Pregunta:
¿Qué hacer con los embriones congelados? ¿Se pueden implantar con una operación que, como es lógico, prescinde del acto conyugal?
Respuesta:
Es una pregunta muy difícil, pues las dos alternativas (implantarlos o dejarlos congelados hasta morir) tienen sus contras morales. Esta encrucijada sin salida es un signo de la inmoralidad de la fecundación in vitro del posterior congelamiento embrional. Se plantea la implantación como ‘extrema ratio’. Este tema fue tocado por el P. Maurizio Faggioni, o.f.m., en ‘L’Osservatore Romano’, edición española del 30 de agosto de 1996, p. 9 y 11 (‘La cuestión de los embriones congelados’. A continuación le transcribo lo que él responde a la pregunta ‘¿Qué hacer?’.
‘Las actividades de manipulación de embriones y las aberrantes disposiciones legislativas que las consienten se inscriben en la mentalidad distorsionada que preside muchas prácticas de reproducción artificial. En particular, la fertilización in vitro, violando la inseparable conexión entre los gestos del amor encarnado de los esposos y la transmisión de la vida, oscurece el significado profundo del generar humano. No es, por tanto, lícito producir embriones in vitro y muchos menos producirlos voluntariamente en número excesivo, de modo que sea necesaria la crio-conservación. Ésta parece ser la única respuesta razonable a la cuestión de la congelación embrional y en tal sentido el Santo Padre ha interpelado a los hombres de ciencia. Sin embargo, el modo antinatural en que estos embriones han sido concebidos y la antinaturales condiciones en que se encuentran, no pueden hacernos olvidar que se trata de criaturas humanas dones vivientes de la Bondad divina, creados a imagen del mismo Hijo de Dios. Se nos pide entonces cómo intervenir para salvar estas criaturas, resolviendo de modo éticamente aceptable el desagradable dilema.
Una vez que los embriones son concebidos in vitro, existe por cierto la obligación de transferirlos a la madre y solamente ante la imposibilidad de una transferencia inmediata se podrían congelar, siempre con la intención de transferirlos apenas se hayan presentado las condiciones. En efecto, el seno materno es el único lugar digno de la persona, donde el embrión puede tener alguna esperanza de sobrevivir, reanudando espontáneamente los procesos evolutivos artificialmente interrumpidos. También aquellos que -en contraste con la moral católica- considerasen justo recurrir a métodos extra-corpóreos no podrían eximirse de respetar ese mínimo ético que está constituido por la tutela de la vida inocente. Ni siquiera en caso de divorcio el marido podría oponerse a la petición de la esposa de recibir los embriones ya concebidos pues, una vez que la vida humana ha comenzado, el progenitor no tiene ningún derecho de oponerse a su existencia y desarrollo. El embrión, de hecho, no obtiene su derecho a existir de la común acogida de sus progenitores, de la aceptación de la madre o de una determinación legal, sino de su condición de ser humano. Hay que poner de relieve, por otra parte, que en un embarazo diferido, el significado de la procreación, en su compleja dinámica antropológica, es ulteriormente turbado y trastornado: la escisión artificiosa entre unión sexual (cuando ha tenido lugar) y concepción, ya drástica e inaceptable en las técnicas extra-corpóreas, se hace máxima en el caso de la implantación de un embrión crio-conservado.
Si no se puede encontrar a la madre, o ésta rechaza la transfer, algunos autores, incluso católicos, han considerado la posibilidad de transferir los embriones a otra mujer. Se trataría de una adopción prenatal diferente de la maternidad sucedánea y de la fecundación heteróloga con donación de ovocitos: aquí no se daría una lesión de la unidad matrimonial ni un desequilibrio de las relaciones de parentesco pues el embrión se encontraría, desde el punto de vista genético, en una misma relación con ambos padres adoptivos. Los vínculos más intensos y profundos establecidos entre quien es adoptado antes de nacer y los padres adoptivos, tendrían que atenuar algunos problemas psicológicos que se observan en las adopciones tradicionales, mientras se exaltaría el sentido de la adopción como expresión de la fecundidad del amor conyugal y fruto de una generosa apertura a la vida, que lleva a la acogida en el seno de una familia de hijos privados de padres o abandonados, y sobre todo de los abandonados a causa de minusvalía o enfermedad.
La solución, sugerida como extrema ratio para salvar los embriones abandonados a una muerte segura, tiene el mérito de tomar en serio el valor de la vida, si bien frágil, de los embriones y de aceptar con valentía el desafío de la crio-conservación buscando limitar los nefastos efectos de una situación desordenada. Sin embargo, el desorden dentro del cual discurre la razón ética marca profundamente las tentativas mismas de solución. En efecto, no se pueden silenciar los graves interrogantes que provoca está solución y, de modo particular, el temor a que esta singular adopción no logre substraerse a los criterios eficientistas y deshumanizantes que regulan la técnica de la reproducción artificial: ¿será posible excluir toda forma de selección, o evitar que se produzcan embriones en vista de la adopción? ¿Es imaginable una relación transparente entre los Centros que producen ilícitamente embriones y los Centros donde éstos serían y los Centros donde éstos serían lícitamente transferidos a madres adoptivas? ¿No se corre el riesgo de legitimar e incluso promover, inconsciente y paradójicamente, una nueva forma de cosificación y manipulación del embrión y, más en general, de la persona humana?
En el caso de los embriones congelados tenemos un ejemplo impresionante de los inextricables laberintos en los que se aprisiona una ciencia cuando se pone la servicio de intereses particulares y no del bien auténtico del hombre, únicamente al servicio del deseo y no de la razón. Por ello, frente al alcance de las cuestiones en juego -cuestiones de vida o de muerte- el pueblo cristiano siente con más fuerza que nunca la misión, que el Señor le confió, de anunciar el evangelio de la vida y se compromete, junto con todos los hombres de buena voluntad, a responder a las problemáticas emergentes con soluciones incluso audaces, pero siempre respetuosas de los valores de las personas y de sus derechos nativos, sobre todo cuando se trata de los derechos de los débiles y de los últimos’.
P. Miguel A. Fuentes, IVE