Pregunta:
Nos han hecho una pregunta y desearíamos saber vuestra respuesta: ¿Cómo podemos explicar el cuerpo glorioso del Señor en la Eucaristía, en el mismo momento en que realizaba la consagración del vino y el pan en su Última Cena, poco antes de la pascua judía? ¿Es explicable con (o por) la Ubicuidad?»
Respuesta:
Estimado:
La pregunta que Usted formula, se puede reducir a una anterior, que se hace el mismo Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, III Parte, cuestión 81, artículo 3: «¿Asumió y dio a sus discípulos Cristo su cuerpo en estado impasible?». En “estado impasible” es lo mismo que glorioso e inmortal. ¿El Cuerpo de Cristo que recibieron los discípulos era glorioso? Antes de explicar el cómo, pues, deberemos afrontar la cuestión de si realmente esto fue así.
Como argumento de autoridad, el Angélico Doctor cita al Papa Inocencio III: «les entregó a los discípulos su cuerpo tal y como entonces le tenía. (De sacro altaris mysterio, 1, 4, c. 12: PL 217, 864). Ahora bien, entonces poseía un cuerpo pasible y mortal. Luego les dio a los discípulos un cuerpo pasible y mortal». Aquí ya tenemos la respuesta, pero vayamos al desarrollo de la cuestión. Dejo la palabra al mismo Santo Tomás, de una claridad incomparable:
(Hubo quienes sostuvieron lo siguiente)
«Hugo de San Víctor mantuvo la opinión de que Cristo, en ocasiones diversas, antes de la pasión, asumió las cuatro dotes del cuerpo resucitado, a saber: la sutileza en el nacimiento, al salir del claustro materno de la Virgen; la agilidad, cuando caminó a pie enjuto por el mar; la claridad, en la transfiguración; la impasibilidad, en la cena, cuando dio a comer su cuerpo a los discípulos. Y, según esto, habría dado a los discípulos su propio cuerpo en estado impasible e inmortal.
(Adviértase, ahora, el perfecto silogismo)
Pero, sea lo que fuere de las demás dotes, de las que ya hemos hablado anteriormente, es imposible lo que dice de la impasibilidad. Porque [1º] es claro que era el mismo cuerpo el que entonces veían los discípulos en su estado natural (in propria specie) y el que asumían en estado sacramental (in specie sacramenti). [2º] Ahora bien, no era impasible en el estado natural en que ellos le veían. Más aún, estaba ya dispuesto para sufrir la pasión. [3º] Por tanto, tampoco era impasible el cuerpo que a ellos se les daba en estado sacramental.
(Nótese que ha distinguido entre el Cuerpo «in propria specie» e «in specie sacramenti». Ahora aplica dicha distinción para aclarar)
Sin embargo, ese cuerpo, que en sí mismo era pasible, se encontraba de modo impasible bajo las especies sacramentales, de la misma manera que ya se les daba de modo invisible, aunque en sí mismo era visible.
(Y lo prueba con otro silogismo)
De hecho, [1º] como la visión requiere el contacto del cuerpo que se ve con el medio circunstante, así la pasión requiere el contacto del cuerpo que sufre con las cosas que actúan sobre él. [2º] Ahora bien, el cuerpo de Cristo, según el modo en que está presente en el sacramento, como se ha dicho ya (a.l ad 2; q.76 a.5), no se relaciona con el medio circunstante a través de sus propias dimensiones, con las que los cuerpos se tocan entre sí, sino a través de las dimensiones de las especies del pan y del vino. [3º] Por tanto, son estas especies las que se ven y padecen, y no el cuerpo de Cristo».
Es importante tener no confundir la impasibilidad de Cristo en la presencia sacramental, puesto que sus accidentes propios no se relacionan con el medio circundante y la impasibilidad de Cristo a partir de la resurrección gloriosa (es decir, el estado glorioso o de impasibilidad).
