es la única forma que tiene un joven o una joven de demostrar verdaderamente que quiere reservarse exclusivamente para quien habrá de ser su cónyuge. En efecto, al no aceptar tener relaciones con su novio/a, con quien más expuesto a tentaciones está, menos probable es que lo haga con otro. En cambio, si lo hacen entre sí sabiendo que esto puede llevarlos a un matrimonio apurado o a cierta infamia social, ¿qué garantiza que no lo haga también con otros u otras con quienes no tiene compromiso alguno y sobre todo cuando nadie se va a enterar? El no consentir en las relaciones prematrimoniales es un signo de fidelidad; lo contrario puede ser indicio de infidelidad.

c) Finalmente, porque el hacer respetar la propia castidad es el arma para saberse verdaderamente amado. En efecto, si la novia solicitada por su novio (o al revés) se niega a tener relaciones por motivos de virtud, pueden ocurrir dos cosas: o bien que su novio respete su decisión y comparta su deseo de castidad, lo cual será la mejor garantía de que él respeta ahora su libertad y por tanto, la seguirá respetando en el matrimonio; o bien que la amenace con dejarla (y tal vez lo haga), lo cual solucionará de antemano un futuro fracaso matrimonial; porque si el novio amenaza a su novia (o viceversa) porque ella o él deciden ser virtuosos, quiere decir que el noviazgo se ha fundado sobre el placer y no sobre la virtud, y éste es el terreno sobre el que se fundamentan todos los matrimonios que terminan en el fracaso.

            2º La castidad es fundamental para la educación del carácter.

            El joven o la joven que llegan al noviazgo y se encaminan al matrimonio no pueden eludir la obligación de ayudar a su futuro cónyuge a educar su carácter. La maduración psicológica es un trabajo de toda la vida. Consiste en forjar una voluntad capaz de aferrarse al bien a pesar de las grandes dificultades. Así como los padres se preocupan de ayudar a sus hijos a lograr esta maduración, también el novio debe ayudar a su novia (y viceversa) y el esposo a su esposa. El trabajo sobre la castidad es esencial para ello; porque es una de las principales fuentes de tentaciones para el hombre; consecuentemente es uno de los principales terrenos donde se ejercita el dominio de sí[6]. Quien no trabaja en esto no sólo es un impuro sino que puede llegar a ser un hombre o una mujer despersonalizados, sin carácter[7]. Y así como no tiene dominio sobre sí en el terreno de la castidad, es probable que tampoco lo tendrá en otros campos de la psicología humana. El que tiene el hábito de responder a las tentaciones contra la pureza cometiendo actos impuros, responderá a las tentaciones contra la paciencia golpeando a su esposa e hijos, responderá a las dificultades de la vida deprimiéndose, responderá a la tentación de codicia robando y faltando a la justicia, y responderá a la tentación contra la esperanza quitándose la vida.

            3º La castidad es esencial porque la verdadera felicidad está fundada sobre la virtud.

            Las virtudes guardan conexión entre sí. No se puede, por tanto, esperar que se vivan las demás virtudes propias del noviazgo y del matrimonio si no se vive la castidad. Si no se vive la castidad, ¿por qué habría de vivirse la fidelidad, la abnegación, el sacrificio, el compañerismo, la esperanza, la confianza, el apoyo, etc.?

            La castidad no es la más difícil de las virtudes. A veces puede ser más fácil que la humildad o la paciencia cuando en la intimidad matrimonial se empiezan a descubrir los defectos del cónyuge que no se veían en el idilio del noviazgo. Por eso la guarda de la pureza es garantía de que se está dispuesto a adquirir las demás virtudes.

            Por todo esto podemos concluir: el amor que no sabe esperar no es amor; el amor que no se sacrifica no es amor; el amor que no es virtud no es amor.

[1] Cf. José María del Col, Relaciones prematrimoniales, Ed. Don Bosco, Bs.As. 1975, pp. 169-221. Las estadísticas y citas las tomo de este estudio.

[2] Carlos Buela, Modernos ataques contra la familia, Rev. Mikael n. 15 (1977), p. 39.

[3] “En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre… puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo… No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto” (Evangelium vitae, 59).

[4] Cf. Evangelium vitae, 13.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.

[6] “La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2339).

[7] Juan Pablo II ha afirmado, por eso, que la persona humana tiene como “constitutivo fundamental” el dominio de sí (Catequesis de 22/VIII/84; en L’Osservatore Romano, 26/VIII/84, p.523, n. 1): “el hombre es persona precisamente porque es dueño de sí y se domina a sí mismo” (ibid, n. 5), “el dominio de sí corresponde a la constitución fundamental de la persona”.