En el caso que se plantea, el Cuerpo de Cristo, ya dispuesto a la Pasión, era, precisamente, pasible, mortal y no glorioso; por lo tanto en ese estado dio su Cuerpo a sus discípulos, aunque por ser en especie sacramental, ajena, esto es, bajo las especies del pan y del vino, que son las que tienen contacto por sus propias dimensiones), no podía padecer (como tampoco ahora), lo que “sufrieron” dichas especies. Así, los discípulos lo masticaban al comerlo, pero no le hacían ningún daño (Cf. ad 2), así como el sacerdote que “fracciona” la Hostia, no “parte” a Cristo, sino la especie (los accidentes) del pan.
Otra cosa sucede en la Santa Misa, porque Jesús murió «una vez para siempre» (Heb 7, 27; 9, 12; 10, 10), y ya no muere más (Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere -Rom 6, 9-.), y el Cuerpo de Cristo se halla en la Eucaristía tal y como le tiene ahora, es decir, en el momento que lo encuentra la consagración de las especies. Ahora reina glorioso en el Cielo y ya no puede padecer, luego, estará también en la Hostia el Cuerpo de Cristo en estado impasible y con toda su gloria. No se explica esto por la “ubicuidad”, sino por el modo sacramental por el que Cristo puede estar presente en todos los altares: en especie ajena o estado sacramental, y en el Cielo en especie propia o estado natural.
El principio que el Santo Doctor toma de Inocencio III, es sencillamente una genialidad. El P. Carlos Buela lo enuncia de este modo: “Propio de este sacramento es tomar el Cuerpo y la Sangre de Cristo tal como los encuentra, en cualquier estado en que se hallen” (C. M. BUELA, Pan de vida eterna y Cáliz de eterna salvación, Edivi, Segni 2006, 98). Si Cristo era pasible, pasible estará en la Eucaristía; si muerto, muerto; si resucitado, resucitado y glorioso.
A este punto podríamos invertir la pregunta, y cuestionarnos ¿cómo es que actualmente está presente el sacrificio de Cristo, es decir, su muerte, si Cristo ya no puede padecer y está en la gloria? Precisamente por el mismo principio: independientemente del estado de la existencia de Cristo (ahora glorioso), “la virtud de las palabras sacramentales se extiende a hacer presente el Cuerpo (y la Sangre) de Cristo, cualesquiera sean los accidentes que realmente inhieran en él” (III, 81, 3 ad 3). Y comenta el P. Buela: “En virtud de las palabras (y de los signos sacramentales) están significados separadamente por un lado la Sangre de Cristo, y, por otro, el Cuerpo de Cristo. Pues bien, no es necesario nada más. Con la doble consagración por la que queda, por un lado, la sustancia de la Sangre de Cristo bajo la especie de vino y, por otro, la sustancia del Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan, no es necesario nada más para que tengamos sacrificio sacramental. Ahí está la mactatio mystica, la inmolación incruenta” (C. BUELA, Pan de vida eterna…, 97).
En la Última Cena, nuestro Señor anticipó místicamente (sacramentalmente) su Pasión, de manera que no estando aún muerto ni habiéndose aún sacrificado en la Cruz, en virtud de las palabras sacramentales, el Cristo que iba a padecer, se hizo presente “padecido”, “victimado”; lo mismo sucede ahora con el Cristo que ya no puede padecer, cada vez que se celebra el Santo Sacrificio de la Misa!
Así lo enseñaba Pío XII: «sobre el Altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana Naturaleza, la muerte no tiene ya dominio sobre El (Rom. 6, 9) y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre; pero la divina Sabiduría ha encontrado el medio admirable de hacer manifiesto el Sacrificio de Nuestro Redentor con signos exteriores, que son símbolos de muerte. Ya que por medio de la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, como se tiene realmente presente su Cuerpo, así se tiene su Sangre; así, pues, las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima» (Mediator Dei, 86-89)
P. Jon M. de Arza, IVE